Blogia
MARTES DE CENIZA

"EL CORAZÓN DE LAS HADAS"

"EL CORAZÓN DE LAS HADAS"

 

“Quizás sólo se trata de que no estás aquí,

de que perder es duro para todos

y el amor me hace falta, como sabes”

(Poema XXIII, Libro II, “Diario Cómplice”-Luis García Montero)

 

 Mi madre fue hija única, pero eligió a tres amigas para que cumpliesen el papel de hermanas.

Lo consiguió, nunca he conocido equipo como ese, cuando se necesitaban formaban una piña, a la llamada de una respondía el resto sin dilación.

Mis abuelos deseaban un varón, pero con espíritu contradictorio desde el principio y tras dos embarazos que no llegaron a término nació Elsa Morén, mi madre.  Le enseñaron a guardar silencio en la mesa, a esconderse de los avatares de la vida, a rezar el rosario, a servir siempre el primer plato de comida a su padre, a usar faldas largas y a no mantenerle la mirada a ningún hombre.

Ella se lo saltó todo, desde chiquitilla entendió las cosas de otra forma y no supo, ni quiso, estar callada, el cura de la parroquia la encontraba cada tarde arrodillada en el confesionario. Me consta que nunca se arrepintió de nada.

Creo que eligió concienzudamente a sus amigas para que ejerciesen de algo más, el portal cálido cuando llueve torrencialmente, las risas sintonizadas, un país habitado por las cosas que nos unen, por un idioma y una música en común, por tus problemas y los míos, por la audacia y la ilusión que no podemos guardar en ninguna otra parte.

Si hubo fisuras las desconozco.  Reyes, Henar y Miriam han sido mis niñeras y una referencia constante en estos diecinueve años.  Mi madre nunca confesó la identidad de mi padre, ellas no preguntaron y yo no añoré una figura paterna, rotaba entre sus cuidados cuando mi madre estaba ocupada, no faltaron a un festival del colegio, tuve bufandas tejidas, gorros de colores, tartas artesanas por mi cumpleaños, la última muñeca, asientos en primera fila para todas las películas infantiles… pero sobre todo tuve sensación de pertenencia, un hueco, un espacio, filiación, equipo.

Con el tiempo la relación fue cambiando, ellas tuvieron parejas, crearon familia, se separaron, venían a casa a llorar o a dormir un par de noches, simplemente a estar, a refugiarse, a ver viejas fotos, a coger aire.

Henar tiene dos niños chicos, algún sábado sale con su marido a cenar y yo los cuido, les cuento, como hacía conmigo su madre, historias inventadas que no se parecen en nada a los cuentos tradicionales.  A pesar de eso a Noah le gustan las hadas y las princesas, pintarse los labios, caminar sobre tacones… es lo que tiene empeñarse en variar el curso del río, el agua busca su sitio… hay que seguir al lado, enseñarle que no son iguales todos los tonos del rosa.  Lucas todavía es muy pequeño, hace nada que ha abandonado los pañales, es risueño, le cuesta comer, siempre anda dándole vueltas a la bola de carne que se le forma en la boca por no masticar, pero es de los niños que te llevarías a casa sin dudarlo, porque son generosos y siempre están de buen humor.

A veces fantaseo con que son mis hermanos pequeños, me hubiese gustado tenerlos, la verdad, vivir entre personas adultas tiene sus ventajas pero echas de menos otros testigos, compartir los zapatos, los afectos y las creencias.  Alguien que refleje tu propia historia, que hubiese estado allí justo en aquel instante, cuando la luz dibujaba relieves mágicos y una tarde cualquiera se convertía en equipaje.

Me parió mi madre a la edad que yo tengo ahora, diecinueve años.  De haber sabido que moriría joven quizás habría adoptado una niña saharaui o se hubiese quedado embarazada de un ligue temporal para sacarme de la isla, de este ser sin ella, una inevitable sensación de última superviviente.

Porque tengo a Carlos, es verdad, mi pareja desde hace un par de años, somos los dos bastante independientes, tenemos vida propia además de camino compartido, pero Carlos es otra cosa, viene de otro lugar, con otro aprendizaje, a veces es un extranjero que no termina de comprender el lenguaje de las heladas y los objetos, las amanecidas tristes, y se limita a asentir con la cabeza y dejar pasar el tiempo, porque es benevolente y confiado, cree que tiene más futuro que pasado, duerme a pierna suelta sin arrugar la frente, canta en la ducha.

A mi madre le gustaba, valoraba mucho la honestidad y Carlos es un tipo honesto, diáfano, consecuente. “Vente con nosotros” dijo, tiene dos hermanas que ya no viven en casa, un padre que es profesor de música, una madre veterinaria y dos iguanas.

 Pensé que querría más a Carlos si no aceptaba el trato.  No puedo borrarme, ceder una parte, ahora no puedo. Mi madre murió hace seis meses, repentinamente, sus dolores musculares y ese cansancio infinito dieron como resultado un cáncer terminal que se le quedó grabado en las pupilas. 

A veces todavía no me lo creo. 

Ella quería vivir más que nadie.

Me obligó a guardar el secreto, no contó a sus amigas lo que estaba ocurriendo, un catarro mal curado, se me ha estropeado el móvil, me voy unos días al monte… se extinguió en un par de meses, sin tratamientos martirizadores, en una cuenta atrás despiadada y veloz.

Tener que explicarles lo que había ocurrido resulta incomparable.

Las llamé sabiéndolas reunidas, cumplí metódicamente los pasos encomendados por mi madre, la voz áspera y cortante de Reyes exigió que me dejase de tonterías y que se pusiera mamá,  “pero ya, que me estoy hartando”, y cuando desarmada me eché a llorar ella repetía sin pausa “no puede ser, no por favor, no por favor, no puede ser…” Tenían una conversación pendiente, mi madre le reprochaba esa tendencia de Reyes a colgarse de hombres con espíritu de perros desvalidos, “Te consumen las energías y te quedas echa un trapo”. Recuerdo nítidamente una de esas escenas, no hace mucho porque de nada ha transcurrido demasiado tiempo.

 Reyes vino a traer un bizcocho, ni siquiera se quitó el abrigo, nos enseñó la foto de su última conquista. No le dije nada, pero reconozco que el hombre, delgado y bien parecido, más joven que Reyes, tenía los ojos tristes.

 “Chica, yo no he adquirido todavía hábito de soledad, no me rindo”, contestó con cierta chulería postiza.

Mi madre le tiró un cojín y ella cerró la puerta. Fue la última vez que se vieron.

Al parecer Reyes escondió la cabeza entre las manos abandonando el teléfono sobre su regazo. Miriam, que siempre ha tenido una intuición sorprendente, que llevaba persiguiéndome un tiempo oliéndose algo, preguntando qué le pasaba a mi madre, se puso al aparato y preguntó Cómo ha sido y qué necesitas, si quieres vamos…  Miriam es la percepción y es el viento, la primera en darse cuenta cuando algo no funciona, tiene un detector de melancolía y te ayuda como nadie a despejar cualquier duda, sólo mirándote, posa sus calmados ojos azul piscina sobre tu quiebra y ya está, ya está,  se despejan de maleza los caminos.

De fondo oí llorar a Henar presa de una desesperación tremenda, un llanto agudo, de los que atraviesan muros y no le importa ser presenciado. 

Las imaginé aisladas en su pena a pesar de estar juntas, rotas, fragmentos de distintos colores que pueden componer un jarrón nuevo, uno de esos a los que se les notan las brechas y los apaños, pero que se mantienen erguidos.

 Ellas son fuertes si están unidas.  Si se saben.

Todavía no he podido acercarme, al principio insistieron, ahora me esperan.

 Llegaré, ojalá no sea demasiado tarde, quiero llegar.

Es solo que entre los cuerpos de las mujeres que amaron a mi madre notaré más que nunca la ausencia de su propio cuerpo, menudo y decidido, sentiré la amputación en el perímetro de fortaleza que crearon, oiré saltar las alarmas cuando pise la tierra que ella abandonó.  Porque cada parcela de tierra tiene dueño, parcelas pequeñas que se suman a otras y que pasan de ser terrenos baldíos a campos de cultivo porque se unifican, y permiten una lluvia dulce, y un sol de otoño en las esquinas más frías.

Encontrarme con ellas es sentir el agujero en el suelo de la barca, abrazos de serpientes y de pájaros famélicos, con todo el dolor y toda la pena asfixiándome.

Todavía no puedo permitírmelo.

Me llaman los niños de Henar de vez en cuando y es cierto que la calidad de los besos que lanzan al aire resulta terapeútica.

Reyes me manda un mensaje cada día.

Miriam calla, pero en la puerta de casa encuentro colgada una bolsa de plástico y dentro las galletas que me gustan desde niña, las pastillas de jabón con las que lavo mis jerséis de lana, o los libritos de poemas que mi madre y ella escribían en el instituto, y que Miriam ha editado y custodiado a lo largo de los años.

Los abuelos si me invaden en cuanto pueden y sin reparo, consideran que deben hacerlo.

Cuando mi madre se quedó embarazada le asignaron una paga mensual y las llaves de un piso de alquiler que tenían en las afueras.

La quitaron de en medio sin saber que siempre les estaría agradecida.

Los he visto puntualmente, como no celebramos las Navidades no han fallado en su breve visita anual por mi cumpleaños, al marcharse dejaban sobre la mesa un sobre con una importante cantidad de dinero.  Nos íbamos las cinco a cenar y brindábamos por ellos.

Se han empeñado en recuperar el tiempo perdido, la abuela me ha programado la vida de aquí a diez años, sin objeciones, sin condiciones, sin letra pequeña… soy el cervatillo perdido en un campo de minas, soy la conciencia que quiere limpiar y la hija que no pudo tener, soy los flecos que le permitirían seguir siendo joven, capaz, decisiva.

Tampoco a ellos les dijo que se moría.

Solas ella y yo.

Todo este peso de cielo que revienta sobre mi cabeza y yo.

Cuando llamé a la abuela le dije estrictamente: “Elsa ha muerto”. No oí ningún ruido, nada, estuve a punto de repetirlo… de repente un ligero portazo, había salido al rellano para escuchar despacio y poder después transmitírselo al abuelo, ese hombre que roza los setenta años y que no asistió a la incineración de su hija porque hace tiempo que no sale de casa.

Nunca he sabido quienes eran.

Intuyo que ellos tampoco, con una hija que desde el principio les vino grande y a la que echaron en falta desde la primera discusión.  A veces les contestaba de una manera despiadada, con ellos le salía una rabia sin domesticar impropia de la Elsa conocida por el resto del mundo.

Se cansarán, no tienen prestigio ni infraestructura de secuestradores.

Entre la escasa gente a la que mi madre quiso localizar para que yo anunciase su fallecimiento estaba Pedro Alba.

Una casa en la montaña, sin internet, sin carretera, sin tienda de veinticuatro horas, con la cercanía de vacas y pastos y el cielo, el cielo muy cerca, como recortado de una fotografía.

Se había cansado de la ciudad, de su vida de ingeniero, de ver a sus hijos en pijama… decidieron exiliarse, él , los hoyuelos de sus mejillas y el pelo rojizo y revuelto, su compañera que se asomaba de vez en cuando sin hacer ruido, como una bailarina, con el cuello y las manos largas, habituadas a la naturaleza, y dos chiquillos de ojos desmedidos tratando de entender lo mismo que yo, por qué teníamos cierto parecido, qué hacíamos allí, rompiendo lo cotidiano con osadía maltrecha.

Mi madre y él pasaron por etapas, fueron amigos siempre y pareja ocasional, mantuvieron el contacto a pesar de que ni el tiempo ni la vida prosperan para las buenas intenciones.

“No sabía de tí”.

“Tendrá que ser así”, dijo, rechacé el vaso de leche caliente, les revolví el pelo a los chicos, que se asustaron un poco y me marché sin mirar atrás.  Sin querer leer las pistas.

Nunca me gustaron las adivinanzas, el café amargo, las cosas a destiempo.

Hace frío en casa.

Desde que murió mi madre las paredes están frías.

Volver de trabajar es un poco entrar en el iglú, descubrir algo de miedo en el felpudo de la entrada.

Aunque ningún otro espacio me identificaría.

Con los sitios a veces tienes desencuentros, una casa puede volverte la espalda, enfadarse con tu actitud, ser un nido abandonado.

Pero siempre aguarda.

Siempre te estará esperando.

Mañana es viernes, era viernes cuando solían venir a cenar.

Voy a llamarlas, que cada una traiga algo, Henar sus fantásticas croquetas de gambas, Reyes el postre, Miriam unos aperitivos inventados… prometían variar la carta en la siguiente ocasión pero terminaban por hacer lo mismo, garantía de éxito.

Es momento de recoger las hojas secas y crear con ellas un centro de mesa.

Conecto el cargador del móvil y al unísono suena el portero automático.

Qué raro, hoy Carlos juega su partida de dardos, no hemos quedado.

La voz de Miriam tiene algo de musicalidad cuando responde:

“Abre, traemos cena”

Oigo sus pasos en la escalera, menos bulliciosos que antes, pero sus pasos decididos avanzando hacia mí, que tiemblo, que me rodean, que dicen no se te ocurra llorar porque si no lloramos nosotras, Pero cómo se le ha ocurrido morirse, con tal de salirse de la norma cualquier cosa… y reímos llorando, y nos encaminamos a la cocina, van cargadas de bolsas…

No tenemos un localizador de gente válida, que nos haga la vida más fácil, no sé cómo lo consiguió Elsa, pero su legado se parece al mar, que nunca cambia, se parece a las cosas y  a las personas, y a los sueños, por los que merece la pena estar vivo.

 

 

3 comentarios

Shey -

Crees que siempre escribes igual y tu estilo te define, sí, pero cada vez es una historia diferente, que te atrapa.

Rubén L. -

Te echaba de menos relatando, la verdad, te lo has pensado... luego resulta tan fácil y cálido leerte... prodígate más.

mibibliotecasevallenando -

Un "viva" por tus relatos y sus personajes....
y por los localizadores de gente válida :)