"LAS CUATRO ESQUINAS"
“Se convirtió el vino en vinagre,
las uvas en pasas y el amor en dolor”
(“EL tren que nunca cogimos”M-Clan)
La última vez que la ví tenía prisa.
Asistía a la presentación de un libro o de una película, no recuerdo bien, andaba metida en tantos fregados que confundo una cosa con otra... hablamos pegadas a la esquina de su calle, hacía viento, y el pelo se nos venía a la cara. Sí que pensé que se parecía bastante a aquella compañera de instituto, entusiasta y locuaz, de espíritu combativo, casi siempre dispuesta a llevar la contraria. Aparentemente no había cambiado mucho.
Me dijo “llámame un día y tomamos un café”, nos besamos en la mejilla y se me quedó pegado al cuello su olor a lavanda.
Supe dos días después que esa misma tarde había sido atropellada por un conductor ebrio que se subió a la acera y acabó con su vida allí mismo, qué tipo de muerte es esa, boca abajo sobre una acera cualquiera, adiós corazón que late, adiós promesas, adiós luz de la mañana.
Adiós todo.
Ni un mínimo de justicia se le puede pedir a la muerte.
Apenas se enteró su círculo más cercano, la incineraron en la intimidad, no quería alharacas de tristeza. Debió dejar escrito qué despedida prefería, ella era así de organizada, y le gustaba mandar un poco, para qué vamos a andarnos con chiquitas.
Su pandilla del barrio, que coincidía en su mayoría con la de los años de instituto, nos reunimos en el rincón del parque al que solíamos acudir cuando nos saltábamos las clases, alguien llevó una guitarra y otro alguien una botella de tequila, entre todos compramos las flores que más le gustaban, unos tulipanes, que dejamos sobre la hierba al marcharnos.
No estuvo mal, pero resultábamos algo torpes y un tanto ridículos, fuera de lugar, los años te dan la vuelta y cuando quieres recuperar algo del pasado más bien lo usurpas.
Creo que Tania se hubiera divertido viéndonos.
Guillermo Aso, ese tórax atlético por el que suspirábamos todas las chicas y a hurtadillas algún que otro chico, lucía sin reparos una prominente barriga cervecera, Cristina Monge se reía, lloraba y se reía recordando viejas anécdotas, “perdonadme, son las hormonas”, espera gemelas para dentro de un par de meses, Nicolás Olmedo y Saúl Aparicio siguen conformando aquel dúo dinámico que entona las canciones con su particular estilo monocorde y parroquial, pero que consigue ponernos a todos los pelos de punta y el recuerdo a flor de piel, Sofía Tena, que antes era castaña y ahora es rubia platino, no hacía más que consultar el reloj y colgar llamadas en el móvil, no quiso sentarse sobre la hierba, pero de vez en cuando se amorraba al tequila como si le fuese la vida en ello, Pepa Santos y Rubén Guevara vinieron de la mano y nos contaron que llevan un tiempo viviendo juntos, qué fuerte, la eterna pareja Guadiana que se rompió cuando cruzamos la mayoría de edad, estuvieron años sin verse, incluso tuvieron hijos por separado, para con el paso del tiempo volver a elegirse de nuevo, por encima de todo lo vivido.
Y estaba yo, más callada que de costumbre, observándonos y pensando con cierta mezcla de melancolía y alivio que posiblemente esa sería la última vez que coincidiríamos.
Porque era Tania el resorte, era quien de vez en cuando sacaba una foto de la chistera, la escaneaba y nos la mandaba a todos, y entonces nos removíamos en la silla, y nos escribíamos algún e-mail o quedábamos a cenar, cada vez menos, muy de tarde en tarde.
Me atreveré a decir que según vas cumpliendo años hay una parte de ti que te dignifica, y otra que te vuelve miserable, el ángel bueno y el malo, y esa miseria te avergüenza y no quieres compartirla, ni que nadie la descubra con la facilidad con que se observa una radiografía a contraluz.
Mario Nieto no vino.
A Mario lo llamé yo, pero no vino.
Nadie preguntó por él ni pareció echarlo de menos, pero su ausencia se notaba.
En el camino de Tania estaba Mario con su poder y su gloria, estaba con la misma importancia que sus primeros pasos, la primera carcajada de la niña, los dibujos escolares o las uvas de Nochevieja, como un pilar imprescindible.
A estas alturas Mario ya debe saber que nadie lo querrá jamás como lo quiso Tania, pero es que yo creo que no queda nadie en el mundo con la capacidad de amar de Tania Arriero, y puede que eso sea mejor, para el mundo y para cualquiera, porque lo ilimitado carece de razón y se desborda, y al final sólo es humo, humo en la ciudad del viento.
Mario y Tania se escaparon de casa cuando tenían quince años, estuvieron cuatro días dando tumbos por ahí, hasta que los encontró la policía saliendo de la casa abandonada a la que les habíamos llevado mantas, bocadillos, y una radio de mi abuelo que sólo sonaba a golpes.
Los padres de Mario lo mandaron a vivir con una tía suya a un pueblo cercano, pero Tania no dudó en aventurarse haciendo autostop para encontrarse con él en las afueras de aquel pueblo aceitunero que pronto se enteró de los encuentros furtivos de los dos adolescentes. La tía quiso ser conciliadora y acabó rindiéndose a los encantos de Tania, que entraba y salía de su casa como la hija que aquella mujer nunca tuvo.
Ante la evidencia, las dos familias abandonaron su empeño de emular a los Capuleto y a los Montesco y los dejaron estar.
Pocos meses después, sin prohibiciones que poder saltarse, Mario se enamoró de una niña recién llegada al instituto, cuyo perfil sí correspondía con las preferencias paternas del muchacho. Aunque hubiese sido una mosca verde a los Nieto les habría parecido bien, cualquier cosa mejor que aquella loca que ya se pintaba por entonces mechas de colores en el pelo y llevaba a maltraer a su adorado hijo único.
Su adorado hijo único se metía en unos líos tremendos de los que solía sacarle Tania, cuando le iba mal con su dulce Barbie, o no sabía qué regalarle, o cogía semejante cogorza que no podía volver a casa en esas condiciones, recurría a Tania como quien llama desesperadamente a los bomberos.
Y Tania siempre estuvo.
Aún cuando ella también trató de rehacer su vida sentimental y él se interpuso una y mil veces.
Aún cuando Tania compaginó estudio y trabajo y él la llamaba a la oficina como si tal cosa, cualquier tarde de invierno, para decirle que la echaba de menos con la frescura de quien dice hace frío ahí fuera.
Tania consiguió una beca para seguir estudiando, durante un curso, a más de quinientos kilómetros, y se agarró a la beca como quien mantiene encendido a toda costa el último cabo de la última vela.
Durante esos días Mario estaba en otra cosa, desaparecido, no dimos con él para la fiesta de despedida, curiosamente como esta última vez, hay quien no renuncia a sus principios, por inservibles que sean.
Y Tania se fue, y aunque hablábamos a menudo con ella, y nos mandaba postales con sellos que siempre ocupaban demasiado espacio, no regresó durante algunos meses, casi nos acostumbramos a no verla, y yo no sé como fue que Mario se acercó a mi vida para que yo lo enlazase con Tania, para que ella supiera que él estaba al lado de mi oreja, tan cerca que no sé como acabamos enrollados, lo juro, sus besos sabían a plata fría, y parecía tan equivocado y tan frágil... La mañana de domingo en la que me confesó con voz quebrada, que la mujer de su vida sería siempre Tania, pese a no imaginarse compartiendo su vida con ella, le propiné una bofetada que sonó en la claridad del día como sólo suenan los finales inevitables.
Tania se enteró, nunca supe a través de quién ni cómo, pero lo supo, y cuando quise contárselo no lo permitió, jamás hablamos del tema ni a partir de entonces me trató de forma diferente.
Rondábamos los veinte años y urgía posicionarse, parecer que tomábamos decisiones.
Entré a trabajar en el negocio familiar, todos nos dispersamos, Tania siguió con sus grupos de teatro y sus revistas alternativas, de vez en cuando seguía el consejo familiar de estudiar una oposición que nunca llegó a aprobar.
Transcurrieron como meteoritos unos años efímeros, perdidos no se sabe dónde ni con quién. En ocasiones procurábamos no reencontrarnos, no pisar lugares comunes, así no había que preguntarse sobre el extraño que veíamos reflejado en las pupilas del otro.
Un buen día Tania vino a visitarme a la tienda, sus brazos en jarras, el flequillo sobre los ojos, su gesto de convencimiento. “Me caso”, cualquiera que la conociese sabía que no bromeaba. “Me caso esta misma semana y me marcho a Latinoamérica”, brindamos con un café y un poleo-menta y dejé de verla durante casi tres años. Supe después que Mario, en un absurdo intento de querer ser Don Quijote, le pidió un día antes de la boda que no se casara, “quédate conmigo”, le dijo, tanto tiempo esperando dos palabras y cuando llegan ya no tienen alma, ni fuerzas para volar.
Tania sí voló, en dirección contraria.
En Latinoamérica debió intentar la vida con todas sus fuerzas, pero los planes nunca se corresponden con la imaginación ni con el deseo. Así que tres años después volvió a casa de sus padres con un pequeño que apenas se iba solo. Encontró trabajo enseguida, puertas a las que llamar, terreno suficiente para poder reinventarse... y continuó adelante con su galopada única, criando a un niño que tenía sus mismos ojos cálidos y agudos, que la imitaba en muchos gestos y la llamaba por su nombre como si fuesen colegas.
Creo que no la entendimos nunca y al mismo tiempo la admiramos siempre.
Creo que nos sobrepasó porque debió equivocarse la cigüeña y la dejó en una calle impropia, dentro de una vida estrecha.
Creo que nos vino grande.
Tenía prisa la última vez que la ví, iba a su presentación, de una película o un libro, no recuerdo bien, y luego recogía al niño en el colegio y lo llevaba a un cumpleaños.
No parecía la madre de un crío de siete años.
No parecía la madre de nadie.
Me dio rabia su vitalidad, esa manera que se puede llegar a respirar, de no fallarse a sí misma.
“Llámame un día y tomamos un café”
Y yo no pensaba hacerlo, no pensaba, pero después, arremolinados y confusos en el rincón del parque que ya no se destina a la gente de nuestra edad, sentí que me hubiese gustado mucho llamarla, y aprovechar para decirle las cosas que siempre pensé que acabaría diciéndole, por ejemplo tu risa, cómo lo haces para que siga sonando real, cómo lo haces, y lo de la práctica, he aprendido cosas de ti que nunca puse en práctica. Así que ya va siendo hora...
Pero a una le brotan los buenos deseos cuando ya no pueden realizarse, la muerte abre las compuertas de la compasión, comienza la búsqueda de pepitas de oro en nuestro interior, porque necesitamos sentirnos mínimamente nobles ante la ausencia.
Siento la muerte de Tania como una muerte colectiva que arrasa con lo que fuimos, nuestra parte de vida en la suya, la caja de los vientos que no volveremos a abrir.
Soy una de las últimas personas que pudo verla con vida aquella tarde, mientras el viento nos revolvía el pelo trazando señales que no supimos interpretar, situadas entrañablemente lejos de las niñas que jugaban a las cuatro esquinas en la plaza del barrio.
7 comentarios
María Prieto -
Carmen Frías -
Rubén L. -
Consuelo Urbaneja -
Shey -
Muy bien escrito este último, muy directamente a la fibra, para variar.
Antonio Vela -
Elena Pitarque -