"TODAS LAS LÍNEAS QUE NO SON RECTAS"
¨Érase una vez una mujer
que descubrió que se había convertido
en la persona equivocada"
("Cuando éramos mayores"-Anne Tyler)
La tarde en la que nos reunió Darío para anunciarnos que Clara se había ido de casa lucía el sol con la fuerza de un agosto interminable.
Los niños correteaban en un jardín minúsculo a escasos metros de la terraza del bar que frecuentábamos las hermanas, un local de barrio dónde habíamos jugado nuestras primeras partidas de futbolín, compartido cigarrillos clandestinos y confidencias apresuradas antes de subir a casa y recuperar el microclima del hogar, donde los pijamas de ositos, el olor de la cocina y las noticias del telediario nos protegían de la vida y de nosotras mismas, habitantes en la Isla de los Niños Perdidos.
Miré a Darío recuperando su semblante de crío travieso, la piel clara salpicada de pecas, los ojos pequeños y luminosos, siempre vivaces, esa manía de comerse las uñas... en apariencia pocas cosas habían cambiado en él desde que venía a buscar a Clara y la esperaba en la esquina de la calle, sin atreverse a cruzar el rellano porque sabía de nuestras bromas, esa contínua manera de poner a prueba a los pretendientes de nuestras hermanas.
“No os preocupéis -respondió ante el silencio sepulcral que de repente había caído sobre las cáscaras de cacahuete y la inconsciente algarabía del verano- volverá, seguro que vuelve”
Me pregunté cuantas veces se lo había repetido a sí mismo antes de pronunciarlo en voz alta como un dogma de fe.
Recibí el codazo disimulado de Paula, evocando posiblemente nuestro último encuentro con Clara, unos días antes, cuando hacía caso omiso de las constantes llamadas telefónicas, el nombre de Darío en el móvil y ella quitándole el sonido y relegando el aparato al fondo de su bolso.
“Tengo que hacer algo, ya no puedo más”.
Hacía tiempo que no dormía en condiciones, las ojeras se estaban comiendo las facciones angulosas, bien definidas, su rostro lavado, sin maquillaje siempre, la cara más bonita de todas las Camín-Vilamaza.
Después de varios años de abstinencia había vuelto a fumar, y a peinarse como si no le importara, era un animal enjaulado, la Alicia del País de las Maravillas cuando se toma el bebedizo y crece sin parar, y el techo de la casita minúscula se le viene encima, le oprime la cabeza, y ella no cabe, no cabe, una gigante en un mundo de seres diminutos...
"No soporto mi propia piel, ni en lo que me he convertido" Nos dijo sin probar el café con hielo que se había pedido, los cubitos derritiéndose sin remisión, un café de nadie, frío e inservible.
Paula trató de convencerla, soltó alguna frase hecha, le aterran los cambios, los cruces de caminos, todas las líneas que no son rectas. Le propuso un viaje, las dos solas, playa, sol, mojitos.
Clara la miró como si no la conociera, con un dolor inaudito.
"Ojalá todo pudiera resolverse a tu estilo"
Paula suspiró y masculló algo que no logramos entender, salió un momento a comprar el periódico.
Fue cuando Clara me cogió la mano, a pesar del calor sus dedos estaban agarrotados y frios:
"Cuida de Marina, nunca te han gustado demasiado los críos, ya lo sé, pero Marina es distinta, es cómo tú, congeniáis bien, procura estar cerca, Darío no va a poder, ni quiere, necesita atender permanentemente a su ombligo, lo demás es secundario. Será temporal, vendré a buscarla, te lo juro".
Estaba descompuesta, nunca la había visto así, mi hermana pequeña tenía la mezcla exacta de temperamento y templanza.
Me acerqué a la barra a pedirle un vaso de agua y cuando volví a la mesa se había ído, el olor cítrico de su perfume quedó suspendido en el aire, despidiéndose.
Mi padre fue el primero en romper el paréntesis extraño y espinoso en el que se había convertido la tarde.
"¿Pero qué estás diciendo Darío? ¿Se ha ido así, sin más?"
Más que dos preguntas se trataba de unos brazos invisibles que trataban de sacudir a mi cuñado y borrarle la media sonrisa bobalicona, los gestos de atención hacia la pequeña Marina, un tanto desmesurados en él, tan poco dado a mostrar afecto, pretendría disimular o normalizar lo imposible, aún no lo sé.
"No Juan, sin más no, llevábamos un tiempo mal, ya sabes cómo es esto, ha querido tomarse un respiro"
Y miró su móvil, como si en cualquier momento pudiera llamar Clara para anunciarnos a todos que éramos víctimas de una broma pesada.
Mi padre se levantó bruscamente y a punto estuvo de tirar la mesa metalizada con la profusión de botellas, vasos y ceniceros que reinaban sobre ella.
"¡Quiero saber dónde está mi hija!"
Los ocupantes de las mesas contiguas nos miraron, Marina y los mellizos de Paula, Ander y Sara, se acercaron extrañados por la reacción de su abuelo, un señor muy pacífico que metía barquitos de madera dentro de botellas de cristal y una vez al año los lanzaba al mar.
Tras el ictus que imposibilitó la movilidad de mi madre la atendió hasta su fallecimiento como jamás pudimos imaginar, ya que ella era la madre-gallina clueca, quien todo lo controlaba y para todos guardaba una frase especial, un detalle concreto. A su lado él parecía un actor secundario, minimizado y gris, nada que ver con la realidad de un hombre que supo proteger los espacios y ritmos de los dos, dándole a cada tiempo un sentido, a cada etapa su primavera.
Darío alzó los hombros como única respuesta y mi padre se marchó a grandes zancadas, sin mirar atrás, Paula lo siguió tratando de calmarlo y el encuentro terminó precipitadamente, los niños se dieron un beso comprometido y fugaz, sin entender nada, los adultos procuramos no mirarnos mientras arrastrábamos el tonelaje de la ausencia de Clara, un antes y un después en la vida de todos.
Si Darío tuvo algo que ver en la desaparición de mi hermana nunca pudo demostrarse, esa duda latirá siempre, como mala planta que germina.
Elena, nuestra hermana mayor, acudió desde Austria a la llamada desesperada de papá, que lo intentó todo, videntes, detectives privados, contactos en la policía, para obtener esa herida que nunca cicatriza llamada silencio.
La primogénita aterrizó con su mirada de ninguna parte y su aspecto de invitada formal, tratamos de ponerla al día, pero llevaba fuera tanto tiempo que resultaba incómodo e inverosímil tener que contarle.
Elena y Clara, la mayor y la pequeña, doce años entre una y otra, arena para cubrir de hastío todos los desiertos.
Acompañó a papá cuanto pudo, trajo para los sobrinos regalos sorprendentes, comió con nosotras, hablamos de un futuro que nunca compartiría y se marchó como vino, a su burbuja en el extranjero, lejos, venid a visitarme, mantenedme al corriente, la megafonía del aeropuesrto anunció su vuelo, en la mano un pasaporte hacia la asepsia y en la maleta una cámara acorazada.
Quince meses después, en el entierro de papá parecía una actriz de cine, las gafas de sol le cubrían media cara, lucía el luto riguroso que el resto de la familia se había saltado por expreso deseo del difunto, se alojó en un hotel y se marchó cuarenta y ocho horas más tarde, cediendo a Marina su parte de la herencia familiar.
Nuestra sobrina creció siendo el vivo retrato de su madre.
Así son estas cosas, hay algo en el aire, algo perpetuo, de lo que no se puede escapar.
Mientras Darío fue borrándose paulatinamente del entorno familiar ella se fue haciendo cada vez más presente. En ocasiones volvía del trabajo y la encontraba esperándome sentada en el portal, traía un clásico cinematográfico de los que nos gustan a las dos, pedíamos una pizza y no hablábamos del pasado.
Su padre se casó con otra mujer, tuvieron un hijo, Mateo.
Los dos hermanos se adoran.
En una ocasión me encontré con Darío de manera fortuita, hablamos de todo un poco y de nada en concreto, trivialidades que esconden letra pequeña, la calle era un trasiego de actividad propia de un día laborable. Ya cuando nos despedíamos me cogió del brazo: "No me gusta cómo me miras" dijo muy despacio, sus ojos pequeños y afilados apuntándome.
"Será por algo... ¿Qué tal duermes Darío?"
Me soltó como si recibiese una descarga eléctrica, compuso una mueca agria, eché a andar y no he vuelto a mantener ninguna conversación con él.
De nada pudimos acusarle. Nunca.
Ausencia de pruebas que le incriminasen en la desaparición de mi hermana.
Clara no volvió.
Se la tragó la tierra, a ella, a sus pies pequeños y a su risa desencantada, torrencial, pero viva. Pintaba al óleo y tallaba piedras semipreciosas, todas las hermanas tenemos uno de sus anillos, montado en plata.
Nadie la ha visto.
Marina no la recuerda, tenía cinco años cuando su madre se fue, no sé a dónde ni cómo. Algo debió ocurrir para que Clara no cumpliese su juramento de venir a buscarla.
"No se jura en vano, las promesas son sagradas"
Me decía de niña.
Mi hermana era una mujer de palabra.
5 comentarios
Pedro Páramo -
mibibliotecasevallenando -
Sólo hay una cosa que no me gustan de tus relatos y es lo breve que se me hace el tiempo que lo leo.
Malvada por dejarnos con la duda del miterio...... pero bravisimo!!!!
Shey -
Carmen Frías -
Rubén L. -