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MARTES DE CENIZA

"TODOS LOS TIEMPOS"

"TODOS LOS TIEMPOS"

“La memoria

es modificación”

(“Diáspora”-Cristina Peri Rossi)

 

 

Belén Durán friega el suelo del “Mesón Giralda” con la misma energía de su primera mañana, cuatro años atrás, cuando se presentó a la oferta de empleo con las manos frías y el corazón desbordado. 

Le mintió a la encargada del establecimiento asegurando que la agencia ya no iba a enviar a nadie más “me quedo a prueba ya mismo, verá como no se arrepiente”, y ni corta ni perezosa sacó una bata del bolso, se la puso y preguntó por los enseres de limpieza.

Amparo Gaza solía callar. 

En su pétreo silencio pudo descubrir el rastro de los anillos en los dedos largos de Belén, una alianza, quizás un sello… la examinó detenidamente, pudo respirar su desazón, la ansiedad por ser contratada cuando era posible que jamás hubiese trabajado como limpiadora… algo se le dio la vuelta por dentro y cedió.

Al final de la mañana, frente a un café con leche bien caliente y unas rosquillas artesanas Amparo y Belén se midieron en las distancias cortas, y con el tiempo se fueron respetando.

Dentro del bolsillo de su bata sigue sonando un transistor, como entonces, y una atinada manera de silbar acompaña el ritmo de las canciones. 

Todo tiene que oler a limpio, nada de ambientadores cítricos, ni de productos novedosos, lejía, amoniaco, esparto, lo clásico es garantía de pulcritud.

“Contribuyamos a que este sucio mundo no lo sea aún más”

Eso repiten las hermanas Arce, propietarias del mesón, cuando una vez al mes se presentan cogidas del brazo para saldar cuentas y pasar revista (los dedos pálidos y arrugados de nonagenarias deslizándose sobre los muebles en busca de una mota de polvo). 

Perla y Elvirita Arce heredaron de su padre el negocio y una severa amenaza:

“Si se os ocurre cerrar o malvenderlo regresaré desde el más allá para quebranto de vuestras noches”. 

Sabían que era un hombre de palabra, eran asustadizas, y les aterraba todo lo relacionado con el mundo de ultratumba, así que continuaron con un negocio que había supuesto el gran proyecto de su progenitor, pero que a ellas les desagradaba, arrugaban la nariz al entrar en la cocina, miraban con sofoco a los obreros que elevaban la voz a la hora del almuerzo y suspiraban junto a alguna mujer que tomaba una copa acodada en la barra. 

Todo lo que fuera salir de entre los cortinajes, terciopelos y naftalinas de su enorme piso en el centro de la ciudad suponía un contratiempo. 

Tenían, además del mesón, varias plazas de garaje y una perfumería, capricho de su madre, que junto a su marido y su primogénito, fallecido prematuramente por los riesgos nunca asumidos de sus enfermedades venéreas, trabajó intensamente durante años para levantar el imperio de los Arce-San Sebastián, sucesores de labriegos.

Las niñas crecieron entre asistentas que las bañaban en profusión de espumas y sales aromáticas y después las peinaban con tirabuzones, con las que rezaban el rosario, aprendían a bordar y tomaban porciones de chocolate importado ante la mirada golosa de las jóvenes niñeras que siempre supieron, a fuerza de repetírselo, cual era su lugar.

Apenas compartían tiempo con sus padres y hermano, enfrascados como estaban en contentar a la fortuna que había parecido sonreírles, después de haber invertido pequeños ahorros en acciones de bolsa que les proporcionaron sustanciosos dividendos.

Perla y Elvirita sólo se tenían la una a la otra, y aunque hubo unos años en los que Perla desapareció tras aquel hombre que le sorbió el seso, guapo como un demonio, hasta que su padre fue a buscarla para devolverla al hogar prácticamente a rastras, de eso hace ya tantas décadas que la foto del caballero duerme el sueño de los justos en un rincón olvidado por ambas.

César Vereda es el camarero más madrugador, le gusta leer el periódico antes de que crezca la acción de cada día en el local.  Se sienta en una mesa individual y despliega el diario sobre el mantel de cuadros, comienza por la sección de deportes y despotrica contra los árbitros mientras toma pequeños sorbos de un vaso de leche muy caliente.

Belén no ha llegado a conocerlo bien. 

No se deja. 

La saluda siempre como si ambos estuviesen en andenes separados de una estación muy ruidosa, con un gesto lejano e indefinido y medio esbozo de sonrisa.

 En realidad es un poco adusto con todo el mundo, nunca sabes por donde va a salir, si tiene niebla o sol entre ceja y ceja.

Entró a trabajar cuando todavía no había terminado los estudios, era un adolescente díscolo y su padre, cliente fiel del mesón, quiso escarmentarle poniéndolo a trabajar sin pensar que se acomodaría, que durante veinte años, cada mañana, se arremangaría frente al espejo su camisa blanca, sin más pretensión que subirse a la moto, otra bien distinta a la que siempre quiso tener,  para atender mesas y barras durante nueve horas y salir después, con la espalda de madera y los dedos acorchados, a jugar una partida de dardos y mirar una televisión sin sonido, con el fin de llegar a casa, colocar con cuidado la camisa sobre el respaldo de una silla y esperar a que amanezca.

Cuentan que mantuvo un idilio con una camarera locuaz y desenvuelta a la que pillaron robando dinero de la caja. 

Se montó un lío tremendo, al sentirse acorralada le pidió ayuda

“¿Tú no vas a decir nada?”.

 La miró un segundo largo para girarse después a seguir limpiando la cafetera. 

Ella le escupió cuando pasó a su lado y jamás volvieron a verse.

Además de César hay otros dos camareros, que sólo trabajan durante las horas de máxima afluencia, chavales jóvenes que se sacan un jornal mientras estudian o buscan otra ocupación. 

Belén no logra aprenderse sus nombres, son personas itinerantes, que no permanecen demasiado tiempo ni terminan por formar parte del mesón.

Clara Morales es la cocinera, su hija Ada, que tiene una discapacidad intelectual y siempre guarda en los bolsillos regalices rojos y pequeños muñecos de peluche, ejerce de ayudante. 

Su madre no puede dejarla sola en casa ni se fía de ninguna cuidadora. 

Su madre la lleva a todas partes. 

Como si fueran siamesas. 

Ada es rápida pelando patatas, batiendo huevos, obedeciendo a su madre. 

Le gusta llevar el gorrito blanco y que Amparo y Belén alaben lo trabajadora que es. 

Cuando Ada nació y los médicos explicaron la enfermedad que iba a padecer el resto de su vida su padre desapareció con lo puesto. 

Los únicos ingresos familiares los aportaba él, no quería que Clara trabajase, le gustaba el arroz en su punto, el sol cruzando los cristales relucientes de las ventanas, el sonido de la televisión al entrar en casa… “calor de hogar” lo llamaba él. 

Clara no sabía lo que sabía hacer.

Varios cursos de formación y su afición por la cocina la convirtieron en dueña y señora de los fogones del Giralda, un lugar intocable.

La auténtica capitana del barco es Amparo. 

Todos los tripulantes conocen bien la jerarquía, eso es importante para que el entramado funcione y no se convierta en una casa de locos.

Amparo llegó la primera.

Ha conocido muchas etapas del mesón, unas más brillantes que otras. 

“Los tiempos cambian, las personas no”, asevera con voz grave. 

Hubo un tiempo en que el local contiguo también formaba parte del establecimiento, era un gran comedor que se reservaba para banquetes y eventos, donde llegó a tocar en directo alguna orquesta.

Luego el mundo gira y donde había luces irrumpen las sombras.

Los autoservicios y locales de comida rápida fueron abriéndose paso entre las costumbres de la gente como una serpiente de colores, silenciosa y ágil, y el Giralda se fue quedando un poco atrás, un poco antes, desacompasado y extraño.

Subsiste porque quedan nostálgicos.

Porque resiste la lealtad como se oxidan los barcos.

Las tortillas de bacalao de Clara y los quemadillos de César también han tenido algo que ver, y esa eterna necesidad de regresar a los sitios como si se descubrieran por primera vez.

Amparo Gaza nunca obtuvo el apellido que le correspondía.

Hija ilegítima del único varón de Los Arce, se crió en un internado desde poco después de empezar a andar. 

Hasta el momento de su muerte su padre le escribía mensualmente unas cartas que nadie hubiera podido imaginar que salían de él. 

Fueron su aval cuando al cumplir la mayoría de edad salió del Colegio y se presentó ante sus tías, toda la escasa vida metida en una maleta temblorosa y en el blanco impoluto de los calcetines largos.

Perla y Elvirita desconocían la existencia de su sobrina. 

Cerraron las puertas correderas del salón y se reunieron a deliberar. 

Amparo ni siquiera se atrevió a sentarse en las sillas barrocas del recibidor.

El piso situado justo encima del mesón hacía las veces de almacén y oficina, lo adecentaron convirtiéndolo en algo parecido a una vivienda y metieron a Amparo como se introduce en un acuario a un pez recién capturado.

Esa fue su nueva casa, y encargarse del mesón su tarea principal durante los últimos treinta años, sin más concesiones ni acercamientos familiares.

Cuando fue presentada como la nueva encargada nadie se atrevió a abrir la boca, pero todos miraron entre recelosos y extrañados a aquella chiquilla de pelo claro e indomable que trataba de aparentar madurez y rectitud.

Entonces el mesón estaba en auge, con una actividad frenética y un importante número de trabajadores. 

Chema Lidón era el jefe de cocina, salía en los periódicos como profesional de referencia, un tipo encantador, con don de gentes y un par de gemelos que hicieron inevitable su paso por el altar.

Amparo se enamoró de él como sólo se cuelgan las niñas que no han traspasado el umbral de la realidad. 

Si no le importó la notable diferencia de edad poco podía importarle lo demás.

Prácticamente llegaron a vivir juntos.

Hasta que una mañana la mujer de Chema llamó a su puerta, asomó su prominente barriga de embarazada y se lo llevó colgado del brazo.

Él le acaricio un instante la barbilla antes de irse y trató de sonreírle con un paternalismo insultante.

Amparo trató de recuperarlo. 

Lo siguió. 

Lo intentó todo.

A la señal de alarma respondió Don Fausto Oria, amigo íntimo de su abuelo y consejero de la familia, se reunió con ella, la dejó llorar hasta hartarse, después le lavó la cara con agua helada y le preparó una infusión, mientras Amparo se la tomaba a regañadientes Don Fausto le explicó minuciosamente ciertas cosas que las monjas no se habían molestado en contarle, aspectos que tienen que ver con que nada es tan grave como parece, nada. 

Después planificaron una metódica gestión del negocio que Amparo ha cumplido rigurosamente.

Cuando seis años después Celeste Pinos, su ayudante, le dijo: “mira quien te está esperando” ella levantó la vista de las facturas y vió, acera arriba, acera abajo, a un Chema alopécico y cabizbajo, entonces ordenó a Miguel Conde, su camarero de máxima confianza, que bajase la persiana.

Y nunca más.

Chema Lidón murió hace diez años. 

La tarde de su entierro ella esperó la hora de los solitarios para moverse entre las sombras gélidas y depositar en el nicho cuatro rosas blancas.

Belén conoce la historia no por Amparo, sino por la transmisión generacional de los sucesos, un movimiento de rotación del mundo que se adquiere con el tiempo y la experiencia, sin saber muy bien en qué momento se aprende ni quién lo cuenta.

Al contrario que Amparo, Belén ha sido la última en llegar al Universo Giralda.

No dejó de llover durante aquel mes.

En su habitación alquilada había goteras, y una humedad que calaba los huesos, pero como debía varias semanas no se atrevió a quejarse.

Se había terminado la huída, a pesar de sentir esa prisa constante, ese recelo de los fugitivos, ya no era necesario esconderse.

Salió a la calle con su abundante mata de pelo cortada a trasquilones, a duras penas, una de las primeras noches que se fue de casa, mientras los niños dormían en la cama plegable de un cuartucho inmundo. 

Los mechones de cabello amontonándose en el suelo simbolizaron el pasado marchito, la mujer que ya no era.

Salió a la calle con el miedo que ya no tenía, ya no lo tenía, ya no… y se presentó a la oferta laboral del mesón dispuesta a que las cosas cambiasen entonces o nunca.

Y comenzaron a hacerlo despacio, como entumecidas.

Fue su primer trabajo estable tan lejos de casa, este y el horno de pan al que acude cada madrugada a mancharse de harina, a llenar sacos y sacos y cargarlos en furgonetas que reparten por toda la ciudad el pan que sale de sus manos.

A mitad de tarde está tan exhausta que se queda dormida en el sofá, envuelta por un agradable sopor, y cuando se despierta ya no quedan fragmentos del día y falta muy poco para que suene el despertador.

Podría decir que es feliz si no echara tanto de menos a sus niños.

No se arrepiente de haber llamado a aquel taxi, ni de haber metido lo imprescindible en una bolsa de deporte, ni de mentirles diciendo que iba a ser un viaje divertido y corto… los niños entraron en el coche y antes de llegar a la estación se habían dormido uno sobre otro. 

Su padre tardaría un par de días en regresar de su viaje de negocios. 

Cuando quisiera darse cuenta estarían muy lejos.

Es cierto que Belén no tenía nada planificado, en caso de haberlo hecho jamás se hubiera atrevido a huir.

No contó con que la traicionasen, con que una de las pocas amigas en las que había confiado llamase a Iván antes de lo previsto, y le contase lo que estaba ocurriendo.

No pudo sacar dinero de las cuentas, el oxígeno se fue extinguiendo, los malos tratos psicológicos de Iván se tornaron imposibles de demostrar después del rapto de sus hijos…

Una mañana sin apetito para tomar el escaso desayuno, Celia, su hija mayor, dijo con todo el aplomo de sus séis años: “Yo lo que quiero es volver a casa, a mi habitación, que es más alegre que esta, y con papá, que aunque no os queráis mucho a nosotros nos trata muy bien…” el otro Iván, el benjamín, sólo pudo asentir con la cabeza y mirar con ojos desmedidos.

Belén trató de que no la vieran llorar, los besó mucho, creyó entenderlos y antes de leerles por última vez su cuento preferido hizo una llamada de teléfono a su cuñado para decirle dónde y a qué hora podía pasar a recogerlos.

Cuando el coche de alta gama se detuvo en la puerta del hostal los niños estaban viendo dibujos animados y Belén ya había puesto tierra de por medio.

No tenía nada que pudiera interesarle a nadie.

No la buscarían, la mala prensa no ayuda.

Y comenzó su nueva vida lejos de todo lo que la sujetaba, de su afición por tocar el violín, leer a los clásicos, plantar siemprevivas… de su papel de esposa obediente y consentidora a cambio de un status social que olía a pájaros muertos.

En el Giralda ella no pregunta y nadie le ha preguntado. 

Cuenta hasta donde quiere, se siente protegida, ha descubierto lo poco que necesita para vivir en paz, un estudio alquilado, algunos libros, una manta sobre las rodillas, rodearse de gente que no la juzga.

Cuando pisa la calle tan temprano la silueta que se recorta a través de la luz blanca de las farolas se pregunta si los niños abrirán los regalos que les manda.

Por encima de los secretos que a veces nos asfixian y nos secuestran del presente, está la vida cotidiana, las personas que nos llaman por nuestro nombre de pila, las tareas pequeñas que esperan que hagamos, el espacio imperceptible que ocupamos, un lugar nuestro, tallado a medida.

Hoy en el mesón todo vuelve a suceder, como de costumbre, en unos minutos llegará Amparo, con su rictus serio y su voz seca empañada de tabaco, escribirá en la pizarra el menú del día con una tiza que siempre se parte y el engranaje comenzará su funcionamiento, como si nada, como si el alma de cualquiera estuviese libre de nostalgia.

Y los primeros parroquianos dirán buenos días con un tono de voz muy alto, encenderán la televisión, se dejarán convencer por quien proclame que este puede ser un gran día.

 

 

6 comentarios

nK -

Por un momento, mientras lo leía, he creído que era el arranque de esa gran novela que algún día podrías escribir. Genial, como todo lo que haces, en corto, en novela, en VIDA. Sigo esperando, más, para no variar. Muchas Gracias y Felicidades, otra vez, como siempre por llenar estos espacios de belleza infinita.

Virginia G. -

Y como siempre... cómo describes a los personajes y lo que los hace más grandes: su historia vital que nos hace comprenderlos mejor. Felicidades!

Ruth Lanciego -

Podría extenderme, pero sólo quiero decir... ¡¡ESPECTACULAR!!

Rubén L. -

Y aún he de tener la paciencia que tengo para escucharte decir que en el blog cuelgas los menos "buenos", lo que no hemos leído lo imagino con calidad de NOBEL

Carmen Frías -

Madreeeeeeee!!!!! Es un grandísimo relato, es palpable, fotográfico y redondo.

EDU -

Tus relatos siempre emocionan.
GRACIAS!!