PAPEL DE SEDA
-A Sheila Morón,
de la que aprendí que sólo debería existir un amor inquebrantable.
El amor propio.
Tenía quince años la primera vez que me corté las venas.
Había estado nevando durante dos días.
Dos días sin luz.
Con el frío metido en los huesos, los labios agrietados y los pies deshechos de caminar sin rumbo en el horario en que supuestamente debía asistir a clase.
Me las corté poco.
Apenas un rasguño con la cuchilla de afeitar de Juan.
Tuve miedo.
Para que luego digan… la adolescencia es temerosa, teme con la misma intensidad con la que ama. Siente el impulso del miedo como siente otros que la precipitan. Después el tiempo pasa y el miedo se convierte en un par de zapatos viejos que ya no sirven, que no encajan ni se necesitan. Y va rodando como una pelota desinflada con la que nadie quiere jugar.
Me metí en la bañera. Lo había visto en la tele.
Antes de que la sangre comenzase a brotar con profusión entró en el baño mi hermana pequeña. Ni siquiera se me ocurrió echar el cerrojo. Errores de principiante. Salió despavorida gritando como si ya me hubiese muerto. Alma tenía entonces nueve años. Nunca nos habíamos llevado bien, tampoco era para ponerse a escandalizar de aquella manera, unos brazos de muñecas rasgadas colgando fuera de la bañera, mi cabeza ensayando poses desmayadas y ella recibiendo en sus ojos de castaño joven la imagen inesperada de una película de terror protagonizada por su hermana la rara, la antisocial, la problemática.
“¡Calla!-me hubiera gustado decirle- haz como que no me has visto, vuelve frente al televisor o a jugar a tu cuarto, algunas imágenes se borran solas, te juro que se borran, venga, ¡largo de aquí!”
Pero no tuve opción, llegó mi madre corriendo, al fondo se oía llorar a Alma, aunque comenzaba a marearme en serio recuerdo que mi madre traía el delantal manchado de harina, el pelo recogido en una pinza y las zapatillas de Juan que le venían grandes y absurdas, como el propio Juan.
Me cogió la barbilla y pronunció mi nombre varias veces, enérgica pero sin gritar, como si quisiera despertarme de una pesadilla. Sus dedos estaban frios y yo tenía sueño.
Después las curas en el hospital, los médicos con esa manera de mirarme, entre el: “ya te daría yo a ti” y el: “esta niña está loca de atar, pobre madre”.
Prometer. Prometer muchas veces que no volvería a hacerlo, asintiendo con la cabeza, harta de ver la huella de la culpa y de la carga en los ojos de los demás. Se sentían culpables y se sintieron mis esclavos, para estar al tanto con clavos en los párpados, aguantando la respiración para cazar la amenaza.
Hasta la lluvia más ansiada termina por olvidarse.
La gente quiere vivir en un continuo parque de atracciones, o en una isla paradisíaca, lejos de nubes negras y presencias que intimidan.
Poco a poco dejaron de estar pendientes de mí, aunque continuaran mirándome como si fuese a escupir veneno de un momento a otro.
Mi padre me visitó semanas más tarde, en la cuesta abajo de la hazaña, sentado en el borde del sillón que él mismo compró, en el salón de la casa en la que había vivido veinte años… parecía un intruso, no sabía donde meterse, aquel hombre que se teñía las canas y había optado por un nuevo vestuario mucho más juvenil ya no se parecía a mi padre, y tuve la sensación de que tampoco tenía ganas de serlo.
Le pregunté por Marina y me dijo que le estaba esperando abajo. No quise entretenerlo, alegué cansancio y se levantó del sillón como impulsado por un resorte. Quiso tener un gesto paternal y me revolvió un poco el pelo, pero no se inclinó a darme un beso ni yo levanté la cabeza para verlo escapar por el pasillo de su vieja casa que inevitablemente le recordaría a su vieja vida.
Me quedé sola por primera vez en muchos días, nadie más quiso presenciar aquel encuentro forzado, Alma no le hablaba desde que dos años antes había optado por marcharse con Marina, mi madre tardó más tiempo en hacerse a la idea que en buscarse otro hombre que le calentara la cama. Juan nervios de acero que no entra al trapo de nada, Juan compañero de trabajo, paño de lágrimas que supo aprovechar su momento, inquilino obligado, hombre leal, perrito faldero…
Recuerdo el primer día que Marina entró en casa, con sus libros de la Universidad, sus vaqueros rotos y su forma de enseñarnos inglés, llegando a nuestra mesa camilla como recién aterrizada de un planeta extraordinario que prometía experiencias nuevas a través de sus mil y una ventanas abiertas. Cómo íbamos a imaginar que por una de ellas saldría volando nuestro padre, que se acercaba en medio de la clase simulando jovialidad y colegueo con sus hijas, él, un hombre casi siempre malhumorado, trabajador y convencional, al que le gustaba la sopa con el punto exacto de sal, y los resúmenes deportivos de los domingos por la tarde ...
El día que decidió contarnos que se marchaba y con quién era festivo. Mi madre había puesto el mantel de hilo, y veníamos de tomar vermouth en el bar de siempre. Curiosamente me permitió dar un par de sorbos a su caña, gesto que solía prohibirme alegando que ya tendría tiempo suficiente para beberme toda la cerveza del mundo.
Me pidió que bajase el volúmen de la tele, y nos dio la noticia con una tranquilidad pasmosa, entre cucharada y cucharada de puré de patatas. Mi madre soltó una risita nerviosa e incrédula mientras fileteaba el rollo de ternera, Alma lo miró con los ojos desorbitados, el labio inferior temblándole, se levantó tirando la silla y refugiándose en su habitación, bajo la cama, como siempre, agarrada al eterno perro de trapo. Yo volví a subir el volúmen del televisor porque él ya había dicho todo lo que tenía que decir y sinceramente no me había sorprendido lo más mínimo, les había visto besarse en varias ocasiones, en el rellano, dentro del coche, contra la nevera ... había llegado un momento en el que, si bien no se exhibían, tampoco procuraban esconderse, y yo siempre he sido una lechuza silenciosa.
Mi madre, sin soltar los cubiertos, derrotada sobre su silla preguntaba una y otra vez: “¿Pero qué dices, Eduardo?, por Dios, ¿qué estás diciendo?”
Me molestaron tremendamente su incredulidad y su servidumbre.
“Ay que ver madre, no se puede ser más tonta...”
Ella me miró como si le hubiese sacado las tripas con un rastrillo.
“¡No hables así a tu madre!”
Gritó él, y a mi me dio la risa porque me pareció todo muy absurdo, mi padre defendiendo la estupidez supina de mi madre, sobre la que había construido su infidelidad y las alas desplegables de su nueva vida, ella gimoteando encima del rollo de ternera recién asado que nadie probaría, Alma queriendo convertirse en su perro de trapo y no sentir, no escuchar, no crecer, el presentador del informativo dando paso al hombre del tiempo, mi padre fulminando con la mirada la espesura del puré, queriendo atravesarlo, hasta que mi risa subió de tono, incontenible, y él pegó un puñetazo en la mesa, un puñetazo tan fuerte que derramó su vaso de vino, mi madre se había agarrado la cabeza y le salían por la boca sapos y culebras, insultándole a borbotones, los dos comenzaron a gritarse como fieras, olvidándose mutuamente desde ese preciso momento, con tanta rabia contenida dándose el festín sobre la mesa impecablemente preparada de un día festivo, hasta que cogí el cuenco del puré y lo tiré al techo, el bol se hizo trizas contra las baldosas, pero su contenido quedó agarrado a los seis brazos de la lámpara, derramando sobre nosotros grumos pequeñitos, como si nevara dentro de una alegre estampa navideña.
Papá se levantó y se fue dando un portazo. Llevaba puestas las zapatillas de casa.
“Espero que recojas todo esto” dijo mi madre con un hilo de voz encerrándose en su cuarto.
Y ya está.
Nos habíamos levantando por la mañana con horarios, luz a través de las persianas y un presente continuo esperándonos en el recibidor. Y unas horas más tarde un señor parecido a mi padre se había cargado en breves segundos una historia de papel de seda que se hace trizas con solo mirarla.
Apenas se llevó nada de casa.
Ni puso objeciones a lo que mi madre quiso pedirle, que tampoco podía ser mucho.
Firmaron el divorcio, pretendieron resultar modernos, americanos y cabales, y por momentos llegaron a conseguirlo.
Cuando mi padre vino a verme aquella vez, pensé que debía compensarle destruir un camino señalizado, firme, previsible, aún a costa de parecer una caricatura de sí mismo.
No quise volver al instituto, ni allí ni en ninguna parte me esperaba nadie con los brazos abiertos. Hice un curso de mecanografía en una academia y otro de contabilidad por correspondencia hasta entrar como dependienta en la tienda de regalos : muñecas de porcelana a las que les brillaban los pómulos, siempre perfectas, con sus córneas de cristal y sus guantecitos blancos, frías y repulsivas, imitaciones en latón y madera de viejos trenes, libros primorosamente encuadernados, rosarios de nácar, atriles, billeteros, paraguas ... un mundo de caprichos inimaginables al alcance de los bolsillos más selectos. Sólo el dueño de la tienda podía manejar la caja registradora, Feli y yo acompañábamos a los clientes hasta la banqueta de madera sobre la que el jefe se aupaba tras el mostrador y esperábamos, sonrisa congelada, manos a la espalda, a ver terminada la operación, después los acompañábamos de nuevo hasta la puerta con mil reverencias de niña humilde. “Adiós, adiós, hasta otro día, que usted lo pase bien...”
Nauseabundo. Pero salía de casa muy temprano y no volvía hasta el anochecer. La parada del mediodía la realizaba tomando un bocadillo en un parque cercano, sentada al sol, imaginando que me deshacía en pequeñas partículas de luz que inundaban el césped, los nidos de las abubillas, el musgo del estanque...
Una tarde en la que el dueño decidió cerrar de improviso por un problema familiar llegué a casa dos horas antes de lo acostumbrado. Mi madre trabajaba de tardes aquella semana, Juan estaba organizando sus útiles de pesca, apenas nos dirigíamos la palabra, así que no le dí explicaciones por mi temprana aparición ni él me las pidió. Alma se encontraba en su habitación haciendo los deberes. Desde mi intento de suicidio la cría me miraba de una forma peculiar, entre el miedo y el asombro, con lejanía y tristeza. Decidí que podía ser un buen momento para relacionarnos, y por otra parte las opciones de entretenimiento aquella tarde tampoco eran espléndidas, así que llame a la puerta y me la encontré metida en la cama y tapada hasta las cejas, sólo el pelo, liso y rubio, daba señales de vida sobre la almohada.
“¿Te encuentras bien?” le pregunté sentándome a sus pies
“A ti que te importa” me contestó con voz temblorosa. Realmente me había merecido su respuesta, pero aquella debía ser la tarde de los buenos propósitos...
“Venga, cuéntame qué pasa, no es normal que estés a estas horas metida en la cama...” Traté de destaparla, pero se aferró a las sábanas como si fueran su propia piel.
“Lárgate, nunca me preguntas nada y hoy te haces la hermana preocupada ...”
Aquello ya se había convertido en una cuestión de orgullo, y en que la enana no se saliera con la suya, doblegándome. Decidí echar el resto.
“¿Tienes problemas en el colegio? ¿Es por algún chico?”
Ni yo misma daba crédito a lo que me oía decir, ni al tono sereno y cálido de mis palabras.
Ella se acurrucó buscando el lado contrario de la cama. Seguí poniéndoselo en bandeja, echando mano de argumentos cinematográficos y lo que sabía que a Alma le gustaba escuchar. Hasta que explotó y se sentó en la cama, roja de rabia y de vergüenza, contándome, unas veces a gritos, otras apenas susurrando, que le habían tocado ahí abajo, y que le dolía mucho, y que por favor, por favor, no se lo digas a mamá... Até cabos rápidamente, enganché el flexo de la mesilla arrancándolo del enchufe y salí de la habitación como alma que lleva el diablo. A Juan, que se encontraba sentado en una silla del comedor examinando sus anzuelos, no le dio tiempo de volverse, le estampé sin miramientos la lámpara en la nuca y se derrumbó como un espantapájaros. Estaba a punto de darle otro golpe cuando sentí que Alma tiraba de mí con todas sus fuerzas sollozando: “¡Déjalo ya Sara, que lo vas a matar, ya te he dicho que no ha sido él, que no ha sido él!”. Logré detenerme, respirar hondo, limpiar el flexo y devolverlo a su sitio, comprender que mi cabeza sólo se había empapado de los fragmentos que le convenían, aquello que necesitaba escuchar para dar rienda suelta al impulso. Pero ya estaba hecho. Le dí a Alma el botiquín para que curase a Juan, una brecha algo escandalosa, poco más, llamé por teléfono a mi madre y le dije: “Ven a casa, por poco me cargo a tu novio”. Hice la maleta y me fui a vivir con mi padre.
Esa primera noche les oí discutir, el apartamento era pequeño y las paredes de papel. Él decía que no podía negarse y Marina, una voz enérgica y sobria saliendo de un cuerpo tan joven, contestaba: “Tu hija es una bomba de relojería y aquí no se puede quedar”. Logré dormirme escuchando sus voces entrecortadas, y tuve un sueño en el que una mujer con cola de pez venía a buscarme en medio de la noche y se presentaba como mi verdadera madre, nos parecíamos, y me llevaba a vivir con ella, al fondo del mar, por fin a un lugar que yo sentía como propio...
Cuando me desperté eran casi las diez de la mañana y estaba sola en el apartamento.
Quise llamar a la tienda poniendo cualquier excusa: “Por aquí no vuelvas”, dijo el jefe al oir mi voz. Recordé que había accedido a ese trabajo a través de unas amistades de Juan. Las vías de trenes estaban cortadas.
Mi madre tardó unos días en llamarme: “Cuenta conmigo si quieres que busquemos ayuda, me han recomendado una psicóloga muy buena, Juan está dispuesto a perdonarte, te tendrás que disculpar primero, claro está, demostrarle que estás en tratamiento y vas a cambiar ... si no accedes, a casa es mejor que no vuelvas...” Y se quedó en silencio esperando mi derrumbe, el abrazo final del episodio. “¿Quién quiere volver?”.
Aún me quedaban unos meses para cumplir los dieciocho. Firmé con Marina un pacto de no agresión, prometí ser una niña buena, no parar apenas por casa, facilitarles la vida a cambio de permitir que me quedase con ellos hasta el mismo día de mi mayoría de edad. Conseguí trabajo en un almacén farmacéutico, nos levantábamos todos a la misma hora, pero Marina cogía su desayuno y prefería tomárselo en cualquier lugar de la casa antes de compartir mesa de la cocina conmigo. Cuando nos cruzábamos por el pasillo decía: “180.... 170... 145” refiriéndose al tiempo de estancia que me iba quedando.
La subestimé. Creí que se ablandaría. Pero aquella mujer ocho años mayor que yo no retrocedía ante nadie ni estaba dispuesta a perder su lugar de cualquier manera. Me apresuré en buscar un sitio para vivir porque estaba claro que no iba a disfrutar de prórrogas. Alquilar un piso sola era misión imposible, y las habitaciones con derecho a cocina que visité eran ratoneras inmundas controladas por grandes ratas de cloaca. La tarde que me encontré con Feli venía de ver un ático destartalado y lleno de goteras que suponía más de la mitad de mi sueldo. Mi antigua compañera de trabajo estaba pegando carteles en una plaza : “Se busca gente joven para compartir alquiler...” sentí que el destino llamaba a mi puerta hasta quemar el timbre.
La invité a un refresco. Feli hablaba por los codos, risueña, generosa, sin dobleces, había cambiado la tienda por el horno de una pastelería. Su prima venía del pueblo a estudiar en la capital y ambas habían calibrado el momento como el idóneo para independizarse. Le dije que precisamente yo también andaba buscando donde meterme, el gesto alegre se le ensombreció un poco, bajó la mirada empeñada en pescar la rodaja de limón atascada en el vaso. “¿No será verdad eso que decían?” acertó a preguntar. Me removí en la silla dispuesta a blindarme. “¿Y que decían?”. “Que casi matas a tu padrastro...”, lo dijo muy bajito, como si nombrándolo pudiera hacerlo realidad.
Tragué saliva y me esforcé en lograr que mis ojos se humedecieran.
“¿Tú que crees?”
Me miró un instante, vio como sacaba el pañuelo del bolso, como temblaba ligeramente...
Rápidamente sacudió la cabeza y volvió a sonreir:
“Anda, discúlpame, qué tontería, no te veo capaz de hacerle daño a nadie, la gente, que habla mucho...”
A los pocos días me llevó a ver el piso, era de unos conocidos de sus padres y nos lo dejaban a buen precio, se trataba de un edificio muy viejo, pero el piso estaba amueblado y recién pintado, una oportunidad que no podíamos dejar pasar.
Nos abrió la puerta Bruno, el hijo de los propietarios, un chico alto y corpulento que se sonrojó al vernos y desapareció en algún rincón invisible hasta que hartas de hacer castillos en el aire decidimos marcharnos. Entonces reapareció sin atinar con las llaves, que se le cayeron varias veces hasta que consiguió cerrar. Feli se reía por lo bajo: “Anda que este … parece mentira que vaya a la Universidad y tenga novia…” me cuchicheó bajando las escaleras.
El día que firmamos el contrato agarramos las tres una buena a base de porrones de tinto con gaseosa. Las llaves en el bolsillo nos sonaban como monedas de oro. Cuando volví a casa de mi padre Marina estaba fumando en el balcón, ataviada con una camiseta que le llegaba al ombligo y la braga de un bikini negro. Al oirme entrar llegó hasta el pasillo y sonrió mostrando los dientes amarillos por el tabaco: “Veintisiete”.
“De eso nada, me voy mañana”
Parpadeó sin darse cuenta que la ceniza de su purito caía al suelo.
Llamó a gritos a mi padre, que salió de su habitación descamisado y con el pelo revuelto. Desde que combinaba dos trabajos llegaba reventado y dormía más que nunca.
“Tu hija se larga Eduardo… ¿qué te parece?... hay que reconocer que la niña los tiene bien puestos… en eso no ha salido al padre.”
Me miró de arriba abajo y dándose media vuelta volvió a fumar al balcón.
Mi padre y yo quedamos frente a frente por primera vez en mucho tiempo, ya no me parecía un hombre tardíamente juvenil, sino prematuramente viejo. Su capricho de piernas largas le absorbía toda la energía, ya no se daban aquellos besos convulsos, prohibidos ni robados, volver atrás era imposible, sólo quedaba continuar.
“Si necesitas algo …” Me dijo sin mirarme a la cara, colocándose bien el cinturón.
El vino que había ingerido, y las canciones entonadas a pleno pulmón en la celebración de mi independencia, me envalentonaron hasta tal punto que me acerqué y le besé en la frente. Mis labios quemaban.
“Adiós padre”.
Los dos sabíamos que era una despedida definitiva. Porque ya todas se habían agotado.
Mi equipaje se reducía a dos bolsas de deporte, Feli trajo hasta los vestidos de flamenca que utilizaba de niña, con los zapatos rojos de lunares a juego con los pendientes, pero lo de su prima Berta fue inaudito, tres baúles repletos, tres, y una infinidad de bolsas. Como si se hubiera trasladado de continente y no a menos de cien kilómetros, volviendo además como volvía a su casa del pueblo todos los fines de semana y fiestas de guardar.
Bruno nos ayudó a subirlo todo sin apenas pronunciar palabra, le decíamos esto aquí o allá y el obedecía, peinado a la antigua, mirándonos de refilón las piernas, con un hoyuelo en la barbilla que lo hacía tan interesante como su Universidad, su novia y sus posibilidades económicas. Vivía un par de manzanas más abajo, nos enseñó las tiendas y tascas del barrio, los sitios donde encontrarlo. Y yo lo busqué la primera Navidad que me quedé sola, asegurándoles a mis compañeras que también me iría a pasar estos días con los míos, que no podían imaginarse mayor paz que vivirlos sin mí. A las cuatro de la tarde del día de Nochebuena ya se me caía la casa encima, había fantaseado con el espíritu de la Navidad y con que alguien viniese a buscarme, pero la tarde estaba plomiza y quieta, poco dispuesta a regalarme ningún milagro. Llamé a casa de Bruno y me atendió su padre, alegué un escape de agua en el baño que no podía esperar, “ ya disculparán, sé que es muy mal día, pero no quiero dejarlo así porque a la vuelta el desastre puede ser mayor, si su hijo fuese tan amable de acercarse un momento…”. El señor me agradeció el interés y Bruno se presentó en el piso a los diez minutos.
El pobre no lograba interpretar de donde se salía el agua que yo había vertido en el cuarto de baño. Estaba gracioso con los pantalones arremangados y el pelo revuelto.
“Anda ven- le dije desde mi habitación- no te preocupes por eso, tengo otro encargo que hacerte” Oí sus pasos firmes acercándose y no dudé en ningún momento del éxito de mi propuesta. Lo esperaba completamente desnuda tumbada sobre los cojines. Dio un paso hacia atrás sin dejar de mirarme. Me levanté, fui a su encuentro y le desabroché la camisa… sus grandes manos casi cubrían mi espalda.
Acabamos en el suelo porque mi cama era de noventa, poco práctica para una pasión torrencial, que fue la que demostró Bruno, insospechable tanta sabiduría amorosa, tanto fuego, en un hombre tímido de gestos lentos y pausados.
Lo devolví a su casa a la hora de cenar. Me hubiera divertido viéndolo dar excusas formales ante el pavo relleno, brindado por una futura boda, una futura licenciatura, y un futuro adosado en las afueras que no compartiría con su Merceditas de toda la vida, sino conmigo.
No encontré ningún bar abierto, pero tampoco me importó, la ciudad desierta ronroneaba a mis pies como un gato callejero. Paseé hasta la madrugada, y volví al piso lo suficientemente exhausta como para caer redonda de sueño y no despertar hasta que sonó el timbre la tarde siguiente, era Bruno, que me despertaba trayendo buñuelos de viento recién hechos. Nos los comimos ahogados de risa mientras hacíamos el amor.
Transcurrieron dos años en los que me prometió a diario dejar a Mercedes. Abandoné mi trabajo para dedicarme a él, para escaparme con él a hotelitos de montaña y cenar en la trastienda de algunos restaurantes, viajar de noche en asientos de avión diferentes, morirnos de amor en cualquier parque…
Mis compañeras de piso lo veían entrar y salir de manera rutinaria, eran discretas y sabían que imperaba la ley del silencio. Sólo una vez, mientras sacaba la ropa de la lavadora Berta se atrevió a decirme: “Con este vas a llevarte el gran descalabro”.
“Perdona, creo que no te he pedido opinión, no obstante te mantendré al corriente si tanto te interesa”. Quiso contestar de nuevo, pero Feli la fulminó con la mirada. Llevábamos meses sin pagar el alquiler porque Bruno había decidido ponerlo de su bolsillo.
Una mañana, leyendo el periódico en la cafetería donde acostumbraba a desayunar, descubrí una pequeña nota de sociedad que anunciaba el enlace matrimonial de Bruno y Merceditas.
Tuve que leerla varias veces para cerciorarme de lo que estaba impreso.
No pude parar de vomitar en todo el día.
Traté de localizarlo sin éxito, pero cerca de la medianoche, apareció por la puerta con la sonrisa y las ganas de follar de siempre. Les había pedido a las chicas que desaparecieran de casa esa noche. También habían leído el periódico, quisieron acercarse a mí, preguntarme si estaba bien, pero no se lo permití, la caridad, que ya tiene bastante con ser lo que es, arrastra calderillas de limosna.
Tal y como se aproximaba, presuroso y decidido, le propiné un bofetón que me hizo tambalearme; él apenas giró la cara, una cara que no mostraba sorpresa, decepción, ni dolor, sabía con certeza por qué me encontraba así … “Siéntate Sara, yo te explico…” Su voz me dolía, la serenidad de su voz me dolía tanto que quise continuar pegándole, pero me agarró por los brazos y me sentó de golpe en el sofá, como a una muñeca de trapo.
“Verás, las cosas no son como uno las desea, la vida tiene una parte con la que hay que comprometerse, una parte formal que todos esperan que cumplas, y yo no voy a defraudarles Sara…”
Sentí de nuevo arcadas y tuve que taparme la boca.
Él estaba sentado frente a mí, sobre la mesita de café. Me acariciaba el pelo y yo no quería que lo hiciera, pero no tenía fuerzas para decírselo.
“Podemos seguir como hasta ahora, no tengo inconveniente en seguir viéndonos, lo pasamos bien, nos divertimos, ¿qué hay de malo en eso?”
Resistí el embite de las arcadas para poder decirle rápidamente:
“Sabes que mi vida se ha reducido sólo a ti, mi parte comprometida y la no comprometida, con lo que debo cumplir y con lo que no eres tú, tú, y tú me prometiste dejarla…”
Abandonó el gesto cariñoso levantándose de la mesa y caminando impaciente y sin rumbo por el salón.
“Yo no te he dicho nunca lo que tenías que hacer Sara, no te he obligado a nada, al principio puede que pensase en dejar a Mercedes, pero luego… es de locos planteárselo, ¿cómo iba yo a vivir sin ella si nos conocemos desde crios? Además… Yo la quiero.”
No pude contenerme más, vomité a raudales a los pies del sofá, absolutamente rota, mientras él acudía a por la fregona y se ponía a limpiar solícito y servicial como al principio, el resumen de nuestra historia.
Conseguí incorporarme, le pegué una patada al palo de la fregona y él se quedó mirándome con las manos en los bolsillos, dispuesto a seguir argumentando veneno el tiempo que hiciera falta.
“Pienso hablar con Mercedes” le dije vocalizando bien todas las palabras.
Él sonrió ampliamente acentuando más el hoyuelo de su barbilla.
“Si quieres la llamamos ahora mismo, está al corriente de todo”
Le lancé un cenicero, un vaso, lo que encontré, Bruno lo esquivó como pudo dirigiéndose a la puerta mientras yo le gritaba “¡Fuera de mi casa!”
Aún se giró un momento para responderme: “Te recuerdo Sara que esta casa es mía, de mi familia, si no te estás quietecita y callada ya podéis empezar a buscaros otro sitio”.
Nunca he llevado demasiado equipaje a ninguna parte, ni he sido de almacenar cosas ni enamorarme de objetos, hice la maleta y me marché al día siguiente, dejándoles una carta a mis compañeras de piso y pidiéndoles que no me buscaran, gangreno la vida, la mía y la de quienes me rodean, sin miramientos, les coloco una bomba de relojería pegada al culo.
Estuve un par de semanas en una pensión de mala muerte, hasta que volví a cortarme las venas séis años después del primer intento, esta vez a conciencia, la sangre buscó su curso bajo la puerta del baño comunitario. Faltó muy poco para cruzar la línea, aunque no llegué a ver ninguna luz blanca, ningún pasillo por el que transcurriese mi vida en imágenes. Necesité varias transfusiones y estuve cinco meses ingresada en psiquiatría… un día me anunciaron que tenía visita, me acerqué a la sala donde se arremolinaban familiares y amigos de otros pacientes y tardé en reconocer a Alma, el pelo larguísimo, la figura frágil asomada a los ventanales que ocupaban toda una pared. No me atreví a decirle nada y me giré con intención de regresar de nuevo a mi habitación, pero cuando ya salía Alma me retuvo cogiéndome del brazo: “No he venido hasta aquí para nada” Aunque su olor era el de siempre, su voz se había hecho mayor.
Cogidas del brazo por los pasillos hablamos como si el pasado fuera un tebeo amarillo y viejo que puede editarse de nuevo y lucir mejor, con todas las páginas en su sitio, con las imágenes correspondientes. Algunas cosas dolían, no sabíamos dónde encajarlas, y las dejamos para otro día. Porque vino a verme más días, un par de veces por semana, me acompañó durante todo el tratamiento y la terapia posterior, y en muchas ocasiones sentí deseos de preguntarle por qué lo hacía, tenía edad de estar emborrachándose en los parques y bailando hasta el amanecer, sin necesidad de ocuparse de una hermana tarada que de bien poco le había servido.
En caso de haber sucedido a la inversa no sé si yo me habría portado igual, y espero no tener que averiguarlo.
Me dieron el alta una mañana de Febrero en la que lucía un sol perezoso, salí a la calle con ropa nueva y extraña que me había comprado Alma. Sentadas en un banco frente a la entrada de la clínica estaban mi madre y mi hermana, yo sentí deseos de borrarme del mapa y ellas tampoco supieron como reaccionar. Alma me cogió la bolsa y se adelantó a parar un taxi. Mi madre se acercó y me dijo: “Espero que te siga gustando el pollo asado, hemos encargado uno”.
El pollo asado continúa siendo mi comida preferida.
Juan ya no vive con ellas, mi madre y él terminaron separándose, aunque mantienen buena relación y quedan de vez en cuando.
Alma pone copas en un bar y es estudiante de psicología. Al nombrar la carrera que había elegido nos echamos a reir y no dijimos nada.
He tratado de buscar a mi padre, pero las últimas noticias lo trasladan a una ciudad con mar donde se borran sus huellas.
No sé si se puede empezar de nuevo. De cero desde luego que no.
Son las reglas de la resurrección.
En cualquier caso poder continuar es un regalo, un regalo que huele a vida recién nacida.
5 comentarios
Patricia -
Me ha gustado mucho y yo también insisto sigue, continúa.
Nk -
Siempre, por todo y mucho, mucho más.
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Rubén L. -
Ruth Balén -