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MARTES DE CENIZA

"CORTINAS"

"CORTINAS"

“Contra el vientre que la disparó”

(“La Extranjera, Cristina Peri Rossi)

 

Las cortinas caducan.  Y sólo nos damos cuenta cuando no sintonizan con el presente.  Cuando siguen colgando impenitentes frente a una ventana que ya nadie abrirá, y dejan pasar una luz extraña, amarilla, de tiempo detenido.

Me han parecido viejos esqueletos, testigos de nuestro abandono una década atrás, aquel recién estrenado Enero en que nos mudamos dejándolas en su sitio porque pensamos, al menos yo pensé, que alguien las aprovecharía, que alguno de mis hijos retornaría al hogar dónde creció y podría disponer de ellas.

Pero la memoria de los jóvenes carece de cordón umbilical y pasado reciente.

Soy yo quien ha regresado, empujada por las circunstancias, es cierto, a recorrer este piso que podría describir palmo a palmo con los ojos cerrados, en esa puerta sigue marcada la estatura de los críos, cada séis meses Blas los alineaba en el pasillo dispuesto a medirlos, y por cada centímetro ganado los premiaba, como si fuesen potros, con un terrón de azúcar que los niños anhelaban impacientes.

Amaya, la segunda, siempre se quedaba mustia porque era la que menos adelantaba de los cuatro, pero su padre sacaba del bolsillo una moneda de chocolate que parecía de plata, y se la entregaba a escondidas.

El suelo del pasillo está salpicado de baldosas con las esquinas rotas, legado de las competiciones de patinaje y hockey.  En la habitación de los chicos todavía hay clavos en la pared de cuando les dio por criar pájaros, después colgaron las maquetas de aviones que vendían los domingos a la entrada de la parroquia, y finalmente sujetaron de esos clavos banderas independentistas.  En la habitación de las chicas queda la señal de las camas abatibles como la marea que no volvió a subir por la pared, detrás de la puerta una percha de madera con tres pomos que fabricaron en el colegio, en el alféizar de la ventana, escrita a rotulador rojo, la fecha en la que Lidia comenzó a salir con Teo, el espejo del baño está torcido, y la mesa de la cocina coja, hay una puerta que pega en el suelo, el timbre suena con un ding-dong estridente que ya no he vuelto a escuchar en ninguna parte, y desde el salón, si te empeñas mucho, se adivinan los montes que rodean la ciudad.

Estaba embarazada de Fernando cuando mis padres nos regalaron este piso, uno para mí y tres portales más abajo otro para mi hermano.  Habían vendido las tierras que les quedaban en el pueblo, con eso, y los minuciosos ahorros de toda su vida hicieron el esfuerzo de regalarnos seguridad, la seguridad que da contar con un hogar propio para tejer una existencia que sólo encuentra sustento en las cosas pequeñas. 

Después mis padres se internaron voluntariamente en la residencia del pueblo que los había visto nacer, marchitándose deprisa, tanto que cuando quisimos darnos cuenta ya no quedaba ni rastro de ellos.

Veinticinco años de mi vida transcurrieron aquí.  Unas bodas de plata que Blas quiso celebrar inaugurando la casa en las afueras que había ido levantando poco a poco, convirtiendo una caseta semiderruída en una edificación de una sola planta con porche, huerto, chimenea, y el espacio ideal para una piscina en la que se bañarían nuestros nietos. 

Por eso dejamos el piso y nos fuimos con los dos pequeños, Lidia y Jacobo, a la conquista de la tierra prometida. 

Nunca me preguntó Blas qué me parecía cambiar de vida, tener que depender de él para que me llevase a la peluquería, al médico, a ver a los dos mayores, que se habían independizado poco tiempo antes y no parecían añorarnos.  Dio por hecho que nos ofrecía la mejor alternativa y que esta no podía conllevar reproches, aunque los pequeños protestasen alegando que los llevábamos al desierto, donde estarían incomunicados, y solos. 

Lo cierto es que apenas paraban por casa, además el novio de Lidia tenía coche y Jacobo se agenció una motocicleta, con la excusa del cambio volaron más deprisa.

Ahí comenzó la segunda parte de mi vida, una vida tiene relación directa con los domicilios ocupados y los hogares construídos.  No es lo mismo vivir en una parte que en otra, no es comparable un piso con una casa, una edad con otra, un número de hijos que la ausencia de ellos… y todo puede circunscribirse al tipo de mujer que eras en cada una de esas viviendas, porque el tiempo nos convierte en figuras poliédricas.

La mujer embarazada de seis meses que estrenó este piso tenía veintitrés años, se creía propietaria de algo con esas llaves en la mano, era su nido, ubicado en un barrio obrero en expansión, creía que el futuro no se la jugaba en un trapecio, sino que se diseñaba despacio y a medida.  No podía imaginar que en los siete años siguientes traería al mundo tres hijos más, que acabarían con sus ganas de volver a estudiar y con sus planes nocturnos un sábado al mes, saliendo del brazo de su marido para cenar en restaurantes con manteles de hilo.

Quizás por eso, o porque yo soy así, nunca llegué a ser una madre gallina clueca, una madre que cubriese de besos a sus hijos sin motivo alguno, especialmente cariñosa, ni me salía, al contrario que a Blas, ponerme a jugar con ellos en el suelo, irlos a buscar cuando comenzaban a salir, salpicarles con el agua del lavabo o mancharles de harina la nariz.  Hice de la maternidad una profesión concienzuda y seria, alejada de lo vocacional.  Pero no fue premeditado, una improvisa sus herramientas con la mejor intención.

Al nacer Fernando sentí como se quedaba con todo mi tiempo, descuidé mis plantas, que tanto me gustaban, dejé de sacar patrones de las revistas, dejé de comprar revistas, todo era amamantarlo, cambiarlo, bañarlo, mostrárselo a las visitas, aplaudir sus gracias, seguirlo cuando gateaba, darle la manita para caminar…

Apenas se iba sólo cuando me quedé embarazada de Amaya, me mordí el labio inferior hasta hacerme sangre de tanta rabia como me dio, idiota de mí, ilusa, que hasta había pensado en ponerme a trabajar unas horas…

Debo reconocer que tener dos niños no me volvió loca, supe organizarme y de vez en cuando venía la madre de Blas a echarme una mano, los niños se le daban estupendamente después de haber criado siete hijos, y además le gustaban.

Cinco años después, cuando llegaron seguidos Lidia y Jacobo, mi suegra tenía ya una docena de nietos y estaba cansada de niños, cansada de mis normas y mi manera de hacer las cosas, tan diametralmente opuesta a la suya, y se fue quedando paulatinamente al margen de mi casa.  Aunque me hacía falta y los niños la reclamaban no le pedí que volviera.  Ni una sola vez olvidó llamar a sus nietos cuando cumplían años o caían enfermos, nos mandaba botes de conserva o productos de la matacía, ocupando un lugar exacto de mujer que sabe lo que hace sin esperar demasiado. 

Me enervaba ese aplomo, su estructura consolidada y amable, su dignidad. 

Falleció mientras dormía una madrugada de verano, en la cama del pueblo donde habían nacido todos sus hijos, que aún conservaba el colchón de lana. 

Nunca antes había visto a Blas tan descompuesto, desconocía a ese hombre que se acurrucaba en el suelo deshecho en lágrimas, hubo una parte de él, algo en él, que se oscureció para siempre tras la muerte de su madre.

Me empeñé en tener un tercer hijo que fuese niña porque Amaya no cuajaba como mi hija soñada.  Tuve suerte y nació Lidia.  Amaya fue, desde el principio, una niña difícil, de mal dormir, siempre asustada, huidiza, arisca, no le gustaba llevar faldas, ni adornos en el pelo, cuando intuía que su padre volvía de trabajar lo esperaba sentada en la puerta, como un cachorro ansioso de caricias.  No quería darme la mano por la calle y se empeñaba en hacerlo todo sola.  Cuando nació mi muñeca Lidia Amaya la miró con sus ojos desbordados, le buscó los pies bajo la toquilla, la palpó y tuve miedo de que le hiciera daño. “No quiero que te acerques a ella”, y aquella frase casual resultó premonitoria, porque convivieron siempre como compañeras de piso de diferentes países.

Lidia sí.  Lidia estudió ballet y se dejó el pelo largo, jugaba a juegos de niñas, se disfrazaba de princesa y en cuanto pudo comenzó a llevar zapatos de tacón.  En la adolescencia conoció a Teo, sus padres son  propietarios de varios negocios, y crecieron juntos hasta casarse y formar un hogar al que acaba de llegar la pequeña Cinthya.  Aunque ahora estemos distanciadas yo siento que mi Lidia es mía.

Jacobo llegó por su cuenta, inesperado en medio de lo que parecía una menopausia precoz, silencioso, inadvertido, no reclamaba la merienda, ni exigía que le comprase un juguete concreto, le apasionaban la lectura, las canicas, las piezas pequeñas de cualquier cosa, montar y desmontar...

Qué raros y qué diferentes son los niños.

Cuando crees conocerlos se fragmentan en otros, se convierten en una prolongación extraña de lo que podrían llegar a ser.

Este piso se llenó de gente que lloraba, comía caramelos y tenía pesadillas nocturnas, no paraba de sonar el timbre o de estar ocupado el teléfono, o el baño, los días transcurrían veloces en un devenir constante de carteras escolares, secadores de pelo, platos y manteles y helado los domingos. 

Un bullicio que comenzó a desaparecer cuando nos hicimos mayores sin quererlo y los chicos crearon sus amistades y sus secretos lejos de nuestra vida.  Entonces Blas y yo nos miramos sin necesidad de espejos para percibir que envejecíamos y que nos parecíamos poco a los chiquillos que entraron en este piso convencidos del diseño del mundo.

Fernando se puso a trabajar con dieciséis años, pese a que sus profesores nos pidieron que hablásemos con él porque tenía buena cabeza para los estudios él se negó en redondo. 

“Quiero trabajar cuanto antes, siempre os he oído hablar de lo apurados que vamos...”  Y era cierto, Blas engranaba dos trabajos y aún así no nos sobraba. 

Mensualmente me iba entregando una cantidad que yo le guardaba en una libreta de ahorros, no quería vivir de aquel hombre tan prematuramente responsable, tan cabal, que tanto me recordaba a mi suegra ...

Hoy es el principal culpable de la postura unificada de mis hijos en mi contra.

Escuchan a Fernando con un respeto que casi raya en la veneración.

Y yo no sé qué tiene que decir de mí Fernando, ni ningún otro.

No me meto yo con las mujeres que han abandonado a mi hijo mayor, no me parece casualidad que haya convivido con las dos madres de sus tres hijos sin que esas relaciones hayan prosperado, pero no me meto, ni me importa que a Amaya le gusten las mujeres, bueno importarme me importa, pero poco puedo hacer ante la muralla infranqueable de sus ojos helados que me escrutan de arriba abajo, de Lidia me impresiona que se deje conducir por sus hermanos cuando hay ciertos intereses o  dinero por medio, a ella que es a la que menos falta le hace, justo ahora, cuando más la necesito mete la cabeza bajo tierra y tengo que soportar que sea su marido, el gran Teo, quien se atreva a decirme que no estoy haciendo bien las cosas, un niñato al que prácticamente le he limpiado los mocos...  Jacobo se borra del mapa, “me sumo a lo que decidáis” les ha comunicado a sus hermanos, precisamente él, que fue el último en marcharse de casa, el más mimado...

El piso comienza a convertirse en un espacio claustrofóbico que me aturde...

Tres años después de marcharnos de aquí Blas falleció trabajando en el jardín de nuestra nueva casa.  La maquinaria se detuvo.  Su corazón paró.  Y me dejó allí tirada, en medio de las afueras, en un lugar inhóspito que nunca sentí como propio, con dos hijos de veinte años que me miraban como si fuera a pedirles sus entrañas para hacerme un abrigo.

Un año después de haber enterrado a su padre ya no vivían conmigo.  Jacobo con su hermano, como cuando eran pequeños y tenía pánicos nocturnos y Fernando le dejaba meterse en su cama y dormir con una linterna encendida.  Lidia con Teo y los padres de Teo en su nueva residencia con piscina climatizada, me llamaba casi todos los días. 

“Te vendrá bien un tiempo para ti sola, para organizar tu vida”.

¿Desde cuando yo sabía estar sola?.  Nunca supe.

Por eso aproveché el acercamiento de Cristóbal.  Vivía en una torre fantasmagórica, apenas un par de kilómetros alejada de nuestra casa.  Tenía un mastín del Pirineo enorme y nos saludábamos al cruzarnos en el camino. 

“Este hombre tiene cara de buena gente” decía Blas, y yo ni siquiera había reparado en ello, pero decidí hacerlo cuando vino a darme el pésame y además de la tremenda soledad me acompañaba una botella de orujo que agotamos entre los dos.

Los pequeños ponían mala cara cuando lo veían rondar por casa.

Y eso que por entonces sólo paseábamos, charlando de la vida que podíamos haber tenido, y de la que nos quedaba.

Después me fui a vivir con él y puse en venta la casa, mi segunda maldita casa. 

“Creo madre que deberías habernos consultado” me dijo Fernando con su tono fúnebre.  “Pues yo creo que no”. 

“Actúas como si no existiéramos”.

Si alguien quiere algo que me lo pida.

Era lo que me hubiera gustado decirle.

No iba a dilapidar el dinero.

Pero por una vez iba a disfrutarlo.

Y Cristóbal conmigo.

De cómo me convenció para abrir una cuenta conjunta y dejarme sin un duro fugándose del planeta no puedo hablar, todavía no doy crédito, al parecer está denunciado por otras mujeres que sufrieron la misma situación.  Un tahúr que besaba como un actor de cine, y que me dejó arruinada y con cara de tonta, pero devolviéndome a una vida de cuerpos enredados y amaneceres perfectos que me quedaba muy lejos y no se inventó para mí.

He vuelto al piso, a la primera mujer de mi primera casa, no para ocuparlo de nuevo, demasiada leyenda encima, me parecería el piso de otra, una historia usurpada, sino para ponerlo en venta, a pesar de los pesares de mis hijos, que se consideran desheredados y se han asesorado legalmente, no tengo nada si no vendo lo que me queda para continuar, demasiado trabajo y demasiada vida hipotecada para remendarme los bolsillos del orgullo e irme con Lidia, tal y como me propuso, a cuidar de su niña en una casa con doncella y cenas de negocios en la que sería un mueble viejo que estorba.  Fernando también me dijo “puedes venirte si quieres”, si no queda más remedio, si no hay otro agujero habitable en el mundo.

Que me dejen estar, yo les he dado de comer, les he comprado ropa, material escolar, sacos de dormir cuando salían de acampada, gafas graduadas ... cuando las niñas hicieron el cambio las llevé al ginecólogo para que las informaran sobre métodos anticonceptivos... traté de ponerlos en ruta a todos, de prepararles un buen equipaje.

Demasiado para convertirnos en enemigos íntimos.

Tengo derecho a hacer con mis propiedades lo que me plazca.

No creo que su padre los criase con idea de formar despiadados materialistas.

A veces parece una cuestión de venganza, un a ver quién puede más ahora que papá ya no nos mira...

Enseguida vendrá la de la inmobiliaria.

Voy a darme prisa en arrancar las cortinas.

Me recuerdan demasiado a una familia.

Como los domingos cuando salgo de misa y veo ataviados con sus mejores galas a abuelos paseando de la mano de sus nietos, conversando con sus hijos o riéndose con sus nueras.  Les cambiaría el domingo.  Sólo un domingo.

Después no echo de menos nada.  Porque he aprendido a estar sola, a quererme sola, y las referencias del pasado son avisos en el móvil de llamadas perdidas.

Mi presente se cotiza como el de cualquiera.

Tiro con rabia de las cortinas.

Que caen, como caen las cadenas.

4 comentarios

Shey -

Siempre que te busco te encuentro, siempre que quiero encontrar en tus escritos lo que espero de ellos lo encuentro. Genial.

Teresa Salvo -

Has conseguido que empatizara con ella, con su marido, con sus hijos y hasta con su suegra... una vez más has logrado que uno comprenda el territorio de cada personaje en consonancia con el resto. Muy buen relato, para no variar.

Rubén L. -

Muy pero que muy bien... sin darme cuenta me encuentro leyendo con avidez una línea tras otra y todos tus relatos se me hacen cortos y todos podrían ser el germen de una novela, que sí ¿por qué no?

Carmen Frías -

No sé como explicarme, pero cuando te leo, cuando descubro en las mujeres de tus relatos tantas mujeres conocidas, se me encoge un poco el alma... consigues emocionarme.