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MARTES DE CENIZA

"LA PIEL DE LOS PECES"

"LA PIEL DE LOS PECES"

 

“Pronto aprendí a respirar por la herida”

(“Poética”/Jaime Olivares)

 

Descubrí que me gustaba beber hace unos meses, cuando Braulio se fue de casa y sólo pude recurrir a sus cervezas de importación. 

No había helado en la nevera, ni chocolate. 

Mi empeño por administrar a mi familia una dieta saludable se burló de mí con piruetas de bufón. 

Abrí la nevera buscando con qué calmar mi ansiedad y los puerros, las zanahorias, las manzanas, y hasta la mermelada natural me parecieron tristes.

Recordé entonces su colección de cervezas, la pequeña vinoteca que guardaba celosamente en el trastero, y pensando sobre todo en extorsionarle y provocar el estupor que le causaría ver profanado su tesoro, saqué una tras otra las diferentes botellas de las que fui probando sin remilgos, sentada sobre la maleta que contenía viejos muñecos de trapo de mis hijos.

Desperté en el sofá de una vecina, que me había encontrado durmiendo la mona junto al ascensor. 

No me pidió explicaciones ni yo se las dí. 

Es una chica joven que vive sola y posiblemente comprenda algunas cosas, por eso me preparó un café bien cargado que me bebí sin rechistar antes de volver a casa y meterme bajo la ducha.

Los niños estaban pasando el fin de semana en casa de unos amigos.

Cuando regresaron y les dije que papá se había marchado me miraron como esperando que dijese algo más, algo más novedoso. 

Porque no era la primera vez que papá se iba, aunque esta pareciese la definitiva. 

El pequeño me preguntó si seguiría llevándolo al fútbol los domingos: “Pues claro”, le contesté sin dudarlo, conociendo la parte recreativa de Braulio, siempre tan dispuesto a que sus hijos se diviertan.

El caso es que descubrí en mí una tolerancia inaudita con el alcohol, acostumbrada a beber una copita de vino en las comidas y algo de champán en momentos especiales, crucé la frontera hacia el ron con coca-cola, los carajillos y el licor de avellana, del que siempre procuro llevar mini-botellitas en el bolso. 

Rara vez tengo resaca. 

Frío sí, al día siguiente siento frío en los huesos, como si los atravesara un alud.  Es un frío que se nota hasta en la boca y que se parece a la soledad.  Incombatible.

Me compré una petaca revestida de piel sobre la que hice grabar mis iniciales.

Es curioso comprobar las miradas de la gente cuando te detienes a beber en plena calle, en unos grandes     almacenes, o en el metro. 

Puedo ver el supuesto croquis de mi vida en sus pupilas, escrito en sus frentes, juzgado en un instante.  Podría beber a escondidas y entonces sería otra mujer, otro imaginario en el subconsciente de los demás.  Pero no quiero. 

Nunca he quebrantando las normas ni me he dado a entender, no he sido visible ni invisible, una loca reaccionaria ni una conformada que arrastra los pies…

Sólo he pretendido ser coherente, buscar un hueco, sentir el hueco como tallado a medida, tener un espacio propio. 

Y a estas alturas, descubriendo que eso es imposible, que por mucho que me haya gastado en zapatos buenos siempre he andado descalza, que todos los tejados tienen goteras, y que la casa de cualquiera es más endeble que las de los tres cerditos, si quiero beber quién va a impedírmelo.

En cualquier caso Braulio no volvió a por sus cosas, me pidió que le enviase algunas, pero pareció olvidarse de sus objetos de coleccionista, así como de los trajes caros y las películas en blanco y negro que solía ver las tardes de lluvia. 

Su última conquista lo tendrá entretenido, sin necesidad de recordarle eventos familiares, visitas médicas de los niños, reuniones escolares, pesadillas nocturnas… le sobrarán argumentos reposando en sus caderas veinte años más jóvenes, brillando en las uñas de los pies pintadas de rojo, alrededor de la cintura breve y el mundo inmediato, vertiginoso como un meteorito, sin ponerse trascendental, metafísico ni categórico, sólo sucediéndose, transcurriendo siempre en Agosto.

Es fascinante que haya podido encontrar a alguien dos décadas más joven, y me parece estupendo que puestos a dejarme lo haga escogiendo lo inapelable. 

Nada se opone al viento, ni al agua desbordada.

No fue así en un principio.  La primera vez que se marchó lo hizo durante un par de semanas, tras las faldas de una compañera de trabajo varios años mayor que él, madre de hijos adolescentes. 

Se creyeron todas sus mentiras y vivieron encerrados en un hotel hasta que el marido de ella, sin caballo, ni flores, ni nada, se presentó a buscarla, y mirándose unos segundos en el espejo de la realidad, volviendo a sus patas de gallo y al tono de tinte que sólo él sabía comprarle, recordó que hasta los

girasoles tienen memoria y dejó a Braulio esperándola en la habitación una hora tras otra, mientras   anochecía y las sábanas resultaban demasiado de nadie, y entonces regresó a casa pidiéndome perdón por primera y última vez.  Quizás no ha vuelto a utilizar la pena porque no la siente, o porque en aquella ocasión le dije:

“No llores, no te escondas, saca la cabeza, has hecho lo que deseabas, como un valiente, como un tarado o como un kamikaze, pero te has ído sin mirar atrás y ahora no puedes regresar avergonzado, teniéndote lástima, asume tus vacíos y tus trampas.”

Podría haberme quedado callada, no era pedir demasiado.

Desde que bebo hablo menos.  El calor en la garganta y en las pupilas me proporciona el confort que no me daba el silencio.

La segunda vez recurrió al tópico, que funciona siempre, caballo ganador.  Y me dejó por una amiga que se había refugiado en mi casa tras una separación traumática.  Hay traumas que duran lo que tarda un helado en derretirse, porque son de buen conformar, y se quieren curar pronto.  Se marcharon a una casita en las afueras que tenía ella, pero en lugar de dedicarse a la agricultura ecológica y a la vida contemplativa les dio por vivir a la desesperada, como si se hubieran perdido muchas cosas y el mundo tuviera la obligación de devolvérselas.

Regresó y lo encontraron los chicos sentado en el rellano, había perdido, además de varios kilos, las llaves de casa.  Lo recogimos, claro, como hubiésemos recogido a un boxer apaleado, fue fácil reconstruirlo,   Braulio siempre se deja querer.

Yo no.

Nunca he tenido tiempo para zarandajas sentimentales.  Está muy bien que te regalen unos pendientes por San Valentín, una cena opípara en tu cuarenta cumpleaños, un baño de espuma cuando llegas a casa con los pies deshechos …  Pero la comida del frigorífico tiene fecha de caducidad, los abrigos de los niños se quedan pequeños, hay que lavar las cortinas, arreglar el grifo que gotea, cambiarles el agua a los peces, repasar la lección, entender de anatomía, de invertebrados, y saber los días que toca postre lácteo en el comedor del colegio, llevar las alfombras al tinte, comprar pescado fresco, preocuparse de los abuelos, de las tendencias de moda, de lo que deberían leer los niños y de la parte de nosotros mismos que queremos difundir.

La parte práctica de la vida es muy ambiciosa y no entiende de romanticismos.

Es implacable, no se para, te envuelve.

Y cuando quieres darte cuenta has olvidado el lenguaje de signos, cómo se hace un abanico de papel, la facilidad con la que se pierde un combate cuando no subes al ring.

Ese asumir que te has quedado al margen, que no estás viva, sólo puede tolerarse con el licor de avellana.

Aunque los niños me levanten los párpados los domingos por la mañana y me digan que cada día duermo más.

Aunque Braulio ya no vaya a regresar.

Me ha pedido la custodia de los niños, a Vanessa, debe llamarse Vanessa, no le importaría tenerlos en casa –qué detalle- y mientras yo me recuperaría, porque me ve muy decaída, no sé que le habrán contado estos malditos críos, y podría buscarme un trabajo, tener tiempo para mí, decidir por dónde quiero seguir.

Desconocía la faceta filosófica de Braulio.  Me gustaba más el Braulio decadente que el padre responsable.

Después de tantos años juntos, de tener nuestra canción, con lo que cuesta elegir una canción para convertirla en la banda sonora de nuestra vida, y una película, y una casa, unos libros, unos hijos, unas botellas y no otras en el trastero, unas zapatillas de casa, albornoces, cepillos de dientes, los cepillos de dientes necesitan un hogar, un programa de televisión, un asiento en la mesa, y un servilletero, de esos que parecen pulseras de madera, cartas que vienen del banco a nombre de los dos, como la placa del buzón, nombres que se juntan, caras juntas, casi siamesas, asociación de ideas, cuando el mundo de dos se fusiona y pasa a ser un mundo de pareja, después de tantos años juntos no puede desconocerme.

No puede.

Por nada del mundo permitiría yo que me despojase también de mis hijos, como si pudiera hacerlo, como si hubiese adquirido derechos en una tómbola, vengo con el boleto premiado y me los llevo, que esta partida la he ganado yo, y ahí te quedas, desmadejada y sola, desquiciada y sola, desértica y sola.

Antes les administraría veneno en la comida, nos envenenaríamos los tres, dormiditos sobre la misma cama, secuestrados por un tiempo que ya no pasa más, que no transcurre irremediablemente hacia las piernas largas de Vanessa y los cuentos que podría contarles por la noche, hacia las canciones que entonarán en el coche conducido por ella, una seudomamá moderna, un pedacito de cielo.

           

 

Cómo es probable que piense, después de haberme arrebatado noches, maletas, seguridad, que puede un

día girar sobre su propio eje y convertirse en un arcángel redentor.

No necesito su piedad.

Puede regresar si quiere, él sabe que yo apuesto por un modelo único de familia, la mía, con sus vaivenes y sus curvas, con sus declives y sus fuegos artificiales.  Que no la cambiaría por otra.  Que no volvería a empezar, pero que en ningún caso me convertiría en una pordiosera después de haber estado construyendo el hormiguero, de noche y de día, con él y sin él, con mis partos prematuros y mi opción de no trabajar fuera de casa, pese a tener un flamante título universitario que nunca se ha paseado por los recursos humanos de ninguna empresa, porque no he querido, porque hemos vivido holgadamente gracias a la herencia de mis padres y al sueldo de Braulio, y hemos tenido vacaciones de invierno y de verano, seleccionadas minuciosamente por mí durante las madrugadas en las que me quedaba a limpiar los azulejos de la cocina, porque la chica que viene no los deja como a mí me gustan, y él ha tenido su gimnasio, sus saunas, gafas siempre a la moda, maletines de piel, regalitos el día del padre, no un marquito de cartulina pintarrajeado en el colegio, no, sino unos gemelos de oro blanco, un alfiler de corbata, una agenda electrónica… y cada vez que ha sufrido un ataque de pánico o de vergüenza se ha encontrado las puertas abiertas para salir corriendo a desfogarse y volver maltrecho al refugio seguro, a la dirección exacta.

Tránsito a la carta.

No puede, no debe ahora recomendarme una vida como quien recomienda un psiquiatra.

Ejercer una autoridad de serrín, inconsistente.

Como no quiero que mis niños se pierdan las noches en las que todo parece posible, los amores desbocados, voy a tener que buscar testigos de mi posición, porque yo nunca me he movido del sitio, y hay familiares, vecinos, amigos, que saben cómo ha transcurrido nuestra relación, saben cómo lo he esperado y cómo he continuado hacia delante siempre, y es posible, encaja, después de que se haya buscado una becaria que le devuelva esperanzas de resurrección, que se hubiera atrevido a pegarme, por eso diré sin mirar a los ojos que me he golpeado con una puerta, o que me he caído en la bañera, que me maltrata psicológicamente, que me considera una inútil, mala madre, loca, alcohólica y estrafalaria, cuando yo sólo quiero seguir viviendo, criar a mis hijos en este piso que nos regalaron los padres de Braulio, nido del que yo nunca he volado, y que no me los puede quitar, porque he seguido el contrato que firmé ante los ojos de Dios, tendré que plantearme convertirle la vida en un calvario, pasarle factura de una vez si se atreve a ponerme condiciones sobre lo poco que me queda, y no sé hasta dónde puedo llegar si me lanzo por el terraplén, pero está claro que la desesperación dispara con lanzagranadas.

Se cansará Braulio como le agota todo lo que perdura, dejará de insistir porque no es perseverante, y porque vivir con su Vanessa no es lo mismo que vivir con su Vanessa y dos niños de siete y diez años pululando por la casa, ocupando el baño, los sofás, la cocina, viniendo del colegio con los pies embarrados y ganas de merendar.  La rutina diaria no se inventó para los idealistas, que creen poder cambiar el mundo en un instante de lucidez.

Desistirá, y su Vanessa lista, que seguro que es lista, le dará sus propios hijos para seguir jugando al juego de todo es posible, ganar tiempo, volver a empezar, reinventarnos…  niños que desde que asomen la cabeza dejarán de recordarles a otros.  Porque hasta los niños tienen fecha de caducidad.

Si él me deja en paz, se desinfla como un globo, yo me quedaré quieta, viendo como a mis pequeños les crecen alas, miedos, prisas, emociones… su mundo venidero, al que quizás, de vez en cuando me podré asomar.

Pero que no sople, que no haga tambalearse las paredes de la casa, que no asome la patita por debajo de la puerta, porque es posible que una conductora en estado de embriaguez y después siempre arrepentida, arrolle contra una esquina el torso delgado y quebradizo de su dulce niña enamorada.

 

 

 

 

 

 

 

 

4 comentarios

Alma Azuara -

Y yo que te pongo si se me agotan las palabras, porque me quedo así cuando te leo, agotada por tanta emoción desbordada. Qué relato más áspero, más frio, y al mismo tiempo tan emotivo... Me ha encantado.

Shey -

Uf! y yo que te digo, qué te pongo si ya me siento predispuesta a encontrarme con una de esas historias como sólo tú sabes contarlas...

Susana -

Nos pones en un apuro, el alma encogida, el compromiso desde la primera línea, considero que eres una gran escritora de relatos.

Rubén L. -

Tu literatura viste de etiqueta, es elegante, emocional y bella, y al mismo tiempo viaja con crudeza al alma, directa como un latigazo a la conciencia.