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MARTES DE CENIZA

ARQUEOLOGÍA PÚBLICA

ARQUEOLOGÍA PÚBLICA

No fue nuestra culpa si nacimos en tiempos de penuria. 

Tiempos de echarse al mar y navegar.

 (“Descripción de un naufragio” Cristina Peri Rossi) 

 

Se pone un chal sobre los hombros.

Tiembla.

Los contrastes de final del verano resultan desapacibles.

De repente cambia la dirección del viento y la atmósfera adquiere tintes apocalípticos, malos augurios reducidos  a un paréntesis húmedo y gris.

Sentada en las escaleras del porche piensa que resistirá pocos días más calzada con sandalias, debe buscar sus zapatos de cordones o lo que es lo mismo, claudicar al otoño, renunciar a la alegría y a las dulces promesas vanas de un tiempo impostado.

También se acuerda de Mario.

Mario era un poco verano y un poco luz de gas.

Trampa en la boca y sin embargo azul, el color de todo lo posible, de las oportunidades, del mañana.

Mario fue un fragmento de vida incomparable, una pieza desarticulada e inconexa entre todas las piezas que unen el destino, simplemente un pedazo.

Pero se llevó lo mejor de ella.

Como el primer mordisco a una manzana o contemplar el mar en soledad.

Lo mejor de ella.

Algo que nunca regresó del todo, a pesar de sus niñas, de su trabajo y de su lugar en el mundo.

Calcinado e irrecuperable.

Similar a la verdad.

Tuvo otras relaciones, nombres concretos con manías concretas y aspiraciones de futuro a los que nunca quiso meter en casa ni prometer en vano.

Eligió al azar dos perfiles indefinidos para concebir a sus hijas y siguió adelante con la certeza de las cosas bien hechas.

Siempre supo que lo conseguiría.

Una casa con porche, una estufa de leña, una familia atípica con nietas que la llaman por su nombre de pila. 

Seguir bañándose en el río y apilar tras las puertas libritos de poemas.

Cierto parecido a la armonía.

Pero en ocasiones un viento que huele a cerrado revuelve el orden de las cosas, te aleja del presente como si cuerpo y alma pudieran separarse, y la memoria duele, reabre cicatrices.

Se confiesa a sí misma que lo esperó siempre, aún sabiendo que nunca volvería, que era un hombre transitorio, sin retorno, alguien que no se puede permitir volver la vista atrás.

Ella traspasó las condiciones, se olvidó de los límites, hasta el último instante creyó que no se marcharía sin ella, escuchó pasar cada minuto de la madrugada, espió los pasos en la calle, los motores que se detenían cerca… y durante mucho tiempo cada vez que alguien llamaba a la puerta a horas intempestivas o silbaba como él sentía de pronto el corazón en la boca, a punto de asfixiarla.

Aprendió que la presencia física de las personas no es indispensable para tenerlas cerca,  sólo un cuerpo, un cuerpo ayuda, pero no constituye el recuerdo, que son símbolos, cientos de símbolos pequeños sucediéndose en fotogramas.

Conoció a Mario porque era amigo de su hermano y este le encontró trabajo en la ciudad durante un tiempo.  

Por eso, varios años después de su marcha, en una comida familiar su hermano habló de Mario como por descuido, comentó su mala suerte al haber enviudado joven (de aquella eterna novia formal que ya tenía cuando estaban juntos), y ella notó la angustia en la boca del estómago, los pies que no tocaban el suelo, la urgencia que volvía como un vendaval.  

Varias veces descolgó el teléfono para llamarlo, para colarse en su vida por una grieta escasa y suficiente, pero supo que los encuentros forzados son madera carcomida, tiempo rancio.

Le pidió a su hermano que no lo nombrase delante de ella, por favor… y aquel hombre afectuoso y grande, como su padre, le retiró el pelo de la cara y cumplió su palabra para siempre.

Hace unos meses que falleció, la están dejando sola y ella sabe que eso es lo peor a lo que debe enfrentarse, que la gente que ha caminado a su lado, que son sus testigos, su historia, sus secretos, desaparezca, porque una parte de sí misma muere, y no es lo mismo contar las cosas que haberlas vivido, no es lo mismo estar que no estar, no es lo mismo…

Desde dónde está sentada contempla el cerezo bajo el que enterró las cartas de Mario.

Al morir su hermano se las entregó su cuñada, una caja redonda repleta de cartas intactas que nunca recibió y ya no se pregunta por qué, las deudas del pasado no abren puertas, como los silencios.  

Tal y como heredó la caja excavó hasta hacer un profundo agujero bajo el cerezo, la enterró sin un ápice de curiosidad, sólo sintió no estar presente cuando con el paso del tiempo alguien la encuentre, porque lo que se entierra silenciado siempre vuelve, y nadie mejor que la protagonista para dar explicaciones.

Otros tendrán que continuar la historia.

A su medida.

Ahora hace frío, la nostalgia no ayuda.

Un vaso de ron caliente sí.

Antes de cerrar la puerta se escucha a lo lejos el pitido de un tren.

Sonríe, a veces la vida le pone sonido al pensamiento.

Somos estaciones de paso.

Pequeñas.

De las que apenas salen en los mapas.

 

3 comentarios

nK -

Hermoso,Único, Infinito... Gracias.

Shey -

Es volver a casa terminar el verano y encontrarte, donde siempre y como siempre

Carmen Frías -

Bien incluso cuando no es de los mejores, bien el fondo, el ritmo, el sentido y el estilo, siempre bien.