"PODRÍA LLAMARTE VIERNES"
"Pero existen lugares intermedios, pasados y presentes con luz de porvenir" (Versos de "El deseo", Luis García Montero)
Cuando Leo llegó a casa terminaba el invierno, y el sol pugnaba por abrigar rincones y calentar los aleros donde se posaban los pájaros.
No quiso fijar la vista en otra cosa que no fuera la oveja de peluche ennegrecida que traía bajo el brazo.
Nico le propuso ir a jugar a su cuarto, pero Leo negó con la cabeza. Valle le cogió las manos, quiso desplegar su arsenal asistencialista preparándole una suculenta merienda que el niño no probó. Sólo Bola consiguió conquistarlo, nuestra perra labrador que ni siquiera se levantó a olisquearlo como solía hacer con los extraños que atravesaban la puerta de casa. Bola dormitaba bajo la mesa con los ojos entrecerrados, mostrándose indiferente al mundo humano, y Leo se arrodilló junto a ella, acariciándola tan despacio como si fuera de nieve, a punto de deshacerse, y poco a poco terminó acurrucado junto a ella, la cabeza apoyada en su lomo, y por primera vez, tímidamente, mi sobrino sonrió. Tenía séis años, las ojeras y las manos de un hombre cansado. Su madre acababa de morir y su padre nunca supimos quien era. Así entendía mi hermana Zara la vida de un alma libre, sin ataduras ni convencionalismos, pese a ser madre de una criatura con necesidades, horarios y deseos, como todas. Cuando se desmoronaban sus cielos de papel me traía al niño desprendiéndose de él como si le hubiesen salido espinas, desorientada y convulsa, con una bolsa de plástico en la que había metido a toda prisa un puñado de pañales y una lata de leche en polvo. Volvía días después convertida en otra persona, dispuesta a serlo, trayendo un muñeco enorme para su hijo al que cubría de besos y se llevaba cantándole bajito sin despedirse de nadie. Una de esas veces, mis niños también pequeños, yo trabajando, Héctor ayudando lo justo... le dije que no me lo quedaba, sus ojos brillaron en medio del rellano y de su crisis, se hizo un silencio sólo roto por sus movimientos precipitados y esa tos repetitiva y nerviosa, "no puedo hacerme cargo de él, ahora no, ya lo sabes..." trató de justificarse y yo la interrumpí alegando que el niño no era una maleta que se arrastra de acá para allá dependiendo del talante de su dueña, y que me cansaba de estar disponible cuando ella decidía que debía estarlo... según hablaba me iba sintiendo mal, pero no era capaz de retroceder, porque nos encariñábamos con el crío y no era nuestro, o sí que lo era pero sólo a medias y en circunstancias extremas, no era nuestro, no era suyo, no era de nadie, y mis hijos lo miraban como a un ser errante que venía, jugaba con ellos, compartía su cuarto, sus dibujos de la tele, sus cosas, y luego desaparecía sin más. Volvió a atar al niño en la silla y sin esperar al ascensor lo cargó en brazos y salió escaleras abajo llamándome de todo. No pude dormir esa noche y tan apenas las siguientes, no conseguí localizarla, hasta Héctor estuvo buscándola de madrugada en los lugares que solía frecuentar, pero ni rastro. Cenábamos los cuatro en la cocina, Nico sin parar de hablar sobre la excursión del dia siguiente, sobre fútbol, las pirámides de Egipto, cualquiera de sus descubrimientos, Valle mareando la sopa con la cuchara, Héctor tratando de escuchar las noticias, cuando sonó el timbre, un pitido largo e intenso, de único aviso. Héctor y yo nos miramos leyéndonos el pensamiento al instante, pero cuando abrimos, frente a la puerta ya sólo estaba Leo dormido en su sillita, con aspecto de haber sobrevivido a un terremoto, el pelo enmarañado y sucio, sin zapatos, tapado con un abrigo varias veces más grande que él mismo. "¿Está muerto?" preguntó Valle temblorosa, y pensé que no era ningún disparate lo que la niña imaginaba, porque la vida en los balancines no tiene techo y la inseguridad salta sin miedo sobre los arrecifes, hasta ahogarse. Me informé, quise quedármelo, hablé con Zara y se lo puse muy fácil, siempre le hablaría de ella, podría verlo cuando quisiera, en casa dispondría de su propia habitación y si con el tiempo las cosas cambiaban volverían a estar juntos. Se empecinó en mirar la calle a través del escaparate de la cafetería en la que nos encontrábamos. "Quieres quitarme lo único por lo que merece la pena vivir... antes muerta" susurró despacio, como para sí, se terminó el café y se marchó dejándome entre papeles, dueña y señora de un discurso vano ensayado muchas veces. Probé a través de Saúl, una de las primeras parejas de mi hermana, un tipo bohemio, encantador, con quien siempre resultó fácil dialogar. Sé que en todas sus situaciones límite Zara lo buscaba a él antes que a mí, la había sacado de varios atolladeros y seguían manteniendo relación. Durante un tiempo quise pensar que Saúl era el padre de Leo, algo improbable, puesto que en caso de ser cierta mi sospecha todo hubiera resultado mucho más sencillo. El niño lo adoraba, nunca le he vuelto a ver abrazar a nadie como abrazaba a Saúl. Lo encontré enfrascado en pintar unos murales para la inauguración de una galería de arte, aún así se limpió las manos en un trapo empapado en aguarrás y me invitó a sentarme en unas banquetas altas, de barra de bar. Sonrió con tristeza ante mi exposición. "Poco puedo hacer Olivia... Zara ya sólo me utiliza desesperadamente cuando me dejo, que es la mayoría de las veces que me chantajea con Leo... la noto tan inestable, tan asustada... he tratado de hablar con ella cientos de veces, créeme, pero se cierra en banda, empeñada en saltar sobre la vida sin red, saqueándola a la fuerza..." Me dijo que le diera tiempo, que esperase, que todo podía cambiar. Era un tipo confiado. Cuando llamó mi padre hecho un mar de lágrimas para anunciarme el fatal accidente no sentí nada. Ni angustia. Vacío. Nada. Poco a poco su ausencia se fue convirtiendo en una sima gigante a la que procuraba no asomarme. Luego llegaron esos deseos que hay que cuidar, atar en corto, porque pueden cumplirse, servicios sociales, lo más adecuado para el niño, una tía que trabajaba dentro de casa, unos primos de su edad, una economía estable. Héctor no abrió la boca, sabía que de nada iba a servirle. Y llegó Leo como un satélite que de repente se instala en tu salón, cobijado en la perra caliente, sin saber exactamente cómo ocurren las cosas, pero comprendiéndolas, intuyendo que todo iba a cambiar, para siempre. Saúl venía a verlo mensualmente, le traía chocolatinas, un balón de fútbol, material de pintura, el niño hacía caso omiso de los regalos, se ponía el abrigo y lo cogía de la mano para salir a pasear; no sé de qué hablaban, cómo se comportaban, pero el niño volvía relajado y risueño, dispuesto a jugar con sus primos sin mirarlos como a aves rapaces. Un año después de que Leo viniera a vivir con nosotros Saúl cambió de residencia, se marchó a Bélgica, desde donde le escribía cartas que llegaban en preciosos sobres ilustrados que el niño nunca quiso abrir. La caja que contenía todas esas cartas fue una de las muchas cosas que Leo quemó al cumplir los dieciocho. Mientras tanto fue un niño apático e introvertido que comía, se duchaba, recogía su cuarto y participaba en actividades cuando se le pedía expresamente. No encajaba con los amigos de Nico, aunque se llevasen apenas dos años, ni se abría con Valle, por mucho que esta, con gran capacidad de persuasión, lo intentase. Héctor solía decir que teníamos un huésped, o un okupa, que cualquier día aparecería con aros en la nariz y el pelo naranja. No llegó a tanto. En el Colegio iba aprobando con apuros, sin esforzarse demasiado, decían que parecía encerrado en su propio mundo, varios psicólogos trataron de entrar en ese hábitat particular sin conseguirlo. Yo solía mirarlo cuando dormía, un niño de rasgos adultos, bien definidos, pestañas espesas y un hoyuelo en la barbilla, que dormía despreocupadamente como todos los niños, cruzado en la cama, sin prisas, sin temores, sin rabia. Y era entonces más que nunca cuando recordaba a Zara, nuestros juegos de niñas pequeñas, tan seguidas, tan diferentes, la voz de mi madre: "Tienes que cuidar a tu hermana, aunque sea la mayor necesita de tu protección" Y por fin podía llorar en silencio, replegada en el rincón más oscuro de la habitación de Leo. Los veranos lo mandaba de campamentos con Nico, le gustaba el monte, el contacto con la naturaleza, a la vuelta mi hijo me contaba que cuando todos se sentaban a descansar Leo seguía caminando, queriendo conquistar la cima con los más avanzados, sin entretenerse en hacer bromas con sus compañeros o distrayéndose con el paisaje, concediendo un rigor excesivo a un momento de ocio, a la convivencia en grupo. Sí, la sensación era de tomarse la vida de manera disciplinaria. Contaba poco, no se cerraba en banda, pero respondía con frases escuetas, o pasándoles la pelota a sus primos. Abandoné la observación metódica sobre mi sobrino cuando Héctor me pidió el divorcio. Desde ese mismo instante me pareció una rata que había vivido plácidamente en su cloaca al margen de lo que se cocía en casa, por encima de mis monólogos sobre el futuro de los niños y las preocupaciones diarias, lejos de la cotidianidad de un hogar, sin empaparse de emociones. Un tipo extraño, al fin y al cabo, que siempre desconfió de Leo y en alguna ocasión sintió celos de su propio hijo, tratando a Valle sin embargo como a la princesita que no le convenía ser. Sin dramas. Le miré a la cara y me pareció tan repulsivo que no invertí tiempo en explicaciones ni quise escuchar las suyas, aún a sabiendas de que nos dejaba por la hija de unos amigos, pocos años mayor que Valle. Volvimos a reconstruirnos como familia. Mi trabajo alcanzaba, el nivel de gastos se podía mantener, no nos movimos de casa, los cambios no fueron muy drásticos. Sólo una presencia menos en el cuarto de baño y a la mesa, el sonido familiar de unas llaves que desaparece tan fácilmente como se cierra un libro; la ausencia pesa al principio, luego cobra volúmen para irse borrando de a poco. Los chicos eran adolescentes y Valle había rebasado la mayoría de edad. Tenía ataques de ira, de repente nos miraba vivir sin remordimientos, comer, poner una lavadora, comentar los programas de la tele, y nos reprochaba a gritos no añorar a su padre como se añora lo insustituible. La dejábamos despotricar, desinflarse hasta terminar llorando en mi regazo. No soportaba a la nueva pareja de su padre ni que su mundo de castillo infranqueable tuviera la consistencia de una torre de papel. A Nico le funcionaba imitarme, hacer como si no pasara nada, confiar. Y dentro de toda esa nueva ubicación sin moldes previos Leo resultó ser el personaje más sorprendente. Por fin entró en los turnos rotativos de sacar la basura, llevar a Bola al veterinario, preparar la cena. Se mostraba más dispuesto, nos contaba más cosas, y soportaba estóicamente los berrinches de su prima cuando llegaba a reprocharle tener los mismos beneficios que ellos, siendo hijos míos. En una de esas ocasiones, harta de oír su hiriente latiguillo, pegué un golpe en la mesa y le dije con todo el aplomo posible que si volvía a hacer semejante comentario ya podía preparar la maleta y largarse con su padre. Lo hizo, pero volvió dos días más tarde dispuesta a una conciliación que comenzó a funcionar. Tratamos de adaptarnos al presente como pudimos, y el tiempo nos fue tratando bien, nos dejó en paz. Una de las mañanas en las que me encontraba sola, enfrascada en el trabajo, apareció Leo inesperadamente, con una de esas plantas de interior que tanto me gustan. No estar constantemente esperando su explosión había hecho de él un hombre más libre y más sereno. Lo miré por encima de las gafas, se sonrojó. "No es mi cumpleaños", le dije sonriendo, intuyendo que esa visita sentaría precedente. "Por eso te la traigo" contestó un poco para sí, y se sentó en el borde del sofá mirándose las manos entrelazadas. Aparté los papeles y los útiles de trabajo, me giré hacia él dispuesta a escucharle. Tardó en enlazar los recuerdos, en dotarlos de cronología. "La noche que ocurrió yo estaba allí... no sé si lo sabes, pero estaba allí mismo... la cara de imbécil que se me debió quedar... había mucho ruido, mucho tráfico... "Quédate aquí sentadito" me dijo peinándome con los dedos y obligándome a sentarme en un portal... "las cosas irán bien, te llevarán con la tía Oli, ella te quiere mucho..." yo no entendía nada ¿sabes?... nada, hablaba como si la estuviesen persiguiendo, mirando a todas partes... me besó, tenía la cara muy fría, los ojos brillantes, como de cristal... salió corriendo y yo allí, acojonado, sin moverme, se metió entre dos coches y la perdí de vista un instante... luego escuché el impacto y la ví volar... por eso llegué a creer durante mucho tiempo eso que me decíais todos... "mamá está en el cielo" porque ciertamente la ví volar, un cuerpo de lana desmadejada... después gran revuelo, ambulancias, policía, gente señalándome con el dedo: "el niño, el pobre niño iba con ella..." El resto ya lo conoces, quise contártelo desde el principio, pero nunca supe cómo" Estaba tranquilo, apenas triste. Yo derramaba lágrimas por los dos. Siempre creí que había sido un accidente y pese a conocer de antemano que Leo iba con ella quise pensar que no recordaría nada, que fue un despiste más de mi hermana, un final trágico para alguien que vivía con el corazón entre los labios. "Hubiera querido hacerlo mejor... ahorrarte tanto dolor" Fue todo lo que pude decirle. Me tendió un pañuelo, su rostro tenía una expresión amable que nunca antes había descubierto en él. "No sé si el dolor puede evitarse tía... está ahí, esperando como un pez hambriento... hasta que se soporta... o se pasa" Siempre le he agradecido a la vida aquella mañana, esa oportunidad madre de todas, el comienzo de otras en las que fuimos articulando nuestra historia, la de los presentes y la de los ausentes, hasta conformar un tejido inseparable. Creo que desde entonces los años han pasado más deprisa que nunca. Poco después me presentó a Silvia, aquella chiquita que desde el principio supe que estaba hecha a la medida de Leo, como así lo han demostrado el tiempo, sus gustos afines, su casa en el campo y sus mellizas. Paso temporadas con ellos, ahora que la memoria y las piernas me fallan, desde la ventana de la cocina puedo ver como se abren los girasoles, las niñas, que se parecen mucho a mi hermana, especialmente una de ellas, me llaman abuela e inventan para mí historias en su teatrito de guiñol. Estoy tranquila allí, Valle vive en el extranjero y el apartamento de Nico es minúsculo y siempre está lleno de gente. Mi casa se me hace cuesta arriba, demasiados episodios, fotos, sonidos, luces, rincones aferrados como garrapatas a mis pupilas. Procuro pisarla lo justo. Sólo cuando nos reunimos todos, y a Nico le da por tocar la guitarra y Valle se ríe moviendo la cabeza hacia delante, cubriéndole el pelo la cara, como lo hacía de niña, y las mellizas juegan con las muñecas de mi hija mientras Silvia me ayuda en la cocina, escuchando pacientemente mis historias fragmentadas, al tiempo que Leo hace fotos con esa cámara tan extraña, sólo entonces mi casa resulta el hogar que siempre quise para todos, algo que se parece a lo que fuimos... y que comprende lo que somos.
7 comentarios
Aleia Manzano -
cadenadeochos.blogspot.com -
Viena en Marzo -
Aurora Viso -
Carmen Frías -
Rubén L. -
nK -