"ORO BLANCO"
Hay relatos que una vez escritos se te quedan pegados a la piel, inevitablemente te acompañan, como mascotas fieles. Los presentas a concursos literarios porque crees en ellos, pero ni los miran, o si lo hacen no resultan convincentes, a la altura de ganar un certamen (que no sé que altura es esa, ni cómo se consigue). El caso es que se van quedando atrás, un tanto obsoletos, barcos varados, papel marchito. Por su lealtad merecen una ventana abierta. Ondear un poco más. Por eso hoy, en este julio sofocante y efímero, se asoma a esta pequeña ventana de mi casa que es vuestra "Oro Blanco", escrito en 2006. Vuestros ojos son el premio que nunca obtuvo.
Desde el primer momento supo Liuva que le estaba mintiendo.
Pero aquella mentira –después de haberlas repudiado tanto- se le antojó como algodón de feria: azucarado, suave y envolvente, quiso probarlo, y se dejó llevar.
Al fin y al cabo no eran las palabras sin dueño ni la poesía de siempre, Andrés era un artesano del lenguaje, lo cuidaba, lo mimaba y embellecía de una manera única y sorprendente. Increíbles las luces de fiesta que brotaban de su raída chistera.
Porque él siempre fue un galán adivinado y previsible que fumaba tabaco negro y se peinaba hacia tras los mechones canos, usaba largo abrigo de paño y camisas por fuera del pantalón en verano. Utilizaba a la perfección su delgadez de bohemio y la caída de sus ojos verdes. Y hasta hubo un tiempo, seguro que hubo un tiempo, en que se creyó a sí mismo, viendo ondear la bandera de lo posible, siendo aún temprano, calculando los éxitos frente al espejo, con el mentón bien afeitado y el aire oliendo al afther save de moda. Después la fe son unos cuantos posos grasientos en el aceite estancado de una sartén, esa bombilla que se apaga y nadie se molesta en cambiar, agujeros en los bolsillos. Pero uno continúa como siempre y como si nada, porque qué otra cosa podría hacer. El espectáculo debe continuar y las sombras de sí mismo, malpagadas y burlonas, no firman cheques en blanco ni se creen, sólo por una noche, Reinas del Carnaval.
Conoció a Liuva cuando empezaba a cansarse de los vinos de siempre en los bares de siempre, conversaciones de única dirección, luces amarillas, frío en casa, nadie en casa. Ella le sonrió por encima de todas las cabezas, un domingo por la mañana, a la hora del vermouth. Le pareció exactamente lo que debía, un hombre distinto, maduro e interesante, y a Andrés se le ensanchó el pecho y algunos de sus años cayeron fulminados junto a las sucias punteras de sus botas. Recuperó de golpe toda la Fe, la convicción en su estrategia de nostálgico y se felicitó a sí mismo por no haber sucumbido, siquiera una vez, a la tentación de tirar la toalla y construirse de nuevo.
Que las cosas maravillosas e intensas ocurren de noche no es cierto. Porque ellos se descubrieron –y descubrir a alguien es comenzar otra vida- a plena luz del día una mañana de domingo, cuando duermen enroscadas las serpientes y todo puede volver a ser.
Andrés desempolvó los viejos glosarios abrillantándolos con cuidado, usó los brebajes adecuados y pateó los caminos que no destruye la historia y que siempre nos conducen donde queremos ir.
Le salió la blanca doble.
Liuva no sabía hasta que lo tuvo delante, mintiéndole tan magistralmente, que lo estaba buscando. Se imaginó sin dificultades acariciando esa piel curtida, esperándolo de madrugada, agarrada a su brazo caminando hacia ninguna parte ... Le preguntó qué hora era pero él no utilizaba reloj. La pista definitiva. Le dijo: “Vámonos” y el presente se quedó boquiabierto oliendo a huevos rellenos.
Tenían una diferencia de edad de dieciocho años que les permitía el milagro.
Durante un tiempo trataron de hilar fino, cada uno cuidó su jardín para que fuese la envidia del otro, plantaron girasoles, menta, rosas amarillas ... Despacio.
Liuva descubrió que Andrés dormía agazapado a los pies de la cama, le gustaban las croquetas caseras, las películas de vaqueros y era alérgico al pelo de gato.
Ella se empeñó en adecentar la parcela en la que vivían y hacerla habitable. Había pertenecido a los padres de Andrés y seguramente tiempo atrás llegó a lucir espléndida, pero el abandono y la desidia la habían convertido en el escenario idóneo para una película de misterio. Encaló la fachada, pintó puertas y ventanas, y poco a poco fue dándose cuenta de su habilidad para el bricolaje. Se le pasó el tiempo jugando placenteramente a las cocinitas, preparando flanes y comprando cubiertos en los bazares, marcos de resina para las fotos que se harían juntos, ambientadores de manzana, sobrecitos de café. Era hermoso imaginar, querer trazar un país único y privado con utensilios, corteza de pan sobre el mantel y las coordenadas exactas de sus cosas.
Pero una esfera no tiene porqué ser redonda ni la vida se resuelve matemáticamente.
Andrés se fijó un día en la ausencia de escorchones en la pared y en como olía su casa, reparó en los horarios de las comidas, en la siesta de los sábados, en las zapatillas calientes ... y le invadió una melancolía difícil e inaccesible, desbordada.
Fue cuando llevó a casa a aquella mujer, Malena, escapada de un club de carretera y necesitada de cobijo durante un tiempo. Liuva nunca preguntó, hubiera tenido que conocer las respuestas, vivir con esas sanguijuelas pegadas al cuello. Pese a sentir como de madrugada Andrés dejaba el cuarto para deslizarse sigilosamente hasta el de su invitada. Ella acabaría yéndose, con su olor a laca y sus deformados zapatos de tacón, con la miseria disecada en la raya permanente del contorno de ojos. Se iría quizás para volver, pero sin ser nunca la primera, sin verlo dormir agazapado y temeroso, desconociendo sus pliegues de truhán, sus besos de impostor, la ternura de su derrota.
Después de Malena hubo otras en el salón y en la ducha, aunque ella nunca llegase a verlas, se sucedieron las partidas de póker hasta el alba, los vómitos de borracho en cualquier rincón, las meadas fuera de la taza, la venta de sus cuatro joyas y las solicitudes de préstamos a su hermana.
Iba todo tan deprisa que no era capaz de parar. Nunca pensó situarse tan imposiblemente ni tan lejos, pero ya estaba allí. Andrés a veces la sacaba a bailar o le compraba un vestido bonito. El olvido y la ilusión tienen el precio de un vestido, la posibilidad de transformar kilos de porquería en oro blanco.
Se dio cuenta de que estaba embarazada un día que llovía rabiosamente y la policía fue a la parcela a detener a Andrés. Trató de escapar por la parte de atrás y se rompió un tobillo. Volvió a casa pasados unos días, desmejorado y triste como un perro abandonado, quedándole desde entonces una leve cojera que sirvió para engrandecer el mito.
Las gemelas Mireia y Kim nacieron en Abril, el sol abrazaba las esquinas y un anticipo del verano quiso recibirlas. Liuva ya sabía, antes de los celos de Andrés y de que la sangre no llama a su sangre, por encima incluso, de la precariedad en la que vivían, que no podría tenerlas durante mucho tiempo. Por eso las retrató en su mente detenidas en cada partícula de sueño, en el mínimo suspiro, las cubrió de besos y las llamó “hijas mías” muchas veces. Después se las entregó a su hermana para que se hiciese cargo de ellas, a cambio de no reaparecer jamás en sus vidas, y como es mujer de palabra y férreas promesas logró cumplirlo.
La memoria, superviviente nata, consigue emborronar pasajes decisivos y hasta siembra duda sobre los datos de las pasiones que nos volcaron la vida.
A Liuva, que lo había empeñado todo, ya sólo le quedaban cuencas de ojos para seguir buscando dentro del rostro de aquel hombre un ápice de hermosura. Pero siempre topaba con una mentira recuperada, una última moneda, el as de corazones en la manga de Andrés.
El tiempo vivo, real, el de las noticias a las siete de la mañana y la leche saliéndose del cazo, el que nos mira recordándonos que nos demos prisa, que todo es efímero, los hizo a un lado y siguió adelante.
Ella continuó encalando la fachada, remendándole los calcetines, preparando sémola cuando el frio se lo devolvía aún más delgado, aterido y sin ganas de hablar. Aprendió a robar pequeños objetos para no perder las coordenadas de su país imaginario y quitó de la casa todos lo espejos.
Andrés, tronco calcinado y empapado de lluvia, se dejó morir de a poco. Pero en los brazos de Liuva. Se le encharcaron los pulmones días antes de Nochevieja, cuando ya no existía otra importancia que la de soñar bonito cuando tocase dormir.
Liuva lo descubrió entonces hermoso y calmado, tan diferente a cualquier Andrés.
Y le dejó marchar de verdad.
Nadie sabe qué medida tiene el tiempo cuando no transcurre.
Liuva es la sombra de los dos en la parcela que vuelve a ser un escenario de misterio porque ya no hay para quién cuidarla.
Aunque siga robando pequeños objetos para su imposible país imaginario.
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