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MARTES DE CENIZA

"EL CORAZÓN EN LA BOCA"

"EL CORAZÓN EN LA BOCA"

 

-A Ignacio Petit, porque hoy cumple años y porque le gusta lo que escribo

 

"Cuantas veces hubiera

dado la vida entera

porque tú me pidieras llevarte el equipaje" ("Princesa"-Joaquín Sabina)

 

Cuando Lucía volvió a casa de sus padres nada parecía haber cambiado.

Se encendía la luz del recibidor al abrir la puerta, San Pancracio y Santa Ana seguían observando desde sus atalayas, en su habitación permanecía impoluta la colcha de soltera, y la foto de comunión con los guantes de gasa y aquellos tirabuzones tan artificiales… los armarios olían a naftalina, el baño a lavanda, su madre cosía sin dedal en la cocina mientras escuchaba la radio y su padre dormitaba de lado en el sofá con las piernas apoyadas en la mesita baja.

Todo en su sitio, medido con una realidad puntual y domesticada.

Los cuatro años que había vivido fuera resultaban acartonados, intangibles, ficticios.

Parecían remotos, un paréntesis necesario y aislado de esa paz cotidiana en la que lo trascendental era comprar el periódico, hablar de los vecinos, presenciar el telediario.

Sin embargo ella había sentido el corazón en la boca durante aquel tiempo, realmente el corazón en la boca, no como esta niña indefensa viviendo dentro de unas zapatillas de casa infantiles, envuelta en un cuerpo de mujer adulta, a la que sus padres miran entre la compasión y la decadencia, sino como aquella mujer que sabía lo que quería y a quién, aunque no fuese correspondida, porque las cosas no dependen de una sola, nunca son de una sola, se empeñan en los matices y el intercambio con obsesión enfermiza.

También es cierto que no se puede vivir en la permanencia del deseo.

Que los finales se deben a sí mismos la dignidad heróica que no tienen los comienzos.

Hay que estar a la altura, ajustarse a la derrota como al hueco propicio en la cama.

Cuanta teoría inútil sobre la que arrastrar los pies.

Lucía volvería a cometer los mismos errores una y mil veces.

A la gente le cuesta entender que hay cosas que sólo pueden producirse de una determinada manera.  Son así.  Sin contemplaciones.  Lo tomas o lo dejas.

Cuando conoció a Álvaro entendió sus circunstancias, estaba casado, tenía dos hijos, le llevaba diez años… no le prometió nada.  Saltó sobre las circunstancias como un atleta de pértiga.

Jamás pensó en detenerse. 

Él había llegado a su vida con ese equipaje, una persona poliédrica que cambiaba de escenario y de lenguaje cuando se desabrochaba la camisa o colgaba el teléfono móvil, alguien con pasillos, corredores subterráneos, compromisos e historia.

Pero la historia se nutre de modificaciones y tierras conquistadas.

Y ella quiso ser leyenda.

Apareció Álvaro cuando estaba cansada de novios indecisos condicionados por su futuro inmediato o por anteriores parejas, hombres que no terminaban de curar su adolescencia y que la miraban necesitando respuestas, un abrazo único donde reposar la memoria.

Le llamó la atención por ser tan diferente, gestos definidos, mirada directa, busco a alguien que me aparte de la realidad, llevaba un letrero en la frente y supo leer el de Lucía: Sácame de aquí.

Daba clases particulares y estaba en el último año de carrera cuando dijo en casa que se marchaba de alquiler.

No supieron reaccionar. 

La hija única, la niña que pudo haber sido gimnasta, pero no fue lo suficientemente buena ni sacrificada, la nadadora que por una leve lesión abandonó el deporte, la bailarina que no quiso bailar pese a las continuas horas extras de su padre invertidas en sus aficiones cambiantes y en un ropero tres veces más extenso que el de su madre, la del podólogo, el masajista y los productos naturales para el cabello dijo con la voz suave e imperturbable de siempre que se marchaba. 

Con quién.  Cómo lo vas a costear. 

Siguió comiendo fresas y cereales mientras la radio anunciaba subida de temperaturas y sus padres la miraban casi con los ojos en la mano.

Después, cuando él no podía estar y el piso se le hacía desmedido y difícil volvía a casa y les iba contando poco a poco.  Era consciente de su mentira al decir que Álvaro iba a dejar a su mujer, no es tan sencillo,  hay que arreglar muchas cosas, no quiere hacer daño a los niños, pero le gustaba oírse en voz alta, soñar a su medida, por qué no, por qué no detenerlo todo, renunciar a todo, por ella.

El piso que Álvaro pagaba era un sexto con vistas a un extenso parque, venía amueblado, enseres seminuevos desechados por otros, limpios y prácticos, pero críticos con ella, sentía que hasta las paredes la enjuiciaban. 

El edificio contaba con un portero que tras saludarla cortésmente se la quedaba mirando por encima de las gafas.  Qué pensaría aquel germen de cabina. 

Una vez a la semana Álvaro encargaba una compra a domicilio, el vino gasificado, las tostadas y el paté que le gustaba comer con ella, y jabón para la lavadora aunque siempre trajese ropa de recambio y se llevase la sucia, bolsas de basura, champú, nunca le preguntó cual utilizaba, pescado congelado y hasta papel de aluminio, sabía estar en todo, era un tipo organizado.

A las pocas amigas de Lucía no les pareció bien esa relación, comidas por la envidia hablaron de terrenos pantanosos y de te está utilizando, posiblemente tomaron prestadas sus frases de alguna película, y a ella se le quitaron las ganas de hacer fiesta de inauguración en el piso y dejó de llamarlas.

Hubo una época en la que prácticamente vivían juntos.

Era cuando él le susurraba con los labios pegados a su espalda por qué no te habré conocido antes.  Y ella sentía cosquillas, y se reía.

Mientras Álvaro se duchaba Lucía cotilleaba las fotos de su cartera.

Dos pequeños que se llevaban muy poco tiempo, casi parecían gemelos, de grandes ojos y abundante pelo oscuro, como su padre. Y una imagen familiar en un parque de atracciones, él le rodeaba los hombros a una mujer ligeramente más alta, de sonrisa amplia y labios carnosos.  Cerraba rápidamente por no mirarla, por no querer mirarla, porque sentía aquellos ojos imperceptibles de la fotografía clavándose en los suyos como dagas envenenadas.

A veces la llevaba a bailar, o improvisaban cenas sobre el césped del parque contiguo.

Álvaro no solía hablar de esa otra verdad que escondía su cartera, y aunque ella se saltase la prohibición de preguntar él hacía caso omiso y se iba por la tangente con sus historias de crío,  los libros que le gustaba leer y los lugares a los que pensaba viajar.

En una ocasión le presentó a un amigo.  Manuel.

No le gustó que lo llevase al piso sin avisarla previamente.

Traían cena preparada.

Un pescado relleno de otros que a ella no le gustó nada y que fue tragando con importantes cantidades de vino.  Al final se reía por todo.

Manuel también tenía otra realidad de la que salir huyendo, aunque no tenía pinta de insatisfecho, a su “amiguita”, como el repetía, la llevaba a hoteles de cinco estrellas, que ya podías estirarte un poco más Alvarito, y le daba cachetitos en la mejilla como si fuese su padre, y Álvaro reía algo apurado.

No volvieron a coincidir.

Una mañana de domingo se dedicó a espiarlos.

Incluso entró a la misma iglesia sentándose varios bancos por detrás. 

Álvaro y su mujer se contaban confidencias al oído, con un gesto cariñoso pedían a los niños que se estuviesen quietos, que no moviesen tanto las piernas.  La nuca de ella resultaba despejada y segura. 

Una nuca firme y consecuente. 

Se marchó por miedo a ser descubierta cuando se sumaron a la fila para tomar la comunión, pero aún pudo ver como él la cogía de la mano para volver juntos a su sitio.

Vomitó en la misma puerta de la iglesia.

Los feligreses la miraban reprochando la culminación de lo que imaginaban la noche interminable de aquella joven.

Cuando llegó al piso guardaba tanto dolor y tanta rabia que arrancó las cortinas y rompió el juego de copas que él le había regalado.  El buen vino se bebe en copa cara.

Se escondió en casa de sus padres durante unos días. 

No la buscó.

Se asomó a las ventanas, a las esquinas de cada calle y a la pantalla de su teléfono.

Pero no la buscó.

Regresó con un par de maletas en las que recoger sus cosas y se encontró la guarida repleta de tulipanes, grandes fotos en blanco y negro de su historia juntos y un sobre con dos pasajes.

Perdóname en Viena.

No sólo lo hizo sino que se quedó embarazada.

Sin resultar premeditado pensó que su hijo tendría la misma fuerza raíz que los hijos de nuca despejada.  Pero no pudo llegar a comprobarlo, sufrió un aborto natural antes de contárselo a Álvaro.

Logró terminar una carrera que ni siquiera recordaba haber elegido.  Le repitió muchas veces lo importante que sería para ella que estuviese presente en la fiesta, junto a sus padres, pero no apareció. 

Días después le regaló una pulsera de la que cuelga un diminuto cubo de cristal.

No podría asegurar con exactitud cuando comenzó el frío.

Pasaba muchos ratos sola y a eso ya se había acostumbrado, a esperarlo, a descifrar el sonido de sus pasos saliendo del ascensor.

Comenzó a sentir el frío que guardan las casas solariegas cerradas durante largo tiempo. 

Una humedad palpable filtrándose en los espacios.

La voz de Álvaro dibujaba excusas cuando tardaba más de lo normal en visitarla, excusas vacías y brillantes como pompas de jabón.

Y a todo eso se unieron las palabras, ese objeto contundente que inclina la balanza.

Primero fue su padre.

Se lo encontró casualmente en la calle, por la mañana muy temprano él salía a caminar, de vuelta a casa compraba el periódico y elegía un banco en el que sentarse a leer.

Comentaron trivialidades, la boda de una prima, el colesterol de su madre, la subida del precio de la gasolina… cuando Lucía ya le daba la espalda de su padre salió una voz serena e irreconocible:

“Plantéate qué quieres, exige una respuesta, no puedes estar así siempre…”

Cuando se volvió a mirarlo ya leía las páginas de economía.

Cogió el tranvía masticando lo que acababa de oir, una luz radiante de buena mañana lo inundaba todo propiciando en la gente un ánimo especial.

Contempló a través de la ventanilla un tránsito dócil de bicicletas y paseantes. 

Alguien, un cuerpo indefinido, se sentó junto a ella. 

Ni se hubiera percatado de no ser por aquella voz elástica y firme capaz de sacudirla:

“¿Cuánto tiempo más se soporta el desamor?  “¿hasta cuando esperas?” 

Perpleja y paralizada presenció como una mujer varios años mayor que ella, delgada y bien vestida, se apeaba en la siguiente parada tras depositar en su regazo una bomba de relojería.  Nunca la había tenido tan cerca, la mujer de la fotografía familiar en el parque de atracciones. Nuca consecuente.

Llegó a nadar y a punto estuvo de zambullirse vestida en la piscina.

Por un tiempo el agua causó un efecto desvinculante.

La despojó de carga y de tristeza.

Después comprendió que aunque quisiera seguir queriéndolo, dispuesta como siempre a sus condiciones, ya no había margen, los finales llegan, vienen anunciándose mucho más previsores que los principios, vienen y se instalan, te miran. 

Te siguen.

Sólo se llevo sus cosas, las que tenía de antes, ni regalos, ni obsequios, ni unas flores todavía frescas que amarilleaban la cocina.

Le ahorró el trago de la invención o la disculpa, no se despidió de él.

La última vez que salió por aquella puerta se le ocurrió darle al portero un recado para Álvaro.  Dígale que ya sabe donde encontrarme.  Pero era consciente de que jamás le diría nada, germen de cabina estaba encantado de perderla de vista, estas niñatas son las que joden muchos matrimonios.

Cuando accionó el timbre de la casa paterna sólo pudo echarse a llorar.

Su madre le cogió las bolsas y desde el recibidor alzó la voz pidiéndole al marido que pusiese otro plato en la mesa.

Cuatro años como cuatro aviones de papel.

Como cuatro globos que se escapan de sus dueños.

Como cuatro cierra los ojos y piensa un deseo.

Y los abres, y el deseo se ha desvanecido en un riachuelo extraño donde van a parar las cosas que no prosperan.

Lo esperó durante un tiempo.

Esperarlo era lo mejor que sabía hacer.

Después encontró un trabajo, unas nuevas amigas con las que va al cine y come palomitas en grandes cubos de plástico. 

Se siente a veces como un testigo protegido. 

Con otra identidad.

Porque todavía no ha aprendido a vivir sin él.


6 comentarios

nK -

Qué suerte la de ese Ignacio Petit a quien dedicas este relato. Seguro que andará emocionado...

Beatriz -

¡Puri que bien que escries, cuanto transmites y como me gustan tus relatos!

Azucena Lima -

Qué bonita historia, y qué difíciles son las relaciones... muy bien contado, directo a la fibra del lector. Tu blog en general me parece de lo mejorcito (literariamente hablando) que he leído últimamente. Muy buenos tus relatos "Libélulas de Otoño" o "La Mujer que yo quiero".

Shey -

Mi querida Puri... con "El corazón en la boca" hasta el punto final es como se leen tus relatos.

Cruz Velasco -

Los personajes están muy bien perfilados, me ha gustado y conmovido, hay frases absolutamente redondas.

Rubén L. -

Este relato,trata una consabida y repetitiva historia, pero como siempre, tu forma de contarlo lo convierte en único. Tiene unas imágenes perfectas.