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MARTES DE CENIZA

"ALICIA EN NINGUNA PARTE"

"ALICIA EN NINGUNA PARTE"

 

-A los refugios infantiles

 

Mi madre se puso peor cuando la abandonó Ernesto. 

Estuvo cuatro días con sus cuatro noches sin salir de la cama. Cerró a cal y canto la puerta de su dormitorio y no permitió que entrásemos nadie. 

Nadie. 

Ni su amiga Carola, eso sí que es una amiga, con lo difícil que era aguantar a mi madre y ella acudía cuando se la reclamaba, a cualquier hora del día o de la noche.  Fueron juntas al colegio y vivían en la misma calle.  Siempre me quedé con las ganas de saber más, de que me contaran su historia incluyendo hasta los detalles más pequeños, pero la vida entonces era como lanzarse rodando por la  ladera de una montaña, una aventura peligrosa llena de imprevistos. 

Y yo siempre tenía que estar alerta.

Cuando sentía aproximarse el alud metía cuatro cosas en una mochila y me largaba a casa de la abuela.  La abuela no preguntaba, la abuela era la madre de mi padre, al que yo no conocí porque murió en accidente de tráfico estando mamá embarazada, ella también lo acusaba de haberla abandonado, “el muy sinvergüenza me dejó con una tripa de ocho meses”, y digo yo que uno no se muere por capricho, que algo de curiosidad tendría mi padre por conocerme y que a veces las cosas vienen mal dadas.

Pero ella estaba obsesionada con el tema del abandono y no sé por qué.  

La abuela nunca me lo dijo, pero de todos es sabido que mi padre la trataba como a una Reina, que si quería un collar, salir a cenar o las paredes de rojo pues eso que tenía.

El caso es que una mañana hay niebla en la carretera, una niebla que decide torcer el destino de todos, porque dentro de un coche, aunque sólo viaje el conductor, hay otros muchos ocupantes, invisibles, que dependen del arcén, de un volantazo, de los frenos que no responden y de la dichosa llamada de teléfono.

Desde ese mismo instante mi madre consideró que debía situarse en el centro de la diana de todas las injusticias mundiales.

“Porque tuve que ponerme a trabajar, yo, que hasta muchacha tenía en casa de mis padres, primero en la peluquería de Carola, colocándoles rulos gordos a viejas que apenas tenían pelo, luego en la frutería, pegándome unos madrugones de miedo, que no conseguía quitarme las ojeras ni a la de tres, y hasta fregando escaleras, para que a la niña no le faltasen zapatos ni cajas de pinturas, y yo cambiándole los puños y el cuello al abrigo un invierno tras otro …”

Mis abuelos maternos vivían muy lejos y se desentendieron de nosotras como se despreocuparon de su hija cuando se casó con un Don Nadie.  Aún no entiendo como puede uno cerrar puertas con la seguridad de no volver a abrirlas pase lo que pase.  Así se hunda el Titanic o arda la ciudad de Atlanta.

Tenía ocho años cuando mi madre decidió no tirar más del carro, variar el rumbo.

Durante mucho tiempo pensé que era por el asunto de la comunión, porque yo me empeñé en hacer la comunión vestida de miniprincesa, con guantes, limosnera y catecismo con tapas de nácar, enamorada como estaba de las niñas que salían retratadas en los escaparates de los estudios fotográficos, tan perfectamente peinadas con sus tirabuzones y sus diademas de flores pequeñitas, tan protagonistas. 

Así que mi madre tuvo que hacer horas extras en varios sitios, pero no parecía importarle, no me reprochó nada, al contrario, recuerdo el día de mi primera comunión como un día luminoso y especial al margen de lo cotidiano, un paréntesis en  Las Vegas. 

Porque mi madre tiró la casa por la ventana y comimos en uno de los mejores restaurantes de la ciudad, Carola y su marido, la abuela, mi madre y yo, en el jardín, alrededor de una mesa redonda sobre la que había un centro con rosas amarillas, después me llevaron al Parque de Atracciones, nos hicimos muchas fotos, tomé todo el chocolate que quise, y de vuelta a casa mi madre y yo bailamos descalzas al son de un músico callejero.

Un día perfecto, como los que deberían prodigarse más a menudo en la vida de cualquiera.

Cuando a la mañana siguiente fui a despertarla porque invariablemente hacía caso omiso al despertador, no se quitó el antifaz para decirme: “Vuelve a la cama, tu madre ya no madruga más”.

Y llegué a pensar que eso ocurría por el hartazgo de la comunión.

El caso es que fuimos saliendo al paso cobrando el paro, desempeñando encargos eventuales, vendiendo algunas cosas … era extraño vivir a veces con la nevera vacía o la luz cortada, pero de repente, yo no sé de dónde ni cómo, mi madre aparecía exultante trayendo ropa nueva para las dos, unas entradas de cine, comida preparada…  me levantaba cada mañana a una incógnita diferente, por momentos el cielo se cubría de fuegos artificiales o de copos de nieve, pasábamos de estar pletóricas a estar tristes y a tener frio, a darnos cuenta de lo oscura que podía ser nuestra casa.

Supongo que llegó Miguel cuando tenía que llegar.  Yo lo conocí antes que mi madre porque era mi profesor de Educación Física.  Una tarde la convocó a una reunión por mi escaso rendimiento en su asignatura.  Y no sé más.  Sé que Miguel era quince años más joven, y demasiado guapo como para quedarse quieto frente a los trenes de la vida.  Sé que mi madre me mandó a casa de la abuela con una maleta que parecía contener el planeta tierra.  Y sé que desde entonces, tuve en Educación Física las mejores notas de mi trayectoria escolar.

Su historia, o lo que fuera, apenas duró un trimestre.  Cuando volví definitivamente a mi cuarto mi madre tenía ojeras, pero parecía haber rejuvenecido.  No era tonta, y comprendía la cronología de las pasiones y el momento justo de las despedidas.  Todavía era capaz de comprenderlo.

Pasamos una época tranquila, como de largo invierno, Carola venía algunas tardes y después de los deberes las tres manteníamos charlas interminables.  A veces amanecíamos dormidas en el sofá, arropadas con la misma manta.

Pero siempre tiene que haber alguien que llegue rodando como una peonza hasta chocar contra nuestros pies, alguien inesperado, fuera de lugar.

Y en esa ocasión fue Ernesto.  Ernesto pelo de paja y diente de oro.  Misa de doce, Té de las cinco.  Porque había vivido en Inglaterra y se trajo esa costumbre como podía haberse traído un caballo de pura raza.  Y le importaba un comino que yo aborreciese el Té y me lo tragara sin respirar.  Él adoptaba una postura envarada sentado en el borde del sofá, con aquellas ridículas y diminutas tazas de porcelana que habían pertenecido a su madre, parecía tan solemne que yo debía hacer verdaderos esfuerzos por contener la risa, mientras mi madre me daba  disimulados golpecitos con el pie por debajo de la mesa.

No sé de dónde salió Ernesto, pero cuando quise darme cuenta la casa olía a tabaco en pipa, y nuestras cosas habían perdido su memoria para asumir un orden extraño y gélido, desprovisto de emociones.

La primera vez que me castigó por entretenerme con mis compañeras en el portal de casa yo miré a mi madre esperando que no le permitiese crecer, segura de que lo anularía.  Pero agachó la cabeza y se miró las manos escondida tras la espalda de aquel marciano invasor, y yo me ví de rodillas junto a la cama, pidiendo perdón por mis pecados durante una hora.

 Llegué a creer que le administraba a mi madre algún tipo de veneno en las comidas, un veneno que no era mortífero, pero exterminaba el pensamiento y robotizaba, porque ella pasó a vestirse con faldas que le cubrían la rodilla, zapato plano, el pelo recogido, ni rastro de maquillaje… mi madre en blanco y negro, una copia gris de mi madre.

Me cruzó la cara por mi primer suspenso a los trece años.  El aro que llevaba como pendiente en la oreja izquierda salió volando.  Mi madre subió el volúmen de la tele sin quitar la vista del aparato, como si fueran a anunciar el fin del mundo y no pudiera darse cuenta de que se estaba produciendo allí mismo, en la entrada del salón, con un tipo despreciable propinándole un bofetón a su hija.  Ernesto no me dejó salir de casa en un par de días, por allí hacía tiempo que ya no acudían Carola ni la abuela, nadie que perteneciese a nuestro pasado.

Los castigos físicos se fueron sucediendo por nimiedades.  Al menos nunca consiguió que le tuviera miedo.  Eso nunca.  Me quedé aguardando durante un tiempo a que mi madre reaccionase, expectante e incrédula, pero la primera vez que se quitó el cinturón porque le contesté cenando que él no era mi padre, conseguí escabullirme y me refugié con lo puesto y hasta en zapatillas en casa de la abuela.

Él no vino a buscarme, la mandó a ella, que sin quitarse el abrigo ni los guantes de piel comenzó a despotricar ya en el rellano sobre lo mal que me comportaba, lo bien que me trataba Ernesto y lo imposible que les estaba haciendo la vida …

“Mamá por favor, aquí no tienes que disimular, cuéntaselo a la abuela, reconoce lo que está ocurriendo, por favor…”

Me miró sin pestañear, después se giró hacia la que había sido su suegra y respondió con voz resignada:

“Ya lo ves Reyes, voy a tener que llevarla a un buen psicólogo”

La abuela se limpió las manos salpicadas de harina sobre el delantal que llevaba puesto, y sin alterarse lo más mínimo, incluso sonriendo levemente, le contestó:

“Si ese animal vuelve a pegar a mi nieta te juro que voy a denunciarlo.  Ella puede quedarse aquí el tiempo que quiera, es el único hogar que le queda.” 

Y volvió a la cocina despacio, dispuesta a seguir con su tarea.

 Mi madre palideció.  Tenía los labios tan apretados que parecía le iban a desaparecer del rostro.  Se fue sin dirigirme la palabra y dando un portazo.

La abuela y yo pasamos las Navidades solas, rodeadas de un tiempo afectuoso y lento que nos permitió decorar la casa, poner el nacimiento que la abuela no había vuelto a sacar desde que papá era pequeño, rellenar el pavo y quedarnos dormidas frente a las corales que cantaban villancicos en el televisor.

La víspera de Nochevieja la abuela me dio dinero e insistió en que quedase con mis amigas.  Simulé llamarlas y me fui a rondar el portal de casa amparándome en las sombras, esperando que saliese mi madre, esperando un milagro, esperando, como siempre.

Pero cuando ya iba a desistir el que salió fue Ernesto, con un gran bolso de viaje que cargó en un taxi.  Los gritos de mi madre rogándole desde el balcón que no se fuera se extendieron por toda la calle como la cola de un cometa.  Yo no puede evitar sentirme exultante, feliz, a pesar de la imagen deplorable de aquella mujer desencajada, que seguía gritando una vez desaparecido el taxi. 

Subí corriendo las escaleras y llamé repetidas veces al timbre. 

Cuando mi madre abrió la puerta comprendí por la expresión de su rostro que lo hizo pensando que Ernesto regresaba arrepentido. 

Al verme a mí los ojos se le pusieron más grandes, y más secos. 

Fui a abrazarla pero ella me sujetó por los hombros “¡Se ha ido por tu culpa, por tu culpa, desgraciada, que me has amargado la vida siempre!.”

Me empujó hacia el rellano y cerró, dentro se oyeron cristales estrellados, yo bajé las escaleras tan precipitadamente como las había subido, pero con otro sentimiento, la alegría había sido suplantada por un llanto tembloroso y violento que me hizo deambular por las calles durante largo rato. 

Llamé a Carola desde una cabina que se tragaba el dinero interrumpiendo constantemente la conversación.  Le  conté lo que había ocurrido rogándole que fuese a ver a mi madre: 

“Lo intentaré, aunque hace tiempo que no quiere saber nada de mí”.

Tiempo después supe por ella, que se había atrincherado en nuestra casa, que mi madre tardó cuatro días en salir de su habitación, y que cuando lo hizo, la miró como si Carola fuese una ladrona, le pidió que le devolviese las llaves de casa y que no volviera a aparecer por allí nunca más, que ya no era bien recibida, que se metiese en sus asuntos.  Carola trató de recurrir a la artillería pesada del tiempo compartido juntas y se encontró con un: “si no te vas llamo a la policía”.

Nunca más Carola y mi madre recuperaron el rumbo de su amistad incondicional.

La abuela me dijo que mi madre podía venirse unos días con nosotras si yo quería. 

Pero yo no quería.

Sentía la obligación de volver a casa para cuidarla y devolverla a una realidad floreciente, lejos de Ernesto y de todo lo que no fuésemos nosotras. 

Esta vez no me gritó al abrirme la puerta, se hizo a un lado y me dejó pasar, retornar a mi habitación, sentarme a la mesa.  Pero ella no estaba allí.  Creo que ya no estaba en ninguna parte, me miraba sin verme y funcionábamos como compañeras de piso que apenas se relacionan. 

Desapareció durante algunos días tratando de buscar a Ernesto, pretendiendo obligarle a incluirla en su vida. 

Cuando volvió se quedó sentada toda la noche junto al teléfono esperando que él la llamase. 

A mi regreso del instituto descubrí que se había tomado medio frasco de somníferos al encontrarla encogida e inerte sobre la alfombra. En el hospital me reprochó que la hubiese salvado: “No lo he hecho madre, llevas muerta mucho tiempo”.

No sé de donde me salió la voz, y me he arrepentido muchas veces de haberle dicho aquello a ese maniquí roto, con la piel estropeada y el pelo lacio, los labios agrietados, en el que se había convertido mi madre, pero el caso es que no pude más y se lo dije, y por unos segundos muy, muy pequeños, brilló en sus ojos un asomo de luz acostumbrada, y a punto estuve de reconocerla.

Pero me marché tratando de buscar una pared sobre la que seguir trepando, algo de oxígeno, un mar en calma.

En casa de la abuela nunca desmenuzamos el por qué de las cosas.  Cumplí allí los dieciocho años y ella me regaló la única joya que había lucido en su boda, una pulserita de plata.  Con mi primer sueldo la invité a comer en un restaurante desde el que se divisaba toda la ciudad, uno de sus sueños repetidos, y aquel verano nos fuimos tres días a París, para que no se pusiese trágica nunca más diciendo que se moriría sin ver la Torre Eiffel. 

De eso hace ya mucho tiempo. 

Un día se le olvidó como regar las macetas, otro como abrir la puerta de casa y un tercero como peinarse.  El Alzheimer la fue dilapidando poco a poco mientras me llamaba por el nombre de mi madre y hablaba como si su hijo estuviese vivo. 

Una mañana ya no se despertó. 

Cuando me llamaron de la Residencia ya esperaba la noticia. 

Esa noche no había parado de llover. 

La enterramos junto a su marido y a su hijo.

 

 

Su casa sigue siendo el único hogar que me queda.

6 comentarios

Edurne Mur -

Yo me crié con mi abuela, pese a tener más hermanos que sí que vivían con mis padres,se suponía que era rebelde y difícil... mi abuela hizo de mí la mujer que soy, me quiso, me ofreció una niñez segura... tu relato me ha evocado tantas cosas que sólo puedo darte la enhorabuena y prometerte fidelidad a tus historias.

nK -

Habrá palabras en algún lugar que expresen lo que no sé decir cuando te leo y te siento? No pido ya la exactitud; me conformo con la aproximación. Pero mucho me temo, Puri, que no hay palabras. Ya me conoces, un inconformista de pro. Pero, como si fuera la primera vez... GRACIAS (ésta es la única palabra que sigue conteniendo el todo que podría dejar bajo tu almohada de -sin palabra que lo exprese- palabra y relatos.

Oriol Lozano -

Enhorabuena, es una gran historia, conmovedora, trágica, constructiva y bien escrita.

Carmen Frías -

Quiero llegar a ser una abuela incondicional, como la de tu historia, y tener una nieta que aprenda de mí y yo de ella, como la que muestras... "¿De dónde sacas pa tanto cómo destacas"?

Rubén L. -

Todas las historias de vida de la gente están en tus palabras y en tus versos.
Resulta hermoso leerte.

Ruth Ventura -

Bien, bien, bien... siempre a la altura de mis expectativas ¿pero por qué no publicas?