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MARTES DE CENIZA

¿Por qué se titula el blog "Martes de Ceniza"?

Porque ese día le tocaba.

Porque me animé a embarcarme en esta aventura cuando terminaba de escribir un relato con ese título.

Porque hay martes que aún sin ser trece suponen un punto y a parte en una vida que ha tocado fondo.

Comprobarlo si queréis...

 

                                                                                “... Y es que nada hay más frágil

                                                                                que el equilibrio” (Carlos Goñi)

 

Martes, nueve y veinte de la mañana, Diana le da vueltas a su cotidiano café con leche que ya no le sabe a nada, rodeada de mujeres que vierten palabras amontonadas sobre los terrones de azúcar y la hipocresía de la sacarina. 

La carestía de la vida, el reality de turno, los deberes de los críos, las mechas de una, el viaje que planea la otra ... conversaciones previsibles, fragmentadas por constantes interrupciones para hacerse escuchar más alto y más fuerte, atropellando a la compañera.

Ni siquiera se han dado cuenta del testigo mudo en el que se ha convertido Diana, tan dicharachera hace unas semanas, el alma de la fiesta de este desayuno-tertulia que se produce a diario tras dejar a los niños en el colegio.

Otras han tomado el relevo y parecen encantadas, como si empapadas por la lluvia hubiesen estado esperando la oportunidad de calentarse frente a una chimenea.

Tampoco le sorprende, sabe descifrarlas y descifrarse en ellas, no las reconoce como amigas sino como seres necesitados de un lenguaje y un espacio en común que las justifique.

Belén sí se preocupa por ella.  La llama prácticamente a diario, después de comer o cuando han acostado a los críos.  Necesitan dedicarse ese tiempo cansado y concreto, pero libre de urgencias, se aproximan la una a la otra con la facilidad de cuando llevaban aparato en los dientes y gafas de culo-vaso, aquélla época de los vaqueros de cintura alta anudados con un pañuelo, cuando utilizaban papel de cartas perfumado y los cines eran salas enormes en las que agazaparse en una esquina para dejarse conquistar por la gran pantalla.

Con Belén se puede llorar sin necesidad, hablar del tiempo como si se tratase de una operación a corazón abierto o preguntar porqué crees que ha dejado de quererme mientras se rebozan croquetas con los dedos pringados de tristeza.

Está ahí, como los olores o las canciones que secuencian toda una vida.

Eso reconforta, abre de par en par las ventanas y sacude las cortinas.  Es aire limpio.

Porque lo peor no es que a Diana hayan dejado de quererla, que no hay avales eternos, sino que se lo han dicho.  Así de claro, una palabra tras otra, con la ensalada de la cena en medio y el público del concurso de la tele aplaudiendo a rabiar.  Ya no siento por ti lo que sentía.  Joder, nadie siente lo que sentía veinte años antes ¿o sí?, las cosas cambian, los corazones adquieren otro ritmo, amas, lavas la ropa, dejas de trabajar para que la familia despegue, amas aunque ya no lo hagas como en la tienda de campaña en el Pirineo la nochevieja del noventa, te tiñes el pelo, compras mesas de diseño en lugar de improvisar picnics a la luz de las velas, que esto no es Central Park, das a luz y te haces fotos de estudio que podrían servir para un anuncio de colonia, amas, aunque haga frio y sólo pretendas un abrazo, una compañía tan pura como cuando nos escondíamos en el hueco de la escalera y se apagaba la luz, sólo eso, amas, pero sobre todo acompañas.

Pues resulta que el otro en un ataque de dignidad y descubriendo que hace tiempo que dejó atrás la treintena decide sincerarse y soltar por su boca.  Partirte en dos.  Descubrir la penicilina.

No ha conocido a otra.

Eso dice.

Diana quiere creerle.

No ha conocido a otra pero es posible que lo haga en cualquier momento, porque ha levantado la barrera, ha rociado con gasolina el suelo firme del cuarto de estar esperando que ella coja el extintor.  No se va a ir.  No quiere precipitarse.  A partir de ahora todo puede suceder.

Y el miedo de vivir en un campo de minas se ha instalado en los párpados de Diana y en la rigidez de su sonrisa.

No te faltará de nada.  Le ha dicho.  Y por un instante ella ha pensado que era su padre quien le hablaba, su padre, su patrón, un jefe con el que pacta un despido ... nunca antes había sentido esta extraña y violenta sensación de pertenencia.

Si encontrase las fuerzas suficientes para salir de la sorpresa y el abatimiento le diría que ya nunca podrá restituir lo que le ha quitado.  Su seguridad.

Desde ese día Mario sigue siendo Mario, pero vive en la casa como un huésped.

O como un ladrón.

Como si de repente apareciese en el periódico una fotografía de “SE BUSCA” en la que reconocemos al sujeto peligroso que describen y que en nada tiene que ver con la imagen que guardábamos de él.

Los niños no saben nada, pero Diana les roza con suavidad las mejillas porque siente sobre ellas el aleteo provisional de la espera.

Dos días después de aquella fatídica cena de viernes la llamó su hermana Charo, protectora y misericordiosa como siempre: “No te preocupes cariño, verás que pronto se le pasa la tontería ...”  La cortó en cuanto pudo porque no tenía ganas de hablar y le dolía que se hubiese enterado tan rápidamente de algo que ni siquiera había comenzado a germinar.  Recordó la afinidad entre cuñados y hasta llegó a pensar que quizás Ernesto, el marido de su hermana, supiera lo que le ocurría a Mario antes que ella.  Pero no era momento para escalafones, el orden de los factores no alteraba el resultado final.  De buena gana le hubiera contestado a Charo que difícilmente una persona deja de querer a otra para disculparse pasado un tiempo y volver dónde lo habían dejado como si nada.  Ayer no te quería, pero es que estaba nublado, me ví mayor en el espejo y tuve miedo, pero hoy el cielo está despejado, ya no me aburro tanto contigo y no veas las ganas que me entran de seguir queriéndote.

Puede que Charo tuviese razón.

Puede que Mario lo considere y recapacite.

El problema es que no tendría porqué recapacitar y que es ella quien no va a olvidar aquella confesión.  Hacía mucho que no decoraba la mesa, ni lo recibía tan bien vestida  y con los niños ya acostados.

Mario le cogió las manos sobre el mantel y no esperó a que encendiera los candelabros ni sacara el asado del horno.  Lo había meditado bien.

Ella se sintió ridícula, como una niña sin fiesta de comunión, no sabía donde mirar, y de repente le dio mucha vergüenza ver sus piernas enfundadas en medias de rejilla calzada con las zapatillas de casa.  No podía levantar la vista de aquellas zapatillas de felpa rosas y blancas, le dio la impresión de estar siendo observada por una muchedumbre que se reía de ella, la misma gente que aplaudía en el concurso que emitía la tele.

A Mario se le quebró la voz.  La soltó y se marchó al dormitorio, del que no salió hasta la mañana siguiente.

Diana se quedó en la misma postura, aunque con la punta del pie lanzó lejos las zapatillas.  Vio pasar un programa tras otro, sin entender nada de lo que ocurría, sin llevar la ensalada a la nevera ni recoger la mesa.  No se quitó la camisa blanca ni se soltó el pelo.  Cuando amaneció se metió a la ducha y estuvo mucho rato bajo el agua helada.  Antes de que se levantara nadie, metió toda la ropa de la noche anterior en una bolsa de basura, zapatillas, cena y accesorios de la mesa incluidos, y los bajó al contenedor.

Durante varios días no tuvo fuerzas para mirarse al espejo y descubrirse el desamor en la cara.

El café con leche de este martes no le sabe a nada, pero lo necesita.

Le da igual el alboroto montado por el resto de mujeres, le da igual lo que cuentan, quién se ha muerto, qué niño celebra la próxima fiesta de cumpleaños ... pero busca un ruido mayor que todos los ruidos que la sacuden.

Y necesita sobre todo que Eloy le bese la mano, como suele hacerlo cuando se encuentran en la cafetería.  Fueron compañeros de instituto cuando nada resultaba previsible, y han vuelto a encontrarse tantos años después, en esta cafetería que forma parte de la cadena de establecimientos de la que Eloy es copropietario.

A ella le dio apuro encontrárselo el primer día, convertida en una mini-maruja profesional, con carro de la compra y todo, y él de traje, con esa sonrisa impasible generando confianza, como cuando eran críos y Eloy resultaba el confidente ideal.

Quiso pasar inadvertida, esconderse en el grupo, pero él la reconoció al instante y no dudó en plantarse ante ella y llamarla por su nombre completo.  Diana Pallarés Torrubia.  Sintió como se sonrojaba cuando le cogía la mano para depositar en ella un beso principesco.  Evocaron brevemente el pasado porque él tenía prisa.  Desde ese día se han encontrado fugazmente, en medio de los mil brotes de vida que despuntan al sol, pero nunca ha olvidado besarle la mano ni preguntarle si continúa escribiendo. “De vez en cuando”, miente Diana, porque hace mucho tiempo que no hilvana tres frases seguidas ni siente la necesidad de hacerlo.  En el instituto dirigía la revista y había ganado un par de premios literarios para estudiantes a nivel autonómico.  En Lengua y Literatura eran los mejores de la clase.  Pero Mario y Sara se cruzaron en sus vidas y todas las referencias y los puntos de apoyo se hicieron trizas como sólo puede ocurrir cuando tienes diecisiete años y alguien se ofrece a cogerte de la mano, rodearte la cintura y ahuyentar el miedo.

“¿Sigues con Sara?” se atrevió a preguntarle Diana con la osadía que permiten los años desconocidos.  “No, claro que no, aquello no daba para más, éramos unos críos...  nos estuvimos carteando durante mucho tiempo porque yo he ído dando tumbos por ahí ... aún nos llamamos por Navidad, es una tía estupenda.  ¿Y tú con Mario?”. 

Todavía no había sucedido nada en el devenir de una relación acostumbrada y metódica, pero en ese momento a ella le hubiera gustado responder como él que lo dejaron porque eran unos críos y quedaba mucho mundo por descubrir ... 

“Veinte años llevamos juntos, tenemos tres hijos...”

“¡Vaya!, eso rompe mi teoría sobre lo poco que pueden prosperar los amores adolescentes...  Me alegro.”

El claxon de un coche anunció desde la calle el final de la conversación.

El grupo de madres que  suele acompañarla sólo pareció reparar en Eloy el primer día, después habrán imaginado lo que deseen imaginar, pero nunca le han dicho nada.  Tampoco tienen la confianza suficiente.  Y es probable que guarden sepultadas bajo un muro de hormigón las posibilidades de una relación paralela o extramatrimonial que para muchas de ellas sólo debe suceder en los best-sellers americanos y en las comunidades de vecinos que no son la suya.

Diana le comentó a Mario el encuentro con Eloy, pero este apenas recordaba al compañero de instituto.  Ella sacó una vieja foto para refrescarle la memoria y su marido la miró detenidamente, como si ni tan siquiera pudiera reconocerla a ella o a sí mismo.  Finalmente asintió con la cabeza sonriendo irónicamente.  “Qué pringao era el pobre, no le daba bien a ningún deporte...”

Al menos él me hubiera tratado de otra manera.  De haber llegado juntos a un final hubiese sido diferente ... Le gustaría poder decirle a Mario si se repitiera la ocasión, pero llevan varias semanas sin cruzar más palabras que las justas en referencia a los niños.  Violeta, la mayor, tiene diez años y se ha dado cuenta de que algo pasa, pero no se atreve a decirlo.  Está pálida y apenas come.  Diana ha intentado hablar con ella, aunque tampoco sabe muy bien qué decirle, como y para qué prepararla.

Iker va a cumplir ocho años.  Siente predilección por su padre, demuestran caractéres similares, les gustan los mismos deportes y juntos forman un buen equipo. A Iker ni se le pasa por la cabeza que sus padres estén pasando por una crisis, y de tener esta consecuencias irrevocables tendría dificultades para asimilarlo.

Samuel está en segundo curso de Infantil, descubriendo el mundo con canciones viajeras y compañeros de otros países.  A Samuel ya no lo esperaba nadie y a veces parece que nadie cuente con él.  En casa desaparece durante mucho rato y Diana lo encuentra proyectando sombras con una linterna bajo la cama, o mezclando geles detrás de la puerta del baño para obtener extraordinarias pompas de jabón.  Es un niño autónomo y feliz que sigue su propia estela.

Había vuelto a matricularse en la Universidad cuando se quedó embarazada de Samuel.

Había recuperado algunos viejos planes y desempolvado promesas de fin de año.

La organización de horarios parecía funcionar, las piezas del puzzle encajaban.

Pero le dieron la noticia y se quedó como quien baja del vuelo equivocado en un pais desconocido.

Mario le revolvió el pelo divertido, perdonándole la travesura y pasando por alto las lágrimas que pugnaban por salir de los ojos claros de Diana.  “Anda que no te queda tiempo por delante para hacer miles de cosas...”.

Ella no quería hacer mil cosas, sólo unas poquitas bien hechas.

De los tres, Samuel resultó el bebé más tranquilo y complaciente, como tratando de ganarse un puesto desde el que partía en clara desventaja.

Con los años, la culpabilidad de Diana por no desearlo ha hecho que germine en ella un profundo sentimiento de respeto y admiración hacia ese niño que debe abrirse camino fuera de cualquier esquema, lejos de cualquier plan de familia preconcebida.

Se quieren como camaradas y entienden sus inquietudes al primer vistazo.  Por eso estos días Samuel se acurruca junto a ella cuando Mario se va a trabajar.

Hoy martes los niños comen en el comedor del Colegio, Mario sale cuando aún no ha amanecido y regresa cuando los niños están cenando.  No le sostiene la mirada, así que Diana ha aceptado la invitación de Eloy para comer, y vuelve a la cafetería vestida con un traje nuevo y subida en unos tacones altos que no son de mujer menospreciada porque no quiere parecerlo.  Hacía tiempo que no se maquillaba y nota el ligero peso del rimmel sobre las pestañas.  Viendo su imagen reflejada en el espejo al fondo de la barra piensa si no se le habrá ido la mano embadurnándose como una puerta, o disfrazándose sin ser Carnaval.  Le invade una oleada de pánico y siente deseos de marcharse, pero la visión de comer sola en su cocina grande, blanca y silenciosa la coarta.

Nunca ha tenido una cita con otro hombre que no sea Mario.

Ni se le habría pasado por la imaginación.

Piensa en Belén, en sus reuniones con amigos y compañeros de trabajo, en sus cenas con viejos colegas cuando Lucas está de viaje y él mismo la anima a salir.  “Qué pareja más moderna” opina Mario.  Pero ella conoce a Belén y sabe que su manera de entender la relación de pareja y entenderse a sí misma no tienen nada que ver con la modernidad, sino con la confianza y la libertad de elección.

Seguro que en una situación como esta a Belén no le sudarían las manos.

Han ído juntas de compras, ella nunca hubiera adquirido estos zapatos, pese a gustarle tanto.  “A partir de ahora vas a tener que dar el salto querida, lanzarte al vacío”, la animaba Belén.

No sabe si esta cita es lanzarse desde el trampolín con la piscina vacía.

Tiene tres hijos.

Casi cuarenta años.

Una licenciatura sin terminar.

Limitada experiencia laboral.

Ningún hobby conocido.

Fuma sin que Mario la vea y más desde que apenas la mira.

Va a la peluquería un par de veces al año.

Si su hermana alguna rara vez se lleva a los tres sobrinos ella dedica la tarde a dormir.

Les ayuda con los deberes.

Es una buena cocinera.

Una amante correcta.

No usa albornoz.

Apenas saca el coche del garaje.  Le gusta andar.

Tiene pánico a las tormentas y fobia a las Navidades.

Un marido que ha sido el arquitecto de la relación y que le ha puesto una bomba lapa pegada al colchón.  De no haber sido así no estaría hoy aquí, ni se miraría al espejo sintiendo tanta lástima...

Su mano juguetea absorta con el mechero cuando es atrapada por otra de conocida tibieza.

-“La puntualidad te sienta de maravilla”

Comen cerca, en un restaurante italiano, desempolvando el baúl de los recuerdos, volviendo de puntillas a la época de las oportunidades confusas y el tiempo engañosamente extenso.  Ríen abiertamente, el vino es dulce y enmascara la realidad del despertador tratando de desprestigiarla.

Cenicienta mira el reloj, no debe olvidar las condiciones del pacto.

Calibra el tiempo que le queda y mira al hombre que tiene delante, y de repente, como si otra persona la usurpara, comienza a confesarse primero y a llorar después todo lo que no ha llorado en estos días.  Y no se atreve a mirarlo por si acaso escapa corriendo, y le pide que la quiera, que la quiera mucho, que no la deje, que podrían intentarlo como deberían haberlo hecho hace muchos años, y que la perdone, y que qué pensará, y que no deje de besarle la mano cuando se la encuentre por las mañanas, y que quizás después de esto no quiera volver a verla nunca más...

Se le acaba el aire, ya no tiene ni saliva ni oxígeno para seguir hablando, y se apoya extenuada en el respaldo de la silla.

La sonrisa impasible de Eloy está ahí, no ha huído.

-”Vamos a brindar por los tiempos venideros una vez te hayas sacudido de encima todos tus fantasmas”.

Porque yo no soy tu escondite.

Ni sirvo para serlo.

Porque ni tú ni yo somos los de entonces ni nos parecemos.

Nada es lo que parece.

Enfréntate a la parte de tí que aún no conoces.

Y vuelve.

No sé si te estaré esperando.

Pero tú ya sabras entonces lo que vas a encontrar.

Algo así dijo, mientras ella se sonaba la nariz y los camareros recogían el resto de las mesas.  Quizás fue lo que quiso entender, pero más o menos el resumen es ese.

Camina sola por la calle, ha guardado los zapatos de tacón en el bolso sustituyéndolos por unas bailarinas.

Le pesa el vino en la cabeza como le pesa el tiempo irrecuperable.

Se han despedido hasta mañana con un beso sincero en las comisuras de los labios.

Parecía sincero.

Hace calor.

Los niños están en sus actividades extraescolares, todavía puede esperar unos minutos sentada en el banco de un parque cercano al colegio.  Sobre el césped varias parejas desperdigadas se acarician.  Le entran ganas de hacer de reportera, inmiscuirse en el abrazo y preguntarles a ellas: “¿Qué cara le pondrías si veinte años después de este abrazo te manda a la mierda de buenas maneras?”.

El vino es atrevido e irreverente.

Suena el móvil en algún rincón de su bolso.  Lo busca con torpeza y al no encontrarlo vuelca el contenido sobre el banco hasta dar con el aparato.

La voz de su hermana parece la de un agente secreto.

-”Corre a casa niña, yo voy a buscar a tus hijos, date prisa que Mario está haciendo la maleta.”

Despaciosamente vuelve a llenar el bolso con sus cosas y enciende un pitillo.

No se ve desempeñando el papel de mujer-dique seco ni mujer-muralla romana.

Mario ya ha tomado una decisión, aunque le costará descubrir donde guarda Diana las maletas ...

Ella invitará a los niños a cenar en una hamburguesería.

Mañana les contará lo sucedido como le gustaría que se lo contaran a ella.

Por lo demás, y aunque siga siendo martes, el pasado ha reventado a pedradas las ventanas del presente para que sólo el futuro pueda adivinarse en los cristales rotos.

 

 

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