"EL PASADO INSUFICIENTE"
Julio murió de manera repentina, en el garaje, poco antes de las tres de la tarde.
Se lo llevó un infarto con la fuerza que sopla un niño las velas de su tarta de cumpleaños.
Estaba a oscuras. Y sólo. Lo encontró un vecino media hora más tarde, cuando ya no se podía hacer nada por él.
A Laura le avisó la Secretaria de Julio, y en aquel momento estaba tan contenta comprando las cortinas del dormitorio que iban a compartir, que no percibió la diferencia en la voz átona e impersonal de siempre. Le dio la noticia despacio, como si la estuviese leyendo en el periódico habiendo olvidado las gafas de cerca, titubeó tratando de buscar las palabras precisas y colgó sin despedirse porque se le quebró la voz. Laura se quedó unos segundos absorta, mirando la pantalla del teléfono móvil, esperando otra llamada que desmintiera la anterior. Pero ya sabía que la realidad se había dado la vuelta quedando patas arriba como una bailarina de can-can.
Miró a la dependienta que le estaba cobrando las cortinas que nunca se estrenarían y a punto estuvo de suplicarle que la sacara de allí por la salida de incendios, porque no se encontraba con fuerzas para bajar las escaleras mecánicas mezclándose con la gente como si no le pasara nada y aquella fuese una tarde cualquiera de tantas.
Ya en la calle la ciudad le pareció extraña, y aunque Mayo despuntaba en todo su esplendor sintió un frio lacerante en la piel, como si no fuese vestida. Vió reflejada su imagen en un escaparate y se cercioró de que iba cubierta con ropa que le había regalado Julio.
Caminando llegó hasta la casa que en un par de semanas iba a ser de los dos, el portero la estaba aguardando y en medio de la confusión Laura pensó que era la primera vez que le daban el pésame masticando chicle. Como quien no quiere la cosa el portero comentó que arriba estaban los hijos y la exmujer de Julio, acababan de llegar. Ella se dio por enterada y volvió sobre sus pasos, hasta agradeció que aquel hombre hubiera pronunciado la palabra exmujer, ya que nunca confirmaron con trámites legales los doce años que llevaban separados. Julio era enemigo de enredarse en papeleos: “Todo el mundo sabe lo que hay y como están las cosas”. Aunque la historia pueda convertirse en pasta de modelar para un presente caprichoso.
Se hizo de noche mientras volvía a casa.
A casa.
De noche.
Su casa estaba embalada en cajas que la esperaban a la entrada, sobre ellas unos abrigos enfundados; desde las bombillas desamparadas que buscaban ansiosas los bultos y sombras de siempre caía una luz enfermiza. Había realizado la preventa del piso y en diez días se produciría la mudanza definitiva. Los chiquitos jóvenes y recién casados que habían visto con ojos de querer entusiasmarse aquel minipiso la enternecieron, parecían tener la llave de las cosas previsibles, el mapa del tesoro, hasta les hizo una rebaja en el anticipo. Ahora tendrá que llamarlos para retractarse .”Veréis, mi pareja ha muerto y ya no tengo con quien estar ni a dónde ir ...”, lo dejará todo en manos de Paula, ella sabe, es desenvuelta y capaz en este momento de realizar el trámite.
La noche es el gran tema de siempre, uno de los argumentos principales para aceptar la oferta convivencial de Julio. Cuando termina el día ella se apaga también, una tristeza febril la abraza despacio hasta asfixiarla, y de los rincones más inverosímiles surgen los fantasmas caducos con el traje de los domingos y la sonrisa impoluta. No soportó nunca ese silencio, la ausencia de ruidos familiares: unas zapatillas destalonadas, la televisión, aceite en la sartén, la ducha, un cepillo de dientes, alguien preparando la bolsa de la basura... ruidos, planes, esperarla. Que la esperasen de verdad-verdad, no porque fallase la otra prioridad ni por jugar durante unas horas a la casita de Pin y Pon. Ya se ha hecho mayor para que lo eventual le sirva. Ya no se contenta con las migajas. Por eso decidió que iba a probar con Julio, hacía mucho que no se lo proponían y las oportunidades iban escaseando. Además Julio le atraía sinceramente, sus ojos inteligentes, viajeros, el pelo abundante y canoso, las manos de pianista, la piel curtida, morena, un hombre que no engañaba ni se llamaba a engaño, que no prometía pero tampoco deambulaba.
Sentada sobre la taza del water con la cabeza hundida en las rodillas pudo escucharlo en su programa de radio, indispensable voz de terciopelo, mandándole mensajes que sólo ellos podían descifrar, dedicándole canciones que habían significado algo en la vida de Laura.
Trató de llorar compulsivamente, sacarlo todo fuera, al menos la rabia por un presente que había decidido humillarla, mandar al traste toda su despaciosa labor de encaje de bolillos en un segundo, en un arrebato autoritario. Pero no encontró una lágrima que se apiadase de ella queriendo defenderla. Nada. Un vacío como el del pozo al que se lanza una piedra para escuchar como cae.
Sonó el teléfono cuando amanecía, seguía con aquel frio desconocido en los huesos, casi sólido en las yemas de los dedos. Tuvo que volcar el contenido de su bolso sobre los baldosines de la entrada para encontrar el aparato. “Mariana”, podía leerse en la pantalla. No supo que voz poner y casi no acierta a contestar. La hija de Julio, con su educación parisina y sus varios masters le pidió que tuviese en cuenta la situación y no acudiese al entierro. “Pasa a recoger tus cosas en cuanto puedas porque vamos a vender la casa.”
Estuvo a punto de preguntarle si le había pedido permiso a su padre. Porque aquella casa y todo lo que había en ella, su última morada, decía él, por eso me la monto como quiero, era de Julio. Sus hijos iban a comer con él los domingos, por oficializar algo que pareciese más serio y consistente que una relación paterno-filial que se va transformando con el paso del tiempo. Laura los había visto dos o tres veces jugando a somos modernos y no nos importa que papá tenga un rollete con alguien dieciocho años menor porque algún capricho ha de tener el viejo, que para eso nos suelta la pasta y además madre no hay más que una. Hubiera preferido que la llamase Sergio, pero estaba convencida de que no se había atrevido. Sergio resultaba tan indefenso y enternecedor como un pájaro herido, y por él había conocido a Julio.
Fue cuando ella trabajaba en el bar de la facultad donde estudiaba Sergio, que se tiraba las horas muertas enlazando un café tras otro y paseando una vieja carpeta de la que nunca le vió sacar o meter apunte alguno. Laura trataba de hablar con él o de comprometerlo con alguna broma, pues le dolía su seriedad, su aspecto de niño abandonado a la puerta del colegio. No puede decirse que llegaran a ser amigos, pero aprendieron a leer entre lineas y a interpretar el brillo en las mejillas del otro. “Tú nunca te liarías con un tipo como yo” le dijo Sergio una vez. Ella evitó responderle que carecía de instinto maternal y contestó algo recurrente para salir del paso: “A mí me van los hombres mayores, con mucho mundo y buena posición económica, que a nadie le amarga un dulce”. “Pues entonces te presentaré a mi padre”.
Podría jurar que había olvidado completamente aquella conversación cuando al terminar un martes su turno Sergio la invitó a un café y le presentó a su padre, que le tendió la mano e inclinó levemente la cabeza. A los diez minutos Sergio se fue a la clase que nunca solía ir y su inofensiva estrategia de Celestina comenzó su curso.
Julio empezó a frecuentar el bar de la facultad en la misma medida que Sergio dejó de hacerlo al comprobar las dimensiones que cobraba su inocente juego. Posiblemente pensó que aquello no pasaría de algunos encuentros sexuales, y que dos mundos tan antagónicos no pueden tener avenidas comunes. Lo mismo pensaba Laura. Pero el empecinamiento de Julio era sólido como el acero sin resultar agobiante. Unas flores –nunca ningún hombre le había regalado flores, no una rosa envuelta en celofán transparente, no, docenas de ramos de flores-, un solo de violín desde el estudio radiofónico al empezar la noche, unos estratégicos besos en el cuello, una cena para dos en restaurantes que sólo tienen mesas para dos, cruzar la ciudad en moto, pasar la Nochevieja en la Playa, acostarse juntos después del desayuno o a la hora del vermouth ... sorprenderla vaya, hacerle ver que sabía como hacerlo, que no había resistencia posible.
Nunca Julio le preguntó por su pasado, aunque a ella en ocasiones le hubiese gustado, y Laura no se atrevió a saber más de lo que él quería contarle. “La gente de tu edad aún no tiene un pasado que pueda asustar a nadie”, decía.
Cuando Julio se iba ella se quedaba sola sin tanto miedo como antes y quería creer en lo que él decía, y pensar que todo lo que había vivido no era para tanto ni resultaba tan importante al lado de un presente que se cubría de brillos y olía a esperanza.
De vez en cuando Paula, su hermana, la soliviantaba a propósito: “Es un viejo, Laura, en cuanto se llene de achaques perderá su atractivo”.
“No seas burra, no es tan viejo, tiene cincuenta y pocos ...”
“Suficientes para que la próstata empiece a fallar”
“Tú lo que tienes es envidia”
“Cierto, me has pillado ¿no puedes presentarme a algún hermano suyo? ¿o es que están todos en el geriátrico?”.
Se tiraban del pelo, o se lanzaban algún zapato para acabar riéndose a carcajada limpia. Era cuando Paula salía del enclaustramiento al que la sometía su matrimonio convencional con su novio de siempre y se fugaba un par de días para parecer otra, resultar otra, antes de volver a la postura de cera, al lugar del que tanto miedo da desprenderse.
Paula aún vive en el pueblo del que Laura se marchó a los veinte años y al que sólo vuelve en fechas señaladas, curiosamente no está muy alejado de la ciudad, pero sí lo suficiente. Si Laura tuviese carnet de conducir se acortaría ostensiblemente el camino estrecho de las excusas. Por eso no piensa sacárselo, presentarse allí con el maletero lleno de bolsas de supermercado, simular que ha triunfado en la city y que no se parece en nada a su madre, que lleva el mismo moño con redecilla de hace veinte años y cada quince días acude a sacarle brillo a la lápida de un marido que se fue con la pena de no haber tenido hijos varones que le sucedieran en las tareas del campo. Ella no quiere aparentar nada, no le parece fácil la vida en ninguna parte, pero no quiere dar explicaciones, sólo pretende que la dejen vivir, y eso, en un pueblo pequeño cuya única distracción consiste en escarbar las miserias de los demás antes de que las propias queden al descubierto es anhelar lo imposible.
Paula es mucho más valiente que Laura, pero no lo sabe. Siente en ocasiones esos ramalazos de rebeldía que le hacen enganchar la maleta y largarse un par de días con su hermana para despejarse, para entender porqué son distintas, porqué buscan cosas distintas, pero enseguida echa en falta la comida de puchero, los campos, el rio helado en invierno. Los espacios pequeños en los que ella se mide bien, los problemas pequeños, la luna diáfana, los nombres conocidos de todos, las calles que la han visto crecer, pasar de los calcetines largos a los pantys, de las pedradas a los besos escondidos. Ella siente seguridad en las costumbres, aunque a veces, sólo a veces porque es un poco gatuna, se rebele contra lo que parece que ya no va a cambiar. Todo lo que se elige puede cambiar. Paula lo repite constantemente.
Mientras enterraban a Julio –podría haberse colado entre la multitud, entre tanta gente que acudiría al sepelio, pero una vez allí no hubiera podido evitar el grito desgarrador anunciándose ante todos- y Paula frenaba la venta de aquel pisito del que siempre quiso salir, salir de verdad, haciéndose la puerta grande-grande-grande, Laura repasaba sus treinta y siete años y medio, asustada y asqueada de estar sola, una vez más.
El piso se lo puso Enrique a los cuatro años de estar trabajando en la ciudad. Enrique Berdún, padre de uno de los niños que cuidaba para sacarse un jornal mientras estudiaba administrativo por las noches y compartía piso con cuatro chicas más. No es que se liara con cualquiera ni mucho menos con los padres de las criaturas a las que atendía, lo de Enrique fue circunstancial, además él y su mujer dormían en habitaciones separadas. Por eso, y por las cosas que le decía, que parecían auténticos versos, ella creyó ya entonces que de verdad su vida iba a cambiar. Estuvo dos años liada con él, sin hacer caso a los chicos de su edad que se le acercaban, sin querer cambiar de trabajo, hasta que un día, recibió un telegrama desde Panamá, dónde Enrique y su familia se habían trasladado para no volver.
Le dejó el piso a su nombre, se portó. Un picadero a cambio de dos años de dedicación y un aborto programado tampoco son un regalo caído del cielo, se lo había ganado a pulso.
Sintió que se le quedaba dentro un agujero negro al que nunca se asoma, pero que lo siente ahí, una víbora diminuta enganchada a las tripas que le come la energía y sobre todo la fe en la gente. Dejó de ser crédula.
Por eso tuvo cuidado en elegir bien al siguiente hombre con el que compartir tiempo básico de su vida. Pedro Encías era soltero, funcionario, y vivía con su madre octogenaria. Desde lo de Enrique había urdido la estrategia de acercarse a hombres mayores que pudiesen compensarla económicamente. Sabía a qué locales acudir y qué contactos poner en funcionamiento. El caso es que con Pedro se hizo la encontradiza en el bar en que lo había visto desayunar durante toda una semana, funcionó lo de las lágrimas de la chica sola maltratada por su novio, él le prestó pañuelo y poco a poco algunos miles de euros para saldar deudas del novio sinvergüenza. Cuando estaba a punto de ser presentada a la madre y lo acompañaba ya al sastre, porque era un hombre grande y corpulento que se hacía los trajes a medida, reapareció una antigua novia separada y con dos hijos, con mucha más escuela y pasado que Laura que lo tuvo comiéndole en la mano y en más sitios en menos que canta un gallo. Casi fue divertido verlo despedirse, en el mismo café de los desayunos, quitándose con servilletas de papel el sudor del apuro, tendiéndole una cajita con dos pendientes de oro en forma de caracolas diminutas, sin mirarla a los ojos desencantados y aliviados; cuando se disponía a marcharse tras haber dejado pagada la cuenta dijo de una forma apenas audible a espaldas de Laura : “Tú nunca hubieras llegado a quererme”.
No le faltaba razón, a eso no se llega como a la cima de una montaña, tras horas de escalada. En eso se irrumpe huracanadamente, como el infarto de Julio, como su amor por Ernesto que no supo de dónde ni como podía brotar así, tan falto de razones, tan descarnado, impulsivo y salvaje. Con Ernesto fue verse reflejada en un espejo, caer en su propia trampa. Igual que deben reconocerse entre ellos los ladrones de guante blanco se reconocen las personas-parásito que viven de chuparles a otras la sangre, contándoles mentiras y palabras de amor que suenan a telenovela barata sabiendo que habrá oídos que las acojan como música celestial.
Fue al único de sus amantes que metió en casa prácticamente al mes de conocerlo. Estaba convencida de que aquello funcionaría porque los dos conocían la profundidad de sus miserias. Con él fue tan absurdamente feliz, feliz de intensidad, de importarle todo una mierda, que llegó a ser inmensamente pobre, pobre de mano extendida, pobre de suplicar una caricia y pobre como las ratas cuando le dejó la cuenta a cero y cuatro sillas en casa, cuatro sillas, ni los taburetes de barra de la cocina. Supo entonces que ni siquiera se llamaba Ernesto.
Paula tuvo que pasar con ella más de un par de días. Se la encontró con una sobredosis de somníferos y un mal de amores peor que cualquier dependencia enfermiza.
La llevó a Marta Heredia, una psicóloga de su mismo pueblo que guardaría para siempre el secreto profesional. Marta supo trabajar con Laura, le enseñó que para volver a empezar nunca es tarde si se hace con la aceptación absoluta de lo que una ha sido y es. La ayuda psicológica, unida a su propia naturaleza de culebra y yedra la impulsaron hacia delante.
Tenía treinta y cinco años y un terror absoluto a no saber hacer nada bien, nada bueno.
Como si el agujero negro de su estómago se proyectara en las cosas, distorsionándolas.
Así estaba, aprendiéndose, cuando conoció a Julio, aquel martes por la tarde en la facultad de medicina.
Desde entonces han pasado más de dos años, aunque parezcan miles sólo son un par de años, piensa mientras pasea lentamente por la casa que ya nunca será de los dos. Una casa desvalijada sin pudor, con carteles de “Se Vende” en todos los ventanales, con las cosas de aseo de Laura, su albornoz, sus zapatillas, un par de camisetas, fotografías sin marco de un tiempo juntos que hasta hace nada era presente, tiradas detrás de la puerta de entrada, tiradas a conciencia, para que se vea que están tiradas. Ella las va metiendo con cuidado en una bolsa de deporte y entonces sí llora, con alivio y sin mesura, ahora que nadie puede verla en una casa de nadie, ahora que Julio ya está enterrado y que nunca le preguntará por su pasado, nunca volverá a decirle que no tiene importancia porque no ha vivido lo suficiente.
Paula se ha ofrecido a acompañarla pero Laura no ha querido, le debía a Julio enfrentarse sola a esto, llorarle sola, agradecerle en silencio que le devolviera confianza e ilusión, posibilidades nuevas.
La casa no se parece en nada a la que fue, todo está revuelto y sin orden, sucio. Aún así ella se permite un último gesto contestatario y dirigiéndose al dormitorio principal cuelga de la barra las cortinas que compró, sabe que no durarán mucho tiempo, pero son las flores que no le llevó al cementerio, la última promesa que le hizo y que quería cumplir antes de que todo se desvanezca como si nunca hubiese existido.
Al bajar de la escalera y sacudirse el pantalón escucha unas llaves en la cerradura. El miedo se frena porque es plena mañana y nada escapa a la vigilancia del portero. Acelera el paso hacia la puerta de entrada pensando en el encuentro violento con Lola, la ex de Julio, o Mariana, o cualquier familiar desconocido ... Pero es con Sergio, cabizbajo, con quien se topa.
“Te he llamado a casa y me han dicho que habías venido aquí”
Laura supone rápidamente que Paula le habrá dicho muchas más cosas, y casi tiene ganas de sonreir, pero le puede el deseo de salir de allí cuanto antes, aunque Sergio le dificulte la Salida.
“Ya me marcho, toma las llaves”
Él no saca las manos de los bolsillos, mucho más niño que nunca, mucho más triste, capaz de provocarle pena. Como no hace ningún gesto por coger las llaves o apartarse Laura las lanza al suelo, dentro del salón, y se coloca prácticamente pegada frente a él para que la deje pasar, pero él es como un roble vencido.
Ponerse a esquivarlo le resulta patético, y aunque lo intenta con suavidad él vuelve a obstaculizarle el paso.
“¡Joder, Sergio, ¿De qué vas?, Déjame pasar!”
A él el grito parece despertarlo de un letargo anacrónico, por fín actúa, saca del bolsillo un sobre arrugado y se lo tiende a Laura, prácticamente se lo mete en el estómago.
“Toma, esto es tuyo”
Laura no quiere abrirlo, no siente curiosidad, no quiere imaginar, pero lo abre para que Sergio cumpla el recado familiar y se quede con la sensación del deber cumplido. Arroja el fajo de billetes en la misma dirección que las llaves.
“Vete a la mierda”
Si no estuviera tan rabiosa como para abofetearlo creería que a Sergio le brillan los ojos y está a punto de llorar.
“Es una compensación, por lo mal que nos hemos portado contigo ...”
Ella ve pasar toda su vida, la ve claramente, en el reflejo de los ventanales con los carteles de “Se Vende”, junto a las llaves y el sobre con dinero, dentro de las cosas que guarda en la bolsa de deporte a la que se agarra como si fuera a desplomarse.
“Si hubieses sido tú en lugar de tu padre cogería ese dinero sin pensarlo, es más, llevaría dias esperándolo”
Y por fin se lo quita de en medio porque él tiene la consistencia de un junco minado que azota el viento. No espera que la entienda, no va a hacerlo nunca, aunque está segura de que sus palabras darán vueltas en la cabeza de Sergio hasta el final de sus días, tratando de descifrar el jeroglífico.
Laura no responde a la despedida del portero, en la calle Mayo termina, y ella, con su cargamento de sí misma a la espalda, camina despacio por la avenida admitiendo la imagen que le devuelven los escaparates de las tiendas de lujo.
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