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MARTES DE CENIZA

"PALABRA DE HONOR"

"PALABRA DE HONOR"

Usamos el derecho a la alegría,
a encontrar el amor
en la tierra lejana
y sentirnos dichosos
por haber hallado compañero
y compartir el pan, el dolor y la cama

("Claro que no somos una pompa fúnebre"-Gioconda Belli)

 

Gabriel cruzó el país para conocer a Victoria, una prima lejana, con el firme propósito de que acabase convirtiéndose en la madre que necesitaba para sus hijos. 

Había enviudado demasiado pronto, los niños eran pequeños y él pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa, un enorme caserón rodeado de campos y huertas en medio de ningún lugar. 

Apenas los conocía. 

A los niños. 

No se sentaban sobre su regazo ni corrían a abrazarlo, reinaba el silencio cuando entraba donde ellos jugaban, alguna vez se había asomado a verlos dormir, fascinado por el sueño y la tibieza tranquila de los cachorros.

Runa, la mujer que lo había criado y que ayudaba en las tareas domésticas se las apañaba bien con los niños, pero no como una madre, aún eran lo bastante pequeños como para adaptarse a otra mujer que cumpliese el papel de la primera, menos enfermiza, eso sí, menos tendente a la melancolía.

Buscó la dirección de Victoria después de que en el entierro de su esposa un familiar en común le hablase de ella, no se había casado, esperó durante un tiempo imposible a que el galán del que se enamoró en la adolescencia volviese de su viaje a las Américas, ella consideraba las promesas como palabra de honor, aunque finalmente tuviera que desechar aquella y aprender a vivir sin contemplaciones.

Sin esperar respuesta al ejercicio confesional que supuso la carta emprendió el viaje.

No previno el calor húmedo de la costa, con frecuencia debía quitarse el sombrero para abanicarse y la corbata terminó enrollada dentro de un bolsillo de su chaqueta.

Cuando por fin colocó los pies adormecidos sobre los peldaños del último tren no imaginó que en la misma estación le estaría aguardando Victoria, que no tenía el pelo recogido, sino corto, oscuro y pegado a la nuca, y usaba botas altas como si se tratase de un jinete, lucía una boca grande que mostraba una interminable hilera de dientes blanquísimos y sobre ella unos ojos curiosos indagaban hasta el último detalle de su interlocutor.

Parecía más joven de lo que era.

Parecía una pequeña revolución.

Y Gabriel tuvo una primera sensación de fracaso que no le impidió dejarse llevar. 

Qué otra cosa podía hacer. 

Debía llegar hasta el final. 

Era un hombre tenaz.

Victoria se agarró de su brazo y lo condujo hasta el vehículo que conducía su hermano, los presentó, venían de trepar sobre unas rocas en las que se encontraban las más variopintas caracolas: “Mira”, le dijo sonriendo satisfecha y sacando de su bolsillo una concha alargada en tonos ocres, “Me faltaba una de estas”.

Dando tumbos en el asiento de atrás Gabriel se arrepintió de haber escrito la carta, cerró los ojos un momento pero nada desapareció, ni siquiera el polvo que nublaba la transparencia de las ventanillas.

Victoria y su familia lo trataron de un modo inmejorable, eran gentes afables, comunicativas y sencillas, la casa ofrecía sus puertas abiertas para cualquier vecino o caminante, vivían compartiendo lo que tenían, en medio de una generosidad que él llego a considerar desmedida, innecesaria.

Durante un tiempo prudencial no abordaron el tema principal del viaje, ambos sabían, pero no lo manifestaron.

El segundo día marcharon solos hasta la playa dando un paseo después de la cena, el profundo olor a sal le golpeó de lleno en las fosas nasales. 

Victoria parecía no notarlo. 

Recuerda que caía la noche y que la marea dejó sobre la arena un par de peces muertos, tenían los ojos muy abiertos, la boca disecada, el mar volvió a arrastrarlos hacia la inmensidad del agua. 

Ella se quitó los zapatos y las medias sin importarle la presencia de otros paseantes o lo fría que debía estar el agua. 

Se arremangó un poco la falda y una ola al acecho bañó rápidamente sus pies. 

Le preguntó por sus hijos y él se enredó en explicaciones. 

Victoria le cubrió la boca con su mano derecha, fina y larga.

“Escucha” dijo en voz baja, como si temiese ser escuchada, “tengo un plan”.

Él también había llegado con un plan.

Se trataba de decir que sí al planteamiento de la carta inicial. 

La esposa fiel. 

La madre abnegada. 

A cambio una vida cómoda, pero sin mar. 

No era hombre de rarezas ni caprichos, procuraría facilitarle las cosas, de verdad que sí.

Pero a veces los planes se dan la vuelta, como un gato desobediente o una bola de nieve que crece demasiado. 

A veces los planes olvidan los principios.

Ella le confesó que jamás podría amar a otro hombre, que esa sensación de complementariedad, de todo o nada, sólo se tiene una vez en la vida y ella ya la había conocido. 

Gabriel sintió un amago de ternura por aquella convicción rotunda, nadie había hablado de amor, no era necesario, pero se lo agradeció.

Victoria siguió con un monólogo que había tenido tiempo de construir. 

Una vez aparcada la pasión podían llegar al afecto por medio de la cordialidad, ella quería salir de la ciudad costera, pequeña y provinciana, donde ya se la había catalogado de solterona irreverente, le gustaban los niños, pondría todo su empeño en hacerse con ellos, la mayor sólo tenía seis años, procuraría que se formasen, que fuesen felices. 

“Te lo prometo” y él la creyó, sus palabras estaban cargadas de intención y de fuerza.  Debió ser entonces cuando comenzó a enamorarse de ella, a pesar de las condiciones y de que ambos fueran diametralmente opuestos, fue el inicio de una atracción titánica hacia una persona tan fuera de cualquier molde, tan verdadera.

Contrajeron matrimonio en la ermita de una aldea remota, durante el viaje de regreso.  Tenían los zapatos sucios de polvo, la cara fatigada y el anillo de encargo que había acompañado a Gabriel durante toda su expedición daba varias vueltas sobre el dedo anular de la nueva esposa.

Los niños se mostraron reticentes al principio.

Se refugiaban entre las faldas de Runa, que tildó a Victoria de “exótica”, tratando por todos los medios de que se sintiera extraña nombrándole a “su señora”, “lo buena que era la pobrecilla”, “cuanto quería a sus hijos, ellos la adoraban”.

No se amilanó, la dejó estar hasta que un día, ambas trajinando en la cocina, le propuso un tratado de paz al que Runa no pudo negarse. 

Pasaron a ser confidentes desde que se estrecharon la mano embadurnada de harina.

Alia tenía 6 años y el corazón de un pájaro desorientado, tan pronto se desinhibía jugando como de repente se replegaba en un rincón sin querer ver el sol y arrastrando al pequeño Galo, de apenas dos años, que la seguía a todas partes. 

En medio estaba Quino, que construía aviones de papel y dibujaba banderas, con la sonrisa siempre colgada, aguardando lo mejor de cada cosa.

Él fue la llave de entrada, con quien fabricó la casa en el árbol e improvisó acampadas nocturnas a las que poco a poco fueron sumándose los demás, incluido Gabriel, que halló su espacio en el mundo siempre plural y un tanto disparatado de Victoria.

Necesitó mucha imaginación para vivir sin mar, jamás pensó que lo echaría tanto de menos, con un vacío hondo y tenebroso dentro del pecho que a duras penas consiguió tapar. 

De vez en cuando su hermano le enviaba una caja con caracolas diversas, que a pesar de estar muy bien envueltas no resistían las inclemencias del viaje y casi siempre aparecían quebradas. 

Ella las enterraba en el jardín con un cuidado venerable.

Dos años después de su llegada consiguió organizar un viaje para que los niños conocieran el mar, los chicos se metieron vestidos, sin pensárselo demasiado, cogidos de la mano entraban y salían corriendo. 

Alia se quedó un rato mirando la raya en la que terminaba el horizonte, después, sin decir nada, se sentó al lado de Victoria, que tenía los pies enterrados en la arena y levantaba el rostro al sol. 

Gabriel lo retrataba todo con su cámara fotográfica, emocionado con los colores, satisfecho de cómo estaba resultando su apuesta a una sola carta. 

A suerte o verdad. 

A Runa también la llevaron, se puso lejísimos de la orilla, clavada en la arena con la fuerza de una roca milenaria sólo acertaba a decir: “Alabado sea Dios, alabado sea Dios”

Los años transcurrieron con la ligereza de quien los relativiza.

El Caserón Mendive pasó de ser un lugar frío y gris a recibir visitas de turistas que tomaban limonada en el patio, junto al pozo, la leñera y los bancos recién pintados.  Llamaban la atención sus tejados, de un brillo caoba espectacular.

Victoria aprendió a sembrar, regar o recoger fruta.  Y también a conducir.

Llevaba a los niños a un colegio alejado y caro, donde aprendían idiomas, natación o música. 

Cuando Gabriel refunfuñaba revisando las facturas ella le revolvía el pelo acallándolo rápidamente: “Querrás para tus hijos lo mejor, no pretenderás que tengan ya de chiquillos las manos encallecidas de trabajar la tierra…”

Y poco se le podía reprochar.

Aunque nunca consintió que la llamaran madre los trató como si lo fuera.

Veló las fiebres del sarampión de Alia acurrucada en una esterilla a los pies de la cama.

Cuando Quino consiguió explicarle que algunos de sus compañeros le quitaban el almuerzo y le agredían, Victoria mantuvo una reunión con los propios chicos en una sala del colegio. 

Desde aquel día nunca más volvieron a importunarle. 

A la insistente pregunta de “¿Pero qué les has dicho?”, ella respondía con su mejor sonrisa:

“Los he cogido por el cuello amenazándoles de muerte”.

Galo la adoraba, trepaba sobre su regazo a la menor oportunidad, la ayudaba con las plantas, que se resistían a brotar en aquella tierra árida y difícil, y le pedía que le contase cuentos de piratas a los que ella garantizaba haber conocido.

Los fines de semana solían resultar innovadores, se podían experimentar tantas cosas… llegaron a tener un estanque con patos que a la menor oportunidad se colaban dentro de casa teniendo que ser espantados por los escobazos de Runa.

Gabriel quiso organizar una fiesta por el décimo aniversario de su segundo matrimonio.  Durante los preparativos comenzó a encontrarse mal, pero le prohibió a Runa que abriese la boca.

Una vez terminada la fiesta, ambientada en los años del Charlestón, los niños divertidísimos con sus bigotillos postizos y los primeros tacones de Alia, Runa protestando por todo lo que habría que limpiar pese a tener dos ayudantas para la ocasión, Gabriel se tumbó un rato y no volvió a levantarse. 

Cuando Victoria fue a buscarlo para la cena se atisbaba la muerte desde el umbral de la habitación. 

Se sintió mareada y tuvo que apoyarse en la pared. 

Él tenía los ojos cerrados, como si durmiese. 

Lo besó en la frente helada, y en ese beso estaban concentrados los años compartidos, los hijos que no quiso darle, la pasión inexistente, todo el respeto y los cimientos que habían levantado el Caserón Mendive , los cimientos de una promesa.

Se negó a velarlo en casa y a hacer del dolor una exposición lenta y penosa. 

Lo incineraron a la mañana siguiente y esparcieron sus restos por un monte cercano donde solía jugar de pequeño.

Runa, demasiado mayor y con unas piernas que ya no la acompañaban, quiso marcharse a terminar sus días junto a esa hermana de la que tan pronto echaba pestes como hablaba maravillas. 

No consintió que Victoria y los chicos la llevaran en el coche, ni siquiera que la acompañasen a la estación. 

“Las despedidas me abren el estómago en dos”, dijo gimoteando, y la vieron decir adiós con un brazo fuerte y enlutado asomando por la ventanilla del taxi.

Como la casa se tornó fría y triste, paridora de recuerdos constantes, emprendieron  viaje a la ciudad costera de la que había salido diez años atrás, donde la recibió el rumor del mar y a pesar de todo se sintió extraña, extranjera, de ninguna parte ya.

Los niños agradecieron la distancia, entraban en la adolescencia y se dejaban arrebatar por la tristeza, la alegría o el silencio, con la misma pasión que nadaban, se peleaban o escuchaban música.

Quino mantuvo su primer escarceo amoroso con Elsa, una sobrina de Victoria a la que durante unos meses envió cartas larguísimas.

Alia preguntó cuando todavía no habían deshecho las maletas:

“¿Qué vamos a hacer ahora?”.

“Seguir viviendo Alia, ¿qué otra cosa se puede hacer?”

Y procuró sonreir transmitiéndole una seguridad que no tenía.

En aquel momento no podía imaginar que se reencontraría con Álvaro Vicedo, su amor de juventud, como si tal cosa, la pequeña ciudad, expectante, mantuvo silencio sobre el regreso del aventurero.

Volvía de la playa con Galo, los pantalones arremangados hasta las rodillas, las zapatillas de lona bajo los talones, el niño contaba alegre y satisfecho las piezas de su botín de cangrejos dentro de un cubo de plástico. 

Victoria le rodeaba los hombros contagiada de su alegría hasta que algo, una presencia estática en el lateral de la calle empinada, le hizo levantar la cabeza y descifrar. 

Era imposible dudar. 

Lo hubiese reconocido a pesar de todos los tiempos, en cualquier instante, de cualquier manera.

Fue hacia él como atraída por un imán, Galo corría extrañado tras sus pasos, se detuvo tan cerca de Álvaro que podía oler su tensión, la flor pequeña que llevaba prendida en la solapa.

Quiso decirle al niño que se fuera ,“ve por delante, enseguida te alcanzo”, pero no le salió la voz ni la energía suficiente para unir las palabras. 

Sólo quería mirar. 

Tener ojos, contemplar lo que llevaba tanto tiempo esperando.

No hacía falta una inteligencia extraordinaria para comprender que aquel Álvaro ya no era el que se fue, ni ella la que se quedó aguardándolo.

Galo pareció adivinar y retrocedió unos pasos, buscó con la mirada el paréntesis del mar.

“Ya he vuelto” dijeron los ojos profundamente azules, la boca madura de Álvaro, en un tono de voz pausado y débil.

“Has tardado demasiado” respondió Victoria con un temblor ligero, apenas perceptible, en su uso habitual, rápido y directo, del lenguaje.

“Uno nunca sabe…” le brillaban tanto las pupilas que por un instante pareció romper a llorar, se recompuso, sonrió, le acarició levemente la cara, como si fuese ciego y quisiera reconocerla por el tacto.

El tiempo renqueaba, parecía invertir un extraordinario esfuerzo en avanzar.

Álvaro quiso confesarse, no tenía excusa, por no haber escrito ni una sola carta, por la ausencia de explicaciones, de llamadas, de señales esperanzadoras… todo era tan caótico al principio… pero no la olvidó ni un solo instante, te lo juro, has estado tan presente… Tuve una relación pero no funcionó, no podía funcionar, de aquella historia nació mi hija Lis, la he traído para que conozca sus orígenes, en unos días volvemos a Latinoamérica… estás igual Victoria, estás igual que siempre…

Ahora ella siente esas lágrimas, rabiosas e impulsivas, a punto de brotar de sus ojos, por eso entre otras cosas, y porque no quiere seguir escuchando, y porque le duele el alma muy adentro le besa como jamás podrá besar a nadie, con toda la pasión de los finales tristes. 

Sus labios siguen conservando aquel sabor agridulce.

“Me lo debías” dice cuando se separan, sonriendo sin rencor, sin melancolía, sin nada.

Le hace un gesto a Galo, que espera atónito y pálido, y ambos emprenden el camino.

Álvaro la coge por el brazo con fuerza y ella se pega lentamente a su oído:

“No vuelvas a acercarte a mí nunca”

Y antes de marcharse le devuelve la caricia en la cara, el roce suave del adiós bajo la mirada definitivamente gastada de su primer amor.

“Será nuestro secreto”. 

El chico comprendió. 

Siempre guardaron silencio.

Volvieron al caserón Mendive, una vez que los tres hermanos marcharon a estudiar a diferentes lugares tanto espacio se tornó desmedido, y una parte se destinó a granja-escuela y centro de vacaciones. 

Cuando recién iniciado el verano llegaban los autobuses repletos de bulliciosos chiquillos Victoria hacía las maletas y volvía al mar.

La vida se fue haciendo pequeña y sencilla, como siempre quiso que fuera.

Cuando los hijos de Gabriel cumplieron la mayoría de edad se produjo el reparto de la herencia. 

Victoria jamás tocó un céntimo de lo que les correspondía, en todo caso consiguió gracias a sus habilidades financieras aumentar sus dividendos.

La casa familiar continuó siendo el faro que marcaba el camino, la diferencia.

Ella adivinaba la época por la que estaban pasando con sólo abrir la puerta y mirarlos a la cara.

Siempre volvían.

Hasta que una mañana de finales de Diciembre, con una lluvia pertinaz que llevaba varios días golpeando los cristales y aprovechando que se habían reunido para pasar juntos las Navidades, Victoria les dijo que ya no iba a seguir habitando el viejo caserón.  Había cumplido demasiados años, se fatigaba, los recuerdos daban zarpazos, como gigantes sombríos escondidos tras las puertas.

Se hizo un silencio sólo acompañado por la lluvia.

Ya tenía hecho su equipaje.

Plaza en una residencia con vistas al mar y una habitación en la que le habían prometido flores frescas a diario.

Los hermanos protestaron, querían que viviese con cada uno de ellos, comenzaron a discutir…

“No os he pedido opinión, la decisión está tomada”.

La observaron pesarosos salir de la habitación, el sonido del bastón sobre las baldosas acompañó el final de la promesa. 

Las palabras marcan el tránsito de toda una vida, son  identidad.

Alia reconvirtió el caserón en una hospedería de turismo rural que alcanzó un gran éxito, publicó algunos libros de medicina natural, nunca quiso comprometerse demasiado con nadie.

Quino, corpulento, cargado de espaldas como su padre, fundó una familia numerosa y llamó Victoria a su primera hija. 

Enseñó geografía a niños que le pegaban chicles en el asiento y se reían de sus frecuentes despistes. 

Están a punto de hacerlo bisabuelo.

Galo siempre quiso ser pirata, pero se conformó con marino mercante. 

A menudo sueña con aquel beso de película que Victoria le dio a un hombre cuando volvían de la playa, la expresión de su cara era tan hermosa…

Nunca reunió el valor suficiente para visitarla en la residencia. 

No quería, no podía soportar un recuerdo geriátrico con olor a desinfectante y medicinas, y sopa.

Prefiere el viento del este que supuso Victoria en su vida y en su casa, un viento de esperanza y de fe en las cosas, en los sueños, en los detalles insignificantes de cada día.

Ella no lo añoró. 

Lo conocía bien y sabía que no iría.

Apenas estuvo tres meses en aquel lugar de tramposos que jamás colocaron flores frescas en su habitación.  Cuando descubrió que eran de plástico las tiró por la ventana.

Sabía que se le acababa el tiempo y le pareció un buen lugar para refugiarse.

Hay que ir muriendo en el sitio adecuado, sin extravagancias, ni lamentaciones.

Dejó escrito que avisasen a su hermano, que se ocupó de lanzar sus cenizas a la orilla del mar que la había visto crecer, sólo después de ese acto podía dar la noticia a los Mendive. 

Cumplió con el encargo a duras penas debido a su ancianidad.

Organizaron la última fiesta en el caserón, y bailaron como ella les había enseñado.

Aunque no quisieron terminaron llorando, la ausencia tiene un poder huracanado, donde cristaliza no vuelve a salir el sol.

 

 

5 comentarios

nK -

Qué hermoso... (ya lo he dicho todo). Gracias siempre.

Shey -

Me venían imágenes de películas a la cabeza, y he visto claro el Caserón Mendive, lástima que no sea directora de cine...

Carmen Frías -

Aún sin tener desperdicio me gusta más el anterior "Todos los tiempos". En cualquier caso también este demuestra calidad y convencimiento.

Rosa Pastresana -

Está muy bien Puri, una ambientación muy lograda,y el blog en general es de gran calidad. Por fin he podido visitarlo y prometo que será uno de mis habituales.

Rubén L. -

Vuelven... siempre están ahí tus protagonistas valientes y tus personajes globales llenos de matices. Se les echa en falta.