"CARTAS DE MAYO"
"Para el que con los ojos cerrados se arrojó sobre un pecho..."
("Para quién escribo"-Vicente Aleixandre)
Marilia recibe carta de su hijo anualmente, durante el mes de Mayo.
Ella presiente la llegada, y se asoma cada día a la misma hora por la ranura del buzón, esperando que sus ojos menudos y cansados topen con el sobre abultado y la letra caligráfica de su único hijo.
No hubo acuerdos previos que estableciesen el encuentro por correspondencia especialmente en Mayo, pero así empezó a suceder y así es como se ha ido manteniendo, quizás por ser el mes de las flores, cuando preparaban el pequeño ramo de rosas envuelto en papel de aluminio para llevarlo al colegio y cantarle a María, y ella podía sentir la mano pequeña y tibia de él dentro de la suya, casi siempre helada, en aquellos días largos de cielos muy azules en los que se barruntaba el verano como una promesa infinita.
Marilia tiene un nieto al que sólo ha visto una vez, de recién nacido, cuando viajó toda la noche en autobús para presentarse en el hospital, despeinada y con su mejor falda hecha una pura arruga, para verle la carita apretada y roja, esa nariz tan redonda y los dedos largos de pianista. No pudo cogerlo en brazos, pero le acarició el rostro con las puntas de los dedos y notó su piel nueva, ligeramente áspera en los pliegues, acompañando el ritmo de su respiración tranquila. La emoción la desbordó y sintió deseos de llorar, pero se contuvo porque conocía las reticencias de su nuera a la hora de manifestar emociones públicamente.
En la carta suele haber fotos del pequeño, que ya no se parece en nada a aquel bebé, los niños cambian mucho, se detienen, observan, crecen imparablemente. Este ha cumplido cinco años, su abuela le envía regalos un par de veces al año, por su aniversario y en Navidad, hace caso omiso de la recomendación de sus padres, “mejor le mandas dinero, que juguetes tiene muchos, está la casa llena de trastos”, porque ella disfruta comprándole todo aquello que le gustaría compartir con él, en el hipotético caso de que el nieto la visitase con frecuencia y pudiesen jugar juntos sobre la alfombra del salón.
Ahora ya nadie escribe cartas, pero su hijo mantiene esa costumbre improvisada como si fuese el último eslabón de su cordón umbilical, el único espacio privado que les queda, y que tiene algo que ver con lo que fueron, con el tiempo compartido.
Así prefiere entenderlo ella, porque el resto, las llamadas de teléfono, los días que atraviesan la barrera del sonido y no encuentran huecos, de verdad que imposible, otra vez será, para venir a verla, es frío y extraño, de nadie, cualquiera puede impostar una voz, marcar un número, decir madre como quien recoge el ticket del aparcamiento o da los buenos días entrando en el ascensor, decir madre como quien dice paraguas, avenida, columpio…
Hay palabras que no pueden decirse de cualquier manera, para eso es mejor quedarse callado.
Cuando aprendió a llamarla lo repetía constantemente, encadenado, hasta quedarse sin aliento, un niño regordete de mejillas encendidas que pregonaba, entre el ruido de la circulación y el trajín habitual de las calles “mamamamamama” y reía dando palmas.
Es difícil averiguar en qué preciso momento todo se hizo árido, lineal, desaprensivo. Qué puerta atravesaron que sólo daba al vacío.
Marilia ha querido a ese niño con empeño y dedicación combatientes, trabajando de noche en la Residencia y dedicándole todas las horas del día sin apenas dormir, asombrándose con él cuando plantaba judías en diminutas macetas y enseguida asomaban brotes larguísimos, aplaudiendo sus goles, sus actuaciones escolares, sus buenas notas, despidiéndose desde la acera, la nariz de él pegada a la ventanilla del autobús, cuando salía de excursión y le asaltaban todos los miedos y fantasmas pese a saber que debía dejarlo marchar, porque la infancia no cabe dentro de un vaso de agua ni se preserva bajo la almohada.
No se cumplen los deseos.
Tampoco los impronunciables.
El pequeño creció y como corresponde fue perdiendo ilusión, brillo en una mirada que se tornó esquiva y ladeada, un tanto hostil.
Sobre la mesa del comedor comenzaron a llover copiosamente preguntas sobre su padre, las mismas a las que ella había respondido en otras ocasiones, calmando la curiosidad del muchacho. Pero esta vez el muchacho ya no quería callarse, ni calmarse, el muchacho quería desestabilizar con preguntas, enfangar el hule decorado con grandes manzanas, arrojar sal sobre la herida.
Marilia y su herida resultaban compañeras bien avenidas, se conocían lo suficiente.
La herida de Marilia dormía desde hace tiempo sin augurar siquiera nostalgia.
Cuando le anunció a Enrique que estaba embarazada él le respondió claramente que nada de hijos, que ya tenía suficientes con los suyos y que precisamente una de las causas por las que se había separado de su mujer era por el agobio que le producían las rutinas familiares, los problemas paridores de problemas que suben y bajan las escaleras con la alegría del gato y su cascabel.
Llevaban tres años juntos y a ella no le sorprendió esa reacción, pese a haber deseado otra con todas sus fuerzas, por eso tardó tanto en decírselo, porque sabía que se quedaría sola.
En los seis meses de embarazo que le restaban recibió un par de llamadas de Enrique interesándose por su estado de salud, después nada, un sobre con dinero el mismo día del alumbramiento que le fue devuelto al remitente, y una conciencia arrebatada que de vez en cuando le empujaba a espiarles desde la otra acera o a la salida del colegio, Marilia levantaba el brazo para saludarle, demostrando que lo había visto y que ella no se escondía de nadie, ni se avergonzaba de nada, fíjate bien, aquí tengo a mi niño, peor para ti que te lo estás perdiendo, pedazo de miserable, que te escondes entre los árboles del parque y nos miras, como si quisieras, pero sin querer, ser algo nuestro…
Desapareció del todo una vez sepultada su conciencia.
Y Marilia aprendió a ser madre despacio, pegando la oreja al pecho del niño que dormía encogido, organizándole el material escolar, planchándole rodilleras, subiéndose con él en los autos de choque, saliendo al campo a bañarse en el río y a comer tortilla de patatas y ensalada bañada de sol.
Fueron años breves, fugaces, aparentemente inofensivos.
Hasta que ambos construyeron sus ratoneras, y a la salida de las mismas los esperaban Jonás y Estela.
Decidieron apostar en la tómbola.
Al principio es fácil, un pececito naranja, una planta de interior, una botella de vino dulce… pero después la feria se traslada, tiene ruedas, busca otro paisaje, y hace frío, y ya no quedan monedas sueltas en los bolsillos, todo está atado, los ojos de Estela que invadirán su casa y no se le caerán a su hijo de los labios, y Jonás que esperará hasta lo indecible, pero a dónde vas madre con ese novio viejo que te has echado, mira que a la familia de Estela no le parece bien, y cuando sube a casa todo se llena de acero y trampas, labios sellados, cuerpos fugitivos, y Marilia debería rebelarse, quienes sois vosotros para escupirme fuego, y menos tú niña de aire, corazón de nácar, por qué me miras como si supieras de mí, por qué me arrebatas lo que es mío y además me prohíbes, y no lo dices, consigues que me lo diga él, relacionarme con quien quiera, con Jonás en este caso, que canturrea cuando riega las plantas, y me prepara la cena, y se ríe a carcajadas, y repite eso de que ya esta bien tomarse la vida tan en serio, y me ofrece su retiro en la playa, donde anidan las gaviotas y el invierno es más corto que en cualquier parte, pero no está dispuesto a esperar toda la vida, porque ya no tiene toda la vida para esperarme a mí, y yo me lo pienso demasiado, y tengo miedo, como siempre, de perder lo único que de verdad he tenido, sin darme cuenta de que ya no es mío, no quiere ser mío, no quiere…
No cambiaron las cosas cuando Jonás se marchó.
Todavía hubo un tiempo de transición en el que podría haber ido tras él.
Pero resultó un tiempo enredado en el mañana tal vez, esperando recuperar espacios, palabras, la luz exacta entrando por el ventanal.
Mañana tal vez…
Cuando quiso darse cuenta necesitaba teñirse cada mes, tomar pastillas para la tensión, comprar lo justo porque su hijo apenas comía en casa y los fines de semana los pasaba con Estela, Estela y la empresa familiar de los padres de Estela, que tenían muchachas de servicio en casa, de las de delantal blanco, madre, ¿te lo puedes creer?, pero no era una pregunta, no lo era, ni siquiera trataba de ser un diálogo, sino un discurso sobre la maravilla, la excelencia, la suerte que he tenido de conocerla, con la gente que hay en la universidad y ella se fija en mí, un pobre diablo, un estudiante a golpe de becas, que si no de qué, aún no sé qué puede atraerle de mí, como es que me aguanta, la cuchara suspendida en el aire, la sopa resbalando, la mirada gris del niño perdido buscando respuestas, pero ¿sabes una cosa?, ya no puedo vivir sin ella, no podría madre, no podría… si me deja me mato.
Él no se dio cuenta, inmerso como estaba en su maraña, de las lágrimas silenciosas de su madre, que lo miraba descompuesta queriendo reconocerlo, comprendiendo que decía la verdad y sintiéndolo lejos, absolutamente lejos, pese a encontrarse sentado al otro lado de la mesa.
Estela dijo que la ciudad era pequeña.
Que se les quedaba pequeña.
Que necesitaban otra.
Con la brevedad y la concisión de quien se pone una chaqueta porque refresca y la suerte está echada.
La vida se mete dentro de una maleta, una vida que tiene prisa dentro de una maleta pequeña, hecha porque algo hay que llevarse, que Estela dice que me compre todo nuevo, que aproveche el momento para hacer limpieza, aunque de momento las fotos, los libros, los trofeos deportivos, todo se queda aquí, porque los padres de Estela nos regalan el piso, pero tenemos que decorarlo y organizarnos antes de emprender la mudanza definitiva.
La que nunca llegó.
Se llevó la maleta ridícula para cambiar de vida, esa en la que nada cabía, y no volvió a por más, no necesitó nada más.
Las contadas ocasiones en las que se han reencontrado él ha mirado su cuarto como quien visita un museo, todo sigue en su sitio, todo lo espera.
Y él lo sabe.
Y a veces se le empaña la mirada, pero sólo es un segundo, porque no puede permitirse la melancolía, unida a la memoria como una hermana siamesa a otra.
Cuando el coche deportivo de Estela hizo sonar su claxon tres veces el se despidió con un beso fugaz sobre el cabello de su madre, una sonrisa pletórica y ganas de salir bajando de tres en tres las escaleras, pero ella le retuvo apretándole el brazo, robándole los ojos: Promete que me escribirás, qué antigua eres madre, prométemelo, está bien, aunque sea una vez al año prometo escribirte, respondió riendo, a gritos, ya fuera del único hogar conocido.
Y ha cumplido.
Todo lo que le queda de él son sus cartas. Las fotos del niño extraño, la caligrafía enorme y descuidada, los abrazos que nunca llegan la vinculan a alguien real, que existió, que estuvo tan cerca como la sal del agua marina.
La última carta no dice nada nuevo.
Que tampoco este verano podrán venir.
Porque quieren que el niño conozca Disneylandia.
Y van a tope de trabajo.
Y para un mes que pueden disfrutarlo los tres juntos…
Siempre coloca los folios sobre el suelo de la terraza, al amparo de las plantas, sin sujeción… es posible que vuelen, como los aviones de papel que de niño su hijo lanzaba al parque de en frente, si el papel no pesa quizá las palabras tampoco…
Después, cuando termina de leer los recoge cuidadosamente en la carpeta de las cartas de Mayo, sus amigas la llaman para tomar un té con leche y jugar la correspondiente partida de mus, pero no tiene ganas, y quedan para otro día, porque sólo con escucharla hablar ellas ya comprenden que habrá recibido carta, y que sentirse relegada supone un duelo solitario que transcurre despacio y pasa.
Como el mes de Mayo.
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