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MARTES DE CENIZA

¿Alguién tendrá la valentía, el tiempo y la fe para descubrirse y descubrirme entre tanta palabra?

No tengo mucho más para mostrar ...  como un puñado de arena blanca escondido en el bolsillo... no tiene demasiada importancia, pero nos identifica.

 

 

"ESPADAS DE CARTÓN"

Las cosas que vuelven del pasado no están vivas.”

                     Luis García Montero.  

                

 

Cuando la miro no veo mi pasado.

Tengo un agujero negro en la memoria romántica de las cosas.

La escucho hablar del cambio climático, los anticiclones, la fuerte marejada ... y me parece un dibujo animado rodeado de símbolos que sólo los niños pueden interpretar; es alguien que se parece a otra, que me recuerda a aquella pero que no es, que me resulta conocida y a quien desconozco por completo.

Es una trampa, el juego sucio de la memoria haciendo sonar canciones de coro que creíamos olvidadas.

Tan sencillo como apretar un botón, a la hora de todos los días, el mismo botón de todos los días, con los surcos de las huellas digitales marcadas y la despreocupada espera recostada en el sofá.  Salchichas alemanas para cenar, me apetece brócoli en la ensalada y no tengo, ni café, cómo podré sobrevivir a la mañana de mañana sin un café bien cargado ...  Resultados deportivos, anuncios de coches deportivos, todo muy rápido, no sé si estoy en una máquina del tiempo con unas gafas de tres dimensiones o en un túnel de lavado, la sensación de ser arrastrado, vente con nosotros, saca tu VISA oro, desmelénate, salta sobre el colchón, cumple siempre veinticinco años, compra el cupón de la ONCE, ese no, el que toca, no bosteces en el autobús y mira a tu izquierda, es la mujer de tu vida, y tú pensando en las ampollas bebibles que te permitirán disimular los efectos de la resaca en el partido de veteranos ...   Y Plum!, de repente Chas! y ahí estás, tú con una varita en la mano, ahora te dedicas a las artes adivinatorias, para mí que

 

mañana los niños irán al cole con botas katiuscas y luego les olerán los pies a plástico recalentado, soplará tal cierzo en el Valle del Ebro que a Peter Pan no se le ocurrirá jugar al Póker con Papa Noel en ningún tejado, y los pescadores de Levante no podrán salir a faenar, aunque se acuerden de tu madre y toda tu parentela, porque es muy bonito hablar cuando haces la compra por Internet y un coche de la Cadena te devuelve a casa todas las noches, donde tienes calefacción a gas y pezqueñines en el congelador.

Lo dejas todo patas arriba y te vas, como si nada, mientras me maldigo a mí mismo por no tener un mando a distancia que te quite de mi vista, yo también puedo hacerte desaparecer, la apago y ya no estás, ya no eras.  Lo que yo decía, un dibujo animado que se borra fácil, como en una Velleda o en una pizarra mágica.

Suena el teléfono después del apetito que ya no encuentro y el brócoli que no me apetece.  Sé que alguien me va a dar la noche aliándose contigo: “Sí, la he visto”... “Al principio dudaba si era ella” (mentira podrida, pero el teléfono no es una radiografía)  “No, no sé ni me planteo como ha podido saltar de un triste Canal autonómico a la nacional ...”  “Le debe ir muy bien, sí, perdona pero tengo gente en casa y voy a sacar el postre, un beso”.

Para seguir cavando el agujero negro, exactamente ahí, un agujero que se extienda y moldee como yo quiera, me pongo el abrigo sobre la ropa de estar por casa y me lanzo a la calle a comprar tabaco.  Había dejado de fumar.  Eso es tiempo pasado, en este mismísimo presente necesito un cigarro.

 

 

 

 

 

 

 

Elsa tiene la voz educada de una alumna de conservatorio, medida y bien timbrada, con la cadencia justa.

No le gustan las armas, nunca, o al menos hasta el nunca de antes, hubiera tenido un trabuco reluciente en una vitrina del recibidor, ni una catana afilada sobre el cabecero de la cama.  Demasiado ostentoso e innecesario.  Porque ella, para defenderse tiene su voz con el dispensador de agujas, su lengua-daga-puñal-navaja de barbero que no se mancha nunca ni se pierde en los barrios bajos, porque le sobra elegancia en el vuelo, en la sombra apenas perceptible, en la exactitud de sus palabras.

“¿Vienes a buscar la Bici?, pues qué pena, ya me había acostumbrado a tener una escultura en la galería; pensé que era tu legado, tu aportación a la historia de nuestra buhardilla.”

Fuimos cuatro compañeros de piso en aquella buhardilla : Edurne, Luz, Elsa y yo.  Cuando se sucedieron las fases lunares, las rotaciones de la tierra y las de las tripas de cada cual, el espacio pasó a ser únicamente de Elsa, que decidió adquirirla con idea de reformarla sin prisas.

Habían pasado cuatro años desde la última vez que la ví hasta encontrarla asaltándome como chica del tiempo.  Aquel día me esperaba asomada por el hueco de la escalera, llevaba un jersey de lana rojo con cuello cisne y el pelo casi recogido en una aguja de  ganchillo.  Aunque, como siempre, llegué hasta arriba con mucho esfuerzo y carente de una respiración normalizada, pude percibir su olor a colonia infantil y chicle sin azúcar.  Me dio dos besos entrañables, como los que se le dan al primo del pueblo con quien se han vivido mil aventuras de verano, mientras cantaban las cigarras y un sol de justicia prometía horas interminables.

Traté de mirarla poco y hablar lo justo.  Fui directo a por la bicicleta, recibiendo en el cogote las burlas de mis posters, que aún seguían colgados donde los dejé.  Me dominaba la vergüenza de no haber ido antes, cuando el tiempo aún podía situar las cosas en su justa medida y nada parecía tan forzado, tan proveniente de circunstancias límite.  Porque yo la quería tanto que tuve que cuidarme, hay que cuidarse cuando ya no se puede disimular más, cuando todo el mundo conoce las trampas del juego pero jura con los dedos cruzados en la espalda no cometerlas, y la población mundial te mira con una mezcla de compasión, cariño y abandono, como a un Mastín del Pirineo dejado a sus suerte en una gran avenida.

Mi vieja bicicleta que yo debía rescatar para ir al trabajo, ya no podía demorarlo más, lucía impecable y bien cuidada.

“No tenías porqué ...” Fue mi escueta manera de agradecérselo.

Ella hizo un gesto vago con la mano, restándole importancia, y mientras conducía por el pasillo la bici hacia la salida, bien engrasada, impoluta, sentí cierta envidia por no ser un objeto que alguien pasara a recoger fuera de toda fecha razonable.

Asomada de nuevo al hueco de la escalera le descubrí una mirada definitiva que me despedía para siempre, o quizás ella la descubrió en mí y me devolvió la suya, porque estaba claro que yo quería encontrar una vida sin su referencia, con personas, calles,

vasos, números de teléfono, películas, espejos de baño, plazas, bocas de metro, días sin luz, silencios despoblados, no compartidos, no comunitarios, no colectivos.

De ahí que me moleste tanto que haya alienado mi televisión.  Porque mi tele está en mi salón, con los libros que me gusta leer y las fotos de mi-esta vida.  El salón pertenece a mi casa, a mi hipoteca, a las bolisas de los calcetines que motean el suelo, a lo mal que tiendo porque además mi lavadora no escurre bien la ropa, al portero automático que descuelgo cuando quiero.  Porque yo pensaba que por la puerta de mi cueva, de mi casa, de mi salón, entra quien yo quiero.  Y entonces resulta que no, que esto es una película futurista y los viejos fantasmas navegan por la corriente eléctrica, aparecen en la pantalla del televisor convertidos en meteoróloga y te arruinan la vida.  Santas Pascuas.  Date por jodido.

 

 

 

 

No es necesario especificar todas y cada una de las bromas y chistes predecibles que me acompañaron en mi aventura de compartir piso con tres mujeres.  Sobre todo al principio, claro.  Uno, que había soñado, cómo no y porqué no, con tener un harén, adaptaba el sueño a la Europa terrenal y se conformaba con compartir colada, tendedor, frigorífico, “ya que bajas cómprame unos Tampax”, asesoría sentimental y de imagen, contabilidad y “Por favor, si llama tal o cual les dices que no estoy y que no sabes cuando voy a volver”.  Debo reconocer que fue divertido y me sentí como pez en el agua.  Al menos mientras parecía fácil.  Las cenas eran el momento en que nos juntábamos los cuatro, las veladas se alargaban y madrugar al día siguiente para ir a la

facultad se hacía muy cuesta arriba.  Yo, que en materia de estudios he ido siempre muy justo y nunca he sabido funcionar con los apuntes de los demás, me levantaba el                               

primero porque no podía permitirme el lujo de perder ninguna clase.  Tenía sus  ventajas, contaba con suficiente agua caliente para ducharme, desayunaba con tiempo, disfrutaba de un silencio tibio que reinaba en la casa y al que no estábamos acostumbrados, y sobre todo, podía contemplarlas.  Así, dormidas y ausentes, con el pelo enmarañado, la boca entreabierta, la postura fetal o cruzadas en la cama, me parecían espléndidas, mágicas y vulnerables.  Yo no traspasaba el umbral de la puerta  y aguantaba la respiración, me hubiera gustado congelar el tiempo y protegerlas para siempre.  De otra forma no lo habrían permitido.  Los roles estaban claramente definidos, y aunque con identidades muy dispares, ellas eran mucho más decididas y resolutivas que yo, que me encantaba dejarme llevar, ser el chico de los recados.

Edurne y Luz eran pareja.  Cuando me entrevistaron para ser candidato a la convivencia fue lo primero que me dijeron, seguido de un “¿tienes algún problema?”, que aunque sonaba dulce y sin matices iba acompañado de una mirada que hablaba por sí sola:”Si te supone problemas es que eres gilipollas perdido y no nos interesas”. Creo que me limité a negar con la cabeza, sin llegar a verbalizar que no me importaba en absoluto, aunque no llegaba a hacerme a la idea de cómo sería la convivencia con una pareja del mismo sexo.  Al fin y al cabo uno venía del pueblo, dónde el lesbianismo era cosa de películas de yankies y novelas francesas, y nadie contaba en su currículum vitae con una tía, madre, hermana, vecina o amiga de esas características.

El día a día hizo el resto, no les ví levantar pesas ni llevar tatuajes legionarios en el antebrazo, ninguna tenía voz de camionero curtido ni esperaba a la otra bordando o haciendo una tarta de tiramisú.  No sé de qué tebeo o fanzine  me quedaron grabados   semejantes prototipos, pero afortunadamente no se cumplieron.

El dato dejó de tener importancia, según las fui conociendo comprendí que estuvieran juntas, que se hubiesen elegido, no podía ser de otra manera.  Se respetaban de una forma absolutamente admirable y envidiable para cualquier pareja al uso.  Aquella mirada especial, mezcla de admiración y complicidad, no he vuelto a descubrirla en nadie más.                                                                                                             

Y eso que se veían poco, tenían terrenos personales muy parcelados, estudiaban diferentes carreras de letras, defendían su independencia, pero se sabían, se elegían y se encontraban.  La filosofía de la piel. Los tres primeros meses viví sólo con ellas.  Era pleno verano en una ciudad asfixiante, asfáltica, poco atractiva.  Me sentía muy perdido, descolocado, echaba de menos los caminos entre campos de cultivo, la tierra tan roja, los sonidos de las voces que me habían acompañado siempre.  Debía llevar la nostalgia escrita en la frente, porque Edurne y Luz procuraban entretenerme y me llevaban de excursión para conocer la cara amable de una urbe que se me había tragado sin piedad, como la ballena a Pinocho.

“Cuando llegue Elsa congeniarás con ella, a todo el mundo le gusta Elsa”.  La nombraban de cuando en cuando, para que no perdiera la referencia de una tercera compañera que estaba por regresar de su trabajo como au-pair en Londres.  Yo las escuchaba entre las brumas de mi obsesión por adaptarme lo antes posible a mi nueva vida.  Entonces era un nombre difuso, un nombre sin rostro, una presencia imaginaria que no pesaba, que no contaba, un turno menos para entrar al baño.  La puerta cerrada del final del pasillo.

Lo que nunca debió dejar de ser.

 

 

No fue verla y que me temblara la campanilla. Ni me bloqueé ni la miré como si fuera un bizcocho recién horneado.  Lo contrario quedaría muy poético, pero no sería cierto.  Sí que es cierto que me asombró que fuese tan guapa, tan naturalmente guapa, no sé cómo decirlo, sin excesos, sin maquillaje ni aderezos extraordinarios, sin posturitas.  Con una luz propia que la embellecía.

No me la esperaba así, la verdad es que ni siquiera la esperaba cuando sonó el timbre y yo me hice el sordo, enfrascado como estaba en organizar una pequeña biblioteca en mi cuarto.  Edurne y Luz habían salido.  El desagradable pitido insistió tanto que fui a abrir la puerta con bastante mala leche.

Llevaba una camiseta de tirantes masculina, gris, sobre la que cruzaba un gran bolso de cuero marrón; cada mano sujetaba una maleta de ruedas y el tremendo esfuerzo de haber subido cinco pisos con todo aquel cargamento le hacía parecer una Heidi adolescente en su primera visita a la gran ciudad.

“¡Hola!, seguro que eres Max, no te importa echarme un cable ¿verdad?”

En décimas de segundo me encontré arrastrando sus maletas tras ella, hacia esa habitación del final del pasillo que nunca me había preocupado.  Tenía los hombros perfectos, morenos, la coleta desmadejada, a punto de deshacerse por completo.

Ella no cesaba de hablar y yo de mirarla y contestar monosilábicamente, tampoco me dejaba mucho margen.  Saltaba de un tema a otro y se movía por la casa como si nunca se hubiese ido.  “¿Mis chicas?,  claro es que no quería que os preocupárais ni estropearos los planes, así que me he presentado sin avisar, ¿te gustan las sorpresas Max?  A mí sí, las agradables, claro, las otras no son sorpresas, sino bromas de mal gusto.  Por cierto ¿qué hacías?, ¿has quedado y te estoy entreteniendo?”.

No sé porqué, mientras se preparaba una tostada con mantequilla y mermelada, le contesté como si fuera mi psicóloga:

“Soy recién llegado, no conozco a mucha gente y me cuesta relacionarme”.

Quizás lo hice para que me mirase, para que empezara a reconocerme.  Y lo conseguí, muy brevemente me miró a los ojos, los suyos brillaban, tenían el color del ámbar:

“Pues eso va a cambiar”.

 

                                                                                                                   

                                                                                   

Me adoptó.  Cuando lo pienso, despojado y sincero, con la limpieza del tiempo transcurrido que ya no mancha ni sirve como moneda de cambio, sé que lo hizo desinteresadamente, contaba con el rasgo de la generosidad y lo ponía en práctica sin esfuerzo, así que decidió tirar de mi brazo, acompañarme, protegerme, presentarme gente, lugares, locales, artistas, callejones abandonados, silencios ignorados, luces que te transforman y se transforman aunque en apariencia sigan siendo las mismas.

Y cómo no iba a sentirme importante, y cómo no iba a querer que aquello durase para siempre. Aunque supiera que era imposible y mentira.

Porque el mundo no puede circunscribirse a una sola persona ni la vida es un solo tú y yo.

Pero resultaba tan confortable...

Cómo me ví definitivamente en sus manos y completamente dependiente no lo sé.

Llegué a perder todo lo que me dignificaba porque agoté y estiré todos los tiempos, hasta los que no lo eran.

Nunca hablamos de amor, de mi amor enfermo y amarillo, obsesivo y entregado por encima de los amores de Elsa, curiosamente siempre con hombres  más mayores que ella, que quizás la tutelaban, como a mí, o era a la inversa, porque no perdió nunca aquel asombroso poder de seducción que la situaba en el centro, sin manierismos, tan natural y tan mágico.  Su don.

Me abandonó, debo confesarlo, cuando me puse insoportable y la esperaba a oscuras sentado en la escalera.  Se distanció completamente porque la miraba como si me debiera algo y en las conversaciones con Edurne y Luz le lanzaba ironías cargadas de desprecio que no sólo le molestaban a ella, sino a las tres.

El tiempo fue pasando más lento, más chirriante, forzado.                          

Cuando Edurne y Luz decidieron marcharse a ejercer de granjeras pirenáicas porque tenían un proyecto común, y se querían y podían intentarlo, yo me obcequé todavía más, las envidié y aborrecí su propuesta de marcharme con ellas a comenzar en otro lugar, a probar suerte al menos “porque aquí no tienes nada, no te retiene nada”.  La cruel claridad de Luz trató de ser un aldabonazo definitivo que omití ganando puntos en mi vocación de escapista.

Después he ido a visitarlas, y aunque no me arrepiento de haber permanecido en una urbe que finalmente me ha conquistado y hasta ha borrado de mi memoria viejos olores familiares, sigo envidiándolas por lo que tienen y han sido capaces de mantener.

Yo me quedé.  Seguí viviendo con ella y sintiéndola tan lejos, tan de puntillas, sufriendo sus ausencias de varios días, la falta del brillo ámbar cuando me miraba, la manera de ignorar que nadie mejor que yo, nadie como yo, nadie la querría como yo y esperando que se diera cuenta, justicia para los oprimidos, porque algún día tendría que darse cuenta...

Pareció que había llegado el día cuando milagrosamente se levantó antes que yo y preparó chocolate, bajó a comprar churros y croissants recién hechos, y trajo la prensa.

Sin lugar a dudas era un acto de conciliación.

“Verás Max, me gustaría saber qué planes tienes porque he decidido comprar la buhardilla ...”

Hasta ahí puedo leer.  Dijo más, pero no lo recuerdo, sólo hasta ahí, mientras yo trataba de encontrar una solución desesperada en los posos del chocolate, algo que me hiciera parecer práctico y hasta inteligente, como si alguna vez hubiese pensado en la posibilidad de un futuro sin ella.

Me hice el ofendido, claro, qué otra cosa, le pedí un mes para encontrar otro lugar y aunque me dijo que no había prisa en quince días me había metido en una pensión cochambrosa digna de la peor víctima autocompasiva.

 Tuvo que venir del pueblo mi hermana a sacudirme por los hombros y sacarme de allí, porque no era capaz de comprender que Elsa no me necesitaba, que nunca lo había hecho, que vivía sin mí, como siempre.

Trató de llamarme, de saber de mí, pero no quise las migajas, verme reflejado en sus migajas, alimentarme de ellas.  Me busqué un par de trabajos y un piso para mí solo y sin escaleras, un entresuelo donde me hice experto en averiguar los estados de ánimo por el sonido de los pasos, la amenaza de lluvia por el color del asfalto.

Elsa se quedó en la memoria, petrificada y anacrónica, tremendamente bella.

Cuando fui a recoger la bicicleta creí en mis cartas marcadas, en la valentía del ignorante.  Sólo con escuchar su voz en el portero automático comprendí que es de ilusos luchar con espadas de cartón, simplemente luchar, porque también se vence con la rendición ante lo absoluto, ante lo que no depende de nadie ni es de nadie y surge de un fondo desconocido y trepa como una enredadera para abrazarnos eternamente.

 

 

 

 

 

 

Mañana los cielos estarán nubosos y habrá viento de poniente.  Las temperaturas bajarán apenas unos grados, pero la sensación térmica será de frio polar.  Hija mía, eres única para dar noticias.  Sigues magnetizando, uno se sienta frente a ti y lo mismo le daría oirte hablar de pingüinos o cerezas confitadas con tal de mirarte.  Edurne y Luz

 no hicieron bien su entrevista, aunque tenían cierta intuición: acabé siendo un completo gilipollas

Como me gustaría tomarme un mate contigo, sentados en aquella galería que amenazaba ruina, cuando tú todavía no eras la chica del tiempo y yo creía conocerte.  Con el mando a distancia no podemos rebobinar la vida ¿no?, además ni tengo mando ...

Ahora puedo mirarte sin que lo sepas, sin saber quien eres, y pensar que algo se ha roto porque ya no suena igual, ni importa tanto.

Te sientan bien las isobaras y el tiempo limitado, enseguida vuelvo a mi realidad, al gato del vecino que se caga en mis macetas, a la música comprada en Círculo de Lectores, a las clases que debo preparar, con mucho de improvisación y película de aventuras para que los chavales no se aburran ni tonteen con el móvil.

Es mi presente Elsa, tengo un presente.

Tú te asomas de vez en cuando, y lo salpicas de algo parecido a la nostalgia, y me recuerdas una parte de mí mismo que he dejado de castigar por auténtica y oronda.

Ya no más agujeros negros.

Al otro lado de la pantalla la vida dura lo que un anuncio, cuesta como las botas de Beckahm, sabe a colonia de Navidad. 

O así me la imagino, porque está más lejos de lo que yo creía y duele menos.

 

 

 

                                                                                                                

 

 

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