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MARTES DE CENIZA

"ELLA QUIERE SOL"

"ELLA QUIERE SOL"

Alejandra subió al autobús con el cansancio de un corredor de fondo en la recta final.

Nunca podía ser más tarde de las séis y cinco de la mañana, si no llegaba tarde a currar y ese día todo se precipitaba oliendo a catástrofe.

Saludó al conductor, con el que ya existía cierta camaradería, y buscó su asiento acostumbrado, junto a la rejilla de la calefacción.

Joder, era puro invierno, y aquel sopor le recordaba sus sábanas de franela, los cinco minutos de más, el sonido de la cafetera ...  las cosas que habían sucedido no hace mucho, cuando aún campaba a sus anchas la confianza de lo insospechable.

Se arrebujó en el asiento y casi quiso esconderse entre las vueltas de su bufanda.

Se sacudió de encima la añoranza porque en la cadena le iba a servir de poco.  Dentro de veinte minutos ficharía, y cinco minutos más tarde sus manos sin memoria, sus manos sólo hábiles y productivas, sólo manos, irían guardando juguetes en cajas con la destreza inanimada de los que se saben al margen de la historia.

Porque la historia de cada día tiene luz de amanecer, y una mañana donde las grandes arterias de la ciudad se saturan de coches, y los niños van al colegio, y las persianas de las tiendas se levantan y palpita un mundo subterráneo de recados: citas de médicos, papeles en el registro, la compra, graduarse unas gafas, comprar el periódico, pasear a un perro ...

Todo lo que se queda al otro lado de los muros de la fábrica y que no le pertenece.

Pero tampoco nos vamos a poner dramáticos, ni que fuera lunes después de un largo puente ...  En la cadena de montaje no operan espantapájaros, aunque a veces lo parezcan.  En las taquillas se quedan fotos de niñas con medalla, novias con un mar de fondo, nietos en bicicleta.  Dinero poco, porque desaparece, pero en las hormas de los zapatos la preocupación por el familiar enfermo, la tensión por los exámenes de los chicos, los triunfos futbolísticos y las cábalas para llegar a fin de mes.

Como cualquiera de los que resisten ahí fuera con la mejor de sus sonrisas.

Sinceramente, Alejandra nunca pensó en la vida como una cuestión de resistencia.  La sentía como unos zapatos cómodos que se adaptan al pie, su vida en la Universidad, su aeróbic, los dos veranos de cooperante en Guatemala, el negocio de sus padres, sus amigas de la infancia ... hasta los veinticinco fue un pasodoble aprendido que no equivoca el compás.  Había visto ampliar su casa con el piso de al lado, tener su propia habitación de estudio que de poco le servía porque iba eternizando las asignaturas de una Ingeniería Química que le aburría mortalmente, pero la mantenía en contacto con las fiestas universitarias, las tertulias interminables, el bullicio de una colectividad provocativamente joven.  Había visto casarse a su hermano, séis años mayor y después nacer a su sobrina Idoia, que decían se parecía mucho a ella, rubia como el trigo y con dos hoyuelos simétricos y preciosos en las mejillas.  Se marcharon a vivir fuera y Alejandra los echa en falta, porque es una tía a distancia y con su hermano, pese a ser un tipo callado e introvertido se podía hablar de todo.

Después, una de tantas mañanas de domingo, frente al chocolate con churros que inevitablemente le sabía al vodka con naranja de la madrugada, mientras Marcos le mordía el cuello, y eso sí que ya no le sabía a nada, sonó el teléfono móvil.  Le costó trabajo encontrarlo en el bolso, descolgar, y antes de poder preguntar nada escuchó la voz de su madre entre sollozos pidiéndole que fuera a casa enseguida porque su padre acababa de morir.

Tenía cinco llamadas perdidas desde su casa, pero estando de fiesta a nadie se le ocurre mirar el teléfono, intuir que puede morirse tu padre y has de estar localizable, porque ni siquiera tu canción preferida en el garito acostumbrado detiene las cosas.

Los minutos siguientes fueron extraños, como el transcurrir de una película subtitulada que carece de ritmos paralelos entre las imágenes y las palabras escritas.  Se terminó el chocolate con churros y permitió a Marcos que le siguiera babeando el cuello.  A pesar de decirle: “Marcos, tío, se ha muerto mi padre, se ha muerto ...”, muy despacio, para escuchárselo a sí misma.  Porque su ligue-Guadiana desde hace un par de años, su ligue- pareja abierta, ni contigo ni sin ti, iba tan pedo que no podía entender nada de nada ni asirse levemente a ningún resquicio de realidad.

Por eso pagó y se fue mientras él estaba en el baño.

Prefirió ir andando hasta casa, tratando de despejarse y de entender un poco, sólo un poco, lo que estaba pasando, para no quedar al margen, para no parecer idiota.  Se lavó la cara en una fuente y en el ascensor se recogió el pelo con una goma que solía llevar en la muñeca.

Luego sombras, tristeza, lo que se da la vuelta transformándose para siempre, las deudas de su padre, las trampas pendientes, todo lo que ella desconocía y de lo que hubiera querido huir, porque no servía para noticias suburbiales ni páginas necrológicas, no estaba hecha para las cuentas en números rojos ni para modificar ningún status, sólo hubiera pretendido, de haber sido posible, seguir viviendo en paz.

Perdió bastante peso, en contra de lo que las almas caritativas querían creer, no fue por el dolor ni la pena, que siguieron su curso sin quebrantos, fue por pura agonía.  La agonía de abandonar la tersura y perder seguridad, la vergüenza de vender su casa y marcharse con su madre a un piso de alquiler en el extrarradio, dejar de estudiar o aplazarlo, que es lo mismo, y buscar un curro con su perfil de niña bien sin especialidad alguna.  Tres meses primero, entre chicas adolescentes que no habían terminado el colegio, oliendo su colonia de litro y soportando las bombetas de sus chicles. Primero un trabajo, luego otro, si no eran chiquillas eran marujas de vida predeterminada con ropa de mercadillo, o medio tarados que bien cumplidos los cuarenta seguían en la casa paterna mantenidos por la pensión de sus progenitores.  En la fábrica de juguetes, al menos, había de todo, conversaciones las justas, todo lo que distraía restaba producción.  Gracias a un amigo de su hermano ha conseguido este trabajo, en el que lleva ya dos años, aborreciéndolo como el primer día, viniéndose abajo como el primer día cada vez que suena el despertador, pero tratando de mantener el tipo como lo hace su madre, aunque con menos elegancia porque lo suyo no es resignación, no puede sostenerle la mirada a la vida, me has puteado, me has sacado de mi casa y de mis casillas, me has colocado en primera línea de fuego, sin márgenes, sin recreos, sin poder comprarme los zapatos donde siempre, mis mechas en la peluquería de siempre, mis amantes de siempre.  Y encima tengo que mirarte como si te quisiera.

No es resignación, sino frustración.

El vecindario friki con sus carros de la compra y el batir de huevos para las tortillas de patata, y los pocos amigos y familiares comprometidos con la causa que aún les quedan piensan que Alejandra es valiente y que hay que ver como ha sabido tirar hacia delante.  Y una mierda.

Tiene miedo y se inclina por hacer lo que debe porque no sabe como rebelarse.

Ella quiere sol, y mediodía de domingo, vodka con naranja, chocolate con churros, besos que sepan a Visa Oro, viajar a Estambul, tener un anillo de Tous como el que luce la administrativa de su empresa, la que le da en un sobre los anticipos, qué ganas le entran de cortarle ese dedo, cenar de restaurante pescado de verdad, y follar por placer o por aburrimiento, pero nunca más por soledad.

Quiere que le devuelvan su vida, plantarse ante una ventanilla en cualquier despacho de la Administración pública y decir Buenos días, si querían que me diera de bruces con la porquería de la vida, con lo que nadie elige pero que crece como la mala hierba en cuanto te das la vuelta pues ya lo he hecho, que conste en acta, ahora devuélvanme mi tiempo y mi calma, muchas gracias.

Baja del autobús agradeciendo al menos no trabajar a turnos.  Su madre lo lleva con aplomo y simpleza desesperantes.  No la ha oído quejarse ni una sola vez, allá que va con su termo cuando le toca de noche, y si la jornada es de mañana al salir se va a la piscina con un par de compañeras y vuelve a casa extenuada, con la piel brillante y el pelo lacio, lo suficientemente cansada como para cumplir con la continuidad y desear buenas noches sin engañar a nadie.

Muchas veces se pregunta qué tiene esa mujer dentro de la cabeza, esa mujer que antes tenía masajista y fisioterapeuta en casa, un vestidor como medio piso en el que ahora viven y una colombiana que le sacaba brillo a la plata y planchaba como nadie.  Si desconocía todas las deudas que su marido había contraído porque delegaba en él e ignoraba que hasta las alfombras estaban hipotecadas porqué no había profanado su tumba, porqué no se había muerto de espanto y de ridículo, porqué no se había cagado en todos sus muertos y en el infarto que las dejó compuestas y sin nada en los bolsillos.

La dignidad es una cosa terrible.  Insondable.  Todo se ampara bajo su manto.

Va a empezar su jornada continua, los dedos de los pies esperan bajo los agujeros de los zuecos, nota rígido el cuello de la bata, se olvidó de plancharlo.  Algunos fluorescentes están fundidos y hay menos luz que de costumbre.

Antes de ponerse manos a la obra, antes del timbrazo inicial, la encargada le toca en el hombro: “Valero te reclama, sube a hablar con él, yo te suplo”.  Valero es uno de los jefes, lo ha visto puntualmente, en las renovaciones de sus contratos y poco más, Alejandra no ha ído a cenas de empresa ni a reuniones informativas sobre como mejorar la producción, no ha participado en nada ajeno a las ocho horas de trabajo.  Que les quede bien claro que lo hace por extrema necesidad, sino de qué.  Piensa en todo esto mientras sube la estrecha escalera de caracol y piensa también en que si la echan lo matará allí mismo y con sus propias manos, porque se está pagando un buen abrigo a plazos, y el próximo mes pensaba matricularse en la Escuela de idiomas,  que para meter juguetes en cajas y mandarlos a la conchinchina de Lavapiés es muy práctico.

Valero le ofrece un contrato indefinido.  Cambia la política de contratación de la empresa, se acabaron los contratos temporales y las personas mayores de cincuenta años, ella vale mucho, trabaja mucho, apenas habla ni se le conoce relación con sindicatos, podría decirse que es de las preferidas y eso se premia.  Contrato indefinido.

Mira por detrás de su jefe, un amplio ventanal comunica el despacho con una de las salas de producción.  Las manos del personal, con sus cuerpos detrás, con sus días terminados y venideros detrás, no controlan la política de la empresa por muy hábiles que sean.

Sonríe levemente pensando en que quizás debería haber estudiado Empresariales.

“Tengo que pensármelo”, dice, y se da media vuelta para volver a su puesto, pero Valero se levanta de la mesa y eleva la voz indignado, como si le hubiesen dicho que su hijo es un niño tremendamente feo, estúpido o ilegítimo.

“¡Cómo que pensártelo!, ¿Será posible?, ¿pero qué te has creído? Que te estoy ofreciendo el pan de cada día, ¡te estoy poniendo en bandeja el futuro niña!.”

Alejandra se vuelve anonadada, definitivamente, el bulo de que este hombre se mete al cuerpo en ayunas varios carajillos ha de ser cierto.

“Por favor, no me grite que yo no le he elevado la voz en ningún momento”

Valero se sienta y la mira por encima de las gafas resoplando como un toro antes de saltar al ruedo.

“La Reina de Saba, aquí la tenemos, ni más, ni menos, y nosotros sin saberlo, pensando que le hacíamos un favor a la pobre huerfanita venida a menos y resulta que es ella la que nos lo hace a nosotros honrándonos con su presencia cada mañana.  Fuera de mi vista.  Vuelve a tu sitio y olvida lo que te he ofrecido.”

Resulta que Alejandra siente unos enormes deseos de llorar, y no piensa permitírselo porque ni con la muerte de su padre sintió esta inundación trepando por la garganta, abre la puerta para salir, pero no puede, no puede avanzar y dejar a ese pobre hombre allá arriba, sólo con su poder de gilipollas mediocre, con su manojo de llaves de mil euros dominando el mundo estrecho de sus operarios que es su propio mundo, incoloro, de casa con jardín quiero y no puedo. Así que retrocede y mientras Valero habla por teléfono ella se quita la bata y la deja colgada en el perchero sobre el abrigo de él, que enrojece y cuelga con una excusa.

-Me estás hinchando mucho los cojones...

Sólo la mesa, con restos de cacahuetes y de colillas, cubierta de papeles desordenados, los separa.  Alejandra percibe que son de la misma altura, percibe el resuello de él, todo su cabreo de casi patrón esclavista acostumbrado al ordeno y mando, y elige una a una las palabras, como rescatándolas del fondo de una chistera:

-Es que ya he tomado una decisión, voy a firmar ese contrato que me has ofrecido negociando además ciertas condiciones de mejora, para empezar y partiendo desde hoy mismo cojo los cinco días de vacaciones que me debéis, te parezca bien o no, y evita poner la cara de besugo que se te está poniendo porque si no cumples con lo que te digo la huerfanita venida a menos va a hacer público que te tiras a la encargada de envasados y frecuentas prostíbulos en los que trabajan menores.  Es lo que tiene estarse calladita observando, escuchar a quien quiere hablar y saber sumar dos y dos.  Que tengas un buen día.

Valero sentado, Valero pálido que ya no se muestra colérico ni resopla, Valero que la mira como si la viera por primera vez, porque es eso lo que ocurre, que debajo de la bata hay alguien que es algo más que un número de la seguridad social que necesita trabajar.  Valero que enciende sus últimas y desesperadas bengalas.

-Ten cuidado dónde te metes, tendrás que demostrar lo que estás diciendo...

-Y tú tendrás que defenderte.

Silencio.  El ruido lejano de las maquinarias, telón de fondo que marca la rutina del todo está saliendo como debe.

Valero saca un borrador de contrato y se lo tiende.

-No tengas prisa, tendrás que ver a quién mueves de oficinas o qué puesto te inventas, pero yo no voy a seguir en la cadena.  Me llamas en estos cinco días.  Y por cierto , no me la juegues, las fotos de mi móvil son extraordinarias y en segundos toda la empresa tendrá un salvapantallas nuevo con tu imagen.

-Qúe hija de puta ...

-No ibas a ser tú el único.

Fuera la calle es azul, gris, violeta.  Calle de colores por la que pasea convencida ya de que para cambiar las cosas se necesita algo más que el deseo.  Se necesita un minuto de tiempo predispuesto.  Una señal.  Un cabrón en tu camino que te remueva las tripas hasta encontrar algo. Revolución, melancolía, coraje...... algo incendiario y definitivo.

Puede que la jugada no le salga bien, pero ella no se ha quedado quieta ni al margen.

La sensación de haberse defendido es un caramelo en la boca, la dulzura de haber podido controlar un ápice de su vida.

Hoy va a invitar a su madre a comer, al aire libre, en cualquier parque, comida japonesa...

La vida son fogonazos de memoria, trenes de alta velocidad que sólo se detienen por avería, y si en ese momento bajas a comprar una revista, a tomarte un café o a conversar con alguien entras en la dimensión de las esquinas rotas y del olvido con la facilidad derribada de un otoño perenne.

Las calles desembocan en otras calles atestadas de gente que se oculta tras gafas de sol y teléfonos móviles, y ella se inmiscuye en el tránsito formando parte de un presente caótico que late con fuerza manejando el mundo. Mundos grandes y pequeños, mundos desapercibidos, empresariales, colectivos e individuales, mundos de todos y de nadie, un único mundo en realidad, una única avenida, un solo tiempo.  Presente continuo.

Ella quiere sol para desayunar, sol sin techo.

Y días azules.

 

 

 

 

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