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MARTES DE CENIZA

No puedo ofreceros mucho, acaso unas cuantas palabras que tratan de crear imágnes y emociones, si queréis ya me contaréis qué os parecen...

 

 

"LAS HIJAS  DE IRENE"

1er Premio Certamen de Relatos Emilio Murcia 2007, en Villatoya (Albacete)

-A Merche,

Por las palabras y el recuerdo

que de ella siempre guardarán sus hijos. 

 

 

 

 

La vida es una colección de muñecas rusas.  Microvidas pequeñas escondidas una dentro de otra, insospechadas, acechantes, desconocidas.  Nos vemos en ellas como trajeados para una boda, el disfraz a veces nos viene grande pero lo lucimos porque es Carnaval y ahora desempeñamos el papel de animadores de calle cuando antes, no mucho antes, fuimos oficinistas a jornada partida, corredores de bolsa o peluqueras con dedos caoba invadidos de tinte.

El destino aguarda esperpéntico parapetado tras las esquinas, una muerte segura , caducidad en los plazos, a la que seguirá un brote de vida minúsculo que crecerá en poco tiempo como las habichuelas del cuento.

Cuando Irene murió yo tenía cuarenta y dos años y a mis hijas, Aloma y Sol, de diez y séis años respectivamente.  Me las quedé mirando como si las viera por primera vez, como si un vecino me hubiese encargado cuidarlas y se demorase en venir a recogerlas.  Esa sensación tuve la primera mañana del resto de mañanas, una vez incinerada Irene, una vez fuera de velatorios, familiares solícitos, amigos que hace tiempo dejaron de serlo, llamadas encadenadas, luces de ficción y sueños imposibles porque estaba despierto, cuando las ví en la cocina ante su tazón de cereales, en la cocina de Irene, decorada por Irene, las hijas de Irene.

Sol no llegaba al temporizador del microondas y cuando quise ayudarla me dí cuenta de que no sabía exactamente cómo calentar la leche, no había puesto nunca una lavadora ni me había preocupado por las cuentas domésticas, el recibo de la luz, la calefacción, los gastos de escalera ...  y si puede ser aún la quise mucho más, a mi compañera de instituto Irene, solícita y decidida como ella sola, valiente, tranquila, delgada, proyectando una vida en común que siempre salió más o menos rodada.

Nadie contaba con una deserción de ese calibre, ni ella misma, que se negó en todo momento a asumir los costes de una enfermedad que nos la quitó en tres meses.

Sol quedó como esperando el final de una historia que no terminaba de comprender, esperando un broche de princesas y beso de buenas noches, en la cara una sonrisa algo insulsa y aterida, narcotizada por la brutalidad de la sorpresa.

Aloma, de por sí seria e introvertida, palideció para siempre, su tez perdió la luz.  En ocasiones la sorprendía mirándome con tal dureza que su expresión me sacudía violentamente.  Por las noches, entre la cabecera de su cama y la mía sólo distaba una pared, la escuchaba llorar ahogadamente y aunque entonces pensé que era mejor dejarla y no quebrantar su intimidad hoy sé que en realidad desconocía qué decirle, cómo calmarla.

Dejé que pasara el tiempo y esa pared permaneciera ahí como el Ecuador entre dos países sin políticas de encuentro.

A veces he pensado si tendrá algo que ver aquel empeño mío de  tener un primer hijo  varón, para continuar la saga familiar y que llevase el nombre de mi padre y el mío.  Cuando Irene se quedó embarazada – un embarazo difícil que la obligó a estar encamada la mayor parte del tiempo y con el que engordó casi 20 kilos- yo me dirigía al bebé en masculino y le llamaba Javier.  Pero después nos dieron la noticia de que esperábamos niña y bajé al trastero las pequeñas camisetas de futbol que le había comprado y una gorra con su nombre.  Nunca fui padre, con una u otra, de arremangarme a cambiar pañales, de paño de cocina al hombro ni delantal floreado, pero he jugado mucho con ellas y me las he comido a besos, porque nadie ha olido nunca como mis hijas, a gel de fresa, gominolas, leche tibia y azúcar.  A dulce promesa de mañana.

Después de conocer a Aloma se me pasó la fiebre del chico y ni siquiera lo esperé ansiosamente durante el segundo embarazo.  Con Sol todo fue más fácil desde el principio, Irene se encontraba bien e hizo partícipe en todo momento a Aloma de la importancia de aguardar y preparar el nacimiento de su hermana.

A mí no dejaba de sorprenderme gratamente aquella mujer, con un extraordinario olfato para la educación de las crías, capaz de organizar la estructura familiar de tal manera que todo encajaba, cada pieza en su lugar correspondiente.

Así que cuando murió fuimos tres fantasmas huérfanos pululando por la casa, tratando de averiguar que coordenadas debíamos seguir, cuales eran los puntos cardinales.

Sol, con esa capacidad innata que tienen los niños pequeños para adaptarse al infortunio, volvió a sus clases de ballet y a los cumpleaños de los compañeros, al hábito de chuparse el pulgar dormida y a contarnos las anécdotas del colegio los sábados por la mañana mientras aspirábamos la casa y cambiábamos las sábanas.

Faltaba alguien, pero ella había vuelto a su curso del río con la ausencia invisible pegada en el pelo, comprendiendo sin saber cómo, que las pérdidas irrecuperables pueden convertirnos en estatuas de hielo si tardas más de un tiempo prudencial en moverte.

No sé si entró hielo en las venas de Aloma, pero se encerró en la torre más alta de un castillo, siete vueltas de llave de silencio con una contraseña secreta que nunca pudimos adivinar.  No volvió a traer amigas que durmiesen en casa el fin de semana, se mostraba discreta y educada como una estudiante de intercambio, sonreía cuando había que sonreir, decidía cuando había que decidir, pero no se saltaba los stops ni hacía puenting, dejó de parecer una niña de diez años.  Y aunque aquello me preocupó no saqué nada en claro tras hablar con sus profesores y  la psicóloga del Colegio.  Era una chica responsable y trabajadora, tendente a la tristeza dadas las circunstancias.  Ya se le pasaría.

En las vacaciones de verano vino Marga a pasar un mes con nosotros.  Era la mejor amiga de Irene y madrina de Aloma.  Se ocupó de las crias mientras estuve trabajando, las distrajo mucho y mi hija mayor pareció bajar la guardia durante un tiempo.  Marga siempre fue un miembro más de la familia, desapareciendo y reapareciendo tras sus largos viajes de cooperante, inquieta y vivaz, menuda y ágil como Irene, con la que creció como si fuesen hermanas gemelas.

El mes de estancia acabó convirtiéndose en un verano entero que trató de parecerse y por momentos casi lo logra a un verano de verdad.  Después volvió en Navidad, me ayudó a deshacerme de ropa y enseres de Irene que dificultaban mi resistencia.  Hicimos las compras de Navidad y adornó la casa con las chicas.  Le regaló a Aloma su primer Discman.  No me enamoré de ella, pero terminé necesitándola, creyendo oir su voz cuando no estaba, anticipándome a la historia y concediéndole el puesto de sustituta.  Tras jugar durante un tiempo a los parecidos y dejarnos llevar por la nostalgia, la amistad y cierta necesidad sexual brotando como el moho en las paredes de un acuario, Marga se fue para no volver –sólo años, muchos años después, casada con un joven dominicano con quien terminaría adoptando una niña rusa- y nos dejó varados y perplejos, con ese rumor angustioso que deben tener en las tripas los perros abandonados, porque pensábamos que todo era tan fácil como querer, todo tan simple como tratar de ajustar piezas que se parecieran a las auténticas.

“Al menos podría haberme invitado a irme con ella, o llevarme de vez en cuando ...” Dijo Aloma, el secreto de Aloma, la sed de Aloma y la madrina que dejó físicamente de ejercer, aunque le enviara cartas larguísimas y regalos estupendos a los que su ahijada jamás respondió.

Transcurrieron años con luz de lluvia mortecina.  A temporadas yo pasaba en el banco más tiempo del normal, dejándome engullir por papeles y cifras que me aislaban de las piernas largas de mis hijas, de sus adolescencias llamando a la puerta como el cobrador del frac.  Sentía sus necesidades y sus finos dedos de mujeres creciendo revoloteando por toda la casa como mariposas desorientadas.  Temporadas en que las temía y las huía, sin verme capaz de acompañarlas, de charlar con ellas esperándolas de madrugada ante una taza de cola-cao caliente, como sin lugar a dudas hubiese hecho su madre.

Fue en el banco, alumbrado por un derroche de luz artificial, parapetado tras la mesa cubierta de trabajo inventado donde conocí a Úrsula.  En los lavabos y en los ascensores, frente a la máquina de café me había llegado el murmullo sobre la nueva limpiadora y el promontorio de sus caderas, ¿se habría operado la boca? Esos labios tenían que ser operados ...  Escuché todos esos flecos chismosos como noticias de un extrarradio lejano cuya realidad no me preocupaba en absoluto.  De hecho no reparé en ella hasta  que aquella frase afilada aterrizó en mi mesa: “Perdona, pero me niego a salir de aquí más tarde de lo que me corresponde sólo porque tú no sepas dónde ir”.  La miré soliviantado y cansado, dispuesto a desempolvar alguna frase clasista sobre categorías laborales para ponerla en su sitio, pero me encontré con una sonrisa diáfana y unos ojos espléndidos que no compaginaban con lo que acababa de decir.

Era divertida y generosa, por momentos desorbitada, impulsiva, caótica, como si la vida fuese una batalla diaria en la que hubiera que luchar en primera línea de fuego sin pensárselo dos veces, para ganar la libertad de un gesto, la posibilidad de un minuto en compañía, dormir abrazados para soportar un lunes y volver a la carga con el secreto de la rotación del mundo engarzado en las pestañas.

Me enseñó que todos llevamos dentro un manantial sumergido de alegría con el que a veces es difícil topar, pero una vez que lo hallamos nos convertimos en sus incondicionales por los siglos de los siglos, porque sólo la alegría, como un niño que esconde un animalito en el bolsillo del pantalón, nos salva de la inmundicia.

Úrsula atesoraba ya una cantidad incalculable de muñecas rusas, esas microvidas superpuestas, incrédulas unas con otras, que configuraban un presente al que había llegado tras ser cantante de orquesta, dependienta de supermercado, promotora de vinos, esteticista, cuidadora de ancianos, dos veces casada y separada, mujer que tras recorrer la isla en la que nació y las de los alrededores había decidido mudarse al interior para descubrir la tierra que no conoce al agua salada ni parece necesitarla.

Olvidé mis cincuenta años atragantados y cerré los ojos, era imposible no dejarse llevar por aquella brisa nunca impuesta al que uno podía acceder sin compromiso pero sin servidumbre, con todos los sentidos dispuestos para disfrutarla.

Mis hijas sabían que mantenía una relación, se lo conté cuando resultó evidente sin pretender negociación alguna ni presentación familiar.  Úrsula podía desempeñar cientos de papeles pero no el familiar, nunca se metió en casa ni trató de ganarse a las niñas, procuraba no preguntarme por ellas ni a la inversa, todas entendieron rápidamente la reconstrucción parcelaria que se estaba produciendo y los compartimentos que habitaban.

Aloma había comenzado Bellas Artes, cosa que me sorprendió puesto que nunca la había visto expresarse artísticamente.  Se lo comenté de pasada a Sol, con quien se podía hablar sin retórica ni vuelta al ruedo y que abonaba con sencillez y esmero el terreno de la conversación: “Lo suyo es la escultura, no sabes que manos tiene.”  No, no lo sabía, pensé en las personas del entorno de Aloma que conocerían desde hace tiempo su aptitud para la escultura y me dolió la exclusión como duele la espera.  Traté de preguntarle y demostrarle mi interés, pero resultó forzado y artificial: “Ya te avisaré cuando haga mi primera exposición.”  Y la ironía hizo una pequeña pirueta en sus finos labios de artista.

Pasé tres años con Úrsula sin mirar el reloj ni adelantar acontecimientos, saboreando la vida como un buen plato de comida a la hora del almuerzo.  Una mañana de domingo, tras desayunar juntos en su cafetería preferida, pegados a un amplio escaparate donde el sol nos calentaba la espalda me propuso que tuviéramos un hijo.  No se había decidido a quedarse embarazada con sus anteriores parejas  porque no los consideraba preparados para la paternidad, me habló de la culminación de su reloj biológico, de sus necesidades y me dio un tiempo para pensármelo.  Yo sabía que la propuesta era firme, que no me estaba vendiendo ningún coche destartalado como si fuera un deportivo impecable y que posiblemente nunca había sido tan sincera.

Pensé en todo lo que me había proporcionado esa mujer y rebrotaron no sé de donde, los deseos paternales de traer al mundo un hijo varón, asignatura pendiente que el destino me ofertaba como última oportunidad.

Por qué no, esta muñeca rusa sí que era bien grande, la madre de las muñecas rusas con mayúsculas, que albergaría el resto de mi vida insospechada con un Javier pequeñito cogiéndome de la mano en los pasos de peatones, ante un tiempo nuevo y lento, prometedor y noble.

La relación seguiría sin ser tradicional aunque yo le diese mis apellidos y cumpliese con mis obligaciones de progenitor.  Consentí, hubiera firmado lo que fuese ante notario.

A mis hijas no les diría nada hasta bien adelantado el embarazo, así contaba con un tiempo extra para preparar algo que sonase coherente.

El caso es que tras varios meses de intentos Úrsula no lograba quedarse embarazada, su carácter diáfano y su teoría de la alegría se ensombrecieron un poco, estaba como asustada y se mostraba impaciente, nerviosa.  Decidimos hacernos las pruebas correspondientes para saber a qué atenernos, y un veintiséis de Febrero, a mis cincuenta y tres años, tuve que leer varias veces el informe médico que certificaba mi esterilidad.  Úrsula me miraba como si le hubiera robado el bolso o me conociese por primera vez tras haberle prometido por Internet ser más alto, más fuerte y con los espermatozoides adecuados.

Cogiéndome del brazo, yo tenía la sensación de no apoyar los pies en el suelo, me condujo hasta uno de esos bancos dobles en los que la gente se sienta espalda contra espalda.  En el otro asiento una abuela y su nieto daban de comer a las palomas.

Úrsula se despidió de mí diciendo que me había convertido en un hombre sobrevenido que debía reorganizar mi vida, cuando todo estuviese en su sitio y yo admitiese mi incapacidad cada mañana como quien admite la calvicie ante el espejo podía buscarla y valoraríamos como retomar nuestra historia.  Fue más o menos lo que me dijo, la plaza quedó desértica porque se acercaba la hora de comer, y la abuela y el nieto se marcharon vaciando su bolsa de migas antes de que pudiera cambiarles mi vida por la suya, antes de tener que volver a casa y llamar al trabajo alegando una enfermedad que me eximió del trabajo durante cinco días.

No logré pegar ojo en todo ese tiempo, estaba bloqueado, abotargado, incapaz de aplicar el término estéril a las fotos de comunión de mis hijas, a la de mi boda, al primer beso de Irene en el gimnasio del instituto, a nuestras relaciones sexuales, lentas, confiadas y placenteras.  Y decidí contárselo a Aloma sencillamente por vomitar encima de alguien mi dolor y mi vergüenza.  Supongo que también quería reprocharle toda su inaccesibilidad y su distancia como si no ser su padre biológico me exculpase de aguantarlas.

Sol tenía diecisiete años y se había ido de acampada.  Terminaba COU y quería comenzar Magisterio Infantil, me preparó caldos y su credulidad asumió una gripe fingida como causa de mi postración; a punto estuve de soltarle la verdad alguna de las veces que me tomó la temperatura o se empeñaba en arroparme en exceso, sólo por ver volar de sus ojos el pájaro de la confianza, sólo para que temblase y fuera consciente en el tiempo que dura una palmada, de que la realidad es un beso envenenado.

Oí como Aloma aparcaba el coche sobre las tres de la madrugada, me levanté de la cama y la esperé como un espectro frente a la puerta.  Realmente se asustó porque no me esperaba y yo nunca la había esperado. “¿Qué ocurre? Tienes muy mala cara...”  Como las piernas no me sostenían y no creí poder hacerlo si la miraba de frente, entré en el salón y me dejé caer en el sofá mientras comenzaba un monólogo absurdo e inconexo que trataba de castigarnos a todos.  No sé cuanto tiempo estuve hablando, sé que en algunos fragmentos se me quebró la voz en llanto y en otros me reí abiertamente, cuando terminé, Aloma estaba sentada a mis pies, y sus manos apretaban las mías, que sujetaban mi cabeza.

Hablamos durante toda la noche y el amanecer nos sorprendió tumbados en la alfombra, rodeados de cojines.  Aloma lo sabía todo, o al menos sabía una parte importante, que su madre se veía a escondidas con otro hombre hasta el mismo momento de su enfermedad.  Se encontraban en un hostal a las afueras, Irene llegaba la última y la dejaba jugando en el recibidor, con otra niña de su edad, hija de la propietaria del establecimiento, la tele estaba encendida pero sin sonido, había moqueta en el suelo y olía a alcanfor.  Le prometió a Irene con los dedos cruzados sobre el corazón que guardaría siempre el secreto, aunque nunca viese al hombre en cuestión, aunque supiese, después de muerta Irene y a través de una carta de letra enfermiza y trémula que le metió en el bolsillo del abrigo el último día que la vió consciente, que aquel señor de los encuentros furtivos era el padre de las dos.

Aloma ni rió ni lloró, habló con un torrente de voz átona y madura que no supe de qué profundidad salía pero que respondía a la contención y a los silencios de toda su vida, no pude más que admirarla y tratar de comprender por lo que había pasado.  “¿Qué vamos a hacer ahora?”  Le pregunté.  “Yo no pienso hacer nada, tengo claro quien soy y quién es mi padre, si a ti esto te supone un trauma irreparable tú verás lo que haces ¿de momento quieres café?”.

Sí, sí quería café, un café bien cargado en el que pudiera beberme su seguridad y su certeza, la templanza de las cosas que no elegimos pero nos eligen, el cielo abierto de los años venideros.

Aquella carta en el bolsillo de su abrigo de paño pereció tras ser leída con los ojos rabiosos y desorbitados de los diez años de Aloma, que ignoraron la dirección, el teléfono y el nombre propio que indicaba la posdata del papel.  Después solo trató de continuar.

Y eso hago yo cada día, ahora que Sol me va a hacer abuelo por tercera vez, quince años después de la madrugada de las confesiones.  Cuando todo parece perder peso y sólo importan los vínculos, el afecto sin ADN, la mañana en la que abrieron sus ojos de mujeres recién nacidas para abarcar su vida de muñecas rusas, su vida extraña entre personajes equivocados que no comprenden pero aman.

Están ahí.

Aloma en Nueva York, cotizada escultora, viene mucho a visitarnos y seguimos hablando de madrugada, en ese tiempo que nos unió, el tiempo que nos faltaba.

Sol, profesora de infantil, con sus gemelos de tres años y su nueva barriga en aumento, en sus ojos sigue intacto el pájaro de la confianza.

Están ahí.  Son ellas, las reconozco.

Las hijas de Irene.

Mis hijas.

 

 

 

 

1 comentario

kokin -

sigue asi y alcanzaras todo lo que te propongas.
gracias por compartir tu vida conmigo