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MARTES DE CENIZA

"CONTIGO EN LA DISTANCIA"

"CONTIGO EN LA DISTANCIA"

“Es que te has convertido
en parte de mi alma"

 (Parte de la letra del bolero “Contigo en la Distancia”

de César Portillo de la Luz)

 

Se empieza a envejecer por las manos.

Eso decía Mabel mientras utilizaba todo tipo de cremas exfoliantes, reparadoras o hidratantes.

Nunca he conocido a nadie tan joven con esa preocupación excesiva por la decrepitud física.

A Carlos le hacían gracia sus manifestaciones.

La expresión beber los vientos por alguien la crearon para él.  Desde críos, desde que jugábamos todos en la calle y Mabel ya era diferente al resto, diferente siempre, mirándonos con esa mezcla de curiosidad y hastío, mi hermano no ha hecho otra cosa que adorarla.

A pesar de saber, desde un principio, que estaba hecha de otro material, uno que no concentra restos de lagartijas y hogueras, que no se ha cimentado en arañarse las rodillas robando fruta o peleándose con los primos por una pelota, una esencia desprovista de olfato y olor que está más allá de las reuniones familiares, las fotografías descoloridas de la escuela y la alegría natural que produce salir al sol de la calle tras unos días de lluvia.

Él ha ido trazando su caminito de migas de pan en dirección a esa mujer de piel tan blanca, una niña más alta y con el pelo más brillante que el resto de las niñas, que nos parecía extranjera, o extraña, a pesar de haberla visto crecer entre nosotras, y conocer a sus padres como se conocía al resto del vecindario, de un modo cercano y familiar, ligado a nuestra historia.

En mi caso éramos cuatro los hijos de Paco y Visi, esos fugitivos del hambre de posguerra que se instalaron en un barrio obrero tras peregrinar por varios lugares alejados del Sur que les vio nacer.

Mi madre era una mujer menuda que cantaba muy bien y siempre llevaba el pelo recogido, cuando se lo lavaba mis hermanas y yo presenciábamos su acción con la boca abierta, porque al desenredárselo el cabello se apoyaba en su regazo. 

A mi padre apenas lo veíamos por casa, compaginaba varios trabajos y cuando regresaba ya estábamos durmiendo, aunque tengo grabado el sonido de sus llaves abriendo la puerta, y el chasquido cálido del beso con el que obsequiaba a mi madre antes de comenzar a hablar sobre cómo había transcurrido el día.

Carlos era el pequeño, el mimado, el chico de la casa, por fin.

Alguien que prolongará mi apellido susurraba mi padre, y yo me reía por lo bajo, imaginando un apellido como una goma de mascar, que se estira y se estira infinitamente, y que sólo puede ser masticado por los varones familiares.

Soy la tercera, no se puede decir que sea la de en medio, ni la mayor, ni la pequeña… sé el lugar que ocupo y sé que esperaban que fuese un hombre pero… el azar establece sus condiciones. 

He visto cómo de mí cuidaban mis hermanas mayores, estirándome los calcetines y el pelo, para atarlo en una trenza, intercediendo en mis peleas del colegio, borrando de mi cara el rastro de chocolate y las lágrimas, que no se entere mamá… mis dos hermanas parecían una sola, cuando a una se le agotaba la paciencia se apoyaba en la otra, cuando una de las dos necesitaba una escapada, un tiempo sola, reconocerse en los espejos, ni siquiera tenía que pedirlo, la otra la sustituía sin poner un pero.

Han tenido y siguen teniendo un comportamiento gemelar, me tomaban el pelo cuando era cría, diciéndome que habían nacido siamesas, ramificadas en un mismo tronco hasta que fueron operadas con éxito…

Carlos era de mi madre más que nadie.

Carlos dormía en otra habitación, se bañaba a una hora diferente, era mal comedor y necesitaba vitaminas, productos especiales que mis padres financiaban con grandes esfuerzos.  Alguna vez, cuando tenía fiebre o tosía mucho, mi madre se acostaba con él y le canturreaba al oído o le contaba anécdotas que nunca supe si eran inventadas o reales.

Yo, que siempre he sido de mal dormir, los espiaba desde el pasillo, con la envidia rugiéndome en el estómago y los pies helados, pero sin abandonar mi puesto hasta que el silencio se cernía sobre la casa.

A Carlos era imposible no quererlo.

Sonreía de una manera que sólo parecía tener boca en aquella cara pequeña de rasgos angulosos.

Difícilmente se enfadaba, pese a que mis prontos me condujesen a llamarle de todo, “aprovechado, niñato, blandengue …” y después a pedirle perdón muy arrepentida, porque cuanto más me enojaba yo, más se empeñaba él en cambiar de tema y abrazarme, anda, vamos a prepararnos una limonada y después te dejo que me ganes a las damas, y de nuevo volvía a lanzarle lo primero que pillaba.

Pero con nadie se comportaba como con Mabel.

Si Mabel respiraba, se le caía al suelo la moneda para el pan, leía el letrero de la calle o parecía cansada, ahí estaba Carlos, su caballero de pantalones cortos, aquel que compartía con ella su exigua propina, canjeándola por el regaliz amargo que les gustaba a los dos, y que Mabel mordía a pedacitos muy pequeños, queriendo eternizarlo.

No le importaba ser castigado por no sentarse a su hora en la mesa, por llegar tarde esperando verla aparecer al doblar la esquina.

Deja de hacer bobadas y céntrate en lo tuyo, eres muy joven, lo que tenga que ser, será

Le dijo mi padre cuando fueron sorprendidos en sus primeros besos furtivos.

Pero aunque le cierres las puertas al viento el viento entra.  El viento puede con todo.

Regresaba del instituto una tarde cualquiera cuando tuve que atravesar el enjambre de vecinas que anidaba en la calle: Anda que tu hermano… menuda la ha liado se atrevió a decirme una… subí las escaleras de dos en dos, con el corazón en la boca y un presentimiento extraño, invasivo, amenazando que nada volvería a ser como antes…

En el salón, sin percibir quizás que estaba atardeciendo y la luz natural ya escaseaba, estaban sentados los padres de Mabel, con ella en medio y sus mejillas encendidas como no ha vuelto a tenerlas nunca… Mi padre deambulaba con las manos a la espalda, y mi madre, sentada en un sillón, miraba a Carlos que pegado a ella sólo buscaba los ojos grises de Mabel.

“¿Qué pasa aquí?” me atreví a preguntar.

Pero por toda respuesta mi padre cerró ante mis narices la puerta de la estancia, que tenía un  grueso cristal de color ámbar que deformaba los cuerpos.

Fui a mi habitación a dejar los libros, Eugenia estaba acodada en la ventana fumando a escondidas, con la mirada ausente rozando los tendedores y los tejados de las casas contiguas…  Belén, la mayor, se esmeraba en el decorado de sus cartas de amor al último noviete que se había echado, y con el que apenas había intercambiado una docena de palabras, seducidos como estaban por lo epistolar.

Me sorprendió que pareciera no importarles lo que ocurría al otro lado del pasillo.

Traté de llamar su atención sobre el hecho, Eugenia apuró el cigarro, tiró la colilla por la ventana y antes de cerrarla hizo unos aspavientos con las manos, como tratando de espantar residuos de humo.

Si quieres me arranco el pelo por esos dos inconscientes… y quita ya esa cara de susto… ha pasado lo que tenía que pasar… realizó un ostentoso gesto que redondeaba su barriga.

No sé por qué, pero me entraron ganas de llorar… unas ganas que trepaban por mi garganta como agua desbordada y que coincidieron con el portazo que escuchamos y con las palabras serenas, sin ápice de rencor o angustia, de Carlos:

Ahora sí que vamos a estar juntos para el resto de nuestra vida…

El embarazo de Mabel fue, como no podía ser de otra manera, la comidilla del barrio. 

Aunque sólo al principio, después de las primeras semanas ya no nos pararon más por la calle, ni se hizo el silencio cuando mi padre entraba al bar o cuando mamá pedía el turno en la carnicería.  No era el primer embarazo adolescente que conocíamos, a pesar de que este fuera nuestro, de nuestro Carlos, que dejó sus clases de cerámica, que tan bien se le daban, y se puso a trabajar de pinche y con mi padre a echar horas en una obra…

A Mabel las cosas en casa le debían ir peor, su madre no salía de misa y de rezar el rosario a todas horas, y por lo visto los gritos del padre hacían temblar las paredes, así que una noche, en mitad de un parte de noticias, cuando ya en la calle sólo se oían los gatos peleándose por las basuras y el tránsito de algún coche, sonó el timbre de nuestra casa y recibimos a Mabel y a sus bolsas de plástico, la melena lacia tapándole media cara, el desvalimiento en todos los poros de su piel, qué otra cosa podíamos hacer…

Vivir con ella todavía hizo más feliz a mi hermano, que le traía flores, regaliz amargo o un peluche a diario, entre sus manos sucias y callosas de trabajar.

Mabel y yo compartimos una habitación que hasta entonces había sido cuarto de plancha y enseres varios.  Traté de confraternizar, pero no me lo puso fácil, quizás no tenía ganas o no supo cómo hacerlo.  Dejaba pasar las horas tumbada boca arriba, escuchando música inglesa a través de sus diminutos auriculares, no colaboraba en las tareas domésticas, era la última en sentarse a la mesa y la primera en levantarse, sin mirar a nadie directamente, respondiendo cortésmente cuando se le preguntaba, pero sin concesiones ni excesos.

Estaba casi de cuatro meses cuando sintió aquellos dolores tan fuertes en el vientre y mi madre y yo llamamos a un taxi y la llevamos a urgencias.  Tuvo un aborto. La naturaleza es sabia, pronunció mi madre muy bajito, y yo entonces no supe lo que quería decir.

Carlos se presentó en el hospital con expresión desquiciada, la camisa fuera del pantalón y los zapatos embarrados, como si hubiese cruzado la ciudad sin parar de correr.  Cuando le explicamos lo que había ocurrido se puso a llorar en la sala de espera, inclinado sobre sus rodillas, una llantina infantil e incontrolable que no reaccionaba a mis caricias en su pelo ni a la petición de mi madre:

Levanta la cabeza, Mabel te necesita

Pero antes de que pudiese entrar en la habitación ya lo habían hecho los padres de ella, que prohibieron nuestra entrada y a los pocos días se la llevaron al pueblo, a muchos kilómetros del barrio.

Mi hermano se quedó mudo, atónito, no se levantaba de la cama ni para comer.  No reaccionó ante los gritos de nuestro padre ni ante las súplicas de mamá.  Esperaba con cara de alelado a que se produjese un milagro indescifrable.  Me cargaba ver hipotecada la dinámica entera de nuestra casa en torno a él, a su humor, a su situación, como si todos fuésemos sus huéspedes.

No te quedes de brazos cruzados, haz algo, las cosas no suceden solas, si tanto la quieres ve a buscarla.  Lo cierto es que lo solté de golpe y sin pensar, lo solté por no darle una bofetada que provocase un cambio de gesto, lancé las palabras con la rapidez de un dardo envenenado.  No creí que fuera a prepararse un macuto con cuatro cosas y desaparecer de casa día y medio.  Lo que le costó encontrar el pueblo donde tenían recluída a Mabel, su princesa en la torre, aquella que le dijo,  pero porque la han obligado, no porque lo sienta, que no quería volver a verlo, que todo había sido una locura y que cada cual debía seguir su camino.

Cuando regresó estábamos comiendo, mi padre se levantó dispuesto a abofetearlo, pero lo vio tan sucio y  desvalido que sólo pudo abrazarlo.  En contra de todo pronóstico volvió tranquilo, con expresión serena.  Se lavó las manos y se puso a comer sopa relatándonos lo ocurrido, parecía que habían transcurrido años.

Volverá, no pasa nada, volverá conmigo cuando se de cuenta que sólo a mi lado puede ser feliz.

Dejó de escribirle y de buscarla,  pensamos que el olvido se encargaría del resto.

Puso empeño.

Recuperó el hábito laboral y esporádicamente realizaba algún taller de artesanía, recuperó incluso algunos pocos amigos de la calle, esos que siempre habían ocupado un segundo plano, se acostumbró a no verla, y a cruzarse con los padres de Mabel que volvieron al barrio sin ella, y que no le dirigían la palabra.

Yo empecé Magisterio, a nadie le pareció extraño ni todo lo contrario que, pese a mis dificultades para el estudio,  iniciase una carrera universitaria, algo que nadie de mi familia había emprendido antes.  Fue cuando mi hermana mayor se casó con aquel novio de las cartas largas como novelitas de bolsillo.  Lo avisaron con muy poco tiempo, en casa se volvieron a encender las alarmas, pero no era el caso, tenían prisa por estar juntos y empezar de cero, lejos de cualquier parte, reinventando su vida en una pequeña ciudad de interior a la que nadie acude por casualidad.

Como apartada de un juego Eugenia se apagó un poco, las dos hermanas mayores se separaron con el dolor de una disección.  Pero no duró demasiado, al año de haberse marchado Belén y su marido abrieron una cafetería y la llamaron para que trabajase con ellos.  Mi segunda hermana no lo dudó un instante, en un par de días recogió todas sus pertenencias, percatándose, como todos, de lo mayores que se hacían mis padres cada vez que despedían a uno de sus hijos.  Les acarició el pelo y cumplió su promesa de enviar dinero a casa, las flores preferidas de mi madre por su cumpleaños,  la llamada de rigor cuando alguien enfermaba…  procuró no volver más que en contadas ocasiones.

Y nos quedamos los dos pequeños protegiendo el fuerte.

La familia se hizo chica y distinta, de pronto mi madre nos compraba las galletas que nos gustaban de niños, cuyo sabor habíamos olvidado, y que ahora nos empalagaban un poco, aunque jamás dijimos nada.  Mi padre se empeñaba en que viésemos películas juntos, durmiéndose poco más allá de los créditos iniciales.

Trataban de habitar las ausencias y cubrir los huecos.

Era su forma de adaptarse, que pasaba por nosotros, a través de nosotros, que volvíamos a tener horario de vuelta a casa y preocupación porque casi no comes y te estás quedando en los huesos, a ver si le buscas una novia a tu hermano

Y sin querer cumplir el encargo supe, cuando conocí a Nerea en la Universidad, que congeniaría con Carlos.  Sonreían de esa forma siempre abierta a la esperanza, compartían gustos, manías pequeñas, el café sin azúcar, la alergia a los gatos, comenzar a leer el periódico por la sección de necrológicas…

Habían transcurrido tres años desde la separación de Mabel.

Cuando se cumplía cada aniversario del momento en que ella se vino a vivir con nosotros él tarareaba  alguna de las canciones que supusieron la banda sonora de esa relación, pero apenas la nombraba, aunque se cruzase de acera cuando pasábamos por la puerta de su casa para mirar con el detenimiento de los amantes visuales las flores de su balcón.

La tarde que le presenté a Nerea supe que se querrían mucho, la generosidad de ambos como bandera, la franqueza de una relación diáfana, sin dobleces.  Se querrían mucho, sí, pero no lo suficiente.

La memoria es un pozo sin fondo de aguas estancadas y silenciosas.

Un rumor creciente.

Nerea conquistó a toda la familia, fue la mujer que más veces ha ganado a mi padre a las cartas, la hermana que nunca tuve, confidente, cercana, disponible, ahuyentó fantasmas, tenía maña para arreglar el pelo y mi madre se puso en sus manos, con Carlos viajaron, consiguió subirlo a un avión, que aprendiese a nadar, que se relajase un poco.

Era una más en casa, pese a no cumplir dos años de relación aquella historia fue de una intensidad arrolladora.

Después hemos tratado de mantener el contacto, pero ya no ha sido igual, había algo áspero en medio, algo similar al dolor acunado en silencios, en un pasado descompuesto, inútil ya.

Todo se desvaneció cuando regresó Mabel.

A la hora de comer mi madre trajinaba en la cocina mientras yo trataba de estudiar para mis exámenes finales, hacía calor y todas las ventanas de la casa estaban abiertas, pese a ser un mes amable Junio se tornó envenenado. 

Mi padre abrió la puerta de casa con la expresión más fatigada que nunca, estaba a punto de jubilarse, trabajando desde crío yo me preguntaba como soportaría la inactividad… pero en el inicio de aquella tarde parecía venir del estallido de una guerra.

Nos llamó a mi madre y a mí al recibidor.

Antes de poderle preguntar qué ocurría quiso saber dónde estaba Carlos.

Había llamado para decir que no vendría a comer, después del trabajo ayudaba a un amigo a cambiarse de casa.

Mejor... que esté entretenido, que no lo sepa…

¿De qué hablas? Preguntó mi madre asustada, limpiándose las manos en el delantal.

Acabo de ver a Mabel, ha vuelto al barrio

Se hizo un silencio, un silencio gélido que disecó las cosas, los gestos, la vida de Junio sin Mabel en la memoria.

Igual está sólo de paso… deseé en voz alta, pero mi padre negó con la cabeza…conducía su propio coche, del que la he visto descargar unas cuantas maletas… parecía una actriz de cine.

Nos volvimos torpes y silenciosos, sin saber qué hacer… transcurrió la tarde como si tal cosa, enseguida circuló la noticia por todo el barrio, y además ella se dejó ver… con su vestido rojo por encima de la rodilla, su piel ligeramente bronceada y esas piernas interminables… su expresión distante había ganado en seguridad y sus ojos fríos atravesaban cualquier objetivo.  Fumaba tabaco rubio, me crucé con ella a la entrada del estanco y ambas nos ignoramos.

Pero cuando Carlos vino a cenar, cansado y con ganas de darse una ducha, hasta en el tono monocorde del presentador del telediario anidaba ya la presencia de Mabel.

Eché de menos a Nerea y le pregunté a mi hermano si no había quedado con ella.  Negó con la cabeza, y en aquel gesto, en aquel nada más que decir sobre Nerea supe que él ya lo sabía, que alguien se lo había contado, que no salía indemne… y que volvería a tirarlo todo por la borda.

Tras la ducha, recién afeitado y oliendo a su colonia de siempre, dijo vuelvo enseguida y tardó dos días en regresar. No me pidáis explicaciones que no queréis escuchar, respondió a su vuelta, apático, desaparecida de sus labios la luz de Nerea, mi padre se puso a gritar y mi madre a tratar de contenerlo, Carlos les recordó su mayoría de edad y fue la primera vez que amenazó con marcharse para siempre.

Yo pasé a ser una espectadora que no juzgaba, le veía tan atrapado, tan incapaz de pensar con claridad y salir indemne que sólo podía compadecerlo.

Tenían veintidós años y la posibilidad de hacer las cosas de otra manera.

Mabel no explicó qué quería, por qué había vuelto.

Y mi hermano no se lo preguntó.

Ahora ya no tenían que esconderse, no dependían de normas ni respetos impuestos.

Me hice maestra de niños muy pequeños en medio de la pena, de la vergüenza que les daba a mis padres presenciar como aquellos críos que habían crecido pegados se exhibían ya adultos por las calles del barrio, como si fueran pareja, que ya sabe todo el mundo que ella ha estado con varios, hasta con un casado…que tu hermano me mata de un disgusto, eso te lo digo yo…

Le dije  que no hiciese caso de las habladurías, y que los chicos ya eran mayores, y que tenía una hija maestra ¿qué te parece madre? sonrió forzadamente y asintió con la cabeza.

Llamé a mis hermanas y  como premio me enviaron, recuperada y enmarcada, una foto de toda la familia cuando comulgó mi hermano.  Me hizo mucha ilusión y supongo que ni siquiera se dieron cuenta de que entre el gentío del fondo se ve recortada la carita, especial y diferente, de Mabel.

Alquilaron un piso bastante alejado del barrio, tuvieron ese detalle.  Mi hermano no dejó de trabajar, era el único sueldo que entraba en la casa.  Por lo visto, Mabel venía a recuperarse de lo que había sido un trayecto discontinuo e inestable, venía a descansar en Carlos.  Fue la época de sus cremas de manos, cuando sacaba el espejito del bolso en cualquier momento y se tanteaba las patas de gallo.  Ella y yo firmamos una tregua, visité su apartamento unas cuantas veces, por ver a mi hermano, que no soportaba los reproches de nuestros padres y apenas se acercaba por casa.  Le llevaba las comidas que le gustaban, cocinadas por mamá, Mabel metía la nariz y se quejaba de lo que engordaban las grasas, alguien que nunca tuvo que preocuparse por su metabolismo, por su figura estilizada, alta, llamativa, de estatua de hielo.

Sólo una vez en la que mi hermano no podía oírnos me atreví a decirle:

Procura no hacerle daño, ya tiene bastante con vivir atado al aire que respiras

Me miró con detenimiento, sorprendida por mis palabras, y dibujó en sus labios una mueca extraña que no pretendía ser sonrisa.

Yo disfrutaba con mi trabajo, mi aula era mi hábitat, me sentía mejor y más libre entre los niños.  También quería salir de casa, de la jubilación de mi padre que no cumplía ninguno de los planes que se había prometido, de la tristeza de mi madre, acercándose a la puerta cada vez que se detenía el ascensor en nuestro rellano, esperando ver aparecer al hijo pródigo, que levantándola en vilo y cubriéndola de besos le prometería no volver a huir nunca más, pero no me atrevía a levantar el vuelo y dejarlos así, marchitándose lejos de los sueños que abrigaron para su vejez, enfermos de soledad y arrinconados.  Fueron mis hermanas mayores las que me animaron a marcharme:

Intenta vivir tu vida, sal ahora o no lo harás nunca, estaremos pendientes de ellos, busca tu camino.

Es curioso lo poco que he convivido con ellas y lo magistralmente que han ejercido en momentos puntuales. 

Encontré un ático desmembrado y húmedo frente al colegio.

Sin decir nada lo fui arreglando, emocionada por elegir desde mis trapos de cocina hasta un baúl que encontré en el rastro y en el que sigo guardando los papeles y cuadernos de mi vida.

Cuando el espacio ya resultaba habitable preparé la cena y en medio de la misma dije que me marchaba, he alquilado un ático muy cerca de mi trabajo, podéis venir a verlo si queréis, no está demasiado lejos… papá podrías ayudarme a reparar algunas cosas…

La escena sucedía dentro de una de esas películas de miedo en las que la protagonista, una noche de ventisca, se refugia en una mansión donde todos los habitantes están muertos y quieren acabar con ella.  Sentí algo así porque no levantaron la cabeza del plato, mis palabras rodaron por el mantel buscando un ápice de piedad, como gato que ronronea, se quedaron secas y boquiabiertas entre las migas, peces moribundos aleteando cada vez más despacio.

Que me marcho digo… volví a intentarlo sin demasiada energía.

Todos os váis, es ley de vida sentenció mi padre cortando el filete a trocitos demasiado pequeños.

Voy a por la fruta escuché decir a mamá, y al levantarse la silla se bamboleó un poco. 

En el silencio crepitaban sonidos de grifo, cuchillo, vaso, todo animado, activo, más real que nosotros mismos.

A la mañana siguiente embalé mis cosas mientras mi madre no variaba el ritmo de su quehacer doméstico.  Cuando lo tenía todo dispuesto llamé a un taxi y dejé escrita en una tarjeta junto al teléfono mi nueva dirección. Ya con las últimas cajas la besé en la mejilla fría que olía a detergente: No he sabido quererte mejor susurró

Se limpió las manos en el delantal y no me sostuvo la mirada.

De repente tuve prisa por salir de allí.  Mucha prisa.

Cuando el taxi arrancaba ví aparecer a mi padre con el periódico bajo el brazo.

Levantó la mano y sonrió como un hombre campechano.

Mi ático frío y anguloso me sirvió de cueva en la que hibernar, cogí fuerzas, crecí, descubrí la soledad como un aliciente, unas zapatillas de casa que cogen forma, se adaptan y abrigan.

Me despegué un poco de los míos para poder regresar a ellos.

Estaba dispuesta a ir a comer paella los domingos, y a hablar de las noticias, del clima, de las niñas de mi hermana mayor, tres como tres rosas, que crecían sin parar y cuando venían a visitarnos le daban la vuelta a las habitaciones y a las camas, porque fabricaban refugios con los colchones, y Eugenia iba detrás de ellas, criándolas, que la querían tanto como a su madre, era ella quien las acostaba, las llevaba al colegio y les contaba historias de duendes verdes que se rascaban la tripa riendo sin parar.

Estaba dispuesta a sentirme cómoda cuando una madrugada, demasiado temprano para iniciarse el ritmo de la ciudad, sonó el timbre con la premura e intensidad de una alarma.

Casi me caigo de la cama.

Abrí la puerta confusa y medio dormida, en el rellano el Carlos que me encontré se parecía mucho al adolescente que llegó corriendo al hospital, un tipo deslabazado, ansioso, que aún no asumía la derrota pero sentía su aliento cerca.

Se ha ido, se ha ido… he vuelto a hacer el ridículo… cómo voy a poder perdonarla después de esto…

Los últimos dieciocho meses Carlos había sido sólo de Mabel, una vez más, por entero y a tiempo completo.  Sabía que habían tenido sus broncas, las ojeras de mi hermano, esa forma de mirarla a hurtadillas, constantemente, registrándola, así lo manifestaban.  Ella le pedía una incondicionalidad de perro fiel que a su vez no era capaz de dar, pero se la pedía a Carlos porque conocía su respuesta, su amor ciego.

Lloró tumbado boca abajo en mi sofá, un llanto agudo que trepaba por las paredes como una araña gigante. 

Esperé a que se calmara, le ofrecí café, se lavó la cara.

Y entonces me habló de sus sospechas, las llamadas misteriosas, las excusas, el olor de la mentira brotando, creciendo en los rincones.

Cuando abrió la puerta de casa ya sabía que no iba a encontrarla.

Se había llevado hasta los tazones del desayuno, todo lo que había adquirido para el hogar fugitivo que crearon, aunque fuese a costa del dinero de mi hermano.

Y ni una nota, ni una explicación, nada.

Hasta se presentó en casa de sus padres tratando de encontrar una explicación.

Se ha largado con otro mejor que tú le gritó el padre de Mabel a punto de lanzarlo escaleras abajo.

Aceptó venirse a vivir conmigo, fue cuando mi madre por fin pisó mi casa, para convencerlo de que volviese con ellos. Carlos había dejado atrás los veinticinco pero seguían tratándolo como a un chiquillo.  No cedió.  Pasamos a ser compañeros de piso y resultaba extraño, porque parecíamos otros, sin vinculación,  desembocados allí por azar … transformados.

Apenas coincidíamos, cumplíamos fielmente con las tareas alternas de limpieza y compra, nos robábamos un beso cuando uno llegaba y el otro se disponía a marcharse.

Encadenó múltiples historias con mujeres sin nombre que no se parecían a Mabel y al mismo tiempo lo eran, sólo que esta vez las abandonaba él.

Tenía sueños agitados y en medio de ellos la nombraba varias veces hasta despertarse con el sonido de su propia voz, después ya no conciliaba el sueño, sino un cigarrillo tras otro asomado al balcón.

Conocer a Fabio fue comprender que el amor debe ir llegando en dosis justas, aprendiendo a amar despacio, sin hipotecar el alma ni renunciar a ella.  Al menos así lo entiendo yo.

Carlos dejó de esperarla, al tiempo que perdió la ilusión abandonó la esperanza de recuperarla.

Y fue así como logró vivir en paz, pasar algún fin de semana con mis padres, retornar a los amigos que siempre le hicieron hueco, reconocerse.

Cuando las cartas de Mabel comenzaron a llegar él ya no las abría.

De haberlo hecho sabríamos de su malestar perenne, de su no saber vivir, del niñito que había tenido y cuya custodia pertenecía al padre.

En la última carta que tiró a la basura junto a facturas y folletos publicitarios Mabel se despedía de él.

Hubiera querido amarte como te mereces le decía

Las palabras que llegan tarde carecen de sentido.

Mabel se suicidó lanzándose desde la azotea de un hotel de lujo.

Hacía mucho frío el día que recibimos la noticia,  Carlos salió a caminar por una ciudad escarchada e inhóspita.  Fabio y yo lo esperamos inquietos, expectantes, de repente Mabel había irrumpido más que nunca en nuestra rutina sin ella, en nuestras posibilidades y nuestras pequeñas miserias.

Cuando regresó, fatigado, con el rostro cortado por el frío, me dio un largo abrazo. El tiempo parecía transcurrir a empujones.

Preparamos la cena hablando de cosas insignificantes.

Brindamos por ella, por la vida que había querido tener.

Carlos la recordó en detalles minúsculos, durante los años cálidos y azules de la infancia…

Y después de aquel día llegaron otros.

 Siempre llegan otros.

 

 

 

 

 

 

5 comentarios

cadenadeochos.blogspot.com -

Me encantan tus tristes historias de amor, en todas sus variantes, pero siempre reales.

Sonia Ariza -

Una se aacostumbra a encontrar refugio en tu escritura, a descifrar en ella los aspectos comunes que utilizas para escribir. Mantienes un estilo impecable que difícilmente no convence.

Carmen Frías -

Sobrecoge tanto amor perverso, tanta dependencia emocional. Qué real Puri, otro relato hermoso. Gracias.

Rubén L. -

Aggggggg!!! qué final más duro, y más áspero y qué historia tan absolutamente "visible" y de barrio. Buena recreación.

Nk -

Desde mi atalaya de la admiración incondicional y ya perpetúa, no tengo palabras para expresarte. Traspasaron mi piel, volaron, jugaron con mis emociones todavía en vivo y vuelven a ti en forma de sencilla pero siempre próxima gratitud. Aquí estoy, te permanezco. Ya siempre.