"SIRENAS DEL PACÍFICO"
-A todas las personas que emprenden viajes imprescindibles para segu¡r viviendo, especialmente a Ramón De Aguilar, que comienza el viaje de su vida.-
"La historia de mi vida
me ha hecho partidario de vivir
largas noches de amor,
y morir en naufragios repentinos."
("La memoria se rompe como un mástil"-Luis García Montero)
Mi abuelo, Ignacio Roso, fue destinado a Panamá seis meses por motivos laborales.
Su mujer le suplicó repetidamente que no fuera, era miedosa y se preocupaba en exceso, además tenían tres hijas, la mayor de trece años, la mediana, mi madre, que entonces tenía diez, y la pequeña con cinco.
Él alegó que era el encargado de su sección y no podía negarse, además de lo bien que les iba a venir ese dinero extra.
El dinero cumplió, estuvo presente cada mes, hasta que mi madre y sus hermanas fueron mayores de edad. Pero él no regresó, todos sus compañeros volvieron, misión cumplida, aeropuerto repleto de familiares y flores de bienvenida, pero él nunca bajó de ese avión.
Mi abuela se volvió loca, removió cielo y tierra, se presentó a diario en la puerta de la fábrica dispuesta a obtener de los compañeros de su marido la información que necesitaba, pero cuando sonaba la sirena y salían cansados, arrastrando conversaciones vacías envueltas en tabaco, ni siquiera la miraban a la cara.
Una tarde llovió mucho, el suelo una maraña de barro, cayó agotada detrás de Serafín, un hombre de pocas palabras, familiar lejano al que mi abuelo había metido a trabajar con él. La llevó a casa, sólo decía palabras entrecortadas, tenía fiebre, desesperación y mucha derrota acumulada. Prácticamente no volvió a salir de la cama.
Fue Sandra, la hija mayor, quien empezó a ocuparse de todo, de hacer la comida, de que sus hermanas fuesen a la escuela, de tener la ropa limpia y planchada, de tratar de convencer a su madre para que espabilase obteniendo un lánguido: “Calla, calla, tú que sabrás…”
Estaba obsesionada con el sonido del teléfono y la periódica visita del cartero, sus pupilas se arrugaban, convertidas en ceniza, de tanto esperar lo que nunca llegó.
Durante una temporada se apiadaron las vecinas y algunos familiares, pero de todo se cansa uno, todo se extingue, excepto la necesidad, que tiene mil bocas, que no se conforma ni calla.
Cuando Sandra pudo volar no se lo pensó dos veces, su madre era ya un puñado de piel húmeda y fría que miraba a través de la ventana la ropa tendida, las macetas de otros, desde aquella silla de ruedas que la encarceló todavía más en un tercer piso sin ascensor.
Se marchó siguiendo la estela de la primera pareja que le prometió algo, lo que fuera, sus hermanas habían aprendido de ella a darse vida y a salir a la calle con la cabeza bien alta. Vieron cómo bajaba las escaleras cargada de bolsas de plástico y sin mirar atrás.
A ninguna le salió de la boca una palabra alada ni el ímpetu de un abrazo maltrecho.
Por aquel entonces mi madre ya debía saber, intuir al menos, que estaba embarazada.
Tenía dieciocho años y creía en príncipes azules cómo sus ojos, aquellos ojos turquesa cargados de angustia esperando un rescate. Fue la única chica que acudió sola a la clínica abortiva, sentada en la esquina de un banco metálico a punto estuvo de salir corriendo, pero las palabras de su caballero andante prometiéndole un reino único en el que no planease la sombra de su mujer y sus dos hijos le sonaron a música celestial.
Estuvo dos días metida en cama con la tortura de unos calambres abdominales que la desmadejaban. María la cuidó sin preguntar, iba de la habitación de su madre a la que compartía con su hermana como una enfermera oportuna y eficaz, desplegando una serenidad impropia en alguien tan joven.
Cuando las aguas volvieron a su cauce la tímida luz de la mañana entraba diagonalmente en la cocina mientras las tres desayunaban en silencio, ni un suspiro, ni un reproche a pesar de que la leche se hubiese quedado fría y la abuela solo comiera las miguitas de pan esparcidas sobre la mesa la noche anterior.
Sonó el timbre y se asustaron, dada la poca costumbre a recibir visitas.
Mi madre se levantó como impulsada por un resorte, escapando de esa atmósfera rancia y claustrofóbica. Abrió con el impulso de quien quiere salir antes que dejar entrar y casi choca de frente con el hombre envejecido, de piel curtida y pelo indómito, desgreñado, al que desconoció por completo.
“Hola Gala”, fue la voz lo que de repente la estampó contra el suelo, el tono de voz grave de actor secundario. Se vio en ese mismo rellano agarrada de su mano, volviendo de jugar en la plaza, él silbaba siempre la misma canción cuando subían las escaleras.
Se sintió mareada y tuvo que apoyarse sobre el marco de la puerta.
Hubo un silencio extraño, de esos en los que casi se puede medir la respiración , los segundos transcurrieron plomizos y torpes.
Él quiso acercarse demasiado a ella, besarla tal vez, y mi madre se apartó de golpe cediéndole el paso, permitiendo el retorno de su padre nueve años después, cuando la fuerza de la costumbre impera sobre la nostalgia y nada es como se recuerda.
Ignacio Roso se movió por la casa con el respeto incómodo de los extraños, siguió a mi madre por el pasillo ancho y oscuro como si nunca lo hubiese pisado, carraspeaba ligeramente, una moneda de plata por sus pensamientos, por todo lo que en ese instante debió pasar por su cabeza.
“Tenemos visita” anunció mi madre ceremoniosamente, impregnando de ironía áspera las amarillentas baldosas de la cocina.
María levantó la cabeza y los miró atónita, primero a uno, luego al otro.
La abuela Celia siguió inmóvil y al margen hasta que su marido se sentó frente a ella, apenas los separaban dos palmos, le cogió la barbilla y la obligó a mirarlo.
Achicó sus ojos queriendo identificar, después aquella grisura empañada en cataratas se iluminó un instante, una llamarada de luz inundó su mirada, y nadie sabe cómo ni de dónde sacó fuerzas aquella mujer para propinarle el bofetón que retumbó en toda la casa como un trueno inesperado.
Mi abuelo giró el rostro a su posición inicial despacio, con toda la dignidad de la que fue capaz, la huella de la bofetada permanecía en su mejilla derecha como un letrero luminoso.
“Entiendo que te pongas así Celia, me he comportado como un miserable”, articuló la frase ensayada casi en un susurro, mirándose las manos trabajadas y callosas.
“¡Tú no entiendes nada, no sabes nada, no nos conoces y ahora te presentas con cara de perrito faldero… Das pena!”
La exclamación de mi tía María resultó alarmante por tratarse de ella, una adolescente reflexiva que no perdía la compostura, mientras mi madre lo observaba todo desde la entrada, comiéndose las uñas y tratando de entender lo que estaba ocurriendo, su hermana pequeña le gritaba enfurecida al padre que apenas había conocido.
Mi madre reaccionó cogiéndola por los hombros y tratando de sacarla de la cocina:
“¡Ni te acerques a ella! -Gritaba María refiriéndose a su madre-¡ No quiero que te acerques!”
La abuela Celia en otro esfuerzo supremo golpeó como pudo sobre la mesa y todos se detuvieron a mirarla, el pelo lacio y sucio, el camisón varias tallas grande, el cuerpo abandonado a la pena… resultaba extraña su voz volviendo de entre los muertos:
“Niñas, un respeto a vuestro padre… no quiero que le grites, María, ¿me has oído?, un respeto os digo…”
Y se desplomó sin más, sin apenas ruido, encorvada sobre su último vestigio.
Se detuvo el corazón después de tanta espera.
Todo el mundo supo del regreso de mi abuelo porque las esquelas decían “ su apenado viudo e hijas”. Por la casa, de repente, comenzaron a circular personas que acudían más a verlo a él que a dar el pésame, sus hermanos, por ejemplo, Quitina y Rafael, de los que nada se sabía desde que él se marchó, regresaban en son de abrazos y paz en busca del hijo pródigo, como si el paréntesis de tantos años pudiera cerrarse sin dificultad y sin memoria.
Gala y María permanecían en su habitación, sin querer salir y codearse con la gente, no estaban acostumbradas a las rutinas sociales, ni a prescindir de la sombra etérea de su madre, a pesar de todo. Nunca habían navegado en otro mar.
La tarde misma del entierro, la casa con la puerta abierta porque aquello era un no parar de entrar y salir gente que tomaba el vino dulce y las rosquillas que había comprado el abuelo para alimentar a un barrio entero, volvió Sandra. Un cuerpo largo y recto, firme como un junco, que pasó desapercibido entre las personas que ni siquiera la reconocían hasta que se subió a la mesa del salón, su cabeza prácticamente metida en la lámpara de brazos rematados por bolas blancas de cristal, como pequeñas peceras.
“Ruego un momento de atención, señoras y señores sean ustedes quienes sean...”
Sus hermanas pequeñas escucharon la voz inconfundible de quien las despertaba cada mañana llamándolas “sirenas del pacífico” y salieron tropezándose con los murmullos y la gente hasta ponerse en primera fila de aquel improvisado espectáculo.
El abuelo también se fue abriendo paso despacio, tratando de buscar la mirada de su hija mayor sin conseguirlo, hasta le rozó la mano que ella movió como si hubiese recibido una descarga eléctrica.
“Guarden silencio si son tan amables, no olviden que acaba de morir una señora que enfermó al ser abandonada por su marido, aquí presente, así que por favor, el respeto que no le tuvieron en vida, cuando tan apenas fueron capaces de venir a visitarla y compartir un café con ella, les pido por favor se lo metan en el culo según vayan bajando las escaleras... ah, y si de paso quieren llevarse de regalo a Ignacio Roso, sería todo un detalle, que sus hijas ya no vamos a necesitarlo. Buenas tardes”
Se hizo un silencio sepulcral, maniquíes pétreos contemplaban a aquella mujer encaramada a la mesa sin saber cómo actuar. Mi madre también subió y abrazó a su hermana por la espalda. María se puso a dar enérgicas palmas y a gritar :”¡Vayan saliendo!”, y en uno minutos la casa se quedó vacía, con una neblina de humo y la ausencia marcada en las copas dejadas a medias.
Las tres hermanas se sentaron en el sofá y entonces sí se permitieron llorar, cogidas de la mano, sirenas del pacífico varadas en tierra de nadie.
Sandra no había vuelto para quedarse y se fue al cabo de unos días, sin dejar dirección ni rastro, pero prometiendo reaparecer de cuando en cuando.
María volvió a las clases y a meter la cabeza entre los libros que tanto le gustaban.
Mi madre dormía de día y vivía de noche, las ojeras cada vez más marcadas, la sonrisa amarga.
Un día a la semana se ataba el pañuelo a la cabeza, abría de par en par las ventanas y se empeñaba en que la casa pareciese una casa, hasta se metía en la cocina y guisaba para varios días.... Pero cuando el mundo se estrecha no hay salida, de nuevo fumar compulsivamente, montañas de ropa tirada en cualquier rincón, ganar mucho dinero bailando y gastarlo igual de rápido..
Mi abuelo no se rindió, llamó a la puerta mil veces, dejaba en el buzón la asignación de María, trataba de hacerse el encontradizo con ellas por la calle... Hasta que se agarró a lo legal, al piso que todavía estaba a su nombre, al viudo por derecho que era, y cuando sus hijas quisieron darse cuenta se encontraron a unos pintores adecentando las paredes y una habitación de matrimonio irreconocible, con muebles lacados en blanco, un cabecero de mimbre y cortinas de colores.
Se reunieron las dos hermanas pequeñas. Negociaron una convivencia obligada, que cada cual hiciese su vida sin meterse en la de los demás. Ni ellas mismas creían en la veracidad de su propuesta, pero poco más podían hacer. Por si tenían alguna duda la aparición De Connie supuso la confirmación absoluta. Connie fue el souvenir panameño que se trajo el abuelo, más alta, más joven, más enérgica que él, de las que no agachan la mirada ni se callan. La guerra estaba servida y comenzó al poco, cuando Connie irrumpía sin miramientos en la habitación de mi madre descorriendo las cortinas y retirándole las sábanas, diciendo que el día se había hecho para trabajar y que en aquella casa todo el mundo debía arrimar el hombro.
Con María se metía menos, María se levantaba al alba, desaparecía durante todo el día, mantenía en orden su cuarto, procuraba pasar desapercibida...
Para todo hay que valer, y Gala había nacido intensa, directa y desmedida.
El abuelo procuraba no estar presente en las trifulcas, se mostraba ausente aún cuando se producían delante de él.
La noche en la que mi madre regresó a casa antes de lo acostumbrado a buscar una chaqueta y se encontró quebrantado el desorden de su habitación y en una saco de basura toda su ropa sucia, cualquier persona externa habría afirmado que la pareja que cabeceaba de sueño frente al televisor llevaba media vida en aquella casa, mostraban un aspecto sereno e inofensivo que se vio sacudido por el ataque frontal de Gala.
"¡¡No has tenido bastante con presentarte cuando ya nadie te esperaba y cargarte a mi madre, sino que nos has metido a esta fulana en casa para terminar de amargarnos la vida, maldito viejo!!"
Connie y el abuelo se levantaron del sofá vacilantes, de los brazos de mi madre resbalaban enseres y complementos rescatados, la raya de los ojos disuelta, lágrimas de alquitrán, sólo miraba a su padre, posiblemente la única vez que lo miraba de verdad desde su regreso.
Connie se puso a gritar también, los brazos en jarras, la voz chillona, insoportable, le contestó que no toleraba ni un insulto más, le pidió al abuelo que eligiese a una de las dos y que la única fulana reconocida allí era Gala.
El abuelo detuvo la agresión porque mi madre iba directa al cuello de su contrincante.
"O respetas a mi mujer o vas a tener que marcharte" le dijo muy despacio, como si su hija no acertase a comprender.
Gala trastabilló hacia atrás, definitivamente arrojó todo lo que trataba de sostener entre los brazos, los miró con todo el odio del que fue capaz y se marchó corriendo, los tacones sonando desacompasados y torpes, antes de salir cogió al vuelo una fotografía de las tres hermanas con su madre.
Y nunca más sus labios de carmín en el espejo del baño, sus collares colgando de cualquier percha, los zapatos abandonados en el pasillo.
Bajó la marea sí, no esperó a otros veranos.
Parece ser que el abuelo se asomó al balcón, la llamó, gritó su nombre en mitad de la noche quebrada... Connie le susurró al oído que volvería, sólo era una pataleta, mañana la tienes aquí de nuevo...
Pero cuando María llegó a casa unos minutos más tarde y le contaron lo sucedido supo que aquella huída era tan irreversible como su soledad.
En la deseperación de mi madre ya latía yo, en su cuerpo de veinte años de nuevo embarazado. Trató de jugar sus cartas de otra manera, tardó en confesar su situación esperando que su caballero andante rompiese definitivamente su vínculo matrimonial para empezar de cero en cualquier parte, una ciudad pequeña, con puerto y gaviotas, y casitas bajas de colores, a ser posible.
Él se rió, en los cuentos los príncipes son unos tipos serios que apenas se ríen, eso la descolocó. Se rió y le dijo que en qué cabeza cabía pensar que él podía abandonar a sus hijos, "ahora vas a tener otro hijo", musitó ella con las escasas fuerzas que le quedaban, porque ya intuía cómo iba a terminar la historia, y no precisamente como había imaginado.
"Eso es lo que tú dices, Gala, dudo que sepas que ese hijo es mío".
Apagó el cigarrillo en el dorso de la mano de él que tamborileaba nerviosa sobre la mesa... gritó ahogadamente y ella se marchó sin prisa y sin mirar atrás, pensando lo difícil que sería volver a amar a alguien como lo había amado a él.
María buscó a Sandra y ambas trataron de localizarla, pero se había propuesto desaparecer y lo consiguió.
Los primeros días resultaron algo tensos, después Connie lo supo hacer, de no estar alerta la farsa del ambiente hogareño resultaba creíble, sólo había que dejarse llevar.
Mi tía pequeña se centró en su plan tejido al milímetro desde que supo leer, escapar, sí, pero no anudando sábanas viejas que lanzar por la ventana, sino a través de lo que ponía en los libros, aquello sobre la libertad que da el saber, cada noche se dejaba las pestañas bajo el flexo, hasta que la luz de la mañana se filtraba tímidamente por la ventana.
Fue superándose, consiguiendo unas notas impecables y de ahí una beca para estudiar en uno de esos países de Europa que nombraban en los telediarios como ejemplo de modernidad.
Estaba sola en casa la mañana de Junio en la que sonó el portero automático y ella ni se molestó en abrir, embebida por proyectos de fin de curso y exámenes finales. El sonido insistió amenazando urgencia y María accionó el mecanismo sin preguntar.
Dejó la puerta del rellano entreabierta y cuando quiso darse cuenta vio asomar la cabeza de su hermana Gala, desaparecida la melena cobriza y ondulada, con el pelo muy corto y los ángulos afilados de quien tiene prisa, y miedo.
No pudo articular palabra, sólo abrir mucho los ojos.
Lo que trataba de ser una confiada sonrisa de mi madre se quedó en una mueca extraña. Empujó suavemente la puerta y entonces María la vio de cuerpo entero, extremadamente delgada, sandalias y las uñas de los pies pintadas como los labios, de ese rojo chillón que tanto le gustaba… llevaba colgando de la espalda una mochila portabebés y en ella yo, un crío rollizo y silencioso de apenas unos meses.
Comprendieron que se trataba de un momento crucial y no perdieron el tiempo en abrazarse.
Mientras María acariciaba mi cabeza con mimo Gala soltó de golpe lo que llevaba días maquinando, en un desesperando intento de mejorar la situación.
“No llevo una vida apta para bebés María, voy dando tumbos, de acá para allá, no tengo un sitio fijo, te puedes imaginar, si aquí ya era un caos…- intentó por todos los medios no mirarme para poder seguir hablando, le temblaba el cuerpo entero- no es justo para él, es muy bueno ¿sabes? apenas llora… necesita dormirse con una lucecita pequeña, en ocasiones, cuando se siente especialmente inquieto, funciona untarse el dedo en leche condensada y metérselo en la boca, eso le calma.
Me voy fuera un tiempo… si logro encontrar un trabajo, centrarme, arrancar esta miseria de mi cuerpo, te juro que volveré a por él, te lo juro, y tendremos un acuario con peces de colores, unos peces-globo, de esos que parece que van a explotar, y una casa con jardín y en el jardín un columpio …”
Se puso a canturrear muy despacio las últimas palabras, mientras se quitaba la mochila, me sacaba de ella y me depositaba en los brazos finos de estudiante perpleja de mi tía María.
Metió la bolsa de viaje que había dejado en el rellano.
“Son sus cosas”, y entonces sí se quedó estática, mirándome y retorciéndose las manos. Parecía que los ojos se le iban a salir de las órbitas:
“No puede ser sólo de él , ¿me comprendes María?, sólo del viejo no, no quiero que sea su trofeo, en realidad siempre deseó tener un varón, fíjate que hasta le he llamado cómo él me quiso poner a mí si hubiese nacido chico… Raúl, se llama Raúl y quiero que crezca al lado de una persona honesta - se echó a reir de forma bronca y compulsiva- sólo te conozco a ti María, sólo a tí…"
Mi tía procuró retenerla. Le dijo que pasase una temporada en casa, que tratarían de solucionarlo, que Connie también se hacía mayor y las cosas ya no eran como antes… pero sabía que no serviría de nada, Gala ya había tomado una decisión, de hecho la dejó con la palabra en la boca y las instrucciones para preparar biberones sobre la mesita del café.
Con el dorso de la mano arrastró unas lágrimas traicioneras y desapareció.
Cuando Ignacio y Connie regresaron de su sagrado vermú el mundo había dado varias vueltas.
Yo sonreí al abuelo con todo el encanto del que fui capaz tumbado sobre los cojines del sofá. Y funcionó, quizás Gala tenía razón y él siempre había soñado con criar varones, porque se quedó prendado y se convirtió en el padre-abuelo que nunca fue.
María lo explicó todo ordenada y concienzudamente, como en un discurso de graduación.
Connie sólo pudo resignarse, y en el fondo le encantó jugar a los pañales y a las comiditas, dejó asomar una faceta impensable, de gallina clueca, me llevaba cabalgando sobre una de sus caderas, cocinábamos juntos, me hacía reir.
Se cansó pronto porque la crianza de los niños es un tema agotador.
El abuelo fue el último en enterarse de que Connie tenía un amante, o mejor dicho, había elegido a uno de entre sus amantes para fugarse con él y con la mitad del dinero que guardaba el abuelo.
¿”Te lo puedes creer?” me preguntaba muy triste mientras constataba la traición rodeado de papeles.
Yo ya iba a primaria, me gustaba criar caracoles y coleccionar cromos de cualquier cosa.
Llamaba mamá a mi tía, en esas ocasiones ella interrumpía mi actividad y me obligaba a mirarla a la cara, la piel lechosa, el rostro salpicado de pecas, sereno y dulce. "No soy tu madre Raúl, tú tienes a tu mamá, que emprendió un viaje muy largo y algún día vendrá a buscarte".
Cuando cumplí los catorce años le dije que me contase la verdad, sin matices.
"Acuérdate bien porque tendrás que escribirla - me respondió suspirando, poniendo sobre la mesa dos cafés con leche- cuando no quedan testigos sólo la palabra escrita se parece a la verdad".
María renunció a su beca europea, a sus planes de fuga, sin reproches. Continuó recolectando como una hormiguita, estudiando, empeñada en que yo no dejase de aprender.
Aunque no tengo su cabeza ni su tesón no me ha ido mal del todo.
Cuando murió el abuelo, una noche, frente al televisor, parecía dormido, lo desmantelamos todo y entonces mi tía si aprovechó la oportunidad de venir a dar clases a esta ciudad de niebla, apagada y lúgubre, que nos acogió como a lo que éramos, dos fugitivos en busca de una cueva chica que nacen de nuevo, esta vez sin cordones umbilicales.
Averiguamos que mi madre falleció a causa de una sobredosis cuando yo tenía diez años y ya sabía a ciencia cierta que nunca volvería a buscarme.
Sandra reapareció de vez en cuando y no hemos dejado de escribirnos.
Cuando vendimos la casa no quiso su parte y me la donó:
"Eres el vivo retrato de tu madre", me dijo.
Consiguió su sitio, con aquel primer novio con el que se marchó a la desesperada, en un lugar remoto y pequeño dónde habitan más vacas que personas.
Aquí María ha conocido a Liam, que no es como esos otros medio novios que tuvo y que nunca me convencieron, este es de los que no se arrugan, de los que conocen la vida hasta vuelta del revés y la aprecian, a pesar de todo.
Cuando pienso que María tiene treinta y ocho años y yo estoy a punto de cumplir veintidós siento que somos jóvenes-viejos, pero no vencidos. De ninguna parte, con raíces deshilachadas, acarreando una historia que al escribirla me resulta un tanto antigua, trasnochada, pero que nos conduce a este presente de hoy, parecido a reconocernos... y a estar vivos.
5 comentarios
Pola De Siero -
Enea Maro -
mibibliotecasevallenando -
Dora Palacios -
Rubén L. -