"LOS ESPACIOS CONQUISTADOS"
Antes de dejarlo aquí, para todas y todos -si es que hay alguien cercano que todavía no lo ha leído, pese a su reciente "difusión popular"- quiero dar las gracias a todas las personas que han confiado en esta historia, valorándola, apoyándola y teniendo la generosidad de exponer su criterio al respecto, siempre considerable.
Gracias a Ramón de Aguilar, que le otorgó las alas para que volase hasta El Puig y ganase el 1er Premio Conte 2010 de Narrativa en Castellano. Y por creer más en mí que yo misma.
Gracias a mi gente, por quererme e incluso por leerme (y/o a la inversa)
LOS ESPACIOS CONQUISTADOS
“¿Cuánto se tarda, madre, en olvidar la espera,
en calentar un lecho, en escampar la niebla...?
¿Cuánto tengo que andar sin permitirme treguas...?”
(“Para volver del hombre”-Manuela Temporelli)
Cuando llamaron de la inmobiliaria para anunciarme la venta de la casa la mañana prometía sobre los tejados de los coches e iluminaba las escaleras del metro, todavía era temprano, las terrazas de los bares aún no habían usurpado las aceras y yo me disponía a tomar mi zumo de naranja recién exprimido en la cafetería de siempre.
Creo que el tiempo se detuvo un instante. Se hizo hermético y no respiró. Quedó petrificado y tácito, como de cristal, colgado de los sauces. Porque durante unos segundos sólo noté vacío a mi alrededor, una nada espesa derramándose sobre el mapa cotidiano de mi vida.
Inmediatamente después sentí el alivio que proporciona el dinero, esa seguridad de no tener que estar haciendo cálculos mentales un día sí y otro también sin resultados óptimos.
El zumo de naranja, a pesar de verter en él sobre y medio de azúcar, me supo amargo, y parecía descolorido comparándolo con el de otras mañanas. Leí el periódico deprisa sin detenerme en ninguna sección ni retener uno de esos titulares que luego rondaban por mi cabeza durante todo el día.
Faltaban un par de meses para el verano, por fin podría viajar a Grecia, visitar a Luisa, aprender a montar a caballo, por qué no, el dinero también sirve para aprobar asignaturas pendientes.
A pesar de todo, de la ilusión germinando en los restos de pulpa adheridos a la cucharilla, en los vídeos musicales sin sonido y en la conversación que mantenía con la camarera sobre el clima desapacible, comencé a recibir en la memoria disparos de mortero, uno tras otro, sin previo aviso, llovían dentro de mi cabeza como en una película rebobinada deprisa, el día que llegamos a la casa y abrimos de par en par las ventanas, algunas de ellas con los cristales rotos, las vigas de la buhardilla entre las que solía esconder mis poemas infantiles, el buzón de hierro en el que se me quedó atrapada la mano, la cocina de carbón que salpicaba de motas negras la ropa tendida, “Cosmos”, el mastín que encontramos moribundo atado a un árbol y que durante varios años fue el guardián más fiel de nuestra casa…
Nuestra casa que ya no es nuestra, ni siquiera mía, sino de alguien que finalmente ha decidido comprarla para tener hijos en ella, o huéspedes, o almendros en flor.
Cuando se compra una propiedad, esta queda despojada de su historia, de sus esquinas con nombre, de sus noches de insomnio, y pasa a ser un espacio huérfano que alguien adopta para inculcarle usos y costumbres, la manera de abrir la puerta y decir buenos días, simiente nueva para las jardineras, un olor cotidiano frotándose como un gato contra la pared de la escalera.
Habitamos la casa cinco años después de que muriesen los abuelos.
Mi madre la heredó de unos padres con los que no se trataba desde hacía tiempo, yo ni siquiera llegué a conocerlos. Abrimos el gran portón de madera con mucho esfuerzo, porque estaba hinchado y rozaba el suelo, una fria mañana de invierno en la que, la ausencia de sol y el paraje árido y solariego de aquella casa de campo nos convertía en vagabundos desesperados sin elección.
Yo tenía nueve años y Víctor cinco. Mi hermano no era un niño como los demás, había que ayudarle a comer, a quitarse la ropa, a acostarse… siempre tenía la boca y los ojos muy abiertos, pero no como asustados, sino sorprendidos, emocionados hasta el extremo. Pronunciaba no más de cuatro palabras con dificultad, pero cuando algo le divertía se reía a carcajadas cerrando los ojos muy fuerte y moviendo hacia atrás la cabeza.
Mi madre nos llevó hasta allí huyendo de la vida que mi padre nos había diseñado.
No sé si fue un secuestro en el cual yo colaboré, porque en medio de la noche le cogí a mi padre las llaves de la furgoneta y ayudé a meter las bolsas en el maletero y a acomodar a Víctor, que no se despertó hasta que llegamos a nuestro destino.
Nunca había visto a mi madre conducir, ni siquiera sospechaba que pudiera hacerlo, no me dio en todo el trayecto ninguna explicación de nuestra huída, sí comentó que nos llevaba a una casa muy grande para nosotros solos, una casa que había sido de mis abuelos, en la que podríamos tener un cuarto de juegos y hasta un corral con gallinas si queríamos… trató de sonreir, pero su gesto se diluía en una mueca amarga, algo atemorizada.
Condujo durante toda la noche y yo ya no fui capaz de dormirme.
Sabía que algo se había terminado para siempre, sustituído rápidamente por otro algo que de momento no tenía forma ni consistencia.
En la casa había fotografías de mis abuelos con mi madre cuando era pequeña, una niña de pelo largo y ondulado que les daba la mano en medio de un pedregoso camino o sonreía beatíficamente con guantes y un rosario entre los dedos en el día de su primera comunión.
Empezamos a preguntar por las fotos, por sus protagonistas y por algunos objetos curiosos que encontrábamos a nuestro paso, un fuelle de hogar, unas gafas viejas, una labor de punto inacabada, un enorme reloj de péndulo sin saetas…
“Otro día os lo cuento” decía mi madre afanada en limpiar suelos y encalar paredes, pero las fotografías fueron retiradas de sus espacios conquistados y nunca llegaron las explicaciones.
Tan ensimismada estaba tratando de desmenuzar mi nuevo mundo que no eché de menos el anterior, fue fácil aislarse, levantarme por la mañana y respirar la tierra húmeda, construir una cabaña en un árbol y un columpio del que Víctor nunca quería bajarse, y contemplar como los polluelos rompían el cascarón, cómo anidaban en el tejado las golondrinas, probar el pan que mi madre recordó que sabía hacer, sus mermeladas naturales y aquellas gruesas tabletas de chocolate que venían a vendernos a la puerta, junto con sartenes, zapatillas o desodorantes.
Los primeros meses no fuimos al colegio, ni pisamos la ciudad, que estaba tan cerca… nos dedicamos en cuerpo y alma a ser ardillas salvajes.
Hasta que tuve que volver a la escuela, esta vez una escuela rural, con una sola aula en la que nos juntábamos ocho alumnos de todas las edades, no recuerdo el nombre de la profesora, pero llevaba unas gafas enormes, unas faldas muy largas y parecía siempre ausente, con la mirada extraviada cruzando los cristales empañados de las dos únicas ventanas que había en clase. Me aburría enormemente, sólo pensaba en volver a subir al autobús destartalado que nos había recogido por la mañana, para regresar a casa y vagabundear por sus alrededores.
El día de verano en que cumplí diez años faltaba muy poco para terminar aquel extraño curso, la profesora, mucho más joven de lo que su indumentaria la hacía parecer, se acercó durante el recreo, mientras todos se habían ido a casa a por sus almuerzos recién hechos o a saltar acequias cercanas, y me regaló unos libros de Enid Blyton que se veían bastante usados: “Eran míos y los releí muchas veces… me apasionaban y he pensado que quizás puedas aprovecharlos ahora que llega el verano y tenemos más tiempo libre…” En medio de la sorpresa apenas pude darle las gracias, y he sentido mucho no volver a reencontrarme con aquella mujer para contarle lo que supuso la lectura de sus libros, un océano de aventuras infinitas en el que poder zambullirme de cabeza y sin miedo, un refugio seguro.
En casa me esperaba Víctor, orgulloso de haber podido inflar a medias un globo rojo para mí, tenía la boca manchada de chocolate porque había entrado varias veces a la cocina, a probar la tarta que mamá estaba preparando. Pero cuando yo entré en la cocina, además de ver la tarta, fabulosa y perfecta, luciendo sobre la encimera de mármol, encontré a mi madre llorando desconsoladamente junto al hogar. Tenía la cara tapada con el delantal y emitía una llantina aguda similar a la de un niño pequeño cuando se hace daño al caer.
Pretendió lavarse la cara y hacer como que no pasaba nada, pero le dije tantas veces que ya era mayor y que quería saberlo, que sacó de un armario una gran caja de cartón rodeada con un lazo rosa y me la entregó con sumo cuidado diciendo: “Tu padre sabe donde estamos”
Estuve a punto de contestarle: “Pues claro mamá, a la gente no se la traga la tierra”, pero opté por marcharme a mi habitación con la caja, que nunca desaté ni comprobé su contenido, y me puse a escribirle una larga carta a mi padre, en la que le contaba que estábamos bien, aprendiendo a pastorear, a pescar y a adivinar el tiempo por la forma de las nubes, que hacía mucho que Víctor no se ponía triste, encerrándose en su habitación y pegándole patadas a la puerta como antes, que nos gustaba ser salvajes y que la casa pareciese un castillo encantado, un lugar secreto alejado de la normalidad, y que nos dejara estar, por favor que nos dejara estar, porque parecíamos una familia y procurábamos serlo. Pasé la lengua por la solapa del sobre, lo cerré y le puse un sello de los que guardaba en mi cajón de cartas. Luego le pedí a mi madre que me llevase a correos y ella lo hizo sin rechistar, fue la primera vez que fuimos a pasar la tarde a la ciudad, porque después de devolver la caja junto con la carta que había escrito, dimos un paseo largo y merendamos perritos calientes en el kiosco de un parque que olía a azahar, los gorriones se peleaban por las migas de pan y Víctor se dejaba sorprender por las cosas más insignificantes celebrándolas con aplausos.
En los cuatro años siguientes mi padre no volvió a manifestarse en modo alguno.
Varias pastelerías de la ciudad vendían los postres que le encargaban a mi madre, encontramos plaza para Víctor en un colegio especial al que iba contento, escuchaban música clásica y los llevaban a exposiciones de pintura en las que mi hermano jugaba con éxito a acertar los títulos de los cuadros.
Yo llegué al instituto como se descubre una muñeca rusa dentro de otra sólo que a la inversa, de la más diminuta a la más grande, y me perdí al principio entre tanta gente, con tantas asignaturas diferentes y tanta libertad de entradas y salidas, hasta que logré un hueco, sacar la cabeza, comprender que cada uno tiene un ritmo de adaptación que el propio cuerpo pone en funcionamiento sin darte cuenta, casi sin querer.
El par de amigas que logré tener fueron unas apasionadas de mi casa, a la que venían como se va de excursión, con ganas de que todo te guste, con el deseo intacto.
Una de las noches en las que me quedé estudiando hasta tarde escuché a mi madre hablar por teléfono con el tono apático y neutro de una operadora. No llegué a entender con claridad lo que decía ni pude adivinar con quien hablaba, pero hasta el sonido del auricular al colgar me resultó excepcional.
Dos semanas más tarde, un sábado de Noviembre, antes de levantarnos de la cama escuchamos frenar un coche junto a la cancela. Miré por la ventana y ví salir a mi padre de aquel todoterreno como el astronauta que pisa un planeta desconocido. Antes de que pudiera reaccionar mi madre asomó la cabeza por la puerta y como el que no quiere la cosa me dijo: “Baja a la cocina por favor, tenemos que hablar”
Mi padre estaba incómodo, no sabía dónde colocarse, lo miraba todo con una mezcla de pudor y extrañeza, lo miraba todo menos a nosotros, que estábamos callados, Víctor ni siquiera respiraba fuerte, tenía la mirada baja, clavada en los gruesos calcetines, yo sentía tanta ignorancia, tanta incomprensión y tanta rabia, que habría querido salir volando por la ventana, despertar de ese mal sueño, empaparme de lluvia.
Pero llegó mamá y empezó a hablar en un lenguaje que no correspondía a la madre secuestradora y asustada que nos había sacado de casa, ni a la madre que pintaba paredes y escondía fotos viejas, ni tampoco era el de la madre que se había vuelto otra madre, durmiendo con nosotros sobre colchones de lana fría, contándonos viejas leyendas, acompañándonos al autobús de la escuela, la cocinera de postres, la panadera, aquella que plantaba tomates y pimientos, y nos llenaba la enorme bañera de cuatro patas, y convertía en seminuevos los muebles viejos…
Dijo algo sobre estar enferma, estoy enferma y necesito ayuda, y me miró como si ya nunca más pudiese ayudarla, y dijo haberlo pensado mucho, y dijo también que al fin y al cabo nuestro padre era nuestro padre, menudo descubrimiento después de haber empezado una nueva vida por tener este mismo padre que ahora venía a salvarnos de la intemperie.
Le pregunté si estaba loca cuando afirmó que debíamos volver con él, mi padre me pidió que la tratase con respeto pero ni siquiera lo miré.
No volví a mirarlo a los ojos nunca.
Ni cuando apenas un año después murió mi madre y fue enterrada en el panteón familiar.
Ni cuando volvió a casarse con otra mujer, que rechazaba los abrazos de Víctor porque le dañaban la espalda.
Mucho menos cuando nos envió a sendos internados, mi hermano en el extranjero, yo en uno de esos colegios de señoritas del que salí por la puerta y sin destino el día que cumplí la mayoría de edad.
Después sólo he intentado la vida, la vida con el empeño de quien quiere derribar una pared a puñetazos, escondiéndome a veces, rindiéndome otras, saliendo, las menos, a pecho descubierto ... Pero siguiendo mis propias decisiones. Sólo volví a casa de mi padre una vez, para visitar a Víctor, que pareció no reconocerme, y por mucho que lo intenté no logré rescatar un solo espacio en común que nos uniera. Falleció hace tres años, a causa de una de esas enfermedades raras que apenas pueden diagnosticarse, el mal de la tristeza, como yo la llamo, que todo lo devora, hasta dejarte vacío y sólo, niño grande muerto, en la cama de una residencia para tarados desasistidos.
Me he ido despojando de todas mis credenciales de pasado hasta vender la casa, que he mantenido cerrada, quizás tratando de ignorarla o pensando remotamente en recuperarla, pero ya sin fuerzas, ya sin querer retornar a nada, porque hay regresos imposibles que levantan las piedras sentenciadas y tiritan como la nostalgia.
Hoy, tras vender lo único que me perteneció, sigo intentando la vida.
8 comentarios
Koldo -
Feli De Mar -
Ramón -
Luis Zaragoza -
Jimena Barriero -
Rubén L. -
Sandra Heredia -
Shey -
¡TOTALMENTE IMPRESIONADA!
Enhorabuena, es genial.