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MARTES DE CENIZA

EL NORTE DE LOS FUGITIVOS

EL NORTE DE LOS FUGITIVOS

"El ramal de los días forma nudos y nudos
donde se nos enreda
la casa que llevamos siempre a cuestas".

 ("Caracoles".  Arturo Tendero)

Tres semanas tardé en desmantelarlo todo, vender la casa y subir a un tren que nos conduciría a la otra punta del país.  Lucas tenía tres años y se mostraba emocionado ante la posibilidad de viajar en tren, sus mejillas lucían color de aventura, y sus pequeñas manos aferraban con fuerza a su orangután de peluche.  No era muy consciente de lo que estábamos haciendo, huir antes de que reparasen en nosotros, huir por fin…   ni de la muerte de su padre en accidente de tráfico.  Lo veía muy poquitas veces, y aunque Carlos cumplía con el ritual de arroparlo de madrugada y besarlo en la frente cuando venía por casa, no eran acciones que cotizaran en el mercado bursátil del niño.

No viajaba solo antes de producirse el accidente que le costó la vida.

Estrella estuvo hospitalizada meses, tratando de recuperase de las múltiples roturas y contusiones producidas por varias vueltas de campana al salirse el coche en una curva tomada con demasiada velocidad.  Carlos siempre presumió de ser capaz de conducir “con los ojos cerrados”, los coches eran su pasión, y hay pasiones que no sólo te devoran, sino que además desmadejan tu cuerpo en un terraplén, un cuerpo sin zapatos, de párpados entreabiertos, sin alma, estampado junto al de la amante de turno, que no ha perdido del todo la consciencia y gime.

Cuando llegaron al lugar los servicios médicos ella contestó rotunda que era la esposa del conductor, así que al personarme en el hospital, una vez que consiguieron ordenar su documentación y atar cabos, todos me miraban con una extraña mezcla de asombro y misericordia.

“No os preocupéis”, debería haberles dicho, “Yo tenía claro lo que ocurría, antes de Estrella hubo otras, teníamos un pacto de convivencia que nos aseguraba a ambos ciertas comodidades, sólo que él se empeñaba en hacer las cosas a lo grande, nada de esconderse, que todos pudieran ver cómo se las gastaba el cuarentón curtido en el gimnasio, las chiquitas que llevaba de la mano en los eventos sociales …” 

Pero no era momento para explicaciones.  Desde el primer instante descifré en medio del caos la oportunidad de poner tierra de por medio, dejando a la compasión y a la vergüenza como auténticas viudas de pamela negra recibiendo el pésame de una sociedad que mete la basura bajo la alfombra persa.

Representé mi papel en escenas escogidas y breves.  Cuando me entregaron sus cenizas llegué a casa y las arrojé por el retrete, me metí en Internet para anunciar la venta del piso, contacté con inmobiliarias, doné los muebles, sus objetos personales y toda su ropa.  Me despedí del trabajo y de las dos amigas incondicionales que habían asistido a la construcción y el desalojo de mi vida íntima.  Les escribí una carta a mis padres y hermanos para que no me buscaran y el mismo día que entregué las llaves de mi casa cogí las maletas y de camino a la estación recogí a Lucas en la guardería.  Diez horas después estábamos en una ciudad desconocida pero repleta de alternativas y puntos de partida.

No manipulé los frenos del coche.

Hacía dos días que no aparecía por casa y no pude diluirle un somnífero en el vino.

Quiero decir que no huía a causa de un asesinato que no había cometido.

Empezar de cero en cualquier otra parte fue siempre mi asignatura pendiente.

Cuando de adolescente mis padres se empeñaban en trazarme el camino de las relaciones de conveniencia, por la unión de futuros patrimonios y la pervivencia de los clanes familiares, etc, etc.

Cuando por fin me casé con uno de los candidatos aprobados por la censura, dándome cuenta al poco de que aquel tipo no tenía nada que ver conmigo y que dedicaba mucho más tiempo a perfeccionar su imagen frente al espejo que a mirarme a la cara.

Cuando quise retroceder tantas veces en mi vida y no pude.

Por ser la hija de, o la mujer de, o la niña que vive en y estudió en las… habitante de una ciudad entretejida, corredora de visillos, provinciana y metódica.

Cuando me quedé embarazada de Lucas y le propuse a Carlos marchar, conocernos de otra manera, desde el principio, en algún lugar donde se pudiera empezar sin estructuras sobrevenidas, y me miró como se mira a alguien que ha perdido el juicio y contagia la lepra.

Así que decidí sentarme a esperar.  Ser capaz de descifrar en el viento las señales.  El asomo lejano de señal acústica apareció con Estrella.  Ya la voz, un par de veces que yo le cogí el teléfono, me pareció peculiar y cálida.  Distinta al resto de voces femeninas que preguntaban por Carlos con el timbre aniñado, algo empalagoso, como si trataran de modular el tono o estuviesen mascando chicle.   Vino a buscarlo un par de veces sin pasar del portal, pero desde la ventana pude observarla y vaticinar que acabaría enamorándose de él, porque tenía toda la pinta de mujer que se deja embargar el alma por un hombre que la contemple, convencida de que acabará rendido a sus pies.  Curiosamente se creen más auténticas y capaces que el resto de mujeres, aunque los conozcan abandonando a otra para irse con ellas, hecho que puede volver a repetirse cronológicamente y sin remedio.

Estrella fue la única de sus amantes con la que traté de hablar, pero la encontré a la defensiva desde el primer instante, como si fuera a robarle el bolso o a cambiarle su edad por la mía si intercambiábamos más de dos palabras.  Fue extraño el posicionamiento adquirido por ambas, ya que la despechada y legítima, dispuesta a quemarse viva para conservarlo a su lado, era ella.

Mostraba ojos brillantes de gata rabiosa, y aunque sé que en el fondo intuía que lo que le estaba contando era verdad, que acabaría siendo cierto, no quiso concederme el beneficio de la duda ni más de cinco minutos de respeto.

No volvimos a coincidir.  A Carlos le pareció divertido que tratase de asesorarla sobre lo perjudicial que resultaba mantener una relación con mi marido … “Déjala, sabe lo que hace, tiene una fantástica capacidad de entrega,  sería capaz de quemarse a lo bonzo por mí …”

Casi resultó profético.

Poco antes de morir ya comenzaba a darle largas y tratar de evitarla.  Se estaba asfixiando.

En la nueva ciudad nadie me reconocía por la calle, éramos invisibles.

Los primeros días nos alojamos en un hotel, después encontré enseguida un piso amplio con un alquiler asequible, colegio para Lucas y un trabajo de Administrativa para mí.  La fortuna de no tener carencias económicas resultó determinante.  Los bienes gananciales, junto a la venta del piso y el seguro de vida de Carlos nos dejaron en una posición de partida sin apuros.  Aún así yo quise organizarme la vida, saber con qué ingresos contaba, jugar al Monopoly con piezas de verdad.  Nunca creí que fuese tan despegada, sin un asomo de nostalgia ni pretensiones de asomarme al balcón del pasado.  Era mi única oportunidad de ser emprendedora tratando de ganar la carrera y no me detuve ni dudé.

Lucas creció a velocidad de vértigo, fue haciendo amigos que venían a merendar a casa, le gustaban todos los deportes, salíamos de excursión los domingos y necesitábamos ver el mar aunque hiciese frio y el agua salpicara nuestros pies fugitivos.

Siempre le conté la verdad.

Un padre fallecido es un hecho absoluto para ganar el favor emocional.

La dureza de salir adelante sola, confeccionar un hogar habitable, ofrecerles a otros la vida como se guarda envuelto en una servilleta el mejor pedazo de pastel … la historia nos convierte en heroínas si no le damos la espalda.

Tenía Lucas siete años cuando le abrió la puerta a aquel investigador que no necesitaba presentarse, olía a detective por los cuatro costados, aún sin lucir gabardina ni sombrero de ala ancha, ni apestar a tabaco negro.  Lo había estado esperando desde que me fui, así que no me sorprendió su aparición estelar en mi rellano, con sus ojos de lásser escrutando todo lo que alcanzaba a ver, anotando en la memoria para un informe posterior que era martes y la casa olía a guiso de lentejas.

Le dí a Lucas dinero para que comprase el pan y unos cromos en el kiosco de abajo.  Cuando se fue parecía que el hombre había adivinado el poco tiempo que yo iba a concederle, pues rápidamente comenzó a hablar.  Cumpliendo órdenes de los padres de Carlos y los míos me comunicaba que habían dado conmigo, uno no se borra del mapa, señora, huir es prácticamente imposible, si se quiere investigar no hay agujero seguro … muy bien, me doy por enterada, ¿algo más?, el niño, usted está en su derecho de aislarse, pero los abuelos quieren mantener el contacto con su nieto, saber de él y que él sepa que se interesan, ya me entiende …  Pues no, la verdad, no entiendo como puede uno dedicarse a esto que usted hace, un escarabajo pelotero, revolcándose en la mierda de los demás para sacar partido, vigilar a la gente, saber de qué color son las bragas que una tiende, a qué hora sale del trabajo, con quién se acuesta y con quién se levanta, la cara que pone cuando folla, le ponen una multa o saca al perro de madrugada …Qué asco, la verdad, fuera de mi casa y dígale al mensajero que se persone y de la cara si quiere algo. Aunque él era más corpulento que yo no sé como le fui arrinconando hasta la puerta, me quemaba la garganta y disparaba las palabras.  El hombre estaba pálido y trataba de defenderse sin terminar ninguna frase.  Llegó Lucas y el detective aprovechó la coyuntura para escabullirse.

Con los padres de Carlos fue relativamente fácil.  Una llamada de teléfono en la que les propuse que podían venir a estar con su nieto o que su nieto pasase temporadas con ellos a cambio de que yo comunicase en los sitios precisos los pormenores sobre los negocios sucios de su hijo, sus enfermedades venéreas y otros secretillos familiares de los que no salían precisamente bien parados.  No te atreverás, si tú eras una mosquita muerta …  Pónganme a prueba.  No lo hicieron.

A mi madre le escribí una carta apelando a su sentimiento maternal y a mi derecho de encontrar una vida propia y plena.  Le recordé todas las veces que había hecho la maleta durante mi matrimonio pidiéndole cobijo, cuando todo lo que obtuve a cambio fue una manzanilla caliente y unas palmaditas en la espalda, además de consejos sobre la resignación mientras me conducía en su coche de vuelta al domicilio conyugal.  Detallé las escasas ocasiones en las que había venido a visitar a su nieto durante los tres años que lo tuvo cerca, dado lo apretado de su agenda social, y aquellos comentarios sobre lo morenito que había salido, una lástima, con lo guapo que era su padre de pequeño …

Sabía que durante un tiempo me dejarían en paz, pero volverían a la carga porque no estaban educados para tolerar un NO.

De momento me conformaba con el margen suficiente para coger resuello y atrincherarme, después vería.

Conocí a Ricardo en las postrimerías de una relación intermitente con un compañero de trabajo.  Venía por casa a menudo antes de que iniciáramos cualquier acercamiento afectivo.  Era el padre de Aitor, un amigo de Lucas que como vivía al lado nuestro pasaba frecuentemente a jugar o hacer los deberes.  Me encontré de frente y sin pretenderlo con una mirada diáfana, algo huidiza,  perteneciente a un rostro sereno cuya expresión  te acogía siempre como si hubieses pasado la noche a la intemperie.  Se había separado de su mujer cuando Aitor apenas se iba solo, de mutuo acuerdo decidieron que sería él quien tuviese la custodia del niño.  Ella se marchó a vivir fuera y venía un par de fines de semana al mes para estar con su hijo.

Me resumió su situación una tarde de Noviembre en la que llovía torrencialmente y los terrones de azúcar simulaban sobre el café los obstáculos del camino.  Los niños ponían películas en el Cine Exin y nosotros comenzamos a mirarnos a través de la piel de la cara buscando pepitas de oro, manantiales de esperanza.

Fue claro desde un principio.  Seguía enamorado de su mujer, convencido de que un día regresaría al hogar familiar, harta de las excentricidades y egoísmos propios del artista bohemio con el que se había ido.  Su vida entera consistía en  preparar la escena para el regreso, demostrarle lo que había dejado atrás, el precio maldito de las pasiones revolucionarias.

Aún así me enamoré de su incondicional manera de estar enamorado, de cómo me besaba fugazmente en los labios, después de retirarme el pelo de la cara, de verlo arropar a los críos en sus camas mientras les hablaba de fútbol y de la tarta casera que prepararían al día siguiente.  Me enamoré porque él me pidió que no lo hiciera, y porque creí que tiraría la toalla cuando pasase el tiempo y ella no volviera.

Pero lo hizo.  Llegó para preparar la comunión de Aitor y ya no se marchó.  Cuando Ricardo vino a la sesión de explicaciones yo ya había podido comprobar en la predicción de su rostro que conmigo nunca se asomó a la felicidad como se estaba asomando en aquel momento.

“Va a ser que siempre te fijas en el hombre equivocado”, sentenció Lucas cuando por la noche, ante una película cómica yo no pude evitar llorar amargamente.  Desde ese día, el regazo de mi hijo se convirtió en una coordenada segura.

No cambiamos de  Colegio pero sí de barrio porque me resultaba insoportable el encuentro con ellos, percibir el olor de él sobre el pelo de ella cuando la tenía delante en la fila del supermercado, verlo conducir agarrado a su rodilla, las anécdotas familiares que contaba el niño …

Otro piso volvió a convertirme en fugitiva que pinta paredes y hace mudanzas, que se inventa una vida cósmica en los cubresofás y en las fotos nuevas que enmarca donde aparecen personajes de paso que no la intuyen, porque cuando desconoces el pasado faltan piezas para terminar el puzzle y el personaje camina ladeado, entre dos fronteras que no convergen.

Lucas llegó a la adolescencia sin disturbios, no había heredado la prisa ni la inconsciencia paternas.  Era buen estudiante, más de letras que de ciencias, tenía como referencia al grupo de siempre desde que comenzó la Educación Infantil cuando llegamos, iba al instituto en bicicleta, cocinaba los sábados y a casa llamaban muchas chicas preguntando por él.  “Las chicas sienten curiosidad conmigo mamá, dicen que soy un poco marciano …”  No se mostraba especialmente locuaz; con respecto a su pasado, antes de la deserción que ni siquiera recordaba, tenía un vacío repleto de interrogantes, pero parecía vivir asumiéndolo, como quien nace con una deficiencia.

Decidimos celebrar su mayoría de edad por todo lo alto, alquilando un local, repartiendo invitaciones, vendrían a tocar unos amigos de Lucas y pondríamos hasta un libro de firmas a la salida.

Cuando por fin llegué a casa con las llaves del local idóneo para la fiesta no esperé al ascensor y subí las escaleras de dos en dos.  Había resultado difícil hallar un espacio apropiado, pero lo habíamos logrado, tenía unas ganas tremendas de contárselo a Lucas y darle las llaves para que fuese llevando cosas.   Llegué sin resuello al tercer piso y toqué repetidas veces el timbre.  Entreabrió la puerta despacio, con una seriedad opaca que se daba de bruces frente a mi entusiasmo. “Espera mamá, pasa una cosa …” dijo en voz baja cubriendo el hueco de la entrada.  Pero no le escuché, me metí hacia dentro llevándomelo por delante, “Ven aquí –le dije conduciéndolo de la mano hasta el salón- tengo una gran noticia …”

Pero la gran noticia estaba sentada en mi sofá de color naranja, en el borde del sofá que la gran noticia nunca hubiera comprado para sí, porque cualquier sofá que se precie debe ser de piel, con enormes reposabrazos y orejeras.  La gran noticia tiene cuatro piernas y dos sexos, fuma tabaco en pipa, luce pulseras de oro con  medallitas colgando, tiene canas porque los años no pasan en balde, pero no me dan menos miedo por ello…

Kilómetros de tristeza, años en sombra después, mis padres estaban en el salón huído de mi casa fugitiva.

Traté de no mirarlos de frente, sobre la mesita baja había unos cuencos con cacahuetes y aceitunas y unas latas de refresco.  Un rayo de sol atravesaba  de lleno el cristal de los vasos.  El tiempo que pasaron con mi hijo aprovechando mi ausencia comenzaba a dolerme.  Noté como mi pulso trepaba por mi garganta.

Mi madre se acercó hasta mí y me besó sin apenas rozar su mejilla con la mía.

Olía como siempre.  Acidez extrema.

“Estás muy bien cariño, tienes un hijo estupendo”.

Mi padre estaba concentrado en comer aceitunas, como si lo que ocurría no fuese con él y lo hubiesen traído para hacer bulto.

“¿Qué queréis?”

“Ven – dijo mi madre moviéndose con familiaridad por el salón- sentémonos y hablamos”

Mis extremidades no reaccionaron, como si un yunque pendiese de ellas hacia el centro de la tierra.

“No voy a sentarme, decirme ya a qué habéis venido”.

Mi padre emitió una especie de gruñido ronco mientrasmi madre se estiraba el borde de la falda sentada de lado en el canto del sofá.

Lucas carraspeó estorbando mi campo visual para colocarse entre ellos y yo.

“Mamá, quizás deberías…  hazlo por mí…”

No por favor Lucas, vámonos, salgamos corriendo, no los mires, tápate los oídos, vente conmigo, te necesito Lucas, tú eres mi triunfo, mi compañero de viaje, mi libertad …

Mansamente permití que me acompañase frente a ellos y ambos nos sentamos en un par de sillas.

Fue entonces cuando Carolina de Irizábal comenzó a hablar y mis ojos se humedecieron porque ya no podrían evitar que mi vida cambiase.

Mis hermanos no han tenido hijos varones, Carlos no tenía hermanos y sus padres se han quedado sin nietos.  Jubilaciones, herencias, códigos familiares, recompensas de amor a golpe de talonario, haciendas, puntos de partida acolchados, intereses, dinero, futuro, apellidos, sangre, tiempo perdido, el tiempo que no nos queda, el tiempo por delante que Lucas tiene, tiempo para volver, tiempo para querernos, tiempo para olvidar, para regresar, para decidir, se acabó la carrera, se acabó la aventura, basta de tonterías …

Tantas palabras tabicaron mis oídos, no era capaz de escuchar nada más, alfileres en los tímpanos.  Sin embargo, aunque Lucas me cogía de la mano les miraba a ellos y de vez en cuando asentía con la cabeza.  Carolina hablaba gesticulando sin parar, mi padre sonreía levemente, el triunfo tenía sabor de  cerveza sin alcohol y todos los años por los que mereció la pena esperar.

“Realmente me encuentro mal” conseguí pronunciar escapando precipitadamente al baño para vomitar mi amargura.

Me estaba mojando la cara cuando les oí despedirse en la entrada, escuché el sonido de unos besos, un vigoroso apretón de manos entre abuelo y nieto …  “Estaremos hasta mañana por la noche, llámanos al hotel”.

La puerta se cerró, el silencio poblado de significados en que quedó envuelta la casa me debilitaba, vapuleando una resistencia de domingo en parque de atracciones que nunca sirvió para plantarle cara a la realidad.

La figura delgada, algo cargada hombros, de Lucas apareció en el cuarto de baño.  Se situó detrás de mí y hablamos reflejados en el espejo.

“Si vivieras en una casa que tuviese una habitación prohibida, cerrada con llave, a la que quieres entrar pero no sabes ni puedes ¿qué harías?”

“Me cambiaría de casa Lucas”

“Ya, pero no dejarías de pensar en esa habitación a la que nunca te pudiste asomar”

La gran fiesta para celebrar su mayoría de edad se convirtió en su fiesta de despedida.

Ví a mi hijo moverse entre los invitados como un anfitrión experto, con una soltura propiciada por la curiosidad de volver atrás instantáneamente para conocer lo que le aguardaba.

De repente tenía tíos, primas, abuelos, casas nuevas, gente alrededor que lo habían buscado y le estaban esperando… y se sentía emocionado, asustado y feliz.

Intentó convencerme para que viajase con él, pero mi huída ya era mítica y no podía difuminarse en el mismo punto de partida.

Quedamos en que sólo serían tres meses, que regresaría para empezar el curso en la Facultad de Filosofía y Letras, que me llamaría todos los días …

Pero cuando subió al tren que lo deportaba, agarrado a su bolsa de viaje, pálido y extrañado, yo ya sabía que no regresaría, al menos no para vivir conmigo en mis casas con ruedas que no tienen habitaciones selladas, porque lucía en las mejillas luz de aventura, la misma luz que lo había traído aquí, a la ciudad de los pasados invisibles.

Me marché de la estación antes de que el tren partiera, sin mirarlo, entendiendo que hay madres capaces de asesinar a sus hijos evitando que se los arrebate alguien que no podrá quererlos como ellas.

Cinco años después, Lucas ha terminado Empresariales y va a dirigir varias empresas de la familia.

No me llama todos los días, pero sí muy a menudo.

“Qué necesitas madre, dime lo que necesites”

Mojarnos en un mar embravecido las puntas de los zapatos.

Convertir en aviones de papel todos los secretos, para que perezcan en el agua grisácea de los charcos.

Elegirnos sin condiciones.

 

 

 

 

8 comentarios

Pablo Moradiel -

¡Madre mía qué bueno es esto! No los cuelgues en Internet, hazte un tour de concursos de relatos. No se pueden quedar sólo en el blog, creo que es un desperdicio. Enhorabuena, de verdad que son muy buenos.

Cristina Visiedo -

Puri siempre nos hablaba de Literatura, nuevos y viejos libros, poesía ... todo aquello me parecía un poco rollo, más clases, más de lo mismo. Pero poco a poco he ído leyendo las cosas que nos recomendó y sobre todo sus escritos (de esto sí que no nos hablaba, qué callado se lo tenía)que me emocionan y me enganchan más de lo que hubiese imaginado. Tenía que haber empezado a leer antes, pero como ella misma diría: "Más vale tarde que nunca". Un beso.

Luis Antonio Palmas -

Por equivocación descubrí en verano este blog, y debo reconocer que me encanta lo que escribe esta mujer. Para mí una nueva manera de contar cosas redichas.
¿Sabéis si tiene algo publicado?

Sara Loperena -

Puri fue Educadora mía, recuerdo las conversaciones que manteníamos, también las discusiones, los momentos conflictivos, éramos un grupo difícil. Ella sigue siendo la misma, si la buscas la encuentras aguardándote siempre con una palabra amable. Escribe muy, muy bien, y le deseo lo mejor.

Ricardo Fernández Moyano -

Me encanta este relato, Puri, como todos los tuyos pero este es muy poético. Me encanta la cita que has escogido de mi amigo Arturo y siento mucho que no pudieras venir al recital del viernes, de todas formas lo queremos repetir más adelante.

Besos.

Carmen Frías -

Cuelga relatos más a menudo, que es un sinvivir la espera. Con "El Norte de los Furtivos" me he angustiado y he sentido la prisa, la necesidad de esconderme ... me ha removido cosas ... Gracias.

Alba De La Hoz -

Este no está mal, pero no es de los mejores... cuelga en tu blog "Playa de los Bateles", que es todo un peliculón de los que a mí me gustan. A Puri se le da muy bien escribir, y conversar, es una gran tertuliana. Ánimo!!

Paz Melero -

Hola, somos un grupo de amigas de Hellín. Leímos "Las Hijas de Irene " y nos encantó, como todos los relatos de Puri. En este último hasta nos hemos imaginado a Lucas. Si fuera de carne y hueso nos gustaría conocerlo... Besitos.