"GENES"
“ A menudo los hijos se nos parecen,
así nos dan la primera satisfacción...”
(“Esos locos bajitos”, Joan Manuel Serrat)
Mi mamá tiene los ojos pequeños y negros, siempre brillantes, como carbones encendidos.
En un gesto nervioso tiende a morderse el labio inferior.
Se pinta la boca en todos los tonos de rosa: rosa palo, rosa chicle, rosa fucsia…
Rosa princesa.
Me cuenta que el abuelo le decía que ella era su princesa, y a la abuela le sabía mal “eso hace falta, que la mimes más”… “tu abuela siempre ha sido una gruñona”, asegura mientras vuelca el bolso sobre la cama en busca de su pintalabios.
Aunque yo a veces trato de ponerlos en fila junto al espejo del baño ella termina enseguida con el orden, “Menos disciplina Pablo… cuando te pones formal me asustas”. También lo dice porque no me gusta ver apilados los platos en el fregadero, ni la ropa sucia saliéndose del cubo, como si las camisetas y los pantalones anduviesen en constante pelea.
Soy algo maniático.
Necesito que las sábanas de la cama estén bien estiradas.
Dejar encendida la luz del pasillo hasta que me duermo.
Oir sus pasos, el ruido de los tacones que no encuentran sitio fijo durante mucho tiempo, y deambulan, seguidos de cerca por el humo de sus cigarrillos y ese inconfundible aroma a naranjas recién cortadas.
Mi madre es rara.
Eso dicen mis compañeros de colegio.
No se parece al resto de madres.
No te mira como una madre.
Soy yo el que trata de ayudarla con los deberes, esas poesías que me da para que le corrija las faltas, muchas veces con el pijama puesto y cayéndome de sueño, pero es que le brotan, le nacen de repente y hay que mimarlas, como a pajarillos que acaban de romper el cascarón. En ocasiones las deja pegadas en las paredes del cuarto de baño o en los armarios de la cocina, y a los días, después de mucho releerlas, se cansa de ellas y las manda al cubo de la basura.
Yo no entiendo de poesía, pero en caso de haberlas conservado le darían para publicar un libro. A ella le haría ilusión poner dedicatorias en la primera página, hacerse fotos, viajar.
Mi maestra Vega Alonso quiere hablar con mamá.
La ha citado tres veces sin éxito.
“Es que siempre anda muy ocupada”, le digo yo, pero noto su mirada de a mí no me engañas por encima de sus gafas color malva y trato de escabullirme.
No sé para qué se empeña, no creo que tenga quejas de mí, soy de los que respiran quince veces antes de entrar en provocaciones, entrego a tiempo mis tareas, no saco unas notas extraordinarias pero tampoco lo contrario, parezco siempre atento aunque tenga la cabeza lejísimos y me lleve consigo el ruido de una grúa, el vuelo de un avión o los gritos de la calle.
No doy problemas.
Cuando los maestros que he tenido conocen a mi madre se vuelven blandos conmigo, de repente me revuelven el pelo, o me preguntan como por descuido si necesito algo, si todo está bien.
Es algo parecido a la lástima que me revuelve el estómago.
No creo que mi maestra se haya enterado del tema Ricardo Dublín, ha pasado mucho tiempo, ya no le hago caso, aunque da un respingo cuando paso por su lado y agacha la cabeza.
Ricardo es un cobarde, más alto que yo, más grande, pero un cobarde que temblaba cuando le acercaba el mechero a las pestañas y lo amenazaba de muerte. Volcaba en él toda mi rabia, no sé por qué, pero sentía la necesidad de atacar a alguien y encontré a la víctima perfecta.
Luego me aburrí. Sus lloriqueos me cargaron.
Era la época en la que mi madre estaba colgada de uno de sus últimos novios, uno que tenía el pelo largo y se tumbaba en el sofá de casa como si fuera suyo, y campaba a sus anchas, me mandaban pronto a la cama y los fines de semana me dejaban solo, con la consigna de mentir, si llaman por teléfono dí que mamá ha bajado un momento a comprar tabaco.
Ella regresaba cuando ya había amanecido y como sabía que yo estaba muerto de miedo esperándola, se metía en la cama conmigo, y nos dormíamos hasta las tantas, el sol nos daba de lleno en la cara, no había nada en la nevera y pedíamos unas pizzas, sin anchoas, que no me gustan nada, sin piña y sin anchoas, y todo el resto del domingo tenía a mi madre, despeinada y con surcos de rimel bajo los párpados, para mí solo.
Casi diría que me gusta más mi madre cuando está con alguien.
La prefiero compartida.
Se relaja, se despista menos, extiende su ilusión como un paracaídas de colores que todo lo abarca: hacemos galletas, y regalos manuales, me lleva a fiestas de cumpleaños y se acuerda de venir a buscarme, charla con las demás madres sin esconderse tras las gafas de sol, compra macetas nuevas, revistas de decoración, cachivaches inútiles. Incluso llama a los abuelos y a la tía Cristina, y me promete que me llevará a ver a mis primos, y aunque sepa que no lo hará suena bien, es una mentira musical y hermosa que se desvanece cuando sopla el aire y todo cambia.
Tiene un ojo nefasto para echarse novio.
No acierta ni con la edad. O son demasiado mayores o unos niños que se comen mis chocolatinas y esconden el envoltorio entre los cojines del sofá.
Huelen a cerrado y a humedad. A vida contaminada.
Mi madre estudió para enfermera, pero lo dejó. Se le debió quedar vocación de cuidadora, al principio todo son mimos, todos son el hombre de su vida, ellos se dejan querer… hasta que en alguna parte suena una campana, una señal de alarma en el borde de un vaso o a los pies de la cama, y la historia se fragmenta en mil añicos dejándola postrada en la cama, o metida en la bañera durante horas.
Ningún dolor dura demasiado tiempo.
Ella es una resistente.
Me da por pensar si me parezco a mi padre.
Nunca lo nombra.
Un día me dijo que no sabía con exactitud quien era.
Pero fue para que la dejase en paz, para que no insistiera.
Los hijos se parecen a sus padres más de lo que quisieran.
Mi padre no debe saber que existo ni que me parezco a él: el orden, las manías, los lunares de los brazos, el hoyuelo de la barbilla, la timidez … un catálogo de cosas inevitables e infinitas que van en los genes. A ellos sí que hace alusión cuando descubre algo en mí que no le gusta:“Esos desde luego no son mis genes”.
Con la familia de mi madre casi no nos tratamos por la razón.
Yo sé que los abuelos tienen la razón.
Pero no puedo dársela.
No estaría bien dejar a mi madre sola en el equipo contrario.
Cuando se apuesta por alguien la razón es lo de menos.
Los abuelos han tratado de interceder por ella, buscándole trabajos estables, pagando el alquiler, cuidándome largas temporadas … hasta que se revolvió como un lobo herido y las advertencias, gritos y amenazas sembraron de piedras duras el camino.
La abuela cortó el grifo de los favores, mi madre escupió en el felpudo de la entrada donde ponía “bienvenidos”, y el abuelo se asoma entre los barrotes del patio del colegio alguna mañana, y aunque utiliza su silbido característico yo me hago el loco, como que no veo ni oigo, porque no puedo, no puedo darle la razón.
La tía Cristina, “Doña Perfecta”, como la llama mi madre, procuró suavizar las cosas, pero no hay nada peor que una bandera blanca cuando quieres guerra.
Hace tiempo que no veo a mis primos, dos chicos que se llevan tan poco que parecen gemelos, algo más pequeños que yo, guardaban los juguetes en cajas de colores y compartían una habitación con dos literas fantásticas desde las que aterrizábamos sobre colchonetas amontonadas en el suelo.
A veces el recuerdo de las personas se queda tan lejos que parece que no han existido nunca.
Después del ultimátum de hoy mi madre dice que irá a hablar con Vega Alonso.
“Como hayas hecho alguna trastada tendré que castigarte” Dice guiñándome un ojo desde el espejo.
Yo aprieto con fuerza los mechones de pelo de Elena Verón que guardo en el bolsillo.
Me tiene harto. Es una cursi y una metomentodo, sofoca su risa cuando leo en voz alta.
Su abundante cabellera no echará de menos unos pocos mechones cortados durante la clase de plástica.
3 comentarios
Carlos Amiñana -
Shey -
Gloria Vadillo -