Blogia
MARTES DE CENIZA

"AUSTRALIA Y LAS FLORES DEL FRIO"

"AUSTRALIA Y LAS FLORES DEL FRIO"

Relato mimado 2007

 

Han sido tantas las veces que ha cobijado su cabeza en mi regazo que guardo una memoria táctil de la orografía de su cráneo: las cicatrices acontecidas en la infancia, el punto exacto donde se le arremolina el pelo, pequeñas cavidades óseas...

Sin embargo no he podido prever ninguno de los puntos kilométricos de mi vida.

Manuel ha ído reapareciendo a lo largo y ancho de la misma entrando por puertas, ventanas y rendijas de pared.  Cuando todo parecía sellado y hermético él se ha filtrado por un poro de la madera del suelo, trayendo una madrugada bajo el brazo, una promesa siempre incumplida, los labios incomparables.

He pivotado en torno a sus ausencias trazando un camino al que él pudiera incorporarse.  Un rato, un minuto siquiera.

Ninguna de mis relaciones de pareja ha prosperado, incapaces de soportar la influencia de una sombra, el compromiso insostenible.  Sólo Sergio pareció comprender ... midió sus fuerzas, equilibró energías para un presente continuo y fértil que duró cinco años, pero se cansó y no le culpo, también yo me hubiera cansado de alguien que siempre guarda una espera en las pupilas, un nombre por encima de todos.

No compensa Sergio, contesto ahora, tantos meses después, a tu pregunta que quedó en el aire.  Siempre he sabido que no compensaba.  Por eso es todo mucho más difícil cuando se hace obvio, opcional y sin excusas.

No sigo enamorada de él, eso se quedó más de una década atrás, cuando seguía empecinada en esperar, cuando creía en los milagros.  Ahora todo consiste en saber que volverá a lamerse las heridas, sólo unos días, el tiempo justo para no soportarse sólo.  Dormirá en el sofá.  Tiene aquí un albornoz.  Nos darán las tantas recordándonos el uno en el otro, generando un clima tibio y resguardado que no sirve para circular por la realidad pero emborracha como el tequila.  La borrachera necesaria para seguir adelante aún cuando sabemos que es mentira, que el viento nos ha lanzado contra una pared de hormigón y nosotros le hacemos frente con sombreros de papel.

Quiero seguir aquí, que me necesite un poco, que me busque.

Quiero a la parte de mí que se despliega cuando él está.

El rescate de un tiempo que sólo conocimos él y yo y que la vida se empeña en sepultar bajo toneladas de días incendiarios.

“El tuyo es un amor servil, de club de carretera abierto las 24 horas”.  Es posible Sergio, si pretendías dañarme no lo lograste, pues sé que mi historia con Manuel merece todos los calificativos y es difícil de entender.

No veo cuales son los inconvenientes de un amor vasallo, es tan importante la decisión de dónde y con quién queremos quedarnos que el cómo se convierte en un argumento secundario.

Siempre he tenido claro que prefería esto a la nada.  Estar así que de ninguna manera.  Sucumbir a una llamada de teléfono, tener en el congelador la carne que le gusta, pedir unos días libres en el trabajo, bajar las persianas, hacer palomitas …  Qué tiene de malo dejarse secuestrar.  Evitas el síndrome de Estocolmo.

Hoy ha anunciado su retorno: “¿A qué hora vas a estar?... ¿Te viene bien?”, siempre arrastra en la voz un deje exhausto, como si hubiera rodado por una pendiente.  Me llama muy temprano, nunca cuando no pasa nada, nunca en verano, esa época del año en que las cosas tienden a ser favorables.

“Voy a ir acompañado…”.  Procuro no hacerle preguntas, aunque su escueta explicación me crea cierto desasosiego.  Cuando viene lo hace aferrado a su bolsa de viaje como un niño a su animal de compañía, o si aterriza en casa tras naufragar en mitad de la noche llega descamisado y maltrecho, habiendo perdido hasta la innata sonrisa de conquistador.

Pero sólo.   Le pedí hace tiempo que no trajese ningún fleco de su presente descompuesto.  Cuando conocí a Victoria.  Vicky era joven, locuaz, espléndida, de las que no se dejan doblegar ni se resignan, pero curiosamente llamó la atención de Manuel y anduvieron juntos un par de años con broncas descomunales y reencuentros apoteósicos.  Vino a presentármela al lugar en el que suelo almorzar cuando trabajo, sólo  le faltaba una banda de música detrás anunciando a bombo y platillo el gran descubrimiento.  Estuvo realmente enganchado, él, que pasa de haber encontrado, esta vez sí, te lo juro Inés, a la mujer de su vida en la inauguración de un garito a cambiarse de número de teléfono para no ser localizado.   Las cubre de rosas un día y al siguiente cruza de acera si coincide con ellas por la calle.

Con Victoria todo fue diferente.  Los dos de fuerte carácter. Ostentando el poder.  Sin cumplir papeles pronosticados.  A Manuel le impactaba la juventud de ella, su organización de agenda repleta y que le resultase prescindible.  Quedaban a una hora concreta en un lugar determinado, y si él, tremendamente impuntual, acostumbrado a sembrar esperas llegaba tarde, Vicky se había ido sustituyéndolo por otros planes.

Cuanto lloró por ella cuando le dijo que no lo quería.

A mí Victoria me caía bien.  Simbolizaba el tipo de mujer que yo nunca sería, la capacidad de decisión y la agilidad que ya no me representarán.

Por eso le pedí que no me trajese testigos de todo lo que yo desconozco y a él le debilita.

Suena el timbre un par de veces, la contraseña habitual, poco después de las tres de la tarde.  Acciono el portero automático sin preguntar.  En la calle Febrero trata de recrudecer un invierno castigador.  Compruebo que todo esté en su sitio, las alfombras impecables, como a él le gustan, para que pueda andar descalzo...  Cuando voy a abrir la puerta ya se me ha olvidado que no venía sólo.

Abrazo a Manuel de la misma manera que abrazaría a los críos que fuimos si los tuviera delante, recibo su olor y sus manos grandes en mi espalda ... y de repente lo veo, una sombra agazapada tras sus piernas, un bulto escurridizo.

“Te presento a Juan, tiene seis años y según me enteré ayer es hijo mío ...”

Un niño delgado y moreno mira la entrada de mi casa como si de ella fuese a salir un dragón de siete cabezas.  No hace falta ser psicólogo infantil para descubrir que está asustado.  Manuel también lo está, sonríe de manera forzada y entra en casa tirando de una pequeña maleta con ruedas mientras el crío no se le despega del pantalón.

Yo no entiendo mucho de niños,  pero sé que un vaso de leche con Cola-Cao, lejos de tu casa, una tarde heladora en la que te rodean desconocidos que parecen tener derechos sobre ti, es una mano amiga.

Dejamos que se lo tome frente al televisor y me llevo a Manuel a la cocina.  Este Manuel es un Manuel atracado y zarandeado que no se ha arreglado con el cuidado habitual, está ojeroso y se mueve por la cocina como animal enjaulado.  Rechaza mi invitación a sentarse y comienza a hablar sin detener la mirada, sacudiéndose de encima palabras que escuecen, espinas de rosa, cristales rotos.

“Rebeca, la dichosa Rebeca ¿te acuerdas de ella?, pequeñita y tímida, con pinta de bailarina clásica ... salimos unos pocos meses, hasta que se puso pesada, en plan absorbente, ya sabes, así que desaparecí un tiempo y cuando regresé era ella la que se había esfumado, mejor, lo había entendido perfectamente, seguí con mi vida sin acordarme de ella para nada hasta ayer, cuando me la encontré en la puerta de casa, no me preguntes como ha dado conmigo ...  el caso es que va y me suelta que el renacuajo es mío, y que si quiero conocerlo y estar con él que aproveche ahora, porque se van a vivir a Australia dentro de unos meses, nada menos que a Australia, y que ella no es quien para evitar que un padre y su hijo estén juntos, al menos una vez en la vida ...”

Se ha detenido para tomar aire y dejarse caer, finalmente, en una silla.

Quisiera decirle que nunca supe de la tal Rebeca, sería durante una de esas temporadas de bonanza en las que él desaparece transportado por la máquina del tiempo a un futuro lejano en cuyos mapas no aparezco.  Le diría también lo que él ya sabe aunque a veces se atreva a dudar, que inequívocamente el chaval es suyo, su misma belleza desbocada, el pelo oscuro, los labios incomparables.  Los seis años de Manuel en los seis años de Juan.

Preguntarle cual es el paso siguiente y qué pinto yo en todo esto es innecesario puesto que ha venido hoy hasta aquí para contármelo.

Me coge de la mano y noto que la suya tiembla.

“No puedo quedármelo Inés, al menos durante unos días, esta noche llega Daniela, es mi actual pareja ¿sabes?, una azafata celosísima por la que estoy  apostando fuerte, pero no le puedo ir con estas porque estamos en los principios dulces de la historia y no lo soportaría...  Serán sólo unos días, hasta que ella vuelva a irse, necesito tiempo también para asimilar todo esto y saber cómo me lo voy a montar hasta que regrese su madre, en séis semanas, porque no tengo ni puta idea de qué hacer con un crío ...”

Aunque él no se da cuenta, inevitablemente sonrío, porque yo no soy la madre ni el padre de la criatura, porque no soy nada suyo ni tengo un lugar donde pueda situarme con facilidad, porque me está pidiendo que le eche los mismos capotes de cuando era adolescente y llegaba tarde a casa.  Y porque yo tampoco sé qué hacer con un crío al que apenas le he escuchado decir dos palabras.

“He hablado con él, le he dicho que iba a quedarse un tiempo con una amiga porque tengo que arreglar mi casa y prepararle una habitación en condiciones ... parece un chico bastante formal, bien enseñado, ya sabes ...”

No.  No lo sé.  Parece que me está hablando de un indigente al que se le acoge en casa, y no de un chiquillo asustado al que a los seis años le endosan un padre.

Necesito salir de la cocina porque ahora el animal enjaulado dispuesto a escapar entre los barrotes soy yo.

La televisión está encendida y no cuenta cosas para niños, pero a Juan le da igual, porque se ha quedado dormido en el sofá aferrado al vaso de leche.  Los párpados en calma y las espesas pestañas de su padre.  Lo tumbo muy despacio sobre unos cojines y le quito los zapatos.  Posiblemente el niño duerma la siesta y Manuel no lo sabe.  Son tantas las cosas a las que sobrevive dándoles la espalda ...

“Un par de días Ines, te lo juro...”

“No me jures nada y demuéstralo, porque si no seré yo quien te lo lleve a casa procurando que sea Daniela quien me abra la puerta ...”

Antes de irse me da algunas instrucciones que Rebeca le dejó por escrito.  Le pregunto si no tiene su número de teléfono y responde que ella  prometió llamar al niño cada dos días.  No me queda claro si por tan-tan  o a través de algún método secreto.  El caso es que sale por el pasillo mucho más erguido de lo que ha entrado, prometiéndome una luna nueva y una calle con mi nombre.  Permito que me revuelva el pelo y que me abrace de nuevo, y hay algo, quebradizo e indescifrable, que ya empiezo a echar de menos en el viejo y nuevo Manuel.

Cuando cierro la puerta me rodea el silencio de mis cosas.  Los secretos de mi casa.  Regreso al  salón para verificar que el niño sigue ahí, aterrizado en mi sofá, real.

Oigo su respiración entrecortada convencida de que su pacífico sueño es un viaje de huída hacia la libertad.

Y me dispongo a prepararle la cama abatible del cuarto de estudio que utilizan mis sobrinas cuando ocasionalmente se quedan a dormir.

 

 

Descubrí que era ambidiestro y que olía los alimentos antes de ingerirlos.

Tenía pánicos nocturnos y acabó durmiendo conmigo aquella noche de hace ya treinta años, cuando el azar de las equivocaciones, tras agitarnos mucho, nos llevó hasta una orilla en común.

Dos seres relegados que se encuentran.

Los planes de Rebeca no prosperaron, y Australia se quedó en el globo terráqueo que yo conservo de mi época estudiantil.  Lo encendíamos al atardecer y buscábamos ese país, jugábamos a imaginar cómo serían las casas, la gente, los parques ... qué comerían por Navidad...  El niño quería viajar en avión muchas horas y ver a los canguros, mandarles postales del lugar a sus compañeros de clase ...  su madre volvió a las séis semanas tal y como había anunciado, en todo ese tiempo lo llamó tres veces, cambió Australia por Italia, Italia por Portugal, y finalmente y antes del retorno definitivo, Juan ya sabía que el único destino seguro era de nuevo su barrio.

Yo había hablado con ella para que supiese que el niño estaba conmigo, Manuel se pasaba cada dos o tres días, lamentándose de las jugarretas de la vida y reconociendo que no tenía ninguna Daniela aterrizando en su cama, pero que le podían los ojos inmensos del niño esperando siempre algo de él.

Me pareció oportuno que Juan se quedase en casa porque creo que los niños necesitan encontrar a las personas que conocen en los lugares habituales.

Rebeca no tuvo que llamar a la puerta porque Juan llevaba más de media hora esperándola sentado en el escalón del rellano.  “Que bien hueles mamá” le dijo, y ella sonrió con la derrota del desencanto asomada en los labios.

Pequeñita, Manuel tenía razón, pero su silueta, según él de bailarina clásica, me pareció de junco quebrado, o de hada que se equivocó de cuento.

Quedamos en que de vez en cuando me permitiría visitarlos y que Juan podría venir a verme si lo deseaba.  Así ha sido a lo largo de los años.

Juan ha sido el hombre del que más he aprendido.  En aquellas primeras semanas y sin saberlo, me enseñó que no podemos elegir algunas cosas, pero sí el modo de enfrentarnos a ellas.

Manuel ejerció de padre como pudo, con sus señales fugaces de buena voluntad, y sus regalos extraordinarios un par de veces al año, equivocando la fecha del cumpleaños de su hijo pero pasándole dinero a Rebeca siempre que esta lo requería.  Llegó  a casarse con Sira, una argentina exuberante y simpática en exceso que regresó a su país sin previo aviso dos años después del matrimonio.

Por casa ya sólo venía cuando estaba Juan.  No sé si porque no se atrevía o porque se percató de que ya nada volvería a ser como antes.  Flores nacidas del frio, realidad que se aparca, luces de neón para homenajear las viejas historias de amor ...  eso pereció, murieron los tiempos fraudulentos para dar paso al Manuel que la vida me ofrecía como recompensa, el que siempre debería haber sido.  Ese que germinaba dentro de un niño inesperado.

Viene a verme una vez por semana a la Residencia.

Trae un pequeño Juan que comienza a caminar sólo y se esconde entre los setos.

Y me trae caramelos de nata porque sabe lo mucho que me gustan.

Empaqueté y vendí los secretos de mi casa.  Aquí hay mucha luz, nada es de nadie, puedo entrar y salir a mi antojo, no quiero mausoleos.

Hace más de diez años que Manuel se esfumó de las vidas de todos, no hemos vuelto a saber de él.

Aunque Juan nunca lo nombra, tampoco lo hacía de pequeño.

Cuando viene hablamos de muchas cosas, las andanzas de su trabajo, la pintura  para la habitación del niño, lo que ha cambiado la ciudad, ahora los circos se instalan a las afueras y ya no desfilan por el  centro...  es que siempre que podía lo llevaba al circo, a bañarse en el río y a comer chocolate con churros.

Siempre me llamó por mi nombre.  A veces me hubiera gustado preguntarle por el lugar que ocupaba en su vida, si me veía como a una tía, una amiga o una vecina...

Ahora que ya han pasado más de tres décadas la posible respuesta carece de importancia.

5 comentarios

Olaia Torres -

Dulce, agridulce, tibio, frio, cálido, amargo, suave, duro, áspero... se toca,se escucha, se vive y se siente, ¿¿qué más le pides a lo que lees??

Rebeki -

Uf esta desesperación provocada por los amores que nos vuelcan la vida!! qué bien descrito, qué gozada leerte sabiendo que siempre encontraremos la palabra que buscamos, el cálido refugio.

Nk -

Hermoso... como todo lo que fluye de ti. Otra vez G-R-A-C-I-A-S... como siempre...

Rubén L. -

A veces los hijos de otros acaban siendo nuestros. Puede que los hijos no sean de nadie. Hermoso Juan. Hermosa historia.

Carmen Frías -

No existe fraude contigo, ni decepción literaria, siempre, a pesar de tu inconfundible estilo, historias nuevas, sensaciones a flor de piel.