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MARTES DE CENIZA

"EL CAMINO DE VUELTA"

"EL CAMINO DE VUELTA"

La reconocí nada más verla.

Era tal y como la imaginaba, muy menudita, silenciosa –como si quisiera pasar desapercibida- con los labios perfectos de una modelo publicitaria, cálida y sencilla.

Porque realmente todo parecía sencillo entonces, y las horas se abrían en un abanico de tiempos ajustados y necesidades cubiertas que empalmaban el día con una noche que olía a espuma de baño y patitos de goma.

Recuerdo con exactitud los primeros pájaros de su vida, sus primeros zapatos de cordones, el sabor de las naranjas, los colores.  Todos los descubrimientos que hacemos únicos porque todos somos Robinsones sin Miércoles con una primera vez por delante.

Siempre quise pertenecer a su equipo, ser la socia fundadora de un proyecto planificado meticulosamente durante años.  La siembra resultó productiva, todo iba saliendo a pedir de boca.     Era madre soltera, independiente, con futuro laboral, aparentaba tener diez años menos y criaba a una niña bellísima, de anuncio de colonia.

El padre de la criatura era lo de menos y lo de más, quiero decir que no fue escogido al azar, pero tenía asignada en la película una de esas escenas breves y cruciales que son el pilar del argumento y sin embargo nadie repara en ellas.

Vivimos a pocos metros, nos tratamos casi amistosamente, los niños han jugado juntos en el parque y ya no me resulta irónico que nadie se fije en el parecido de nuestros hijos, que son clones de él mismo.

En los estatutos del equipo se especificaba claramente que la tutela dependería siempre y sólo de mí.  Yo sé lo que firmo, con qué me comprometo, aunque haya vivido algunas etapas con mucha angustia nunca he necesitado relevo, ni vomitar sobre nadie, son mis derechos de autor.

La llamé Camino porque me pareció un nombre definitivo, que sintetizaba de golpe la decisión más importante de mi vida.  Después he aprendido que no se vive una vida a través de otra, las personas no somos meros canales de transmisión ni agendas electrónicas en las que queda prevista hasta la meteorología.

Pero eso ya fue después, o tarde.  Me debí de dar cuenta tarde.

El caso es que con séis años empezó a dibujar familias idílicas de tres miembros , con un papá alto, moreno y delgado que la llevaba al colegio y jugaba con ella a las canicas, subían juntos al columpio y le preparaba un humeante tazón de chocolate mientras mamá diseñaba vestidos carísimos y tenía una foto de los dos sobre su mesa de trabajo.  Me indigné, había invertido tiempo, el léxico exacto, los momentos adecuados en extender mi repertorio de mamás autónomas y familias distintas que ni son ni necesitan ser como la mayoría, es más, que no quieren serlo, y por eso tienen su habitat particular y exquisito, qué bien estamos así, cómo nos lo pasamos, etc, etc... Tuvo que ser la profesora quien me avisara porque en casa, aunque le gustaba mucho pintar, nunca hizo un dibujo de ese tipo.  “Es normal, son los modelos que aprenden”, concluyó aquella mujer de absurda edad para estar con niños tan pequeños e iniciales bordadas en una bata rosa que olía a suavizante.

Nada de normal.  Para empezar mi niña no era del montón, llamaba la atención en muchos aspectos y en la sociedad existen múltiples modelos para enseñarles, no únicamente el que resulta más sencillo por mayoritario.  Menuda labor docente.  El caso es que le pedí a Camino que no dibujara mentiras y no lo hizo más.

Cuando tenía vacaciones nos íbamos de viaje. Las Navidades de sus nueve años las pasamos en Roma y una de sus fotos preferidas la retrata subiendo a un típico autobús londinense.  Pero ella siempre quería volver, echaba de menos sus cosas, sus habitación, cuando regresábamos suspiraba de alivio, imperceptiblemente, al cruzar el umbral de casa.  No es que fuera se encontrase a disgusto, se la veía disfrutar y hasta tenía un cuadernito donde apuntaba las visitas que hacíamos y lo que le llamaba la atención, pero decía que lo mejor de viajar era el regreso.

Yo sin embargo me hubiese quedado en cualquier parte, en una de esas masías abandonadas que se ven desde la carretera, rodeadas de matorrales, en cualquier sitio recóndito, invisible, lleno de posibilidades y del futuro de otros.  Porque las raíces te hacen vieja, se ponen amarillas y pierden fuerza, y lo sabes, pero no puedes remediarlo.  Cuando la vida se convierte en una dirección única, en un lugar repleto de huellas, dígitos de control y espacios privados,  somos lápidas de mármol esculpidas cuyas fechas nos esperan calentándonos la cama.

Me preguntaba por su padre cuando no venía a cuento, y me pillaba desprevenida e irritada porque creía haber dejado claro que lo nuestro no era una novela romántica con la aparición a caballo de un héroe tardío, sino una opción de vida, sin trapos en un baúl del trastero.

“Quise fundar una familia en la que esa figura no fuese necesaria, Camino, ya hemos hablado muchas veces de eso ...”

“Ya, pero es que decidiste sólo por ti”- hablaba muy bajito, mareando la comida con la cuchara,  los ojos clavados en los cuadros del mantel.

“Es que entonces sólo estaba yo, querida, o yo estaba antes, míralo como quieras, y había que espabilar ...  Es importante saber como quieres hacer las cosas, como quieres que sean.  Yo sólo te quería a ti.”

“Entonces... ¿no estabas enamorada de mi padre?”

No sé que pretendía.  Sacarme de quicio no era, porque me miraba con una limpieza extrema, como tratando de entenderme de un solo vistazo.  Pero es que nadie había hablado de amor, que no venía a cuento ni se trataba de eso, tal vez fuera deseo, el deseo como norte, de crear una vida a mi manera usando los mecanismos necesarios.

Y no por cierto, jamás estuve enamorada de su padre, pero me pareció la persona apropiada: sana, culta, sin quebraderos de cabeza, de los que olvidan un polvo de una noche con los albores de la mañana y son capaces de jurar con sangre que nunca se lo echaron y hasta  llegan a creérselo.

Después ha sido fortuito que nuestras vidas confluyan, ironías del destino con las que hay que reirse, porque los secretos más íntimos son a veces toneladas de evidencia ante nuestros ojos, verdades obesas que nunca llegamos a descubrir.

Nunca fue una niña popular, de grupos amplios o amistades cambiantes.  A los once años conoció a Pilar en las clases de Ballet y se hicieron inseparables.  Pilar era un potrillo salvaje, se reía como tal, abriendo mucho la boca, resultaba explosiva en sus reacciones, todo lo contrario que Camino.  Me pareció que podrían complementarse.  Comenzaron a salir juntas, acompañadas por las hermanas mayores de Pilar, que era la tercera de cuatro hermanos huérfanos de padre por un accidente laboral.  Coincidían en algo, la ausencia del padre, aunque no era Pilar precisamente la que parecía huérfana.

Iban al cine, a la piscina, a los ensayos del coro del Colegio...  Y yo solía recogerlas a la salida.

Cuando cumplieron los quince, Pilar dejó de venir por casa con la frecuencia acostumbrada y sus llamadas telefónicas escasearon .  Pregunté a Camino pero me contestó con evasivas.  En Semana Santa se fueron de Acampada con el instituto y a su regreso fui a buscarlas a la estación.  Cada una salió de un vagón distinto, como si no se conocieran.  Propuse a Pilar llevarla a casa y me contestó que prefería ir andando para estirar las piernas.  Aunque estuvo agradable y me sonrió como siempre noté algo extraño, una goma tensando los músculos de su cara, de una cara que la imitaba.  Camino me cogió por el codo”¿Qué hablabas con esa?”

“Esa es tu mejor amiga desde hace años, ¿qué os pasa?”

Hubiera querido que me besara ruidosamente, que me cogiese en volandas después de cinco días sin vernos, que me echase de menos.  Pero el primer saludo fue esa voz asustada que no quería sobresalir entre los ruidos de la estación.

“Nada, venga, vámonos, es que pensé que te había dicho algo ...”

“No ha querido que la llevase a casa, eso es todo”, le contesté mientras arrastraba su maleta, tratando de seguirla, porque se abría paso entre la gente como si hubiera sonado una alarma, sin despedirse de ninguna de sus compañeras, que hablaban a gritos y tenían las mejillas encendidas, y contaban a sus familiares fragmentos inconexos del viaje.  Subiendo aquellas escaleras mecánicas sentí por primera vez que estaba muy lejos de Camino, que no era esa la adolescente imaginada.  Si años atrás me lo hubiesen relatado en vídeo hubiera jurado que aquella chica de aspecto fatigado, casi triste, no podía ser mi hija.

Tuve frio.  Pensé en todas las veces que nos habíamos acurrucado juntas, en las mantas compartidas, en las bufandas de los muñecos de nieve...  Ni siquiera la nieve es la misma cada invierno.

La verdad es que volvimos a casa como quien viene de peregrinar durante meses, como vagabundas.

Enlazamos la vida cotidiana con el empaque de la imagen que se exporta, reuniendo la calderilla de nuestros fondos de inversión.

Hinqué codos tratando de entenderla, recurriendo a manuales sobre adolescencia y tirando de la mía propia.  Pero es que no nos parecíamos en nada.  Ella se mostraba insegura, taciturna, a veces la sorprendía mirándome con recelo, como si  hubiera leído a hurtadillas  su inexistente diario o como si le debiera una disculpa.  Se cuidaba lo mínimo, recogiendo desordenadamente su espeso pelo castaño sobre la nunca, casi siempre usaba ropa deportiva y no se maquillaba.  Confeccionaba sus propios abalorios en lugar de utilizar las pequeñas joyas que yo le había ído regalando y leía novela histórica, género que yo nunca pude digerir.

Conservamos el hábito de ir juntas al teatro, pero la conversación posterior a cerca de la obra representada podría haberla mantenido con el taxista que nos llevaba a casa precipitadamente, porque ella siempre tenía que estudiar.

Llegó Navidad y mi hija era poco más que un huésped de habitación alquilada con quien apenas te cruzas por los pasillos.  Como esos días me ponen melancólica decidí esforzarme al máximo por un reencuentro típico de anuncio de turrón.  Quería recuperar mis planes, que el equipo de mis esperanzas subiese a primera división.

Pero ella estaba en el otro bando y no iba a permitir que los constantes villancicos de la calle le perforasen el alma.

Me evitaba, ante mis propuestas para el tiempo libre de esas fechas contestaba un gélido”Ya veremos” que no invitaba a nada.

Un par de días antes de Nochebuena llamó Pilar por teléfono para felicitarnos las Pascuas educada y tradicionalmente.  Cuando le dije que Camino no estaba quiso cortar rápidamente pero no la dejé.  Me había bebido media botella de champán con el estómago vacío y una nostalgia cálida y placentera me abrazaba con la suavidad de una boa de plumas; empecé a tirar de los pañuelos de colores que componían el tiempo de la infancia de ambas, cuando dormían juntas y yo las oía cuchichear hasta el alba, cuando parecía que aquello era más fuerte que la propia vida y que nunca podría romperse ...  La oí carraspear incómoda al otro lado del auricular pero no me importó, llegué a acorralarla y a decir todas las insulseces que no podía decirle a Camino.

“Ay Sara, siempre tan encima, tan pendiente, para al final no enterarte de nada...”  No hubo ironía ni lástima en sus palabras, no hubo nada de nada, fueron tan absolutas y descarnadas que la semiembriaguez desapareció de golpe, como si me hubiesen sumergido la cabeza entre cubitos de hielo.

“¿Qué quieres decir?”  Me erguí  recorrida por una corriente eléctrica.

“Nada, nada , discúlpame por favor, no lo tengas en cuenta, tú siempre te has portado muy bien conmigo y yo no quiero ...”

No quería sus disculpas ni mucho menos su compasión.  Y no iba a permitir que escurriese el bulto.

Fue así como por primera vez entró en mi casa y en mi vida el nombre de David.  Sacudí a Pilar para que desembuchara de la misma forma que si la hubiese tenido delante, pero sin sujetarla por los hombros.

Camino salía con un chico cinco años mayor por el que había anulado su escaso mundo social y cometido múltiples faltas de asistencia a clase que justificaba falsificando mi firma.  No vivía para nadie más ni escuchaba a nadie.  Pilar quiso razonar con ella, pero obtuvo una acusación de celos que fue minando su relación.  “Está obcecada, Sara, totalmente obsesionada, pensamos que ya se le pasaría pero cada vez se encierra más ...”

Tuve que colgar para que no escuchase mis arcadas.  Vómitos convulsos que me sacudieron entera y con los que arrojaba todos mis planos de delineante, todos los soles del mediodía cuando de chiquita la llevaba al colegio en brazos dormida sobre mi hombro.

Lo primero que pensé fue en denunciar al tal David por perversión de menores, después, más sibilinamente e influenciada por mi afición al cine negro, imaginé una cita con él para chantajearlo con una importante suma de dinero a cambio de que nos dejase vivir tranquilas.  Luego bajé de las nubes  de la ficción y comprendí que por primera vez en su vida Camino se había hecho fuerte, y que enfrentándome a ella no conseguiría sino afianzarla.

El siguiente momento juntas de más de 10 minutos de duración fue la cena de Nochebuena en el Hotel  Europa.  Gente ataviada como para un encuentro en la Casa Real, sonido de copas, de cubertería fina,  los pasos de los camareros arriba y abajo, blancas sus camisas, las cortinas, los manteles, las velas ...  Todo blanco e impoluto, en el polo opuesto a lo que me comía por dentro, una desazón turbia y febril que pugnaba por explotar lejos de la cordura y la templanza para arrasar las sonrisas Codorníu de los allí presentes.

Me había preparado varios discursos;  normalmente en situaciones de parecido calibre ocurre que tras las dos primeras palabras son mis vísceras las terroristas que se adueñan del instante, así que cuando Camino regresó del baño yo trataba de encontrar mesura en todos los rincones de mi organismo.

Estaba guapísima, se había puesto un vestido negro sin mangas y con la espalda al descubierto, llevaba el pelo suelto y rimel en las pestañas de sus ojos desencantados, lucía zapatos nuevos, acharolados, de medio tacón, y una pulserita con cuentas de ámbar de la que no quise averiguar su procedencia.  Incluso se mostraba locuaz, de no haber sabido que detestaba el alcohol habría sospechado sobre unos cuantos viajes al mueble-bar de casa.

Quise dejarlo pasar, o esperar a que pasara, creer en un milagro de la Navidad ...  Pero conocía el cuento de la Cenicienta y sé de lo que son capaces los relojes que siempre te están esperando.

Le espeté mirándome las manos y con un tono de voz que no creía audible que me sentía engañada y dolida por como me trataba últimamente, que sabía su secreto pero hubiera preferido que ella misma me hiciera partícipe ...  Iba a adentrarme demasiado pronto en la radicalidad  de las prohibiciones por ser menor cuando la miré directamente: se alisaba la servilleta sobre las piernas y su cara no expresaba nada de nada, como si una gitana le estuviese vendiendo claveles a un centímetro de la silla, indiferencia total.

Sentí otro aldabonazo en la memoria de las cosas previstas y el diseño gráfico de los sueños.

No podía ser yo, no podía ser mi hija.

Su voz me hizo aterrizar de golpe en el plato de porcelana.

“Mamá, será mejor que no hablemos de secretos, cada una es libre de tener los que quiera, mira tú, mírame a mí, yo misma soy un secreto que tu quisiste tener y nadie te detuvo.”

Debí frenarla, no permitir que me allanara, que llevase las riendas, que sonase amenazante su voz...  Pero no supe.  Sí supe que yo sabía, por fin sabía, y ella también, ella mucho más que yo, se había apostado tranquilamente a esperar el momento en que su presa saliera a respirar.

“Estoy saliendo con David y seguiré haciéndolo, te guste o no, terminaré el bachillerato, no te preocupes por eso, es cierto que al principio me pareció tan alucinante que alguien me quisiera de esa manera que perdí un poco el norte...  Pero ahora ya lo tengo mucho más claro y no voy a permitir que nadie me chafe esta historia.”

Un camarero nos sirvió agua y otro puso los panecillos.

Les hubiese cambiado el puesto.

Ni siquiera tenía dieciséis años, lo más fácil era dejarlo correr, no darle importancia para acabar comprobando que, por lógica, esa aventura se autodestruiría sin remedio.  Pero había algo en sus ademanes, en sus facciones y hasta en la sombra de sus palabras que asustaba.  Cierto aplomo de promesa sagrada.

Era militar, como su padre y como su abuelo, lo había conocido en la piscina, no la trataba como a una cria y tenían ya muchos planes de futuro, porque a él no le iban los rollos, cuando se comprometía lo hacía de verdad.

Tomaba su consomé, cenaba con normalidad mientras yo no podía probar bocado y sentía unos irremediables deseos de llorar.  Desde entonces no he vuelto a pisar el Hotel Europa ni he podido librarme de un yunque en el estómago.

“Se te humedecen los ojos mamá, espero que sea de alegría ... tienes que estar contenta, yo por fin me siento feliz...”

Aquel ser absurdo que no se escuchaba a sí mismo había alienado a mi hija.  Reconocía su cuerpo, era el cuerpo de Camino, sí, pero nada más podía ser suyo.

Lo conocí en los postres esa misma noche.  Desde el primer momento me trató con una familiaridad vecinal, como si me hubiera visto en zapatillas y con los rulos puestos.  Camino lo miraba de una manera indescriptible, casi sin pestañear, lo cogía de la mano, se acurrucaba en él ...  David llevaba la voz cantante en todo momento, cariño déjame explicarme, cariño mejor lo cuento yo, cariño esto-lo otro ...  Me sentí resto de naufragio, completamente agotada.

Mientras nos llevaba a casa en el BMW de su padre todavía pensé en el tiempo por delante, en un tiempo y una estrategia, pensé.

No existía ojo de buey por el que colarse, ni forma de pasar a la acción.

Ví a esa extraña señora que decía ser mi hija cumplir su promesa de terminar sus estudios, esa misma tarde, como si de un mensajero del demonio se tratase, David vino a casa vestido de uniforme para anunciarme que lo habían destinado a un lugar impronunciable que no aparece en los mapas, y que se llevaba a Camino.

Ella ya tenía preparadas las maletas.

“Te escribiré, madre” mintió.

Sigo sin creer que nos haya ocurrido a nosotras.  Sigo sin dar crédito a mi incredulidad y a mi sedación.  No sé porqué no la até, no me la llevé lejos, a una de esas masías abandonadas que se ven desde la carretera, a cualquier lugar donde poder abofetearla y que ella lo hiciera conmigo, escupirnos salvajadas y querernos sin límites.  Un hechizo, un asombro más grande que todos los planes de mi vida, me arrancó la fuerza de golpe.

Todavía espero su regreso, algún día, el regreso de la Camino robada que siempre quería volver, la niña secuestrada cuyo lugar fue usurpado por una doble inaudita, pueril y egoísta.

 

 

Pero pasa el tiempo, y nada hay más doloroso que renunciar.

 

 

 

 

3 comentarios

Violeta Urbizu -

Lo que escribes lo veo en imágenes... son guiones literarios estupendos. A todo el mundo que entre en tu blog le recomiendo que busque "Libélulas de Otoño", bajo mi opinión es de lo mejor que tienes. Tendría que fijarse en tus relatos un director de cine, porque son para ver en imágenes, o para que te los lean en voz alta.

Carol -

Soy de Valencia y te sigo desde que leí "Las Hijas de Irene", creo que tienes un estilo propio extraordinario. Enhorabuena por tu blog.

Esther De La Ripa -

Me encanta el amplio abanico de mujeres protagonistas que habitan tus relatos. Son perfiles nítidos, muy logrados. Cuanta soledad desprende este relato...
Un saludo.