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MARTES DE CENIZA

LIBÉLULAS DE OTOÑO

LIBÉLULAS DE OTOÑO

Entro en casa cargada con las bolsas de la compra.

Una lluvia fina y persistente ha desteñido sobre mis dedos el emblema del supermercado.

Son las diez y media de la mañana de un día en que no veremos el sol, así son los otoños

sobrevenidos: inestables y desorganizados.

Voy colocando los productos de la compra en sus lugares correspondientes mientras reproduzco en mi cabeza como voy a encontrarme a Miguel cuando entre en el salón, así si algún día cambia, siquiera de postura, la sorpresa provocará en mí el deseo de seguir esperando acontecimientos de ruptura. 

Las manos inertes sobre las rodillas cubiertas por la manta, la mirada atravesando el televisor sin sonido, las zapatillas del revés, la barba de acero, la piel entristecida …  “Cariño, otra vez las zapatillas cambiadas de pie…” le diré mientras me arrodillo a colocárselas adecuadamente.  Él sonreirá sin comprender del todo lo que le digo, regresando desde su ausencia durante un par de segundos, quizás trate de acariciarme el pelo antes de perderse definitivamente.

Porque Miguel deambula por un territorio que no aparece en los mapas, del que desconocemos su fauna y su flora, su clima y sus costumbres.  Un país desconocido, fronterizo, en el que uno se ve inmerso sin darse apenas cuenta, paseando distraído entre calles inconexas, habiendo olvidado el paragüas y un calzado adecuado en casa.  Es laberíntico ese lugar, porque una vez recorrido volver al punto de partida resulta imposible, los gavilanes engulleron las miguitas de pan, no hay posibilidad de retorno sin perjuicio.

A veces quisiera tirar de él con todas mis fuerzas, como en ese juego de la soga en el que uno arrastra a su contrario hasta atravesar la línea divisoria. Arrebatárselo al vacío.  Secuestrarlo. Vencer.  Para recuperar el semblante tranquilo del Miguel que yo conocí, el ámbar de sus ojos con todas las luces del presente.

Pero es grande el poder de este Miguel envejecido y extraño que apenas sale a la calle y come pequeñas cantidades en pedacitos minúsculos, intuyo que en medio de su mansedumbre silenciosa no permitiría la intromisión de nadie que quisiera destronarle.

Porque el calor de la melancolía acaba siendo el único que nos abriga, mientras deposita sobre nuestros labios un beso envenenado.

Efectivamente, las costumbres cumplen su horario con rigurosa puntualidad, todo está tal y como lo había recreado, tal y como viene produciéndose durante los últimos meses.  Puede que la ventana se haya entreabierto un poco más, el alféizar está salpicado de agua y algunas gotas brillan sobre el cabecero del sofá.

Pero nada de esto le interesa a Miguel, que llueva, o haga calor, se incendie el colegio de enfrente o talen los álamos de la calle que tanta admiración le producían.  Está fuera de lo cotidiano, aislado en un entorno inhóspito que no escucha los timbres, ni las sirenas de las ambulancias, que no reconoce el sonido del teléfono, los ruidos de la escalera, las señales horarias de la radio que me acompaña en mi trasiego por la casa.

La casa impoluta.

La casa brillante y recogida.

Sencilla, pero decorada con gusto.

La casa que tiene la plancha al día, la bañera reluciente, las cortinas impecables, los azulejos de la cocina más que blancos, el zapatero alineado y los espejos sin huellas.

Como si no viviera nadie.

O casi nadie.

Cuando tuve que dejar de trabajar para atender a Miguel, y eso supuso que al tiempo yo languideciese como las plantas a las que no se les habla, tanto que me acostumbré a mirar la tele sin entender ni escuchar lo que veía, que bajaba a comprar el pan con la chaqueta puesta sobre el pijama y en zapatillas de casa, despeinada y gris, con esa ausencia de color en la piel que se les pone a las personas muertas en vida, la casa me sirvió de revulsivo oliendo a platos hacinados en el fregadero y ropa húmeda, comenzó a gritarme desde las estanterías ancladas en el polvo, el revistero que no se vaciaba y los cadáveres de peces flotando en el acuario.

Pude escucharla y me volví hacia ella, profané rincones inanimados, pinté las paredes, cambié la ropa de cama, compré una vaporetta y un lavavajillas, dándome cuenta de que la casa también existía, protegiendo nuestra historia, silenciando secretos, amparándonos de la miseria que supone sacar tu vida a pasear codeándose con el resto de vidas que siempre parecen mejores.

Le agradezco que sea nuestro agujero poniéndola guapa, presentable, de fiesta.

Porque es necesario contar con un agujero privado que sepa de nuestras manías y defectos, que conozca el tránsito por el que hemos pasado, las lágrimas derramadas, las esperanzas frustradas y los años consumidos inútilmente, todo lo que esconde la caja fuerte tras el tapiz de la pared.

Además, atender a Miguel no es complicado.  He debido profesionalizarme como si fuese una asistenta contratada para tal efecto.  Miguel no quiere a nadie extraño en casa, se encamaría por completo y ese sería el último eslabón de la cadena.  Así que en las primeras horas del día, cuando más receptivo parece estar, le ayudo a levantarse, aunque muy despacio todavía se asea y viste solo, mientras desayuna le leo la prensa, los resultados deportivos que no hace mucho le interesaban, le informo sobre las llamadas de familiares y amigos cada vez más escasas, a veces me violento y en medio de un monólogo trivial le ataco directamente buscando su reacción, paso de explicarle el menú del día, hoy sopa de pescado, cariño, que a tí te encanta, a mirarlo directamente a los ojos secos y desmayados y gritarle vuelve imbécil, vuelve de una vez, no ves que el tiempo se pasa y nos sepulta, que te echo de menos y no me gusta quien eres porque no te reconozco, recupérate de una vez que no tengo madera de enfermera, deja ya esta depresión que no parece enfermedad sino vicio, el vicio de ir muriéndote arrastrándome a mí para que yo lo vea y no pueda hacer nada, descolgándote de la vida como quien se baja del autobús antes de llegar a su parada, así, me bajo de la vida y punto, como si fuera tan fácil pedazo de cabrón …

Grito y lloro, a veces de un manotazo tiro las cosas que hay sobre la mesa mientras él se entretiene en recoger meticulosamente las migas de galleta caídas sobre su jersey.

Después me arrepiento, lo abrazo fuerte durante un rato o me acurruco a su lado en el sofá.

En esas ocasiones trata torpemente de otorgarme una caricia o de enmarañar sus dedos largos y fríos en mi pelo.

Y yo me obsesiono con el recuerdo del hombre al que conocí, y que me rescató de un anonimato en sombra, de un interminable noviazgo con una pareja que nunca estaba, siendo la última hija que quedaba en casa de unos padres dependientes con los que acudía a misa los domingos, al fisioterapeuta los martes, y a pasear al perro, casi también octogenario, todas las noches del año.

De repente llegó él y me tendió la mano.  Parecía que nos habíamos esperado siempre.  Que nos conocíamos. Nos casamos a los seis meses y  pasé a trabajar como secretaria en su pequeña empresa de transportes, esa que dirigía junto a otros dos socios que lo dejaron sin blanca y en la estacada el mismo año en que murió su hermano Oscar.

Algo comenzó a precipitarse en su cabeza, siempre había sido más bien callado, así que no presioné, pero cuando saltó la alarma Miguel ya se deslizaba por una cuesta abajo irrefrenable.

Curiosamente el momento de mayor declive coincidió con nuestra salida del pozo, habíamos saldado cuentas vendiendo lo que teníamos, cambiándolo por este piso pequeño pero muy soleado, sin ascensor, situado en la otra punta de la ciudad.  Yo trabajaba jornada continua y por las tardes le ayudaba a hacer currículums y a llevarlos a distintas empresas.

Pero Miguel había brincado los cuarenta y cinco, los modelos de contratación eran otros y su experiencia escasa, así que nadie se lo ponía fácil.  Él, que estaba tan orgulloso de su empresa y de no tener que depender de una nómina, se veía engrosando las filas del paro demasiado tarde.  Además y aunque no dependiese de su gestión, había salido del negocio por la puerta falsa, hecho imperdonable para una reputación  que él se labró honesta y responsablemente.

Su hermano Oscar había fallecido dos años antes, en plena calle, a consecuencia de un infarto.  Le había dejado a Miguel una suma importante de dinero para salir del caos en que se hallaba inmerso, y este siempre pensó que la prematura muerte de su hermano se debía a su situación y al préstamo que le había hecho, en contra de la opinión de su mujer, poco amiga de hacer favores y mucho menos económicos.

Hasta que pudimos devolvérselo estuvo pidiéndonos el dinero cada dos meses desde el funeral de Oscar.

El caso es que Miguel asumió la culpabilidad de las crisis mundiales en cualquier materia.

Se propuso ser, a conciencia, un cero a la izquierda.

No tomar ninguna medicación.

Ni dejarse ayudar.

Silencio. Apagarse como una libélula escondida bajo la cama.

Permitir que lo secuestrara un tipo mísero que tiene su cara, su número de pie, sus camisas en el armario, un tipo que se le parece pero que no es él, que no puede ser él …

Me quedé a su lado pensando siempre que podría rescatarlo.  Ser fuerte.  Traer a casa a los pocos amigos que habían resistido el temporal y que se marchaban afortunadamente sin excusas sintiéndose incómodos a los diez minutos, cuando él decía que se iba a la cama … conseguirle entrevistas de trabajo a las que no acudía, llevármelo a comer al campo para que no saliera del coche ni se sentara en el hierba …  Llegué a arrepentirme de no haber parido por si acaso los hijos hubieran podido servir de anzuelo…

Pero la vida no tenía ese botón del vídeo para rebobinar las películas.

Nos vimos poco a poco ancianos antes de los cincuenta, con telarañas por muy limpia que esté la casa, invisibles telarañas de tristeza sobre la piel, apartados, aparcados, desactivados.

Y empiezo a asustarme, ahora sí que de verdad empiezo a tener miedo, de habitar el castillo de las cosas disecadas, con relojes de cuco que marcan una hora indefinida, y ojos brillantes de cristal en las cabezas de los antílopes que nos miran desde la chimenea que no tenemos.  No quiero perecer aislada sin darme cuenta, desempolvar mazapanes de Navidades anteriores sobre la bandeja de las grandes ocasiones para dos.  Oler a naftalina.

Así que desesperadamente trepo por las paredes buscando un rayo de luz, una burbuja de oxígeno limpio, algo que se parezca al presente y estar vivos.

Y aunque continúe llenando la nevera de las cosas que le gustan y que terminan por caducarse, estando alerta a cualquier movimiento imprevisto y a su ausencia de sueño que lo encoge gatuno de ojos abiertos en un rincón de la cama, he comenzado a trazar líneas paralelas.

Me he inventado otra vida para poder llevar esta, aunque no sé cual de las dos es más auténtica.

Asisto tres horas a la semana a clases de inglés, procuro demostrar interés por aprender y relacionarme, trato de ser alguien que los demás no se pueden perder, aunque sea para compartir un café.  Y lo voy consiguiendo.  De no llamarme como me llamo y tener los rasgos que tengo nadie me reconocería.  Porque visto como siempre me hubiese gustado y nunca me atreví, porque tengo en los ojos luz de sorpresa, porque hablo del mundo como si lo hubiera recorrido palmo a palmo entendiendo el porqué de las cosas…

Es tiempo de recreo, salgo al patio durante un tiempo concreto y me reinvento, qué tiene de malo, después vuelvo a casa y por el camino compro un geráneo o unas petunias, una botellita de vino blanco, y al cerrar la puerta voy dejando por el pasillo las huellas de mi atrevido presente.

Nunca pasa nada durante mi ausencia.

Dejo a Miguel sentado en una silla frente al balcón, para que me vea cruzar de acera y despedirme con la mano.  Pretendo provocar su extrañeza, que repare en el bolso a juego con los zapatos, las mechas de peluquería, el rabioso color de la gabardina y esa carpeta bajo el brazo… pretendo que se sienta solo y que pueda pensar que ya no voy a volver…  Pero mi terapia de la tortura no tiene sentido, puesto que ni siquiera fija la vista en mí por mucho que yo me empeñe, y cuando regreso lo encuentro tal y como lo he dejado, con la mirada perdida en el mismo horizonte indescriptible.

Así que he preparado para hoy la gran prueba de fuego.

Por fin me he decidido a quedar con Mateo, dada su insistencia.  Es hermano de una compañera de la academia, una tarde se vino a tomar café con nosotras y ya no se nos ha despegado.  Acaba de separarse y está desorientado y expectante, como un perrillo perdido en una feria.  Pertenece a esa clase de hombres a los que les va el misterio, yo no he contado sobre mí sino ambigüedades, y eso les hace empeñarse en la conquista de nuevos territorios, aunque luego salgan corriendo, se asusten y salten por la ventana, es igual, ya han llegado donde querían.

He acostado a Miguel susurrándole que hoy vendrá a casa un amigo mío con el que posiblemente mantenga relaciones sexuales en el sofá mientras él simula dormir la siesta.  Procura estarte calladito, como tú sabes, no me chafes el plan, que el tiempo pasa y una aún está de muy buen ver, qué quieres, no voy a marchitarme aquí dentro, tú te lo pierdes, que bien podrías apuntarte a la fiesta …

No ha mostrado reacción alguna, párpados cerrados, varado y quieto como un cadáver.

Mateo no sabe que se parece a Miguel.  A veces me detengo a contemplarlo porque reconozco en su nariz aguileña, la barbilla hundida y los ojos oscuros al primer Miguel, decidido e inquieto, carbón encendido en la mirada.

Miguel nunca me hubiera acariciado la rodilla por debajo de la mesa como lo ha hecho Mateo.

Los principios con él no fueron conversaciones interminables sobre sí mismo, sino flores y bombones, cenas en restaurantes por cuya puerta pasaba y ni siquiera me atrevía a asomarme.

Después no me importaron las vacas flacas, tan agradecida como estaba por todo lo que me había enseñado, quizás era el momento de poder devolverle algo y que me dejase ser la fuerte …

Pero los caminos se hicieron serpenteantes, poco previsibles.

Suena el timbre con insistencia desmedida para ser una primera visita.

Antes de accionar el portero automático entreabro la puerta del dormitorio y le digo a Miguel: “Ya está aquí”.

Entra Mateo como para una boda, pelo domado hacia atrás, pantalón de raya, zapatos brillantes …

Mateo no sabe que se parece a Miguel.

Ni que detesto los claveles.

“Muchas gracias, qué bonitos…”

Le invito a sentarse mientras busco un jarrón, pero deambula por el salón con las manos en los bolsillos deteniéndose en los detalles.  Posiblemente le sorprenda no encontrar fotos, las he retirado todas.

Saco un par de cervezas porque me ha pedido wiskhy o en su defecto otro licor y no tengo nada de eso.

Conversamos a cerca de su hermana, del tiempo, de alguna noticia publicada en el periódico … pero se le nota que habla por compromiso y que en realidad no tiene ganas de hablar.

Me sorprende mi propia tranquilidad, este tomar la casa con independencia de mí misma, me molesta eso sí, que Mateo se me acerque cada vez más, su perfume me está mareando…

Abro la ventana y al girarme hacia él  veo que se ha recostado en el sofá desabrochándose varios botones de la camisa.

“¿Tú también tienes calor?” me pregunta.

Y entonces me doy cuenta de lo desagradable que me parece y de mi inconsciencia, por ella mi ficticio mundo paralelo va a desmoronarse en una tarde.  No sé si pretendía saber hasta donde puedo llegar, pero no me gusta este destino.

“Perdóname Mateo, pero no ha sido buena idea quedar aquí esta tarde, será mejor que te vayas”

Él se levanta del sofá con una sonrisa obtusa, sin comprender.

“Anda – dice en voz baja rodeándome la cintura- no te me pongas tonta, ven que te hago cambiar de opinión”.

Sólo ha sido un beso en el cuello, pero lo he sentido como una dentellada, por eso lo he empujado hacia tras muy fuerte, casi pierde el equilibrio.

“Vete por favor…”

“¡Tú estás loca, chica, primero calientas y luego …!”

“No me conoces de nada, cállate y vete”

Sus ojos oscuros brillan de rabia y decepción, el mismo sentimiento que guardo hacia mí y por el que no puedo culparle.

“Pienso contarle a todo el mundo que lo tuyo no es normal, pirada, que estás pirada …”

Hace mención de dirigirse a la salida pero se vuelve a cada paso para insultarme.

Es cuando decido despedirme a lo grande y cerrarle la boca.

La representación teatral ha terminado, se baja el telón.

Le cojo la mano que suelta como un lobo herido, hay que ver con lo que podemos encontrarnos por no marcharnos a tiempo.

“Ven cariño, tienes razón, no perdamos más el tiempo”

Se muestra perplejo y guarda silencio, pero me sigue por el pasillo hacia el dormitorio.  Cuando pongo la mano en el pomo de la puerta el tiene la suya en mi trasero.

“Mateo, por favor, procura no hacer mucho ruido, vamos a compartir cama con mi marido, pero no te preocupes, está enfermo y aunque parezca que nos mira no se entera de nada, espero que no te importe…”

La misma sonrisa obtusa, el parpadeo rápido: “Ya veo que te va lo perverso …” contesta en un susurro gutural.

Mateo no sabe que se parece a Miguel.

Aunque no tiene su valentía.

Abro la puerta de par en par, el cuerpo de Miguel sigue en la misma postura que al acostarse, sólo que tiene los ojos abiertos y los clava en el techo iluminado repentinamente.

Mateo se queda clavado en umbral de la habitación, mirándome a mí y a mi marido, tratando de encontrar una explicación, una cámara oculta, un mal sueño.

Es un largo segundo durante el cual yo voy desprendiéndome de la ropa lentamente.

Cuando bajo la cremallera de la falda oigo el “Hijadeputa” y el portazo que señalan la salida definitiva de Mateo.

Apago la luz, vuelvo a vestirme, en la calle llueve de nuevo y tengo frío, así que decido meterme en la cama junto a Miguel.  Acurrucada sobre su inválido costado.

Si no fuera por el otoño y mis lágrimas juraría que me ha besado.

 

 

 

 

 

 

 

8 comentarios

elenalore -

Como no podia ser menos BUENISIMO .Como todo lo tuyo que leo .Gracias por decirmelo

Ramón -

¿Nunca has pensado en ser escritora?

María Fuentes -

Club de Fans ¿tienen los escritores de relatos Club de Fans? Propongo el de Puri, que se supera cada día. Pensé que ninguno me gustaría más que "La Mujer que yo quiero"... pues ya debo retractarme. Me cambio a "Libélulas de Otoño". Genial.

Pablo Laíta -

Queremos hablar contigo porque somos un grupo de chicos interesados en filmar un corto con el argumento de "La mujer que yo quiero". Por favor, contacta con nosotros en el e-mail que te mando. Gracias.

Charo Bolea -

Me habían recomendado este blog y me costaba ponerme a ello, veía tanta letra que me daba pereza. Después es curioso, una se pone y los relatos le resultan tan breves. Me ha gustado mucho lo que he leído aquí y seguiré entrando. Creo que eres una gran escritora, mejor que muchos que viven de publicar. No abandones.

Carmen Frías -

Es un relato absolutamente emotivo, brillante, como todos.

Adriana Vázquez -

Me cuesta decantarme por alguno de los que tienes colgados en el blog, son todos tan especiales... ¿Puedo encontrar más en alguna otra parte?

Ricardo -

Me encanta tu relato Puri, es buenísimo. Con lo bien que escribes deberías plantearte publicar, seguro hay muchos lectores que estaran encantados de leerte.