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MARTES DE CENIZA

"NUESTRO CUERPO Y LA MELANCOLÍA"

"NUESTRO CUERPO Y LA MELANCOLÍA"

Mención de Honor en el Certamen Nacional de cuentos "Antonio Reyes Huertas" 2008.

Luisito Ortega  ha cambiado de rumbo.

Ha enrollado su esterilla y se ha marchado, no sin antes dejarme junto al colchón medio frasco de elixir bucal y unas botas que no son de mi número.

Cuando llega el buen tiempo Luisito se agobia entre cuatro paredes y busca la sombra húmeda de algún puente o el amparo de las encinas milenarias en los parques.

“Es que yo soy de monte”- suele repetir- “quieras que no, eso se nota”.

Ya lo creo que se notaba.  Olía a rebaño cuando lo conocí.

Le expliqué que dormir en casas abandonadas y vivir en la calle no implica ser un guarro.  Lo llevé al servicio gratuito de duchas y lavandería,  y le enseñé los frascos de colonia que la gente tira a medio terminar.  “Vámonos de rebajas, Luisito”, y entre la basura encontrábamos mil y una posibilidades para mejorar el día.

Es un tipo tranquilo que apenas tiene miedo de nada, de los que viven y dejan vivir.  Con el tiempo hasta te respeta.

Un buen compañero, lo digo yo, que no me junto fácilmente con nadie y defiendo mi sitio a mordiscos si hace falta.

Él puede volver cuando quiera y sin pedir permiso porque nos aceptamos sin condiciones.

Suponiendo que Luisito trabajase, dentro de nada le llegaría la época de la jubilación y estoy seguro de que regresaría al pueblo si encontrase a alguien con quien echar la partida que no le recordase el pasado.  Pero el puto pasado no está detrás de unos ojos ni en el bigote del vecino, lo espera en el punto kilométrico que arranca su vida, en una puerta, en una baldosa, en el río y en el colegio que cerró.

Son huellas y destinos.

Y nunca hay distancia suficiente.

Al menos no ver las caras ayuda.  A mí me ayuda.  Porque las olvido hasta ese punto en el que uno duda si existieron, entonces se hacen más livianas, excepto cuando irrumpen en la noche cerrada con la claridad de un relámpago y un segundo antes de despertarme, sobresaltado y cobarde, puedo darme cuenta que daría lo que fuese por volver a verlas sin que reparasen en mí.

No lo harían aunque me cruzase de frente con ellas o les pidiese limosna con las puntas de los dedos rozándoles el pecho.  Imposible relacionar los ojos con la miseria.  Esta barba tan poblada, los kilos de menos, el aspecto desastrado con el hombre que fui y que conocieron.

Sentirían naúseas en su estómago acondicionado, en su mañana de Universidad, de zapatos recién estrenados y café-tertulia con los temas encima de la mesa sobre los que ya no habito, que nacieron sin mí, a pesar de mí, libres.

Tuve una familia.  Una hija.  Una hipoteca. Padres, compañeros de trabajo.  Un barrio.  Vacaciones de verano.  Un coche pequeño.  Una colección de mariposas.  Un frigorífico que congelaba demasiado.  Un acuario con peces minúsculos que apenas eran una microraya en movimiento.  Zapatillas de casa y cuadernos de autosilábicos.  Fotos de la mili.  Un amigo que me regalaba botellas de pacharán casero.  Y una bicicleta.

Pero desde siempre, antes de la  llegada meteórica de todas esas cosas y por encima de ellas recuerdo el sudor frío de mis manos.  Una tumba abierta en el esternón para las expectativas.

Algo que siempre me provocó un terror mayúsculo: generar expectativas.

Aprobar los exámenes, saber cambiar pañales y aparcar a la primera, sazonar la comida en el punto exacto, leer entre líneas, ser el hijo que se espera, la pareja indudable, el padre ideal.

Los jodidos requisitos que hay que cumplir para que la sociedad te acepte.

Para que te quieran.

Cuando puedes parar un maldito segundo para sacar un instante la cabeza fuera del agua estás hasta el cuello de brazos que te aguardan, ojos que te buscan, y memorias que se graban tu nombre.

No avanzas porque estás encadenado

No puedes dar un solo paso sin oir los gritos de quienes te sujetan los tobillos.

A los tres años de nacer María pasaba más de diez horas en la cama y no me presentaba a ningún trabajo.  Ya había tenido una crisis parecida al poco de casarme, superada no sé como, viendo amanecer en los hombros de Ana, agarrándome a la realidad de la radio, a los croissants del desayuno y a los amigos que venían a cenar a casa.

Quizás fue eso.  Que no despegué los talones del trampolín.

Pero fui padre, y los esfuerzos no podían repartirse, tenían que estar centrados en la cachorra que gemía, en la cachorra hambrienta que sin saber hablar me sacudía con la mirada.  Y había que conseguir que durmiese y velar su sueño.  Había que engordarla, pesarla y darnos la enhorabuena.  Fotografiarla junto a abuelos henchidos de orgullo, bañarla en una fiesta de burbujas, hablarle de los animales con onomatopeyas...

Trabajar exclusivamente para ella dejando nuestro cuerpo y la melancolía en el trastero.

La gran expectativa me colocó una bomba de relojería entre ceja y ceja.

No encontré a Ana.

Sus pasos apresurados desvelaban que no podía atender mis oquedades.

Trabajaba muchas horas y cuando llegaba a casa yo ni siquiera había conseguido poner en funcionamiento la lavadora.   Unas cuantas tardes me olvidé de recoger a María en la escuela,  tarea que tuvo que hacer mi madre en mi lugar llevándosela después a su casa para que la recogiese Ana ya cenada y con el pijama puesto.

No esperé a los reproches.

Era lunes, agarré el carro de la compra y lo llené de cosas inservibles para vivir en ninguna parte.  Pasé por el colegio de María.  Era la hora del recreo y a través de la verja la encontré sentada en el suelo, rodeada de niños, comiéndose sus galletas preferidas.

Por primera vez en mucho tiempo tuve claro que hacía lo correcto.

Tres años no son nada para acostumbrarse a vivir sin un espantapájaros.

No dejé ninguna carta porque cualquier frase hubiese sonado absurda y me daba vergüenza tratar de justificarme.

Eché a andar con la imagen del  baby de María en la retina mientras escuchaba canciones eternas de patio de colegio.

Las calles me acogieron porque no son de nadie.  No se deben a nadie.

No te esperan.

En esta casa duermo desde hace unos meses.  Al principio me alojé en el primer piso, pero se derrumbó el suelo y tuve que cambiarme de planta.  Es un caserón antiguo, de techos altísimos, que debió tener mucha vida en tiempos.  Vida de ropa tendida y sereno dando palmas, de chiquillos saltando los escalones, cocinas de carbón y modistillas dejándose los ojos en bombillas de luz moribunda.

Todavían hablan las puertas.

Y los azulejos de las cocinas.

Aquí me encuentro a gusto porque su historia no me pesa, está tan extinguida como la mía.

Pueden pasar días sin que salga, acodado en una ventana o tumbado en mi colchón.

No necesito más que el tiempo transcurra sin contar conmigo.

Y para ello casi no me muevo.

Hoy me ha tocado discutir con Curro.  Él se empeña en llamarse Curro Jiménez.  Realmente ni conozco su nombre auténtico ni me importa en absoluto.

El sobrenombre le va que ni pintado porque como bandolero es único.  Roba todo lo que puede al resto de transeúntes que coinciden con él, casi siempre está borracho y defeca donde todos duermen.

Hemos tenido varias broncas sonadas, con hostias incluídas.

En mi casa no va a entrar, eso que le quede claro.

No me fio de él y me jode que venga pisándome los talones.

En cuanto se va Luisito aparece él como gato herido que necesita cobijo sin dejar el rencor a la entrada.

Que te vayas, hostia.  Que me dejes en paz.  No quiero nada contigo.

Se ha burlado de mi enfado proponiéndome una noche de lujuria entre sus brazos y le he lanzado un escombro que le ha rozado la cara.

Antes de irse ha maldecido escupiendo en el suelo.

Menudo día ha elegido para venir a tocarme las narices.

Hoy mi hija cumple veinte años.

Alguien debería regalarle besos como bengalas.

Felicidades María, aunque no sepamos quienes somos.

Cumpleaños Feliz María porque nunca vendrás a buscarme.

En mitad de mi sueño veo a la niña del baby soplando unas velas, pese a estar dormido percibo una presencia a mi lado, pero no puedo abrir los ojos.  Estoy invitado a esta fiesta de cumpleaños y despertarme sería una desfachatez...  alguien ronda alrededor de mi colchón y vierte sobre mi cuerpo un líquido que huele endemoniadamente mal, luego arreglaré cuentas con estas botas de Curro que oigo tropezar y blasfemar, ahora no tengo fuerzas para despertarme... 

 

 

Mi  hija aplaude y ya no es la niña del baby, sino una mujer con risa de pájaro y vida de pájaro que extiende sus alas volando sobre mi cuerpo en llamas.

 

 

 

 

 

 

5 comentarios

Elena loren -

Tal y como el primer Dìa extremece y emociona volver a leer este relato.Un premio merecidisimo.

La Beltraneja -

Consigues una mezcla de poesía y prosa muy atrayente, digna de Menciones de Honor. Enhorabuena.

Quique Barahona -

Jolín si me alegro, ya va siendo hora de que reconozcan lo bien que escribes, que se lo estaban pensando demasiao.

Charo Bolea -

No sé como serán los relatos ganadores de este certamen, debía haber muy buen nivel, porque este se merece, como mínimo, la mención de Honor. Es estremecedor. Enhorabuena.

Ricardo -

Enhorabuena Puri, me encanta tu relato, crudo y tierno a la vez. Es encantador y muy realista, como la vida misma.

Saludos.

Ricardo