"EN LAS ORILLAS DEL VIENTO"
Fe Quiroga abrió de par en par las ventanas, barrió los peldaños de la entrada y se apoyó en el quicio de la puerta a contemplar un poco el mar, como siempre cada mañana de su vida, apenas unos minutos, con la mano grande y nervuda haciendo de visera, queriendo descubrir los límites de aquella extensión salada frente a la que había transcurrido toda su historia.
Después se puso su mejor vestido, las medias impolutas y un ligero carmín en los labios prietos y ajados, y se tumbó a morir sobre la colcha que estrenase en su primera noche de casada.
Así la encontraron las vecinas, extrañadas de no oírla cantar mientras preparaba la comida, había faltado a su cita puntual con el panadero, a la misma hora de cada día los panecillos blancos la esperaban como perros sin amo, tampoco se sumó a las tertulias del atardecer, calle abajo, donde la cuesta hace un recodo y un grupo de mujeres aprovecha el muro y el final del día para intercambiar opiniones y confidencias. La echaron en falta porque Fe no pasaba desapercibida, hablaba poco, pero con vehemencia, sus frases candiles encendidos o aldabonazos secos y contundentes, luego nada, unas risas, estirarse el delantal, recoger la silla y vuelta a empezar con la amanecida, hasta que Dios quiera.
No era mujer de misas ni rosarios, no se santiguaba como otras al pisar la calle, ni rendía culto a los muertos, a pesar de acumular ya varios. Quedó viuda de marinero a los treinta y ocho años, con tres hijos pequeños, Saúl, el mediano, murió veinte años después desempeñando el mismo oficio que el padre, maldita herencia, qué tristeza la de no tener cuerpos sobre los que arrojar un puñado de tierra, cerrar el ciclo y no querer imaginar que se equivocaron al darlos por desaparecidos y puedan volver algún día, silbando la cancioncilla de siempre, arrastrando los pies.
Al morir el hijo ya tenía dos nietos a su cargo, los dos de Mariela, la chiquilla de los ojos oscuros y encendidos, siempre en llamas, a la que se le quedaba pequeño el pueblo, estrecha la propia vida. Marchó el mismo día que cumplió los dieciocho años, se fue con otros jóvenes de la localidad a probar suerte en la ciudad más cercana, cuatro cosas en una mochila y la promesa de un futuro dorado para su madre. Los demás volvieron en fechas señaladas, Mariela tres años después, con una niña menuda y llorona que gateaba velozmente y todo se lo metía a la boca.
De un primer vistazo Fe comprendió que iba a quedarse con su nieta, como así fue, la pequeña temporada se convirtió en años en los que Mariela reaparecía, cada vez menos tiempo, con la maleta cargada de regalos, una risa bronca y desmedida y un puñado de lágrimas furtivas cuando de reojo miraba a Estrella.
Al contrario que su madre, la niña era lista y rápida, ávida lectora, se quedaba con todo, ayudaba a su abuela en las tareas domésticas y aunque esta le hablaba de su mamá y de que algún día podría volver con ella, Estrella siempre la llamó por su nombre las pocas veces que la mencionaba.
Mariela llegó con Martín el día que su hija mayor cumplió siete años.
Ese fue su regalo, un hermano de dos que tenía una mirada asustadiza y desbocada y que no se soltaba del cuello de su madre.
Fe y Mariela mantuvieron fuera de la casa una acalorada discusión en la que aún se atrevió a intervenir alguna osada vecina a la que ambas mandaron al carajo. La hija aludió al dinero que le mandaba, insistía en que a partir de entonces la cantidad sería mayor… “no es una cuestión de dinero, tanto tiempo fuera y todavía no has aprendido las cosas de la vida…”
Fe Quiroga zanjó la discusión con esta frase y los brazos en jarras, esperando que los ojos oscuros de su hija pequeña se atreviesen a mirarla.
Mientras preparaba la cena sintió llorar al pequeño, notó el regusto amargo de la certeza y comprobó que Mariela se había ido sigilosamente, sin decir adiós y dejando a Martín al cuidado de su hermana. Más que su hermana fue su sombra, el niño dejó de estar encaramado a su madre para ir siempre colgado de Estrella, a cualquier lugar, hasta le hicieron sitio en la escuela antes de que tuviese edad para asistir, porque separarse de la hermana suponía un drama absoluto, horas de llanto y hasta vómitos desesperados.
Tono, el hijo mayor, silencioso, introvertido, que apenas paraba por casa y cuando lo hacía no quería mezclarse con las criaturas, las miraba como a seres indescifrables, buscó trabajo atravesando fronteras, lejísimos de cualquier parte…
Su madre abrazó aquel cuerpo de roble estático comprendiendo que desde muy chico lo había puesto a trabajar como si se tratase de un adulto, sintió lástima por los dos, porque se desconocían el uno al otro, pero ya era demasiado tarde. Quiso pedirle perdón pero no supo cómo, y lo vio marchar calle abajo, impulsado por un ímpetu nuevo, sin mirar atrás.
Quedó Fe sin hijos y con dos nietos, quizás la gente suficiente para una casa tan pequeña.
Barrió hacia dentro pensando que aquel podía ser el inicio de algo estable, horarios, comidas, colegios, calcetines secándose al sol… los niños organizan la vida de un modo sencillo y rutinario.
Pero la vida es un animal salvaje que no se deja atrapar.
Fue un domingo por la mañana cuando Camila atravesó el toldo de la puerta, compañera de juegos en una infancia demasiado corta, vecinas, comadres, la informó de que unos elegantes señores preguntaban por ella, habían dejado el coche, reluciente, impecable, de un azul que parece el propio cielo cuando está cargado, junto a la plaza, y subían a grandes zancadas camino de la casa, sin resuello y con evidente determinación entre ceja y ceja.
A Fe se le desbocó el corazón y recordó los sueños de los últimos días: la casa un barco que flotaba sobre el mar, entraba agua por todas partes, los niños la recogían con las manos y la lanzaban por la ventana, ella fregaba de rodillas una y otra vez, pero el barco se hundía, se hundía…
Trajeron muchos papeles. Se presentaron como el padre y el abuelo de Martín. ¿Dónde está el niño?. El niño tenía entonces cuatro años y estaban donde Sasio, que les permitía jugar entre sus gallinas.. La miraban como si fuera una piedra, un trozo de pared que se derriba con un certero golpe. No le salía la voz del cuerpo, se miraba las manos, una enlazada a otra, mientras nacía una herida desde lo más profundo de su ser y se ramificaba por todas partes.
El pueblo entero acudió a ver cómo se lo llevaban. Prácticamente a rastras, llamando a gritos a su hermana y a su abuela, un niño huracán puro, retorciéndose, gimiendo.
“Haz algo ahora mismo”, exigió Estrella, mirándola con la dureza impropia de una niña, los gritos de fondo, los murmullos de la gente, aquel coche dentro del cual Martín golpeaba los cristales…
De repente, no se sabe de dónde salió, se instaló el silencio, un silencio cargado de pólvora, el que sucede al quebranto de las cosas. La gente se dispersó, el coche desapareció con Martín dentro, como si nunca hubiese existido, sólo ellas en la plaza semicircular y vacía, ellas y un sol tenue, debilitado y triste.
Estrella echó a correr y su abuela no pronunció su nombre ni trató de ir tras ella.
Desde ese mismo instante supo que nunca la perdonaría.
Tardaron horas en encontrarla, al principio del bosque bajo, entre árboles centenarios que asustaban a las propias sombras, estaba exhausta y durmió durante un día entero, luego se levantó y siguió con la vida que había aprendido como si nada, ayudar a la abuela en el lavadero, hacer queso, desenredarse el pelo al sol, volver a la escuela… de no ser por el acero que se instaló para siempre en su mirada parecía la viva estampa de la resignación.
Fe Quiroga escribió a su hija, le contó lo del pequeño Martín, le puso que Estrella la necesitaba. Le costó juntar letras y expresarse en un pedazo de papel, sintió que había hecho un esfuerzo enorme pero le devolvieron la carta, esa y la siguiente. No supo dónde localizarla.
Por la noche escuchaba a su nieta moverse por la casa, abría la ventana y se acodaba sobre el alfeizar o salía a la calle descalza, sólo para sentarse un rato en los peldaños, quieta y oscura, abrazada a sus rodillas pequeñas.
Se dejaron llevar por la corriente subterránea que todo lo empuja sin darnos cuenta.
Estrella se comportaba correctamente, como una huésped bien educada, pasó los dos años siguientes esperando en las fechas señaladas una llamada , el teléfono público estaba en la puerta contigua, sonaba muchas veces al cabo del día, pero nunca era para ellas, unas líneas dentro de un sobre sin remite, una visita inesperada, algo…
Hasta que regresó un Tono distinto, sonriente, diáfano, que contaba de sus historias por el mundo y venía a presentar a su esposa, cuando dijo esposa la boca se le llenó de aire y el aire de pétalos rojos, esposa, Brigitte, una mujer extremadamente delgada y blanca, que lo miraba todo como fotografiándolo, tenía ojeras muy marcadas, las manos de dedos largos cubiertos por grandes anillos de plata, unos vestidos que rozaban el suelo y media sonrisa que no separaba jamás sus labios de pergamino. Apenas sabía hablar castellano pero según Tono lo entendía a la perfección.
Durante unos días fue la mayor atracción del pueblo, no se hablaba de otra cosa, los niños chicos revoloteaban alrededor de la extranjera, que de vez en cuando cocinaba y todos comían como si se tratase de un manjar, todos menos Fe, que removía la espesura de algo parecido a un puré y se lo echaba disimuladamente a los perros de Camila, que andaban siempre merodeando en su puerta. Brigitte se ganó la confianza de Estrella, que bajó la guardia y volvió a ser una niña, paseaban juntas, escuchaban música, ponían la mesa entre risas…
Pero había algo extraño, turbio y sumergido, en aquella presencia, Fe no sabía qué era, ni cómo llamarlo, lo sentía, faltaba transparencia en la mirada y los gestos de Tono y su mujer.
Como por descuido Tono preguntó a su madre por el paradero de Mariela, necesitaba hablar urgentemente con ella, de repente, a pesar de que en sus visitas esporádicas jamás hubiesen cruzado palabra, ni siquiera cuando dejó a los niños tirados como fardos, ni cuando él se marchó sin haberles otorgado nunca ni una sola caricia. “La gente cambia, madre”, pronunció despacio ante la mirada dura y sin paliativos de Fe. “Lo dudo”, respondió ella, y le entregó las cuatro cartas y papeles que guardaba de su hija.
Tono se marchó un par de días a solucionar unos asuntos en la ciudad. Fe pensó que vendría trayendo a su hermana, ejerciendo de hermano mayor, ocupándose de una vez por todas de la vertebración familiar, la traería sí, aunque fuera cogida por los pelos, desmadejada y maltrecha, pero en casa se repondría pronto, de nuevo el revuelo alegre de jilguero, esos vestidos que se cosía con cualquier retal, las leyendas que narraba imitando voces durante las largas veladas de invierno…
Brigitte se dedicó a tomar el sol y leer las revistas que había traído, su enorme sombrero de paja la delataba antes de doblar cualquier esquina, a su lado Estrella le enseñaba palabras, rincones, el vuelo equivocado de algunos pájaros, cuando regresó Tono, a Fe no le cabía ninguna duda, Estrella ya era más de Brigitte que de nadie.
Tono volvió solo, ni rastro de Mariela, una carpeta bajo el brazo y una sonrisa victoriosa que en su rostro ancho y curtido por el sol parecía postiza.
Contó que Mariela había parido dos chiquillos más a los que ella misma entregó en adopción, contó que vivía en una especie de hogar tutelado por monjas, que no se pintaba la cara, que de su cuello colgaba una cruz de madera y que tenía por norma no remover el pasado, dejarlo quieto, para que no muerda.
Fue cuando reapareció el Tono de siempre, el que hablaba cabizbajo y meditabundo, como para él mismo, contó que Brigitte no podía tener hijos, que ya estuvo casada una vez, hace años, se separó de su marido por ese motivo, “yo por ella madre soy capaz de hacer cualquier cosa, no sé si me entiende”… qué importaba lo que Fe pudiera entender si ellos ya habían tejido la red, la trampa, la tela de araña.
En un principio regresaron al pueblo para quedarse con Martín, pero las circunstancias provocaron un giro inesperado en la toma de decisiones, no les importaba hacerse cargo de la suplente, aunque fuese un poco mayorcita… “Comprenda madre, tengo el consentimiento de Mariela, los papeles en regla, con nosotros va a tener una vida plena, llena de oportunidades…”
Fe Quiroga se levantó de golpe tirando la silla en la que se encontraba sentada, su hijo no fue capaz de moverse, encogido como estaba sobre sí mismo, tan corpulento, parecía un muñeco de trapo.
No tuvo fuerzas para pelear, no eran necesarias. Preguntaron a Estrella qué le parecía la aventura y la niña se abrazó a Brigitte besándola repetidamente. Miró a su abuela con todo el desprecio del que fue capaz, sin palabras, una mirada que resumió sus once años en aquella casa, y corrió a preparar su equipaje.
Antes de encerrarse en su habitación y no presenciar la partida ni formar parte de ella Fe cogió del brazo a su hijo, este fumaba en la puerta de entrada y la acción le pilló desprevenido: “Vienes y me robas lo único que tengo para complacer a una mujer que no conoces y que nada tiene que ver contigo, escúchame bien, cuida de tu sobrina o aunque nunca haya salido de este pueblo iré hasta dónde tenga que ir para arrancarte la piel a tiras”
Sintió el temblor de él, la sacudida, la congoja, la rabia. Sus ojos brillaron muy cerca de los de ella, pero no fue capaz de responderle.
Marcharon al día siguiente, escuchó el trajín, las voces, le contaron que Brigitte lanzó caramelos al aire y que los niños se peleaban tirándose al suelo por cogerlos, Estrella lucía ropa nueva, como de chica mayor, pero lo único que sabe a ciencia cierta es que nadie, absolutamente nadie, llamó a su puerta.
En varios días no fue capaz de levantarse de la cama, se le quebró el cuerpo, Camila fue dejando sobre la mesa de la cocina caldos y brebajes que, según ella, eran mano de santo para las penas del alma. Se hacía la sorda ante los gritos de Fe despachándola, demasiados años cerca de su genio habían acabado con el temor de enfrentarla.
Una mañana amaneció de nuevo reparando las redes al sol, con su pelo recogido y tirante, su cantar por lo bajo y su luto permanente, una vez más en el mismo lugar, qué otra cosa podía hacer…
Durante un tiempo y aunque no se lo confesó a nadie, pensó que Estrella volvería, escarmentada, mohína, pidiendo perdón o sin pedirlo, pero de vuelta, la juventud una promesa de futuro, hiedra que trepa fuerte y se eleva…
Tuvo que acostumbrarse a lo inimaginable, la soledad convirtiendo su casa en una cueva sin fondo.
Hasta escuchaba el eco de sus propios pasos, envejecidos y vacilantes.
Las tertulias al atardecer con sus vecinas de siempre la salvaron de la locura, el mar no callaba, no se detenía, siempre en él el pasado, los espejos, las entrañas, los secretos, lo que no pudo ser y ya no será… Demasiada fuerza para una mujer que se había hecho tan pequeña.
Aún así lo necesitaba, no había conocido otra frontera.
Se despidieron con la formalidad de los viejos conocidos, sin dramas, un instante que pasa.
Experta en barruntos y latidos del corazón supo que había llegado su hora y preparó el viaje.
Un último beso de labios fríos sobre las fotos del marido y el hijo muertos, tan lejanos ya… tan extraños.
Tumbada sobre el edredón de un rosa pálido carcomido por los años la encontraron Camila y el resto, que se pusieron manos a la obra sin derramar una lágrima, hablándole como si pudiera escucharlas.
Y nada más, una tumba humilde excavada en un montículo del camposanto, cuatro flores de tela, Mariela que llegó y se mantuvo al margen del pequeño grupo de gente, cuando quisieron darse cuenta ya se había ido.
La casa se desmorona carcomida por la pena y la sal, algunos forasteros se interesan por comprarla pero nadie les da razones, un propietario a quien dirigirse.
Tanta espera y tanto dolor… ya no son nada en el sol abierto de la mañana, una leyenda que las tejedoras de redes irán modificando a su antojo, porque hay que seguir creyendo en los finales felices, soñar es tan eterno como el mar.
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Patricia -