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MARTES DE CENIZA

"TERCIOPELO"

"TERCIOPELO"

Yaiza crió a cinco sobrinos con la atención y el mimo de quien les pone a sus plantas música clásica para que crezcan sanas y fuertes.

Cuando los padres de las criaturas estaban trabajando, enfermaban o debían emprender un viaje ahí estaba ella para limpiarles los mocos y cambiarles los pañales, sin un mal rictus ni una protesta.

Porque además de entusiasmarle los críos tenía disponibilidad suficiente, y un piso enorme, de techos altos y pasillo interminable, que le permitían albergar a los sobrinos mientras la vida trazaba sus itinerarios y servidumbres, lejos de su cubertería de plata y sus pesadas cortinas tras las que se escondían los niños.

A Yaiza se le fue el tiempo sin darse cuenta, casi sin querer… mientras sus tres hermanos aprendían un oficio, se comprometían y casaban, convirtiéndose después en padres, ella se había quedado muy quieta… o esa sensación tenía… la de llegar tarde o no llegar, la de perderse en rincones comidos de penumbra, escuchando el motor lejano de los coches en avenidas atestadas de tráfico, o leyendo novelas históricas que la absorbían hasta bien entrada la madrugada, mientras fuera hacía frío y la gente aprendía a dormir sin ilusión ni destino.

Su padre sufrió un atropello mortal en plena calle dos años después del fallecimiento de su madre a causa de una neumonía mal curada. 

Durante esos sucesos en casa ya sólo quedaba ella, su figura estilizada y sobria, su porte de señora.

Aunque nunca había vestido de luto lo parecía.  El pelo siempre recogido, las faldas largas, las blusas abotonadas hasta el mismo cuello y en los puños.

Como si luciese un uniforme de superviviente.

Mostraba un carácter lineal difícilmente alterable, tenía templanza de matrona, lo que habría deseado ser en caso de que sus progenitores no se hubiesen empeñado en proporcionarle una buena dote y casarla en un matrimonio de conveniencia que nunca se produjo. 

Sabía ser convincente, mirar directamente a los ojos, sonreir en su justa medida, sin endulzar.

Y a pesar de todo, cuando se quedó sola no supo o no quiso echar a correr, adelantarse a la aurora, volver a casa con los zapatos en la mano y el corazón alquilado, dormir en otras camas, asomarse a otros labios…

El piso familiar, pesado, oscuro, rebosante de historia,  pasó a ser únicamente de su propiedad, como se preveía.  Los hermanos nunca pelearon por cuestiones de herencia, el reparto, a cada cual en su momento, había sido equitativo.

El alquiler de dos plazas de garaje y lo obtenido por  la venta de algunos bienes le permitía vivir con holgura, lejos de la insidiosa realidad del despertador, la comida precocinada y las facturas, de las que se ocupaba, como de todo lo burocrático, el administrador que siempre había llevado las cuentas familiares.

Yaiza era la segunda de los cuatro hermanos.

Cuentan que su madre quiso parar entonces, dejar de traer hijos al mundo y ponerse a trabajar en aquel proyecto que le rondaba por la cabeza desde jovencita, abrir su propio taller de confección a medida en el que ella realizaría los diseños, de hecho ya tenía varios dibujos terminados, escondidos en una caja de zapatos. Hasta se había informado de cómo adquirir las telas.

Su marido no le negó nada.  Nunca decía que no.  Ni que sí.  La dejaba hacer, enredarse en la telaraña.  Antes de que pudiera aterrizar su sueño y tratar de ponerlo en práctica ya se había quedado embarazada de Martín y un año después de Enrique, y aunque tenía ayuda para las tareas domésticas y para sacar a pasear a los niños, la responsabilidad familiar se le vino encima como cae de golpe un balancín que se suspendía en el aire.

En los años cincuenta las mujeres no soñaban.

Cuando Yaiza era muy chica su madre le permitía ojear los maniquíes ya descoloridos, extenderlos por el suelo y pasar despacio el dedo por su silueta, sólo a ella, sus hermanos desconocían la existencia de ese secreto ajado, entumecido por el tiempo, inservible ya, y ella se sentía orgullosa de poder compartir con su madre ese momento sólo de ambas, pese a la huella de la amargura en los ojos de la mujer adulta.

“Qué injusticia nacer mujer, Yaiza, qué injusticia tan grande” solía decirle cuando la peinaba o le ataba bien tirante el lazo del vestido.

Los niños jugaban en una habitación y ella en otra.

Todo un cuarto de muñecas para ella sola.

Le gustaba escaparse y meterse a jugar con los chicos, enzarzarse en peleas y compartir sus gritos, pero después era duramente castigada con la soledad y el silencio, porque se la condenaba a cenar con la única compañía de sus muñecas de porcelana, taimadas y brillantes, usurpadoras de vida.

Sólo encontraba consuelo en Ángel, su hermano mayor, un encantador nato que sabía envolver a sus padres según sus intereses y así lograba convencerlos para que Yaiza le acompañase a comprar unos lápices y de paso aprovechaba para enseñarle a bailar el twist en el hueco de la escalera, donde Tino, el hijo de los porteros, tenía escondida una gramola.

Pero Ángel se ennovió enseguida haciéndose mayor de repente, y se acabó la osadía, el corazón latiéndole en la boca como un pez saltando fuera del agua.

Todo fue transcurriendo con la lentitud y la suavidad del terciopelo.

Sus hermanos pequeños que apenas reparaban en ella, su padre que comenzó a mirar a su madre como si en cualquier momento pudiera clavarle un puñal por la espalda, el silencio de su madre cocinado a fuego lento, meticuloso, hiriente.  Si se descuidaba podía encontrarse en medio de las trifulcas, que llegaban avisando, amenazas de tormenta hasta explotar el cielo y volar los cubiertos.

Cuando Ángel se casó ella sintió por primera vez la prisa en las puntas de los dedos.

“Vuela mariposa” le susurró su hermano al oído cuando Yaiza se acercó a darle la enhorabuena.

Todo pesaba, todo parecía tan difícil…

Las gemelas de Ángel fueron las primeras sobrinas a las que atendió, morenas y traviesas, risueñas como su padre.  Gateaban deprisa y a ella no le importó apartar todos los muebles y dejar la estancia como un patio lleno de posibilidades.  La luz entraba a raudales por las ventanas abiertas, parecía otra casa, otra vida.  Porque los chiquillos fueron llegando tras la ausencia de los abuelos, esas figuras mastodónticas que lo controlaban todo con sólo parpadear.

Tenían cuatro años y pasaban demasiado tiempo con su tía cuando comenzaron, despistadamente, a llamarla mamá.  Su cuñada Begoña no pudo soportarlo y contrató a una niñera sacándolas de la casa para siempre, muy de cuando en cuando volvían a visitarla acompañadas por su padre, que prematuramente había aprendido a sonreir con tristeza. 

Los niños son olvidadizos y despiertos, pronto dejaron de extrañarla, y se acomodaron a lo que tocaba, que era toda su vida por delante.

Pancho sí las echó en falta, era el mayor de su hermano Martín, un chiquillo asmático y delgado al que le encantaba disfrazarse, ponerse rulos, subirse en tacones invisibles y leer sonetos grandilocuentes frente al espejo.  Pasados muchos años fundó una compañía de teatro convirtiéndose en el miembro de la familia que más mundo físico ha recorrido.

Cuando parecía que Pancho iba a quedarse como hijo único, asomando ya sus primeras espinillas, nació Julia, casi a la par que Lucas, el niño-milagro de Enrique, porque a punto estuvo de no nacer dadas las dificultades del parto.

Los dos primos pequeños devolvieron a Yaiza la energía olvidada, de nuevo tuvo que apartar los muebles, reproducir sonidos de animales, y el del motor de un avión acompañando la cuchara cargada de papilla de cereales.

Pero las guarderías lograron que los custodiase menos tiempo que a sus otros sobrinos.

Ese garaje de colores unido al principio pedagógico que sentencia la obligación de los niños a estar con otros niños la liberaron de la crianza lenta y la dedicación meticulosa.

Y aunque siempre surgía un día festivo o una tos sospechosa que la hacían estar de guardia, para un apuro, ya nada fue igual, desapareció la cronología de la lluvia, el puchero de los martes, el primer helado de la temporada y los cuentos a última hora de la tarde, cuando venían a recogerlos ya con el pijama puesto y los niños se agazapaban en su regazo ovillados como pequeños oseznos durante el invierno.

Julia ha sido la sobrina más afín, aquella que escuchaba sus historias improvisadas asintiendo con la boca abierta, la que la llamaba por teléfono cada vez que le ponían una vacuna o había ido al médico para que el bálsamo de la voz de Yaiza la consolase, diciéndole que ya había pasado todo, y que mañana sería otro día, distinto, diferente, repleto de posibilidades.

Julia campaba por la casa a sus anchas, aparecía sin avisar, sin sentirse extraña nunca, y solía quedarse a dormir en una habitación que olía a petunias y tenía una cama altísima, y un suelo de baldosas enormes, siempre frío.  Su tía le llevaba el desayuno por la mañana temprano, había que aprovechar el tiempo, salir a caminar, leer las primeras noticias como si todavía pudieran cambiarlas.

Le confesó que fumaba, le presentó a sus primeros novios, conversaron interminablemente sobre los pormenores de la vida que Yaiza parecía no haber vivido, pero que asomaba a sus pupilas, candente y real, indispensable.

Cuando Julia decidió ser madre soltera se refugió varios días en ese albergue para transeúntes que era la casa de su tía.  Cogió fuerzas antes de salir al mundo y saltar sin red.

Sus padres le recriminaron a Yaiza su mala influencia sobre la niña, que había venido crecida, creyendo comerse el mundo con una situación semejante, ya ves … pero la niña había rebasado hacía tiempo la mayoría de edad, tenía las cosas muy claras, y su tía aguantó el discurso con cara de póker y esa imperturbable manera suya de continuar en sus trece, lejos de todo el mundo y cerca de quien quisiera.

Julia llamó a su niña Yaiza, y fue la primera vez que vio llorar a la tía, sin torcer el gesto, las lágrimas rodando por sus mejillas con fluidez torrencial, transparentando una vulnerabilidad extrema, de animal agotado, mientras sostenía entre sus brazos de junco al último cachorro.

De repente la casa se hizo tan grande, o ella tan minúscula, que decidió acomodarse en la sala pequeña, dormir ahí en el sofá-cama, con la televisión, la radio y sus libros de siempre, el teléfono al lado, la cocina en la estancia contigua.  Necesitaba tener todo al alcance, no fatigarse, pensar lo justo.

La mañana en la que descubrió a dos palomas agonizando en el alfeizar de su ventana supo que le quedaba poco tiempo.

Y llamó a Julia, que llegó con Yaiza colgada del pecho, en la mochila;  la tumbaron en una colcha invadida de luz de primavera, y la niña cabeceaba mirándolo todo con la sorpresa de quien descubre el mundo.

Tuvo necesidad de coger aire profundamente varias veces, la voz se le apagaba.  Le contó que había sido madre a los diecinueve años,  sus padres se enteraron del embarazo y la mandaron a un internado francés para madres solas, aquel año misterioso en el que supuestamente habían enviado a la niña con unos parientes de la madre que necesitaban su ayuda por tener varios hijos muy pequeños… apenas me enteré de nada, fue todo tan dirigido, tan extraño… cuando la niña nació, porque era una niña de mejillas sonrosadas y pelito rubio, me la quitaron y no volví a verla, ya estaban preparados todos los papeles para entregarla en adopción… no te asustes Julia, no voy a pedirte que la busques, espero que tenga una vida plena allá donde se encuentre, casi a punto de cumplir sesenta años… es cruel el tiempo por su forma de torcer las cosas… es como una serpiente… simplemente quería que alguien lo supiera, disculpa si te supone una carga, pero los secretos sólo tienen sentido para ser desvelados, para acabar siendo libres…  qué hubiera hecho yo con una recién nacida si ni siquiera he sabido encauzar mi vida, me estoy muriendo y no he entendido nada Julia, nada, he esperado durante años a que todo fuese diferente, más sencillo, no sé, mejor… pero no he movido un dedo para cambiar las cosas…

Julia quiso preguntar, pero entendió que no era el momento, que estaba allí para escuchar como jamás volvería hacerlo con nadie más, y la tarde fue transcurriendo serena y apacible, arrullada por las palabras de Yaiza, que enlazaban un hecho tras otro, aleteando como palomas mensajeras en pos del cielo abierto.

Años después, gracias a los datos recibidos y al recuerdo imborrable de aquella tarde consiguió terminar su primera novela “En el corazón de la aurora”, que se ha traducido a varios idiomas.

Ahora va por la tercera.

Escribe en la habitación donde su tía terminó sus días, horas después de haber hablado con ella por última vez, mientras dormía.

Le dejó en herencia la casa familiar y su historia de mujeres disecadas a las que ella ha querido convertir en valientes heroínas.

A Yaiza le habla mucho de su tía abuela, a veces la adolescente la mira hastiada, pero es capaz de contemplar en los ojos de su madre la importancia de aquella mujer, la cadena genética que invisiblemente arrastramos y que nos condiciona.

Hasta donde queramos.

 

 

 

 

6 comentarios

Patricia -

"Como si luciese un uniforme de superviviente."

"...y se acomodaron a lo que tocaba, que era toda su vida por delante."

Me encanta este relato, también.

nK -

Apoyo todas las mociones... escribe, publica, no dejes de hacerlo, sigue, no pares... Eres impresionante. IM-PRE-SIO-NAN-TE. Gracias una vez más. En el silencio de las madrugadas, cuánto alivias las noches¡

Virginia G. -

Tremenda historia, la protagonista es increíble. Si de algo sirve la literatura es para sacar a la luz esas voces calladas también... Muchas gracias!

Cris Valtueña -

Que lo dejes todo y te pongas a escribir, sólo a escribir, quizás así publiques de una p. vez y te lo creas un poco (con perdón)

Rubén L. -

Que digo yo que si durmiendo tan poco escribes así... durmiendo más qué no harías ¿"El nombre de la rosa?", no te pega, mejor algo al nivel de "Atlas de Geografía Humana" de Almudena Grandes, no estaría mal ¿eh?

Carmen Frías -

De nuevo, como no podría ser de otra manera, ese perfil de mujeres honestas buscando su sitio y esas imágenes casi palpables. No me canso de leerte.