"TESTIGOS PROTEGIDOS"
Un hombre que no ignora que el presente
ya es el porvenir y el olvido (“Alguien”, Jorge Luis Borges)
Desde niña se hizo llamar Margot.
“Queda mucho más fino que Margarita, aunque sea nombre de flor y también se llame así Rita Hayworth, ya sabes, Gilda, la del guante y la bofetada”.
Yo apenas era un crío que se limitaba a asentir con la cabeza aunque no entendiera muchas de las cosas que me decía, con aquella voz suya, un tanto cavernosa a pesar de su juventud, el cabello espeso y ondulado, sus maneras de actriz dramática y el cuerpo alto y desgarbado de la adolescente que fue.
Margot vendía flores con su abuela dos puestos por delante del nuestro, el de mi tía Gloria y el mío, una caseta húmeda con tejado de uralita en el que la lluvia provocaba un sonido estrepitoso que parecía anunciar el fin del mundo.
El paseo que desembocaba en el cementerio estaba bordeado de álamos, y las casetas de las floristas se desgranaban junto a los muros como cuentas de collar.
El olor de los claveles y los gladiolos quedó grabado para siempre en la piel de mi memoria.
“La memoria tiene una piel tan finísima que ni la notas, luego, con los años, se convierte en todas esas arrugas que surcan la cara de los viejos” y mientras me lo contaba señalaba con la barbilla a su abuela, vestida de negro de los pies al pañuelo que le cubría la cabeza, sentada en una banqueta con un transistor pegado a la oreja. Sólo ella sabía lo que estaba escuchando, de vez en cuando pegaba un manotazo sobre el delantal y soltaba una sonora carcajada que dejaba al descubierto su precaria dentadura. Tenía muchos años, no sé cuantos, todos los del mundo, pero cuando había algo que celebrar o compartir, no había puesto de flores ni personal en él que no contase con su obsequio.
Nos dejaban salir cuando descendía la faena, entonces, los niños de aquel entorno formábamos un grupo curioso que se reunía a contar historias junto a las lápidas en las tardes de niebla, los más atrevidos comenzaban a fumar amparados por las sombras y los rincones insospechados, con los dedos arañados por las rosas y esas irrefrenables ganas de vivir que todo niño guarda dentro.
Sin lugar a dudas la reina del grupo era Margot, y ella lo sabía.
No era la más mayor ni la más lista, pero lo parecía.
Dependiendo del momento nos trataba como a criaturas recién nacidas, como a aprendices emocionales, a amantes o a confidentes… cada día a su lado suponía vivir dentro de una película de aventuras.
Según sus propias palabras sus padres, que vivían muy lejos, se separaron al poco de nacer ella, una niña que no cesaba de llorar, larga y menuda como un junco; descubrieron que no podían estar el uno sin el otro, así que decidieron darse una nueva oportunidad y puesto que una criatura tan absorbente y llorona no les facilitaba el camino, decidieron mandársela a la abuela Arcadia para que la amaestrase, con intención de recuperarla pasado un tiempo.
Aunque la relación no prosperó ninguno de los dos volvió a buscarla.
Mientras narraba su historia con estudiada voz de actriz de radionovela no podía evitar aquel ligero temblor en la barbilla, las ganas de salir corriendo asomadas a los dedos que trenzaban tallos… pero respiraba profundamente, se pasaba el brazo por los ojos e improvisaba la letra de una canción utilizando cualquier ritmo de moda.
“Ya vendrán, están asustados, no saben quién soy, con qué se pueden encontrar… pero el corazón es un péndulo enorme, que oscila, no se detiene nunca, oscila y pesa, un día llamarán a la puerta Bruno, uno de esos días terribles en los que todo te sale mal desde que pones el pie en el suelo, y entonces, sin un solo resto de fe ni de esperanza abriré la puerta con ganas de mandar a paseo a los testigos de Jehová o al vendedor de turno, y allí mismo, en el rellano, con poca luz porque la bombilla siempre está fundida, habrá un hombre de pelo cano y bien parecido que pronunciará mi nombre rompiendo a llorar sin consuelo, porque no sabrá que ya lo he perdonado, que llevo toda la vida esperándolo. Soy tu padre, dirá, y esas tres palabras cambiarán el mundo”.
Nos fuimos haciendo mayores y abandonando el paseo del cementerio, dejando atrás los puestos de flores como pájaros saltando de sus nidos.
Soy plenamente consciente de que la fantasía de Margot nunca se materializó, murió Arcadia dejándole una sustanciosa suma de dinero dentro de un colchón de lana, y sin ni siquiera hacer la maleta emprendió viaje en busca de sus padres.
Así me lo contaba en la última carta que recibí de ella, hace ya varias décadas.
Nunca tuve ocasión de decirle que para mí fue una especie de hada madrina, porque sabiendo como sabía casi todo de mi vida jamás desveló un solo capítulo ni lo utilizó en mi contra, a su manera siempre trató de protegerme. Su abuela fue quien le enseñó el oficio a mi tía, de ahí que Margot, merodeando entre ellas, estuviese al tanto de todos los pormenores que cimentaban nuestra historia.
Una historia de tantas, pequeña e insignificante, salpicada de circunstancias grises que la convertían en algo incómodo, difícil y áspero.
Cuando mi madre conoció a papá su fama de mujeriego atravesaba las fronteras del barrio, nadie creyó nunca que aquella chiquita tímida y desapercibida conseguiría hacer de el un honesto padre de familia, como así fue. Su trabajo de comercial le obligaba a pasar mucho tiempo fuera de casa y su ausencia supuso dar de comer a los fantasmas que poblaban la cabeza de mi madre, tanto se dispararon sus celos que comenzó a pasar largas temporadas encamada.
Yo era el único niño de mi clase que iba y volvía solo del colegio, hasta tenía miedo de hacer demasiado ruido cuando introducía las llaves en la cerradura que siempre se me resistía.
Me encontraba la casa sin ventilar, como si la hubiese disecado el tiempo, la comida sin preparar, las plantas marchitas… a veces me envalentonaba y llegaba a penetrar en la insondable oscuridad de la habitación de mis padres, me acercaba hasta el delgado cuerpo de mamá tumbado boca abajo y agudizaba el oído para adivinar su respiración, la prueba esencial para cerciorarme de que seguía viva.
Entonces me dirigía al pasillo y poniéndome de puntillas conseguía descolgar el teléfono, llamar a mi tía Gloria, que aunque no escuchaba a nadie al otro lado del auricular porque la pena ya no me dejaba articular palabra, cogía un taxi y se presentaba en casa minutos después con la respiración agitada, me revolvía el pelo, ponía un canal de dibujos en la televisión y me sentaba frente a ella sacando del bolso un bocadillo envuelto en papel de aluminio.
Después se iba donde mi madre, la levantaba con gran esfuerzo y la metía bajo el agua fría de la ducha, la vestía con una ropa que cada vez le venía más grande y le pegaba unos gritos que atravesaban las paredes, luego la abrazaba, le acariciaba la cara con aquellas manos arañadas y volvía a gritarle antes de salir por la puerta como un huracán no sin antes deslizar unas monedas en mi bolsillo y susurrarme que la llamase cuando hiciera falta.
Papá anunciaba su regreso y los dos hacíamos un esfuerzo por parecer normales. Mi madre iba a la peluquería, cocinaba, compraba dos camisas iguales, una para él y otra para mí, equivocándose siempre con las tallas, camisas que nunca nos pusimos, la mesa del comedor lucía mantel de tela, las persianas estaban levantadas y el telediario anunciaba una vida diaria, de todos y para todos. Pero en el ambiente perduraba algo tan frágil que resultaba imposible disimular.
Las largas conversaciones entre mis padres, entre mi padre y Gloria, entre mi padre y yo, entre mi padre, mi madre y mis profesores, las promesas de fidelidad y amor eternos, las demostraciones, los regalos… ni siquiera abrieron las puertas de la esperanza.
Mamá terminó ingresada en un hospital para enfermos mentales donde dejé de ir a visitarla porque ni nos miraba a la cara y mi padre barajó la posibilidad de cambiar de aires y de trabajo, comenzar de cero, dedicarme más tiempo… quiso intentarlo y sé que tenía buena fe, pero yo le dije que con quien quería estar era con Gloria, la única persona en mi estrecho mundo que respondía inmediatamente a mi necesidad de auxilio, que me miraba de verdad, como a un ser humano.
En un principio se quedó algo anonadada, acostumbrada a su vida de soltera y a su independencia de un patriarcado radical, el de mi abuelo Valerio, que consiguió alejar de su entorno más cercano a las cinco hijas que tuvo, le debió asustar la llegada de un mocoso abandonado, pero se repuso enseguida, y con el compromiso de ayudarla en su trabajo y no convertirme en un tonto de remate echamos a andar.
Mensualmente mi padre ingresaba una cantidad de dinero para mi manutención y venía a verme cuando podía, cada vez menos, porque nos convertimos en dos extraños que se recordaban mutuamente la pena, esa escarcha molesta y fría que impide avanzar.
Mi tía, pese a no ser nunca demasiado afectiva, resultó una compañera excelente que abordaba los problemas y sinsabores como todo lo demás en su vida, de forma directa y sin tapujos.
Cuando cumplí la mayoría de edad me entregó una cuenta corriente en la que había ido guardando todo el dinero que mi padre le había transferido.
Siempre quise estudiar fuera del país y sin aquella posibilidad jamás lo habría logrado.
Puso su pequeña buhardilla a mi nombre, nunca he querido desprenderme de ella, al fin y al cabo esa casa en la que nunca anidó el miedo sí que fue la mía.
Curiosamente mi madre y ella murieron con escasos meses de diferencia.
Mi padre, pese a haber formado una nueva familia de la que nacieron tres hijos más, estuvo presente en los sepelios, y aunque nuestra relación nunca mejorase lo suficiente sé que amó a mi madre de manera incondicional.
En el paseo de los alámos ya no existen los puestos de las floristas, la entrada del cementerio, como todo, ha cambiado de lugar. Aún así sé que todos los que poblamos aquel instante lo reconocemos, intacto, dentro de los límites de nuestra geografía. A través de las redes sociales nos hemos ido reencontrando, la necesidad de compartir el recuerdo tiene fuerza de vendaval, aún sabiendo que nada queda, que no somos los mismos.
La finísima piel de la memoria, como diría Margot, nos convierte en testigos protegidos.
3 comentarios
Clara Francés -
Shey -
Rubén L. -