"PUENTE DE PLATA"
“Porque ninguna tierra
posees,
porque ninguna patria
es ni será jamás la tuya,
porque en ningún país
puede arraigar tu corazón deshabitado”
(“El derrotado”- Ángel González)
Las primeras imágenes que conservo en mi memoria sobre Teresa son de hace treinta y cinco años. Tendía en el patio comunitario unas sábanas blanquísimas mientras sujetaba en la boca una pinza de madera. Cantaba con gracia y sin reparo, el pelo largo, abundante, cobrizo, sujeto en una trenza que bailaba sobre su espalda.
Me gustaba asomarme a verla, el niño solitario se aupaba sobre una silla para contemplar a aquella mujer diferente al resto de madres, que siempre ofrecía una sonrisa, una caricia a tiempo.
Después me hice amigo de su hijo pequeño, César, con quien en aquel patio de vecinos aprendí a ir en bicicleta y a pegarle las primeras patadas a un balón.
Teresa y mi madre, a pesar de ser mujeres tan distintas, fueron confidentes, compañeras y amigas.
Resultaba fascinante contemplarlas en la cocina o en la terraza de casa, los rulos puestos, la cazuela en el fuego, los chismes del barrio con nombres ficticios para que los chiquillos que rondábamos por allí no supiéramos de quién hablaban.
Se reían como nadie más.
Hasta que una voz atronaba por el hueco del patio, y Teresa escapaba rauda escaleras abajo, el rostro tenso, la mirada huidiza, tiempo suficiente para decir: “Adiós mi príncipe”, mientras me revolvía el pelo y salía.
Ahora la veo doblar la calle mientras aparco el coche y resulta imposible la semejanza, ni comprender por qué el tiempo maltrata a algunas personas hasta convertirlas en un boceto triste de sí mismas o de lo que quisimos que fueran.
Viene hasta mi casa una vez a la semana, normalmente los miércoles, la residencia de ancianos está muy cerca, ella se escapa con habilidad profesional calculando mi horario de vuelta del trabajo y ronda por la entrada cómo quien aparece en ella por casualidad, con su bata de flores, pisando los talones de sus zapatillas, se peina el escaso pelo con los dedos y silba.
Yo llamo a la residencia para avisar que está conmigo, que luego la llevo, que no le riñan…
La dejan hacer. En este juego todos tenemos las cartas marcadas.
Se alegra aparatosamente de verme, le insisto para que entre, se hace de rogar… al fin se sienta en el lugar de siempre, una silla de forja en el escueto jardín artificial, pregunta por mi madre, le repito lo acostumbrado: “Ya no está con nosotros, Teresa, hace cuatro años que se marchó para siempre”, ella me mira y sonríe débilmente, no sé si es consciente o no de la ausencia. A veces muestra una memoria sorprendente y otros días parece desconectada de cualquier recuerdo. Agradece como una niña pequeña a la que obsequian con una golosina el vaso de leche tibia que le pongo entre las manos. Después, simplemente callamos mirando al cielo, por encima de los muros de estos chalets adosados, sin margen para la historia.
Marta se empeñó en que viviésemos lejos de todo lo que habíamos sido:
“Vamos a comenzar con mayúsculas, de cero, consigamos nuestro lugar”.
Parece fácil, un sitio, un habitáculo, un lugar. Un espacio que mire cómo yo miro. Pero no es tan fácil, qué va, aquí las paredes siempre tienen frío. Su asepsia me da miedo.
A Marta no le gustaba Teresa. Nunca me lo dijo, pero le provocaba un rechazo evidente.
“Si la vas a recibir que sea en el jardín”.
Y seguimos haciéndole caso, no sé por qué, malditas costumbres.
En el jardín el aire no pesa ni se enturbia.
Cambia.
El mismo empeño que tuvo Marta para comprar el chalet lo tuvo para pedirme su parte cuando nos separamos. Dijo algo sobre los malos recuerdos que le traía… pensé en que tres años no son suficientes para acumular mucho malo, o sí… el caso es que yo, que era el reticente al cambio, a la compra y a la casa, me quedé con ella.
Estamos condenados a entendernos.
A veces nos venimos grandes.
A veces estamos demasiado solos.
Sólo a veces.
“Mi César va a venir a verme un día de estos ¿sabes?”
La eterna afirmación cae insegura a nuestros pies, cómo un castillo de arena, yo asiento, quiero creerla, César resurgiendo de no se sabe qué cenizas, montado sobre una de esas motos que tanto le gustaban y sobre las que aprendía con ahínco, el chaval inquieto y despierto, que se mordía las uñas y los labios hasta hacerse heridas.
Todo el bloque sabía que su padre le marcaba con el cinturón un día sí y otro también, escuchábamos los gritos, los portazos, el llanto agudo, monocorde y agrio de Teresa trepando por las paredes.
Hasta que un día César le quitó el cinturón a su padre y se invirtieron los papeles, fue Gerardo Noa quien no pudo salir de casa en un par de días, magullado, más amargado que nunca. Ya se había ido su hijo pequeño, apretando el acelerador de su motocicleta, los ojos turbios, con el dinero que su madre guardaba en el molinillo de café apretujado en el bolsillo del pantalón vaquero, ella insistió, él dijo te llamaré y la besó en la frente.
Nunca más.
Ni siquiera cuando murió Gerardo y Teresa oteaba por encima de todas las cabezas.
He tratado de rastrear por internet, pero quien no quiere ser encontrado vive fuera de las normas del tiempo, en otra dimensión.
Allí quedaron Susana y Lidia.
A una de ellas su padre la sacó al patio atada a una silla y le rapó el pelo con su maquinilla de afeitar.
Mi madre se quedó afónica de gritarle barbaridades por la ventana.
Gerardo Noa sonreía.
Su hija sin embargo parecía un maniquí, ni una lágrima, ni un gesto de rabia, muda, hermética, seca.
Cuando la hermana y la madre volvieron de la calle Gerardo había bajado a echar la partida, la niña veía la televisión sin verla, perdida dentro de cualquier submundo. Se pusieron a gritar escandalizadas.
“Tranquilas, el pelo crece”, dijo sin amargura.
Cuando encontró un trabajo estable, apenas rebasados veinte años, cogió a su hermana de la mano y se marcharon con lo puesto. La policía en la puerta. Una de tantas veces. La llamaron porque no se fiaban de la reacción del padre, de quien se despidieron ceremoniosamente y hasta le escupieron en la cara, él tenso, sus mandíbulas a punto de explotar, pero callado.
Le dijeron a Teresa: “Vente con nosotras, no mires atrás”
En un susurro, sin sostenerles la mirada, sólo pudo contestarles:
“Mi sitio está aquí”
Se vieron a escondidas durante un tiempo, después cualquier presente puede con todo, quedaron diluidas en las direcciones desde dónde devolvían las cartas, en las promesas incumplidas.
Mi madre trató de encontrarlas sin éxito cuando el proyecto de reconstrucción del barrio implicaba derribar nuestros viejos bloques.
Los servicios sociales le explicaron a Teresa lo que sería mejor para ella.
MI madre la ayudó a hacer el equipaje, esa tarde la pasaron como antaño, cuando eran más jóvenes y estaban dispuestas a cambiar su pequeña parte del mundo, vino dulce, rosquillas, el tocadiscos todavía funcionaba…
Gerardo había muerto durmiendo, un par de años atrás, Teresa le confesó a mi madre que se dio cuenta enseguida, al amanecer, porque rozó el cuerpo enorme y descompensado de su marido y lo notó inusualmente frío. Dio la luz de la mesilla de noche para comprobar el presentimiento. La boca abierta de quien busca aire, la mandíbula caída. Estuvo largo rato contemplándolo sin hacer nada, evocando cómo ambos habían llegado hasta allí, “El más guapo del pueblo Ana, te lo juro, era el más guapo de todos y se fijó en mí, me sacó de aquella miseria de fregar, limpiar y cocinar para mis hermanos… “se acabó el cuento de La Cenicienta, ahora te dedicarás a mí”… nunca aprendí a negarle nada… tenía el no clavado en la garganta, sin salida… jamás debí permitir que pegase a mis hijos, mi pobre César, con tanta luz y tanta alma, siempre asustado, a la defensiva, las niñas protegiéndose la una a la otra cómo si estuviesen solas, y es que solas las dejé… animalillos miedosos viviendo siempre en la sombra… al menos ahora son libres, pueden crecer…”
Después apagó la luz y durmió cómo hacía años no había dormido, el marido muerto ya no representaba nada, los vecinos se enteraron cuando el coche fúnebre aparcó en la puerta.
En aquel tiempo yo estudiaba fuera, las becas exitosas del chico solitario, hijo único heredero de hijo único, trataba de descifrar lo que podía hacer con mi vida mientras el mapa coordinado de la infancia se desmoronaba a mordiscos, sin pausa.
MI madre me escribía unas cartas larguísimas de caligrafía rigurosa y palabras formales, encabezadas siempre por “Mi querido hijo”:
Todavía conservo aquella en la que me explicó que les habían dado un plazo y cuatro duros para abandonar la barriada, que mi padre, junto con otros hombres, había llamado a muchas puertas y hasta hablado con un abogado, que no había nada que hacer, que la demolición se iniciaría en breves con ellos dentro o sin ellos...
No sé si los kilómetros de distancia suavizaron la herida, pero me costaba imaginar a mis padres bajo el techo de otras habitaciones, empezando de cero, me costaba imaginarme a mí mismo volviendo a otra casa que no fuese la mía, a pesar de los solares polvorientos que la rodeaban y de pedirle al padre de algún amigo que quería acercarme en coche que me dejase varios metros más atrás, porque la manera en la que vivíamos y nos relacionábamos en aquel lugar sólo podíamos comprenderla sus habitantes.
Me dio por pensar que estamos atrapados en un decorado que puede derrumbarse en cualquier momento.
Que nada es eterno.
Mi madre seguía contando que viviríamos en el piso de los abuelos, sus padres, un bajo oscuro y polvoriento que llevaba años cerrado porque las hijas no se ponían de acuerdo a la hora de sacarle rentabilidad.
Cuando la cronología de las cartas comenzó a fallar hice el equipaje y regresé antes de tiempo.
Encontré a mi madre envejecida, sentada en el mismo sillón en el que su madre hacía ganchillo dejándose la vista mientras escuchaba la radio, siempre la misma emisora, durante un segundo hallé superpuestas en un solo rostro a madre e hija.
Abrí las ventanas y a ella le hizo daño la luz, pidió perdón por el desorden, las cajas, hacía apenas un mes que se había instalado. Se perdió en los detalles de las despedidas entre los vecinos, el sonido tétrico de las puertas de los pisos al cerrarse, todas esas macetas que se quedaron en las ventanas y que morirían de insolación , “acuérdate que nos daba el sol todo el día”... pregunté por mi padre buscando su rastro, ella me dijo: “estás flaco, ya sabía yo que no te alimentarías convenientemente”.
Acto seguido, como quien cuenta un suceso vanal, de los que se repiten a diario, explicó que ya tenían la casa embalada cuando mi padre anunció que la dejaba.
Mi padre era un señor al que había que elegirle la ropa y hacerle el nudo de la corbata, un señor que nunca elevaba la voz, ordenado, tranquilo, apasionado de los crucigramas y las sopas de letras, un aburrido conserje de fábrica al que era imposible imaginarlo sobrepasando cualquier límite. Tenía un jilguero al que atendía con pulcritud extrema, y el mismo coche de toda la vida, inmaculado, con olor a eucalipto en su interior.
Al parecer el día que decidió convertirse en otro hombre liberó al jilguero, vendió el coche y le dijo a mi madre que había dejado de quererla mucho tiempo atrás.
“La mujer con la que se ha ido, una compañera de trabajo, tiene tres hijos pequeños, yo no sé qué ha visto esa mujer en tu padre... o que no he visto yo... “ sacó del bolsillo del delantal un papel arrugado: “me dijo que si querías buscarlo lo encontrarías en esta dirección...”
Una carretera en las afueras, un huerto, una casa minúscula a la que me acerqué como un ladrón... mi padre trabajaba la tierra con el pantalón arremangado, cantaba, una mujer de pelo oscuro y aparentemente más joven que él, sacó una jarra de limonada y unos vasos y los situó con cuidado sobre una mesa coja. Luego, al pasar junto a él, le dijo algo al oído, mi padre se volvió y la cogió por la cintura, los rostros pegados, las risas flojas, cómplices. Lloré amargamente porque en unos minutos aquel hombre me conquistó cómo nunca supo hacerlo mi padre.
Tardé un tiempo en volver a relacionarme con él, luego hay un modo inexorable y tácito que devuelve las cosas a los lugares donde siempre parecieron estar.
Encontré trabajo pronto, la experiencia en el extranjero y los idiomas se cotizaban al alza, éramos muy pocos los que habíamos tenido oportunidad de salir fuera.
Mi madre lo intentó, paseos matutinos para cerciorarse de lo poco que iba quedando del antiguo barrio, visitas a Teresa, colaboraciones con la parroquia nueva, alguna excursión... pero algo de ella se había quedado para siempre atrás, algo que la hacía real y no un simulacro.
Cenábamos sopa acompañados por el telediario, en ocasiones todavía me hablaba cómo si tuviese quince años, si salía algún fin de semana me esperaba sentada en el viejo sillón, adormilada, las gafas de leer resbalando por la nariz...
Cuando le dije que había conocido a una chica respiró tranquila, a pesar de saber los dos que no iba a caerle bien, ni Vera ni ninguna.
Vera llevaba faldas de colores hasta los pies, lucía una sonrisa eterna y franca, tan absoluta como ella, se había cambiado el nombre, se había ido de casa a los diecisiete, había convivido ya con varios hombres... para mí era mi primera novia... yo la llamaba novia y ella me llamaba antiguo... cuando vino a casa a conocer a mi madre le trajo un precioso ramo de violetas confeccionado por ella misma... mamá comenzó a estornudar antes de abrir la puerta y de poder explicar que era alérgica a las violetas... las dos me miraron con instinto asesino.
Durante las escasas veces que coincidieron no reinó un ambiente cordial, pero me resultaba indiferente, yo quería a Vera cómo sólo se quiere lo efímero, lo que se sabe que no es para ti pese a estar tan cerca… La quería porque me asombraba, porque la admiraba, porque aprendía de ella, de su libertad, de su manera de no pertenecer ni dejarse atrapar, la quería porque me quería y los días lucían apoteósicos y prometedores.
Hasta que me habló de estaciones y de trenes, su viaje debía continuar y no conmigo, ella era apátrida, sin raíces, todavía recuerdo el punto exacto de aquel último beso, la avenida no ha cambiado, ella se puso de puntillas abrazándose a mi cuello, no pareció un beso de despedida, me dijo “no estés triste, hemos tenido la suerte de estar juntos”, pero yo quería estar cómo me diese la gana, le di la espalda y apresuré el paso en dirección contraria para no volver a verla, acaso una foto borrosa en las redes sociales, de vez en cuando nos escribimos sin saber quiénes somos, tratando de disimular la necesidad de recordarnos, para no perdernos del todo.
Fue cuando empezó a darme pánico la soledad, encerrarme en la casa maldita de mis ancestros, ese lugar en el que nunca decidimos vivir, hijo único heredero de hijo único, y ver envejecer a mi madre mientras los domingos sacaba el mantel de hilo y ponía la mesa para dos.
Salí más que nunca, distintos amigos, distintas fiestas, algunos suburbios que no me pertenecían ni me atraían, entrar a trabajar sin haber deshecho la cama… mi madre se cansó de mi desprecio, siempre tuvo ese punto de elegante altivez, ese orgullo de señora. Se marchó a vivir con su hermana pequeña, la tía Nuria, una exmonja alegre y menuda que grababa en plata iniciales barrocas o lo que el taller de joyería para el que trabajaba le encargase.
Alquilé un apartamento céntrico y soleado, demasiado blanco e impersonal, en el que comía comida precocinada y donde no coloqué ni una sola fotografía sobre las estanterías de escayola.
Marta llegó para quedarse un fin de semana.
Quizás ella lo supo desde el principio.
Yo no.
Marta era la antítesis de Vera y por eso la elegí a ella, enfermera, organizada, práctica, un tanto parecida a mamá, poco tendente a la melancolía.
Habíamos coincidido un par de veces cuando la invité a casa, creí que cuando abriese los ojos bien entrada la mañana de domingo ella ya se habría ido… pero no, preparaba la comida vestida con mi camisa, que le quedaba enorme, tenía el pelo revuelto, parecía una cría, alguien en paz… ¿quién no desea la paz por encima de todas las cosas? ¿Quién?
Cuando quise darme cuenta el fango de los planes no me dejaba mover los pies. Le dije: “Me caso contigo porque me da pánico la soledad”, “De acuerdo”, respondió ella sonriendo confiadamente, como si acabase de escuchar una estupidez.
Dejarse llevar resultó a la vez cómodo y venenoso.
Se parecía a tener un sitio o ser de alguna parte.
Pero no lo era.
Era un decorado casi perfecto.
Un decorado al fin y al cabo.
Sonríe para la foto.
Compra flores el día de la madre.
Aféitate.
Ya no eres un niño.
He visto un chalet que se parece a nosotros.
No es cuestión de clase social pero considero que el hijo de un obrero no debe vivir en una zona residencial de lujo. Cuestión de principios. Desentona, está fuera de lugar, contradice su historia… es como echarse arena a los ojos.
Me vino grande todo y me fui replegando.
No me esperes a cenar.
No me esperes a dormir.
Lo peor su mirada metálica y acusadora siguiéndome a todas partes, rebotando en las paredes.
Cuando me dijo que se había terminado no sentí alivio, ni angustia, ni pesar… nada de nada.
Un final previsible.
Hizo las maletas con la misma rapidez con que arreglamos cuentas.
Quizás dentro de un tiempo volvamos a entendernos.
“Pasará por tu vida sin pena ni gloria”, sentenció mi madre ya apagándose, los ojos yermos, la cama enorme y fría de la que hacía un tiempo no se levantaba… falleció poco antes de la boda. En el funeral supe que papá y ella se veían de vez en cuando, testigos de un tiempo convertido en cenizas, habitantes de sí mismos.
La casualidad se convirtió en destino. Teresa apareció por este chalet de nadie, perdida, llegó hasta mi orilla cómo el resto de un naufragio, devolviéndome un pasado remoto, colectivo, propio… el origen de las huidas, un punto de partida parecido a la verdad.
No sé si lo que fuimos es más importante que lo que somos.
Quizás el orden de la crisálida y la mariposa no sea el aparente.
Nuestro dolor de entonces, la incomprensión, el olor a café en las sobremesas colándose por todas partes, los códigos de la escalera, el vecindario, la ropa tendida, los perros al sol… eran tan reales que puedo tocarlos. Suponían un compromiso, una letra pequeña, una comunidad, pese a todo.
Tal vez el hecho de encontrarnos corresponda a una búsqueda de la verdad, siquiera un ápice.
De vuelta a la residencia Teresa se cuelga de mi brazo y desgrana anécdotas entrañables de todas aquellas parejas jóvenes que colonizaron la barriada.
Cada vez le cuesta más andar, pero la voz surge renovada, encendida por el recuerdo. Puedo ver a aquella mujer que cuando su marido no estaba cerca organizaba tertulias, cuidado de ancianos, juegos para los chiquillos, con una vitalidad espontánea y desbordante.
Una cuidadora le regaña con suavidad mientras la acompaña al comedor: “Últimamente comes cómo un pajarillo, Teresa, y con lo que te gusta escaparte necesitas fuerza, vamos a ver si cenas un poco…”
“Adiós niño, cuídate”, se despide guiñándome un ojo, la sonrisa certera de siempre, el rastro efímero de la belleza que fue.
Me dispongo a salir cuando la directora de la residencia me aborda a paso apresurado, da bastantes vueltas innecesarias hasta contarme que a Teresa le da por acumular basura en la habitación, papeles especialmente, bolsas de basura repletas de recortes de periódicos, suplementos dominicales o simplemente bolas de papel… que cómo conmigo se muestra tan tranquila y confiada quizás pueda decirle… claro, tanto papel acumulado supone un peligro, ya se han quejado algunos usuarios… en medio de ese monólogo un tanto caótico me tiende una carpeta colegial de las de antes, de cartón azul, dónde al parecer hay una documentación que puede responder a algo que ellas no comprenden y que quizás yo…
Cuando quiero darme cuenta está anocheciendo, las puertas correderas de la residencia se cierran tras de mí y camino hacia casa con una carpeta ajada bajo el brazo.
Jugábamos a cambiar la denominación del barrio, conocido como “de los poceros”, el nombre nos parecía oscuro y decadente, y allí, en el patio al que se accedía por casa de Teresa, nos tumbábamos a la sombra casi todos los chiquillos de la escalera, el verano rezumando tiempo, e inventábamos nombres que se parecieran al futuro que queríamos tener. Casi siempre ganaba Lidia, la hija pequeña de Teresa, con su cara salpicada de pecas, la voz finísima que parecía romperse y una imaginación desbordante capaz de inventar historias fantásticas.
Por unanimidad nos quedamos con su propuesta.
Barrio “Puente de plata”.
No lo había vuelto a recordar hasta que de la carpeta surge un artículo que trata las reivindicaciones de una asociación de vecinos denominada así: Puente de plata.
El salón a dos alturas que nunca terminamos de decorar, los cuatro muebles, todos los papeles esparcidos por el suelo, el sonido del cortacésped de algún vecino entrando por las cristaleras abiertas... todo se reduce a nada... se evapora, pierde perfiles e intensidad comparado con la fotografía que ilustra el artículo. En ella un grupo de personas cogidas por la cintura sonríe ante sus casas pequeñas y recién encaladas, restauradas porque en su momento fueron viviendas de pescadores, junto al mar de Cádiz.
En el centro de la foto el semblante atrevido e inquieto de César, más de dos décadas después, indudablemente es él, hay miradas atemporales, nítidas, imborrables. Sus hermanas una a cada lado, lejos de todo lo que no les permitió germinar cómo lo hacen desde la imagen.
Al parecer comparten un lugar, un modo de vida, han encontrado su sitio.
La foto está muy rozada. Pienso en los dedos de Teresa curvados por la artrosis pasando una y otra vez sobre los rostros de sus hijos. Pienso en cómo pudo llegar este artículo, fechado ocho meses atrás, hasta sus manos...
El resto del contenido que guarda la carpeta es inconexo, comienzos de cartas no se sabe para qué ni a quién, billetes de los autobuses a los que Teresa nunca subió, folletos publicitarios de playas paradisíacas y la orden de desalojo del piso de Los Poceros.
El resumen de toda una vida son cuatro papeles precisos.
Indago en Internet, Puente de Plata es un reducto de gente que quiere vivir en contacto con la naturaleza, recuperando oficios tradicionales, apoyándose en comunidad, una especie de comuna hippy o de nostálgicos sin remedio, no lo sé, el caso es que en la pantalla se reconoce aún mejor a los hijos de Teresa, que miran a cámara sin pudor, que creen en lo que cuentan.
La madrugada adquiere un tono grisáceo, comienza a abrirse en luz, salgo al jardín para observar lo poco que cambian las cosas cuando no las miramos.
En la silla donde hace unas horas se sentó Teresa hay un sobre arrugado y amarillento.
Me acerco extrañado, un presentimiento se instala en mis venas, me conmueve.
La letra irregular y torpe de la vieja Teresa firma el remite.
“Pequeño Príncipe, ya sabrás, como yo sé, que mis hijos están vivos, y lo mejor de todo… juntos, los encontré por casualidad, gracias a esta manía de revolver en los contenedores… siempre supe que si conseguían distanciarse lo suficiente de aquello que tuvieron y que no se le puede llamar hogar… crecerían, volarían junto al mar, qué más se puede pedir… no tuve la necesidad de ponerme en contacto con ellos, ni de buscarlos, por eso no le conté a nadie mi hallazgo, los demás siempre quieren ordenarte la vida, decidir sobre lo que es mejor y lo que no… son mis hijos, y si en su momento no fui tras ellos, qué sentido tiene irrumpir ahora, desconocida yo, extraños ellos, llamar a su puerta para revolverles la vida y el estómago… justo ahora que mi cabeza empieza a nublarse sin avisar, y no me acuerdo cómo se abre una puerta o para qué sirve un peine… también tengo otros momentos de lucidez extrema, será para compensar… no duran mucho, pero veo pasar mi vida cómo en una pantalla de cine, y los detalles más insignificantes se me clavan en los párpados.
Esta será, con toda seguridad, la última carta que escriba, un mundo me está costando, cómo si lo hiciese sobre la corteza de un árbol, se me desordenan las letras y lo que quiero contarte..
Fíjate que herencia te dejo chiquillo, la prueba de vida que les di a mis niños, huir siempre te conduce a alguna parte, tú que les conocías sabes la trama de esta historia, podrás comprenderla y conservarla.
Ya no tengo más ganas de continuar, ni de hacerme la encontradiza en la puerta de tu casa, a veces me miras con lástima, pero no me ofende, tú puedes mirarme como quieras, ¿recuerdas cuando te subías sobre una banqueta y te encaramabas a la ventana para verme trajinar por el patio? Qué lindo… siempre fuiste un niño-perla, escondido dentro de una concha, lejos del mar…
Tu madre fue la única amiga que he tenido, amiga de verdad, no sé bien que es eso del alma, pero creo que se encuentra fuera de nosotros, se parece a alquien que nos quiere y nos espera.
Ya sé dónde están los míos, he dormido con sus rostros bajo la almohada, sé que aman y que tratan de ser felices… no necesito más… sólo descansar…”
La carta finaliza así, sin despedida ni firma, suspendida en el aire estático de la mañana.
Noto la boca seca, las manos tensas cuando suena el teléfono, el presentimiento crece, hiedra que trepa.
La directora de la residencia me anuncia el fallecimiento de Teresa, una ingesta masiva de somníferos, no sabemos dónde podía tener escondidos esos Orfidales, una lástima, después de tantos años con nosotras… vamos a decir que ha fallecido de muerte natural, si te parece, a nadie le importa, y además honramos su memoria…
Contesto con monosílabos, la mañana ya es diáfana, irrevocable, como la despedida de Teresa y este último juego suyo diseñado para que la carpeta y su carta llegasen dónde quería.
Nadie llegó a conocerla lo suficiente… creo que la decisión más libre que adoptó en su vida fue tomarse esas pastillas…
Fluyen de repente en mi memoria las canciones que nos cantaba cuando éramos niños, su tono meloso, ese gesto confiado bajo el que nada podía pasarnos…
Y la mañana continúa, porque a nadie le interesa la muerte ajena, porque no hay muerte que pueda parar el ritmo de la vida.
En Puente de Plata ya habrán salido a pescar, seguramente los niños duermen, alguien hace la lista de la compra… se habrá estremecido el sur durante una milésima de segundo, tiempo suficiente para que un cuerpo detecte el final de las leyendas tristes.
4 comentarios
Noelia -
Y que en todo lo que escribes haya algo que sienta mio....
"Hasta que me habló de estaciones y de trenes, su viaje debía continuar y no conmigo, ella era apátrida, sin raíces, todavía recuerdo el punto exacto de aquel último beso, la avenida no ha cambiado, ella se puso de puntillas abrazándose a mi cuello, no pareció un beso de despedida, me dijo no estés triste, hemos tenido la suerte de estar juntos, pero yo quería estar cómo me diese la gana, le di la espalda y apresuré el paso en dirección contraria para no volver a verla, acaso una foto borrosa en las redes sociales, de vez en cuando nos escribimos sin saber quiénes somos, tratando de disimular la necesidad de recordarnos, para no perdernos del todo".
Elena Puértolas -
Kiara Marco -
Carmen Frías -