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MARTES DE CENIZA

ENTRAÑAS

ENTRAÑAS

 

"A diferencia de la ropa muy usada, solo la vida vivida tiene cierta elegancia" (Alessandro D'Avenia, "Cosas que nadie sabe")

 

El tío Román vivía con nosotros, en la última habitación de la casa, al final del pasillo.

Se trasladó cuando murió la abuela Vicenta, recuerdo una mudanza escueta, con álbumes de sellos, un ajedrez de alabastro y una lámpara de lectura antigua y peculiar.

Mi padre dijo que no entendía por qué mi madre debía hacerse cargo de él si tenían tres hermanas más...  ella no dejó de frotar con energía las baldosas de la habitación para contestarle:

“Así debe ser”

El tío Román era empleado de banca, comía en el trabajo, coincidíamos escrupulosamente los domingos y algunas fiestas de guardar.  Un hombre prudente y metódico que escuchaba un pequeño transistor mientras se duchaba, que prefería el pescado a la carne, el café sin azúcar, caminar... no le importaba la lluvia pero siempre llevaba los zapatos impolutos, los puños de las camisas bien abrochados, raya a un lado.

Al final de cada mes depositaba sobre la mesa de la cocina un sobre con dinero, e introducía una generosa propina en el bolsillo de mi abrigo, como en un ritual silencioso, pues le desagradaba hablar de temas económicos.

No podíamos entrar en su habitación sin permiso y él mismo la limpiaba y recogía prácticamente a diario.

Mi padre se burlaba de él: “Es un maniático y un cursi”, decía imitando alguno de sus gestos.

Mamá le miraba por encima de las gafas que usaba para coser:

“Pues díselo a él, que bien que le bailas el agua”.

 Papá refunfuñaba un poco y guardaba silencio.

La relación entre los dos hermanos, siendo mi tío diez años mayor, resultaba curiosa. 

En ocasiones parecían propietaria e inquilino, dos extraños, pero si asomaba el hilo de alguna historia familiar surgía la complicidad al instante, ambos se despojaban de esas capas de piel que sólo sirven para envejecer prematuramente, convirtiéndose en dos seres afines y próximos.

Se fueron encadenando noches en las que no vino a dormir, que no avisó, que el olfato de sabueso de mi madre encontró en su ropa el rastro de un perfume de mujer.

“Verás cómo ahora viene una lagarta, lo acapara, se lo lleva y te has quedado sin el sobresueldo Trinidad”

Mi padre era único cuando se trataba de templar los ánimos.

“No seas bruto, lo que menos me importa es el dinero que me da”

“Ya, eso dices ahora...”

Decidí no seguir contribuyendo a la incertidumbre. 

Tenía diez años cuando esperé a que mi tío llegase esa noche, me acerqué a él, repitió el gesto de apresarme la nariz entre sus nudillos y le solté:

 “Queremos saber si tienes novia”

Se congeló el ambiente en el salón.

El volúmen de la tele resultaba estridente.

Mi padre sufría muecas incontroladas, no sabía si reir o llorar.

Mi madre pelaba una manzana con un cuchillo que bien a gusto me hubiese lanzado a la cabeza.

“Vete a tu cuarto inmediatamente, estás castigada”

La miré con incredulidad ¿yo le hacía un favor y así me lo pagaba?

El tío Román se desabrochó los cuatro botones de su abrigo de paño tratando de poner paz con voz neutra y paciente.

“Trinidad, mujer, no creo que sea para ponerse así... la niña ha sido sincera y me imagino que habrá oído campanas por alguna parte... ¿o no?”

Los tres nos sonrojamos.

Mi tío dijo que ese mismo domingo nos presentaría a la mujer con la que estaba manteniendo una relación, que si estábamos de acuerdo podía invitarla a comer.

Estábamos de acuerdo, claro.

Tuve que ponerme un vestido ridículo que me quedaba corto y que al parecer era yo la culpable porque había crecido demasiado en poco tiempo y no me había dado la gana de sacarlo del armario.

Mamá puso la mantelería de hilo y las copas de la boda.

Papá se vio obligado a afeitarse, prometió no ironizar demasiado y no hurgarse con palillos después de la comida.

Estaba incómodo, lo echamos de la cocina y caminaba pasillo arriba y abajo con las manos a la espalda.

Cuando sonó el portero automático mi madre lanzó las zapatillas de casa dentro de su habitación, se colocó unos zapatos de medio tacón muy bonitos, color turquesa, perfumó el salón con ambientador de lavanda y me mandó a abrir la puerta.

Por eso fui la primera en verla.

Y no tuve tiempo de reaccionar ni de avisarles.

“¡Estás radiante con ese vestido Anita!”

Entró en la casa como una actriz de cine que pisa por primera vez un país extranjero.

En otro contexto hasta nos hubiese costado reconocerla.

Pero era Fátima, sin duda, la mujer que de vez en cuando ayudaba a mi madre en la limpieza general de la casa y nos venía a planchar.

Fátima, con otro color de pelo y las uñas arregladas, con su parpadeo nervioso y esa manera de hablar entrelazando las manos... mi padre se dejó caer en el sofá después de estamparle dos sonoros besos.

Mi madre no reaccionaba, la miraba hablar sin parar, el tío Román detrás afirmando, cautivado y solícito, yo comiéndome los bombones de una cajita redonda y dorada que me habían traído...

De lo que pasó después recuerdo poco, algunos flecos...

 Fátima era viuda, mencionó que sus hijos estaban encantados con Román, dos varones mayores de edad a los que no se les conocía oficio ni beneficio.

Mi tío entendió la mirada granítica de su hermana, acompañó a Fátima a casa y cuando volvió se encerraron a hablar en el salón.

 A mi padre le tocaba lavar la vajilla y rompió dos copas. 

Me mandó a escuchar tras la puerta, aunque yo pensaba hacerlo de igual forma.

-"No me mires así- él mostraba seguridad y decisión en la voz, no estaba dispuesto a amilanarse- tú me la presentaste"

-"Te callaste, podías haber avisado"- ella tenía ese inconfundible tono afilado y seco, como un latigazo, premonición de tormenta.

-"¿Para qué?, el recibimiento no hubiese sido el mismo, ahórrate los reproches hermana, no soy un crío, Fátima y yo estamos bien juntos.  Aprovecho para decirte que en quince días me mudo a su casa"

Ella se alteró, le tembló la voz, dejó interrumpida alguna frase, que si todo el barrio sabía que tipo de familia eran, que si por qué no lo pensaba mejor, que no queria verlo sufrir...

"Eso es problema mío"

El tío salió tan rápidamente del salón que no tuve tiempo de disimular, me guiñó un ojo y se encerró en su habitación.

A partir de entonces todo cambió.

El ritmo de nuestras vidas, para empezar.

Cómo si un estridente toque de sirena pudiese saltar en cualquier momento.

Cómo si temblase el suelo.

Mi madre dejó una mañana apartados sus encargos de coser y bordar y congregó a sus hermanas.

Cuando volví del colegio me las encontré tan absortas que apenas repararon en mí, pero tengo grabada la imagen de su presencia, corpulentas, rígidas, estirándose las faldas al hablar y suspirando, bañadas por una tibia luz de mediodía.

Soledad, la mayor, era la viva imagen de la abuela Vicenta, los mismos lunares en los mismos rincones de la cara, el pelo recogido en un moño tirante y bajo, la mirada huidiza y fría, tenía las manos pequeñas, como descompensadas con el resto del cuerpo.

 Las demás esperaban siempre de ella la última palabra, el veredicto.

Amparo, más baja de estatura que las otras, ojos rasgados, risa nerviosa, cabeceaba como si no fuera capaz de comprender lo que allí se estaba cociendo, no tenía hijos, su marido se marchó una mañana de primavera a pasear el perro y nunca volvió, desde entonces vivía rodeada de gatos y cantaba en el coro de la iglesia.

Olvido me preguntó qué tal estaba, se acercó y me acarició el pelo:

 "Hay que ver cuanto crece esta niña", tenía una sonrisa muy bonita, que le iluminaba el rostro, vivía desde muy joven con una amiga que nunca fue invitada a eventos familiares, a la que no se nombraba, cómo si no existiera.

Pero yo sabía que se llamaba Ángela, y que era enfermera, juntas habían viajado a lugares exóticos desde los que me enviaban postales.

Mi madre se movía entre ellas aturdida, buscando soluciones, tratando de ser comprendida en su creciente desesperación de hermana sobreprotectora.

Soledad se levantó del sofá tras mirar el reloj, se le había hecho tarde, sus hijos -ya muy mayores, desconocidos para mí- la estaban esperando:

"Me avisas cuando verdaderamente la cosa se complique, cuando directamente lo esté arruinando", su voz cavernosa, empañada del tabaco que fumaba a escondidas, quedó suspendida en el aire. Dio a todas dos besos inexistentes, sin apenas rozarnos la cara, y se marchó.

Su ausencia provocó un socavón por el que se escaparon el oxígeno y las buenas intenciones.

Olvido le hizo un gesto a Amparo, buscaron sus bolsos: "nos tenemos que marchar...", mientras Amparo me ofrecía una cría de persa a la que había que darle el biberón sabiendo que mi madre jamás me dejaría tenerla, Olvido se acercó a la derrota de su hermana, a sus hombros caídos y la barbilla temblorosa:

 "Entiendo que estés afectada, de todas has sido siempre la más cercana a él, pero déjalo volar Trinidad, es su vida, tiene derecho a elegir..."

Lo dijo en un tono innecesariamente elevado, quizás para que yo lo escuchara, o para escucharse a sí misma.

La casa enmudeció, como si de repente se le hubiese parado el corazón.

Por eso mi madre tuvo la necesidad de hablar, mirando hacia ninguna parte a través de la ventana inició un relato quebrado en ocasiones por un llanto sereno y terapeútico. 

Fue así como me enteré de las circunstancias en las que nació mi madre, hija de viuda, de padre desconocido.

 La abuela Vicenta jamás habló, cinco años después del fallecimiento de su marido dio a luz en casa ayudada por sus hijas mayores, estas supieron que la familia aumentaba mientras preparaban el alumbramiento.

Nada más. Un tupido velo.

Las habladurías tienen los pasos muy cortos si no se las alimenta.

La niña nueva seguía a todas partes a su hermano, que, pese a la diferencia de edad, la colmaba de atenciones.  Le enseñó a leer los letreros de las tiendas y el número de los autobuses, a hacer pajaritas de papel y trucos con una moneda.

Sus hermanas la ignoraban, era una intrusa, un ser extraño llegado a destiempo.

Vicenta Salas, grande, hermética, de luto riguroso y un camafeo colgado al cuello con la imagen de Rafael Candial, el que fue su marido, apenas le dirigía la palabra si no era para reñirle porque sorbía la sopa o se ponía torcidas las medias.

Pero cuando rara vez se quedaban las dos solas, cuando el mundo se hacía pequeño, sin cuerpos que esquivar ni espacios por conquistar, Vicenta tomaba en sus manos la carita asustada de Trinidad y le susurraba:

“No olvides nunca lo mucho que te quiero”, y algo crecía en el pecho de la niña, algo cálido, parecido a ser alguien especial.

Los hijos de Fátima vinieron a ayudar a Román con la mudanza.

No me gustaron.

 Me llamaban "niña", "cría", "mocosa", se reían y yo no entendía por qué, fumaban mientras movían muebles y cajas, y en mi casa estaba prohibido fumar.

Mi madre no salió de su habitación hasta el final, cuando ya estaban en el rellano, despidiéndose, mi padre había aprovechado para hacer las gestiones que nunca hacía, así que ni estaba ni se le esperaba.

 Mamá abrazó al tío Román con una fuerza inusitada.

"Señora- dijo burlón uno de aquellos chicos gritones y desgarbados- que no se va a la guerra"

Ella sólo le dedicó una mirada, la reacción del muchacho fue meterse rápidamente en el ascensor.

Al tío le brillaban los ojos: "Cuida de tu madre" me pidió, y duplicó en mi bolsillo su propina habitual.

En aquella despedida hubo algo premonitorio, una sensación de final cuando se trataba de un punto y aparte.

No había día en el que una vecina caritativa no viniese a informarnos sobre cómo trataban a Román, que si toda la escalera oía los gritos, que si le iban a sacar hasta las entrañas, que qué mala suerte ha tenido el pobre, es lo que tiene ennoviarse ya de mayor…

Mi madre se desesperaba, se ponía el abrigo sobre la ropa de casa, dejaba su labor a medias, agarraba la puerta y cuatro calles más abajo que se iba, tocaba el timbre cómo si hubiese un incendio, y le abría Fátima con una sonrisa de oreja a oreja, la llamaba “cuñada” y hasta le ofrecía un bizcocho que acababa de hacer, y una copita de vino dulce, o “lo que quieras mujer, que en esta casa tenemos de todo”, y el tío Román más gordo, con mejor color, leyendo apacible el periódico…

Hasta que decidió no escuchar más chismorreos, cortarlos por lo sano, y se dedicó a esperar que sucediera lo que tuviese que suceder.

Pero las cosas ocurren sin comité de bienvenida.

Pasan de un modo imprevisible.

De repente explotan.

Una tarde decidí cambiar mi trayecto de vuelta a casa, salía del colegio y no me apetecía seguir con el mismo grupo, por el mismo camino de siempre, hablando de las mismas cosas, así que atravesé un pequeño parque recién inaugurado, pensando en los rincones que podría fotografiar cuando por fin lograse comprarme la cámara para la que llevaba meses ahorrando.

Y no pude evitar fijarme en aquel hombre que sentado en un banco echaba de comer a las palomas, porque iba impecablemente vestido y sacaba de los bolsillos pedazos de pan seco que desmigaba encorvado sobre sí mismo… fueron los zapatos, zapatos que yo había visto lustrar tantas veces, y que ahora, pese a no desmerecer en calidad, resultaban ajados, los que me hicieron detenerme, comprender precipitadamente que se trataba del tío Román, que palideció al verme clavada frente a él, fuera de su entorno y del mío, equivocados, como dos naúfragos.

Trató de componer una sonrisa que no le salió.

Se puso en pie rápidamente, se sacudió la chaqueta, espantó a las palomas.

Yo no supe qué decir.

Habían pasado casi dos años desde que se fue de casa, nos habíamos visto alguna vez, en ocasiones especiales, frenando el ritmo acaparador de Fátima, que siempre tenía planes en los que no entrábamos nosotros.

Me cogió de la mano y nos sentamos en un banco de piedra que estaba helado, pero no dije nada, su mano también lo estaba, me pregunté cuanto rato llevaba en aquel parque…

“Verás Ana… en esa casa hay demasiado ruido por las tardes, están los chicos con sus novias, ya sabes… Fátima se pone nerviosa y yo me estoy volviendo un viejo maniático, por eso me vengo al parque y hago un poco de tiempo hasta que pasa la tormenta”

Su explicación trataba de no preocuparme pero consiguió lo contrario:

“Vámonos a casa, me acompañas y nos tomamos algo caliente, mamá se alegrará mucho de verte”, no sé de dónde me salió la fuerza para hilvanar una sola frase, porque lo que de verdad sentía eran deseos de llorar, y de abrazarlo muy fuerte.

Anduvimos un trecho juntos, en silencio, y cuando apenas faltaban unos metros para llegar al portal dijo muy despacio, como agotado:

“Por favor, no le digas a tu madre que me has visto, se preocuparía demasiado, ya la conoces, me alegra haber compartido un rato contigo, otro día vengo a verte y me cuentas cómo te va y si te puedo ayudar en algo…”

Se marchó sin darme tiempo a responder, la espalda cargada de hombre recto queriendo desaparecer sin ruido en la tarde extraña y triste de marzo.

No sé si hice bien, pero guardé silencio.  Creí que se lo debía.

Volví en varias ocasiones al mismo parque sin encontrarlo.

Mamá y él hablaban por teléfono sobre el tiempo, la política, los programas de televisión… habían establecido una franja cómoda dónde garantizar la supervivencia, un pequeño país de cartón-piedra.

Ella colgaba tranquila, suspiraba y seguía cosiendo con sus dedos llenos de pinchazos y las gafas colgando de un cordón.

Todo parecía rítmico.

Hasta la noche en que sonó el teléfono cuando estábamos acostados y la boca del estómago nos aviso de lo que ya sabemos, que las llamadas de madrugada sólo son portadoras de malas noticias.

El tío Román ya no trabajaba en el banco, estaba sin blanca y entrampado, puesto que había solicitado varios préstamos a los que no podía hacer frente.  Para colmo llevaba varios días sin aparecer por casa.

Mi madre nos iba transmitiendo las palabras de la tía Olvido, que casualmente se había enterado porque conocía a una compañera de trabajo de su hermano. 

Mi padre no espero a que terminase la conversación, no esperó a nadie, sorprendentemente se calzó sus deportivas y salió a buscarlo.

-“Lo sabía, lo sabía… lo supe desde el primer momento”, mamá lloraba entre angustiada y rabiosa. 

-“Ahora lo importante es encontrarlo, Trinidad, que no cometa una locura, después ya veremos…”

Papá volvió sin éxito cuando clareaba el día, en realidad no supo dónde buscar a un hombre al que apenas se le conocían amigos ni aficiones.  Preguntó en hospitales y comisarías, dio vueltas con el coche sin sentido.

Tuvimos que retener a mamá para que no se presentase en casa de Fátima. 

Allí las hermanas decidieron mandar a su máxima representante, Soledad, a quien la artrosis le jugaba ya malas pasadas y le hacía cojear levemente del lado izquierdo.  Cuentan que la acompañó su hijo mayor, dos cuerpos que atravesaban los umbrales agachándose, rotundos, ella envuelta en un chal, con un bastón cuya empuñadura de ébano simulaba una cabeza de pantera, él con barba hasta el esternón, las manos como plataformas en alta mar, los ojos indirectos, sin norte. 

Cuentan que no se sentaron, y que cuando quería acabar con la conversación la tía Soledad golpeaba con su bastón en el suelo. 

Salieron de allí obteniendo el compromiso de dejar a Román en paz de una vez y para siempre, los hijos de Fátima trataron de ponerse gallitos, fueron a incorporarse de su sofá y el primo Germán se lo impidió con una sola mano. 

Incluso asumieron parte de la deuda que mi tío había contraído por financiar sus caprichos.

“Si le habéis hecho algo volveremos a vernos” fue la despedida del primo Germán.

Sin que mamá se enterase le pedí a mi padre que me acompañase a un sitio.

“No estamos para tonterías” me respondió conciliador.

“Es que creo que podemos encontrarlo”.

Desde entonces, desde que pronuncié aquella frase, mi padre me miró de manera diferente.

Rastreamos de cabo a rabo el pequeño parque dónde lo encontré aquella tarde, cuando ya nos íbamos vimos un bulto entre unos setos, un cuerpo cubierto por varias capas de ropa, “No se te ocurra acercarte”, ordenó mi padre, pero yo hubiese reconocido esos zapatos entre todos los zapatos del mundo.

Tuvimos que llamar a una ambulancia, mi tío no podía moverse solo, estaba aterido y tenía fiebre, me confundió con mi madre: “No te enfades Trinidad, que estás muy fea cuando te enfadas…” Le apestaba el aliento a alcohol.

Estuvo ingresado un tiempo, se había quedado sin defensas, en los huesos.

Mi madre se presentaba cada tarde en el hospital con comida casera y café de puchero, yo le leía en voz alta historias incomprensibles para mí, de Gabriel García Márquez, y mi padre se empeñó en aprender a jugar al ajedrez para echarle alguna partida.

Sin pretenderlo formamos un equipo.

Pero hubo algo en el tío Román, algo similar al suelo firme, que se perdió para siempre, que dejó de estar entre sus gestos y desapareció.

A punto de abandonar el hospital, una tarde en la que me encontraba yo sola junto a su cama, se presentó Fátima en la habitación cogiéndome tan desprevenida como el primer día que la trajo a casa. En un segundo ya estaba abrazándolo hecha un mar de lágrimas, ruidosa y desproporcionada como siempre, diciendo:

 “A partir de ahora solos tú y yo, te lo prometo Román, te lo prometo, con lo que yo te quiero…”

El tío me indicó con la cabeza que saliese de la habitación.

Le obedecí rápidamente y cerré la puerta a mi espalda.

Apenas estuvieron solos unos minutos.

Fátima salió como una exhalación, sin rastro de llanto, todo lo contrario, enfurecida, sus ojos echaban chispas, ni siquiera me miró.

En el pasillo del hospital terminó aquella historia, aunque sus consecuencias, como una sombra alargada, nos persiguieran durante un tiempo.

Del mercado subió un dia mi madre con la cara arañada, tardamos poco en enterarnos que Fátima se había llevado la peor parte, como anunciaba aquel cerco morado rodeando su ojo derecho, y algún que otro mordisco en los brazos.

"Calla, calla, qué vergüenza" respondía mamá cuando le preguntábamos.

Durante unos días fueron la comidilla del barrio.

Mi tío encontró trabajo dando clases como profesor de matemáticas en una escuela de adultos.  Llegaba tarde por la noche, no tocaba la cena que le dejaba preparada su hermana, y se encerraba en su habitación. Bebía a hurtadillas y se deshacía de las botellas cada mañana, en un contenedor alejado de casa.

Era como un autómata, cordial, respetuoso, tranquilo, alejado de su piel y abandonado a su suerte.

El tiempo fue depositándose como capas de nieve que caen silenciosas en la noche, despacio, imperceptiblemente, todos nos hicimos mayores.

Me fui convirtiendo en una mujer introvertida, buena estudiante, lectora apasionada, pero poco sociable, no tenía ganas de identificarme dentro de un grupo, salía de vez en cuando con alguna amiga de la infancia y rara vez de noche, me aturdía el ruido y el humo de los bares, el agujero intenso y poliédrico en el que se convierten las horas sin luz, prefería madrugar, abordar el día como quien se sube a un caballo por primera vez y sólo espera no caer al suelo.

Mi madre, muy a su pesar, tuvo que dejar el trabajo por el deterioro progresivo de su vista.

Papá, un hombre despegado e individualista que huía de las tradiciones y los entramados familiares le dedicó más atención, salían al cine, cocinaba él, aparecía ocasionalmente y sin motivo con algún ramo de flores frescas.

Eran muy distintos, pero sabían encontrarse.

El tío Román compaginó trabajos, optaba por cansarse más y socializarse lo justo. 

A pesar de todo si mis padres insistían les acompañaba en algunas tareas. 

Cuando cambiaron de coche, por ejemplo, les recomendó el modelo, el concesionario y cómo financiarlo mejor.

Mi madre no estaba convencida, pero después de dieciocho años con el utilitario anterior había llegado el momento, además podrían hacer más excursiones, más salidas, era una buena excusa para ponernos a todos en ruta.

Imposible imaginar que fallecerían en un accidente absurdo, cuando probaban el coche nuevo a las afueras de la ciudad, un domingo en que insistieron que les acompañase y yo me negué.

Mamá dejó preparado un vermú y la comida lista por si llegaban tarde.
No sé por qué me asomé al balcón para verlos marchar, caminaban cogidos de la mano y parecían más jóvenes, hicieron sonar el claxon dos veces a modo de despedida.

Recuerdo que se presentó la policía en casa mientras yo preparaba la mesa, mi tío les abrió la puerta, fue el primer escudo, miraba atónito a los dos agentes que no eran capaces de sostenerle la mirada y carraspeaban. 

Luego se apoderó de mí una tremenda jaqueca que me aisló durante días del mundo, veía figuras, pasos, bocas, moviéndose a un ritmo extraño, descompensado, a través de una gruesa pared de cristal que no lograba atravesar.

Incineramos a mis padres una mañana luminosa y quieta, faltaban tres semanas para que cumpliese la mayoría de edad y no podía imaginar ni de lejos que les echaría tanto de menos, en cualquier circunstancia, a lo largo y ancho de mi vida.

De repente la gente que me rodeaba se dispersó como si en alguna parte sonase una alarma.

A mi espalda sólo el tío Román aguardaba.

Ese abrazo que contenía dolor, memoria, pasado, presente, calor, ausencia, soledad, miedo, angustia, lealtad, pertenencia y hasta un atisbo, sólo un remoto atisbo de esperanza, resultó reconfortante, rompió el muro de cristal doble.

No fue muy complicado.

Sobrevivir digo, levantas los párpados, respiras, un pie delante de otro... poco más.

La calidad del tiempo es otra cosa. Que no se mide.

Román puso empeño, ejerció de tutor legal, dejó de beber sometiéndose a tratamiento, estuvo pendiente de mí sin invadir y demostró ser un estupendo compañero de piso.

Apareció Pol en mi vida y él se quedó un poco atrás, de guardia a veces, teníamos las charlas nocturnas que debería haber tenido con mi madre, la complicidad que de forma natural surge con alguien que te ha visto crecer.

Pol se fue porque no había venido para quedarse y eso lo sabíamos todos desde el principio.

Comencé a trabajar como traductora, y a viajar.

Cuando volvía a casa me percataba de que el tío Román se iba haciendo cada vez más viejo y despistado.  Desde su jubilación permanecía muchas horas sentado frente al televisor, hablando solo.

Debió asustarse porque de repente reaccionó apuntándose a varias actividades en un centro de la tercera edad, conoció a Marisa, no sé si llegó a haber algo más entre ellos que una amistad sincera, de mutua compañía y gustos afines.  Por primera vez lo ví disfrutar de verdad con alguien.

Yo inicié mi relación con Jaime, incluso hicimos los cuatro juntos algún viaje de fin de semana.

Estaba en Portugal cuando recibí la llamada de Marisa anunciándome la muerte de mi tío mientras dormía.  No había acudido a la cita que ambos tenían y al no abrir tampoco la puerta de casa Marisa utilizó la copia de llaves que le habíamos dado.  Se lo encontró de lado, tapado hasta arriba, como era su costumbre en cualquier época del año, y con expresión relajada.

"De habernos conocido en otro momento hubiese sido el amor de mi vida"

Me dijo serenamente.

Yo sonreí.

Vendí aquella casa, pese a tenerla grabada en el alma la poblaban demasiadas ausencias.

Jaime quiso tener hijos, yo me negué, mil veces, así que finalmente se fue con otra que pudiera dárselos.

Seguí viajando para no encontrarme nunca conmigo misma.

Me gusta vivir en hoteles, no me pertenecen.

A veces, sin previo aviso se abre un paréntesis, entra el aire, recuerdo mi niñez, mi entorno, los adultos de referencia que cerraban bien las ventanas y echaban la llave por la noche...

"Tuviste suerte Ana, siempre hubo quien te enseñó la salida del laberinto"

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

2 comentarios

Rubén L. -

formato novela

Rubén L. -

Espero que te canses de tus fabulosos relatos sociales, humanos y transgeneracionales, abandona ya y pasa al formato novel.Por favor.