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MARTES DE CENIZA

"NO TE ACERQUES"

"NO TE ACERQUES"

Hoy ha salido a la calle con zapatos rojos.

Eso significa que está contenta.

Que tiene fe en la vida.

Llevaba una elegante cartera portadocumentos, el pelo recogido y mis pendientes preferidos, esos que simulan una lágrima de plata.

El café se me había quedado frío.  He llegado demasiado pronto, temiendo perderme su salida.  Los lunes madruga más que ningún día, porque dedica tiempo a recoger la casa, los periódicos del fin de semana, lo que selecciona para los contenedores de reciclaje … es la mañana de puesta en marcha del engranaje semanal, y ella se aplica con cuidado, minuciosa con las cosas más pequeñas y los detalles inverosímiles.

Al pasar junto al escaparate de la cafetería he tenido que encogerme en la silla para que no me descubriera, soy un investigador desastroso, un espía de cuarta sin encargo de nadie, porque desde que nuestra relación terminó sólo puedo observarla en la distancia, necesitado como estoy, como lo estaré siempre, de su presencia siquiera fugaz, del dibujo de su boca a contraluz.

Descubrí casualmente que vivía aquí al lado.  Cuando rompimos cambió de domicilio y de número de teléfono, le perdí la pista, hasta que el destino se alió conmigo y una mañana mi moto se averió a unos metros del portal de su casa. Entré en la cafetería para llamar al seguro y en medio de todo la ví salir apresuradamente, mirando su reloj de pulsera y parando a un taxi.  No fui capaz de contestarle a quien me estaba atendiendo, que colgó el teléfono sin que yo pudiera articular palabra, preso de una alucinación que se convirtió en realidad cuando frecuenté este entorno hasta constatar que Zoe vivía ahí, tan cerca otra vez, tan cerca.

Por eso los lunes he cambiado mi turno de trabajo, para poder contemplarla unos segundos a través de un cristal helado, lleno de huellas que no son las nuestras, y los viernes ceno aquí, un bocadillo de lomo con pimientos, cualquier día le diré al camarero que no me gusta el pan aceitoso, esperando verla salir con su bono de teatro palpitándole en el bolsillo y sus ojos innecesariamente maquillados.

Si supiera que estoy al acecho mandaría al Séptimo de Caballería, pediría una orden de alejamiento.

Cuando estábamos juntos no parecía importarle lo obsesivo que soy.  Hasta le hacía gracia sorprenderme vigilando su sueño, respirando imperceptiblemente para no despertarla.  Nunca protestó porque le llevase el desayuno a la cama, con tostadas, huevos revueltos, y una rosa roja, aunque sólo se bebiera el zumo de naranja y me repitiera, una mañana tras otra, que no le gustaban las rosas.

Cómo no iban a gustarle.

A todo el mundo le gustan las rosas rojas.

Pero ella se empeñaba en ser especial hasta en eso.

Reconozco que se me fue de las manos.  La llamaba al trabajo constantemente, mis facturas de móvil eran astronómicas, llegué a esperarla sentado a oscuras en el rellano, no le pasaba los recados de amigas que querían quedar con ella, ni le decía que sus padres habían mandado un paquete con embutidos del pueblo.  Después ella lo descubría, y yo me hacía el despistado, claro, y no podía evitar, aunque sí retrasar, que se fuera un fin de semana a ver a su familia, o que quedase a tomar algo con su pandilla de la Universidad.

La sorprendí haciendo la maleta porque me sentí indispuesto en el trabajo y volví a casa antes de lo previsto.

No daba crédito.

Si la había tratado como a una reina, si la había mimado como nunca nadie lo había hecho conmigo…

Dijo que llevaba tiempo queriendo decírmelo, pero yo aseguro no haber recibido información de su abandono, tenía la mirada húmeda y extraña de un lobo malherido,  era una mujer diferente, y me pregunté en qué resquicio de tiempo había podido construirse así sin que yo lo percibiera.

En un desesperado intento de retenerla quise arrebatarle la maleta y ella perdió el equilibrio, quedó contra la pared, estática y asustada, por primera vez vi miedo en sus ojos.

Le dije que podía marcharse y lancé su maleta por las escaleras.

Después me duché con agua fria mucho rato, pasé la noche viendo concursos de televisión, esperando que amaneciera y que el nuevo día nos proporcionase la oportunidad de ver las cosas con más calma.

Pero Zoe había cogido unos días de vacaciones y no contestaba al teléfono.

El guardia de seguridad del edificio donde trabajaba llegó a prohibirme el paso.

  Lo intenté todo hasta que un día fui yo quien recibió en  el trabajo una visita del hermano de Zoe, que con testigos delante y mucha calma me exigió que dejase de molestar a su      hermana o nos veríamos en los juzgados.

No soy ningún valiente y el dolor físico me da pavor, así que no tenté a la suerte hasta que mi moto se averió hace unos días y ya no pude hacer otra cosa, ya no pude.

Al verla hoy con los zapatos rojos, esos que sólo se ponía al principio de nuestra relación, he sospechado

 que algo estaba cambiando.  Algo que la reconcilia con la vida, que no la hace estar alerta, algo con lo que disfruta.

Es por eso que he intensificado mi labor de espionaje, que la sigo al trabajo y espero en los alrededores a que llegue la hora de salida, y entonces veo al tipo alto y moreno, el del abrigo largo, el que la fue a buscar el viernes pasado con cara de colega fiel, de compañero perfecto, y al menos no se besan, no se besan, pero se cogen del brazo y susurran cosas que no puedo escuchar, y entran en un restaurante y piden mesa para dos, y desde la calle veo que él le abre la silla para que Zoe se siente, y luego se sienta él, y le coge la mano sobre el mantel blanco, junto a la cesta de los panecillos.

Una rabia precipitada, ciega y sorda, me hace irrumpir en el restaurante y quedarme en un rincón de la barra desde el que ellos no pueden verme.  Pido un botellín de cerveza de una marca concreta y me lo sirven junto a unas aceitunas verdes.

El tipo de rizos negros bien domados, con su jersey de cuello alto color crema, deposita junto al plato de Zoe un pequeño regalo, parece la cajita de una joyería.  Ella la abre, sonríe y hasta se ruboriza un poco, se inclina sobre él y le besa en los labios.

Y yo no sé como he llegado hasta ellos con mi botella de cerveza en la mano, sin darme cuenta de que me miran perplejos, sin escucharlos, sin percibir nada más que mi rabia estrangulándome, por eso estrello el botellín contra la cabeza de él, que cae al suelo entre cristales, como un bobo de circo, y cuando voy a golpearla a ella con el trozo de botella que me queda, y la veo gritar, la veo con la boca abierta pero sin poder escucharla, es cuando puedo cerciorarme de mi error, no es Zoe, no es Zoe, ni siquiera se le parece…

Salgo corriendo del restaurante con la mano ensangrentada, algunas personas han tratado de retenerme dentro del local, pero me las he llevado por delante, dueño de una fuerza insospechable, la que proporciona el amor absoluto y desesperado.

Mientras me curo en casa aborreciendo mi actitud de pandillero violento, confío en que el destino vuelva a ponerme, esta vez de verdad, sobre la pista de sus zapatos rojos.

3 comentarios

nK -

Me ha encantado, como todo y como siempre lo que escribes. Uno se engancha a tus relatos, a tus poemas, a tu estilo... y se vuelve irremediable e insaciablemente incondicional... y eternamente agradecido.

Feli De La Torre -

Estos días he podido desmenuzar tu blog, estoy encantada con él. Escribes muy bien. No abandones.

Shey -

Vaya manera de amar... qué miedo. Muy bien relatado.