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MARTES DE CENIZA

"FINISTERRE"

"FINISTERRE"

...”Y la vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido”...

(“Dónde habita el olvido”-Joaquín Sabina)

 

Olivia Calle vino al mundo una tarde adelantada de primavera en la que una lluvia fina y pertinaz sacudía los cristales ajados de la maternidad.

Fue un parto rápido y sin complicaciones, la madre ya había parido otros cuatro hijos varones, por eso, cuando se la enseñaron, Manuela Sánchez dijo con un hilo de voz fatigada: “Al menos es una niña”.

Al padre no pudieron localizarlo para darle la noticia. Era principio de mes y solía desaparecer unos días con el salario íntegro en el bolsillo.

Por eso Juan, el hermano mayor de Olivia, dieciséis años y las manos ásperas de trabajar en la obra, fue quien la sacó del hospital para llevarla a casa, con el cuidado de quien porta cristalitos de bohemia. No podía quitarle la vista de encima. Cuando pisaron la calle, el bebé entre los brazos y su madre agarrada a uno de ellos, Juan aseguró: “Esta niña nos va a cambiar la vida”.

Su padre la conoció a los tres días, se acercó a la cuna balancín y sin sacar las manos de los bolsillos aseveró: “No se parece a nadie”

No sólo fue la niña más guapa de la escalera en un edificio de cuatro alturas y tabiques de papel habitado por varias familias numerosas, sino la más guapa del barrio, distinta, con la piel clarita, como los ojos, y el pelo abundante y rizadísimo, la sonrisa amplia, el gesto innato de quien guarda una estrella de ocho puntas en el bolsillo.

Fueron para ella los zapatos nuevos, el mejor bocado, la muñeca de moda… 

Guido, el hermano más cercano por edad, le tenía unos celos imposibles, de bebé había intentado asfixiarla con una almohada, a duras penas conseguía evitar las lágrimas cuando sus hermanos mayores traían chocolatinas o cualquier obsequio para Olivia.

Manuela, la expresión yerma, el rostro combatido, trataba de hacerle ver mientras doblaba la ropa:

“Las cosas son así, Guido, te tienes que conformar, necesitábamos a alguien que nos librase de la miseria cotidiana, de todos estos días, iguales y oscuros cómo una maldición… alguien diferente, en quien poder creer…”

Y Guido seguía sin entender nada, sin adorar a la princesa que no se embarraba los pies ni se sentaba en la acera por no mancharse el vestido, no era como las otras chicas, parecía una invitada extranjera, se les quedaba mirando mucho rato y muy adentro, hasta que el resto de la cuadrilla se sentía incómoda y acababan dándole la espalda.

El día que Juan se llevó a su hermana al centro, en un paseo que era más una excursión, por las estaciones de metro por las que había que pasar y los autobuses a los que debían subirse, Guido ya había aprendido a guardar silencio y resultar invisible.

La niña lucía un pequeño sombrero, calcetines altos, tul bajo la falda. Tenía siete años.

Fue esperando para subir a un tiovivo, en medio del ruido estridente y de las luces excesivas, cuándo aquel hombre se acercó a Juan y le explicó que buscaba a una niña cómo su hermana para protagonizar un anuncio.

Juan ni entendió bien ni escuchó del todo, estuvo casi toda la noche tratando de descifrar la tarjeta de visita que el desconocido había introducido en su bolsillo.
La cama plegable de 90cm ya no respondía a las necesidades de un joven que llevaba tiempo ahorrando para salir de casa.

Sin decir nada llevó a su hermana hasta el estudio de fotografía dónde le habían citado. Pasaron a una sala rectangular iluminada artificialmente, decorada con distintos fondos, un parque, una montaña, el mar…  A Olivia la vistieron de comunión y parecía haber posado toda la vida, sin sonrojarse ni perder la paciencia.

En unos pocos días su cara angelical iba a poder verse en casi todos los escaparates de la ciudad.

A Juan le extendieron un talón por el importe de varias nóminas suyas, una cantidad difícil de entender si no se leía despacio varias veces.

Prometieron llamarle para otra campaña, le palmearon la espalda, a la niña le regalaron globos, caramelos, una entrada para el parque de atracciones…

Cuando salió de allí le sudaban las manos, hizo sin saber muy bien cómo, el camino de vuelta, Olivia se durmió y tuvo que cogerla en brazos.

Al entrar en casa el revuelo de siempre, el ruido de las cosas, de las sillas, de la televisión, de los cubiertos chocando contra la mesa…  ante el silencio humano, la falta de comunicación entre todos aquellos cuerpos que se esquivaban, evitando las palabras por no saber muy bien qué hacer con ellas.

Se los quedaron mirando cómo a una aparición, la cena escasa enfriándose en el plato.

Juan le tendió el cheque a su madre, esta lo dejó sobre la mesa con sumo cuidado, sin comprender…

Su primogénito, el único hijo que ella había querido tener, el de la esperanza, explicó brevemente lo que había ocurrido mientras Olivia seguía dormida sobre el sofá y el padre se ajustaba los pantalones deambulando nervioso por el comedor.

Una de las veces que pasó junto a la mesa, rozándola, extendió un brazo para coger el cheque y Juan se lo impidió, puso su manaza de hombre prematuramente maduro sobre la temblorosa mano de su padre y lo miró cómo nunca antes lo había hecho.

Isidro Calle se retiró hacia atrás mascullando:

“Tú lo que quieres es quedarte con todo…”

Juan se levantó despacio, cogió a Olivia del sofá y la llevó a su habitación, la acostó vestida.

Sus padres estaban discutiendo en la cocina mientras los otros tres hermanos cenaban sin levantar la vista del plato.

Los gritos iban en aumento. Se escuchó el estallido de un vaso contra el suelo, golpes en los armarios, voces rotas… Juan entró cargado con su mochila, sin sorprenderse un ápice por la imagen desesperada y salvaje de sus padres peleando sin tregua.

Se dirigió a su madre, su padre quedó oculto tras su espalda:

“Con ese dinero procura llenar la nevera, paga lo que tengas pendiente y guarda un poco para Olivia, al fin y al cabo lo ha ganado ella… me marcho, te llamaré cuando tenga un sitio”

Consiguió que se hiciera el silencio. Lo miraron atónitos.

“¿Dónde crees que vas?” preguntó autoritario el padre, clavado en el umbral de la puerta de la cocina.

Juan no pudo evitar media sonrisa triste, algo que pareció un gesto de superioridad y sólo era melancolía.

“No te debo ninguna explicación, pero sí te diré algo: si me entero de que maltratas a alguno de mis hermanos vendré para romperte la cara con mis propias manos, lo haré una sola vez y gustosamente, no lo dudes”.

La madre se derrumbó llorando sobre la mesa: “No puedes dejarme, no puedes… qué voy a hacer yo si tú no estás… el más cabal, mi gran ayuda…”

Él le acaricio torpemente el pelo:

“Necesito tener una vida madre, la mía propia…”

De repente le entró la prisa, quiso salir, se le nublaron algo los ojos… en la precipitación casi tira al suelo a su padre, que mascullaba por lo bajo frases incomprensibles…

En la puerta del piso, que aún cerrada se movía con las ráfagas de aire, lo esperaba Guido, había tratado de repeinarse mojándose el pelo y también se había preparado velozmente su propia mochila:

“Llévame contigo, no me dejes aquí, haré lo que me digas…”

Juan lo miró alucinado, un chiquillo enclenque, más bajo de estatura que lo corriente a su edad, con aquella determinación en los ojos, la barbilla temblorosa…

“No puede ser, no puede ser…” Es todo lo que fue capaz de decirle antes de apartarlo a un lado y salir corriendo.

Cuando llegó a la calle escuchó los gritos de todos atravesando los muros, cada cual librando su propia batalla, luchando contra su miedo.  Algunas vecinas se habían asomado a las ventanas y lo vieron caminar calle abajo sin volver la vista atrás.

Del anuncio sólo quedaron los pies de Olivia mostrando unos preciosos zapatos de comunión. Estaban en las paradas de los autobuses y en la contraportada de los periódicos locales, en los escaparates de todas las zapaterías y en el chisme raudo, de boca en boca, del vecindario completo. A la niña sólo le habían sacado los pies, sí, pero al menos sobresalía, eran sus pies y los de nadie más, su madre se había podido comprar un abrigo por primera vez en muchos años, elegido desde el escaparate de una de las tiendas a las que jamás podía entrar y sus hermanos invitaron a merendar a sus amigos en una tarde cómo se recuerdan pocas, bulliciosa, con el tocadiscos a todo volumen y las botellas de refresco esparcidas por la casa.

En ausencia de Juan el papel de hermano mayor le correspondía a Lino. 

A ese Lino que vivía prácticamente en casa de su novia, dónde lo habían acogido desde que les enterneció verles salir de clase juntos, cogidos de la mano, descosidos los bordes de sus batas de cuadros…

Los padres de Carmen no tuvieron más hijos, y desde niño Lino fue uno más de la familia, con regalo de Reyes, sitio en la mesa y camisas planchadas.  De vez en cuando le daban algún extra para ayudar en casa pero Lino, callado, servicial y conformista, decidía invertirlo en sí mismo.

Después estaba Rafa, a su madre no le dio tiempo de llegar al hospital y lo alumbró en casa, con la ayuda de las vecinas. El único de sus hijos que no lloró al nacer ni después, cuando tenía hambre o se caía al suelo. Un chico ensimismado y risueño, especial, el más parecido a Olivia, capaces de abstraerse en medio de las continuas broncas familiares o de plantar lentejas en el fondo húmedo de un recipiente de yogur. Visitantes en un mundo inapropiado.

Guido nació poco antes de los ocho meses de gestación. Un puñado de piel húmeda, pequeñito y quejoso. Manuela volvió a casa sin él. El bebé se quedó en la incubadora y en un par de ocasiones su madre olvidó ir a visitarlo.  Las llamadas desde el hospital la hacían aterrizar de golpe en la realidad del recién nacido, que ni siquiera tenía nombre, lo decidieron sus hermanos ojeando cromos de futbolistas. 

Con la excusa de lo mucho que lloraba el niño su padre pasaba temporadas fuera de casa. Manuela se quedaba traspuesta con el crío en brazos recostada en cualquier parte, a punto estuvo de caérsele en varias ocasiones, de no ser por uno de esos segundos en los que la vida se detiene y algo te avisa, un sonido agudo, los niños corriendo, una corriente de aire que golpea una puerta...

Abría los ojos Manuela sobresaltada y todo seguía en el mismo lugar, el bebé mirándola fijamente, cómo pidiéndole algo que ella no sabía interpretar, moviendo inquieto las piernas, sus hermanos deambulando por la calle cuándo el resto de chiquillos ya estaban recogidos en casa y peinados a raya, esperando que el día siguiente fuese mejor que el anterior.

Salía a la calle sin importarle su indumentaria desastrada, el pelo sin brillo, las zapatillas rotas, y se asomaba al bar de la esquina cansada de dar vueltas, con Guido en el costado. Entonces los veía, cenando medios bocadillos de tortilla de patatas o de pechugas con queso, Juan recién llegado de trabajar, limpiándose las manos en el pantalón y negociando con la dueña el pago fraccionado de aquellas cenas.

Escapaba apurada cuándo su mirada se encontraba con la de Vela, la dueña de aquel bar de barrio en el que sólo a los elegidos se les fiaba. Apurada porque siendo de la misma edad Manuela parecía su madre y porque sabía que Juan llegaría a casa con un bocadillo recién hecho para ella, a cuenta de la casa.

Pero ahora Juan se había ido, quizás para siempre. 

Ella conocía esa mirada, el instinto de supervivencia en el brillo húmedo de las pupilas, la necesidad de encontrar un lugar propio, un tiempo determinado, cuando se comprende que la juventud es efímera y no se repite...

A ella también le había ocurrido, tantos años atrás que no era capaz de calcular el número exacto, su casa, sus padres, su hermana, la estricta disciplina, su abuela muriendo sobre una cama muy alta coronada por un enorme crucifijo...

No se podía poner la radio ni subir trotando las escaleras, ni sorber la sopa, ni traer chicos a casa... 

Isidro era el repartidor del colmado, ella le abría la puerta de atrás, la que daba a la cocina, no le gustaba ni más ni menos que otros a los que conocía fugazmente, pero ninguno la miraba como él.

Hasta las rocas más sólidas pueden agrietarse. Sólo hay que insistir en golpearlas.

Eso dijo Isidro cuándo ella le anunció el embarazo entre sollozos.

Dijo que no la abandonaría y que su padre claudicaría ante la llegada a casa de un varón. Sólo acertó en lo último. Se trataba de un niño. Por lo demás, su madre le preparó un equipaje rápido, le puso en la mano una cantidad de dinero y los echó con cajas destempladas por la puerta de atrás.

“Tranquila, ya vendrán a buscarnos”, dijo Isidro más sorprendido y desconcertado que la propia Manuela sin acertar de nuevo en sus predicciones.

La barriada en construcción los acogió como a pájaros mojados.

Buscaban parapetarse y traían buenas intenciones.

Después la rabia, un agujero en la boca del estómago, el sonido de la lluvia sobre los tejados de uralita, los trabajos precarios, las promesas incumplidas, el frío, el sueño, las Navidades que siempre llegan, los coches que pasan de largo... exactamente un conjunto de secuencias inadvertidas completaron un todo inabarcable.

La decepción es una agonía lenta.

Isidro Calle registró la casa calculando el momento en que no hubiera nadie.

Manuela tendiendo en el patio de luces, conversando con otras mujeres, subía el murmullo por las ventanas abiertas. 

Encontró el pequeño botín, la reserva del anuncio que todavía guardaban, dentro de una lámpara de mesilla que llevaba años sin funcionar.  Contó el dinero con dedos temblorosos y salió corriendo.

Manuela tuvo un presentimiento, se llevó la mano al pecho, dejó la colada tirada en el suelo y subió corriendo las escaleras del patio, a punto de verle salir pegado a la pared. Lo llamó por su nombre y casi sin aliento, pero él no se giró.  Lo llamó más fuerte, más fuerte, él aceleró el paso. Se derrumbó sobre sí misma, un despojo humano al que las vecinas tuvieron que meter en la cama, alguna le dio una pastilla para los nervios, de pronto se había hecho de noche.

La llegada de Aurora Sánchez en aquellos días resultó providencial.  

Recién salida de la congregación apareció como caída del cielo. 

Cuando Olivia le abrió la puerta le sorprendió encontrar enfrente a una mujer con el cabello tan corto, sonriendo tímidamente y arrastrando una pesada maleta. Preguntó por Manuela.

“Está acostada –dijo la niña con ese tono de voz cantarín, de echar a volar-, no tiene ganas de levantarse porque mi padre nos ha robado”. 

Aurora parpadeó inquieta, miró por encima de la cría estirando el cuello, comprobando el desorden de la casa, la acumulación de basura en algunos rincones… suspiró profundamente:

“Déjame pasar cariño, soy tu tía”.

La habitación contenía un fuerte olor a cerrado. Aurora abrió de par en par las ventanas y quitó la mezcla de sábanas y colchas que cubrían el cuerpo acurrucado de una hermana a la que no veía desde hacía más de veinte años. No fue capaz de reconocerla. Se sentó en la cama y le retiró el pelo de la cara obligándola a incorporarse un poco. Manuela volvió de sus tinieblas, le temblaron los labios de pura vergüenza, no se sabe cuál de las dos empezó a llorar o abrazó a la otra más fuerte.

Mientras Manuela se bañaba, con agua que calentaron en ollas porque el calentador estaba estropeado, Aurora bajó con los dos pequeños a la calle. Le sirvieron de guía para encontrar en tiendas cercanas los productos que necesitaban. Guido se agarró a su mano desde el primer momento, sin dejar de mirarla, Aurora se sintió un poco intimidada primero y preocupada después, cuándo le fueron contando a su manera la situación en la que se encontraban. “¿No vais al colegio?”. Le sorprendió la voz empañada y recia de Guido: “Vamos casi siempre, pero cuándo ocurre algo malo no queremos dejarla sola…”.

Olivia caminaba unos pasos por delante, la figura erguida de la niña atípica se giró para mirarla con la plenitud de sus ojos claros: “En casa siempre pasan cosas y en el colegio preguntan demasiado”.

Aquel día tomaron helado de postre en el tazón del desayuno.

La tía Aurora llevó las riendas.

De buena mañana la casa olía a café y todo el mundo se sentaba a desayunar a la vez.

Cada cual hacía su cama y metía la ropa sucia en la lavadora.

Lino pasó más tiempo del habitual con todos, exhibiendo sus modales correctos y su calculada distancia de hijo al que crían otros.

Trataron de localizar a Juan sin éxito.

Rafa pudo enseñarle a alguien sus dibujos y trabajos del Colegio, calificados de excelentes. Se reía escandalosamente y el resto lo miraba extrañado, desacostumbrados cómo estaban a contagiarse de alegría.

Los dos pequeños participaban incrédulos y dispuestos, anhelando un ritmo sin sobresaltos, un viento en calma.

Cuando las hermanas pudieron ponerse realmente al día había pasado un mes. Manuela había engordado algo y ya no la atenazaba la angustia.

Una noche en que los niños estaban acostados y ellas preparaban la comida del día siguiente, los ojos menudos de Manuela, casi siempre desconfiados, se sintieron capaces de indagar:

 “¿A qué has venido realmente, Aurora?”

Conocía la inexistencia de los ángeles de la guarda.

Aurora se sentó sobre una banqueta coja y habló restregándose las manos, por primera vez parecía nerviosa.

Habló del fallecimiento de sus padres, coincidente con su salida de la congregación, “tantos años al servicio de algo que no ha conseguido frenar mi curiosidad por la vida, me sentía atrapada,  Manuela, quiero equivocarme… ellos me han dejado una herencia cuantiosa, un patrimonio importante que ni siquiera sé, dada su austeridad, cómo lo han logrado, el caso es que, aunque lo dejan todo a mi nombre, necesito tu firma, tu renuncia, no sé si me entiendes, para poder disfrutarlo… qué duda cabe que recibirás una compensación, hermana…”

Manuela respiró tranquila, los grandes salvadores de la tierra son humanos y tienen cajones cerrados con llave.

Firmó al día siguiente toda esa cantidad de papeles, fue a la peluquería, recibió su compensación sin pensar si era grande o pequeña, justa o injusta, necesaria… por primera vez en su vida abrió una cuenta solo a su nombre y agradeció lo inesperado porque puede salvarte de la locura.

Cuando Aurora se fue ya no parecía una monja.

Al menos tuvo dignidad suficiente como para no prometer nada, aunque el nuevo colegio de Rafa lo pagase de su bolsillo hasta el final, un internado para chicos con aspiraciones artísticas al que marchó pletórico y sin un ápice de nostalgia.

El berrinche de Guido duró dos días en los que no salió de su cuarto.

La promesa de su madre de permitirle dormir con ella lo removió por dentro.

Quizás era tiempo de volver a empezar.

Isidro se presentó una mañana en la cocina, a hora temprana, los pequeños hacían galletas y Manuela la lista de la compra.

El silencio sepulcral que de pronto guardaron los niños le hizo levantar la cabeza y verlo. Bien afeitado, camisa planchada, mirada expectante, guardándose en el bolsillo las llaves de la que todavía era su casa.

Los mandó a jugar con unos vecinos.

Mientras salían, Guido como un rayo, sin querer rozarlo, Olivia se puso delante de él, con esa presencia suya tan elocuente: “¿Vienes a pedir perdón?” le preguntó, y al no reaccionar su padre siguió adelante, tras la nerviosa llamada de su hermano, ya desde el rellano.

El tiempo en la cocina comenzó a ralentizarse, cómo un viejo tren de cercanías que hace ruido y no avanza.

Isidro se sentó a horcajadas en una silla, Manuela apoyó la espalda en la encimera con el firme propósito de darse tiempo antes de hablar, al contrario que a su marido, a ella no la movía ninguna urgencia.

Al principio le costó entenderlo. La voz temblorosa, el carraspeo constante, las frases entrecortadas.  Algo sobre sé que las cosas comienzan a marchar mejor y sigo siendo el hombre de esta casa, merezco una oportunidad, todos cometemos errores.

A Manuela el estómago se le dio la vuelta y tuvo que contener la nausea trepando veloz hasta la boca. Por otra parte temió volverse loca, porque tenía deseos de reírse cómo lo hacía su hijo Rafa, con toda la fuerza de una naturaleza desbordada y capaz, y de llorar amargamente también, preguntándose cómo habían podido llegar hasta ese momento, dónde está el amor Isidro, dónde sus migajas, algo a lo que agarrarse cómo a una tabla en medio del océano…

Ninguno recordó que el cuchillo del pan apenas cortaba. Sólo fueron conscientes del miedo, cada uno a su manera.  Ella no sabe de dónde sacó la fuerza, el cuchillo apuntando al cuello de Isidro que la miraba entre perplejo y rabioso, la voz susurrada, áspera,  de Manuela, explicándole que ya nada iba a ser igual, nada, no sé si me entiendes… la propuesta aterrizó sobre los enseres que sus hijos habían utilizado para cocinar galletas: te vas a marchar para siempre, aunque sepamos que no eres capaz de irte demasiado lejos de nadie, no te preocupes, recibirás una paga mensual a cambio de dejarnos vivir, te la haré llegar puntualmente, eso sí, Isidro, una más de tus jugadas, o de tus apariciones de espectro al que todos queremos olvidar y entonces sí te rajaré el cuello, te lo juro, tú verás lo que haces…

Manuela se distanció y él se levantó de golpe tirando la silla: “Esto no va a quedar así, zorra”

“¿Qué apostamos?”, preguntó ella con una voz de repente serena, propia de otra situación.

Sacó dinero de un bote de cocina y lo lanzó sobre la mesa.

Él lo recogió de un manotazo voraz y salió resoplando sin mirarla.

A ella le temblaron las piernas y tuvo que sentarse.  Todavía era temprano. Por la ventana entraba el sonido de los pájaros sobre los tejados, los chiquillos jugando en el patio, las voces del barrio.

Lloró amargamente sobre las manos cruzadas y el delantal ajado, por todas las veces que no pudieron salirle las lágrimas, por los finales y las derrotas.

Cuando escuchó el timbre pensó que los niños regresaban.  Se demoró un poco en abrir tratando de espantar a la tristeza. En el marco de la puerta una mujer joven, con las medias impolutas y unos zapatos de tacón imposible para las calles del barrio la llamó por su nombre como si fuesen viejas conocidas, cosa que a Manuela se le antojó de todo punto improbable. Leía los datos necesarios en un papel apoyado sobre una elegante cartera de piel. La escuchaba un tanto lejos, sin poder evitar mirar sus manos finísimas, las uñas arregladas, pintadas de rojo.

Buscaba a Olivia, de la productora del anuncio, que si puedo pasar, que si sería usted tan amable de avisarla. La mujer joven mirando alrededor sin detenerse en ninguna parte, firme en su encargo, segura de que el tiempo transcurre y enseguida marcharía de allí, en el coche que la estaba esperando y que la conduciría a las antípodas.

Manuela ni siquiera le ofreció sentarse o un vaso de agua, hubiera resultado incómodo para las dos.

No hizo falta salir a buscarla, entró en escena despacio, cómo una actriz veterana.

No puso ninguna cara de extrañeza mientras Guido interrogaba a la mujer con tono desconfiado. Manuela mandó al chico a su habitación, Guido no le hizo caso pero se mantuvo al margen. La mujer joven se dirigió a Olivia cómo si sólo existiese ella en aquel recibidor angosto y deslabazado. Dijo que se llamaba Victoria. Manuela sonrió, le parecía un nombre muy apropiado. Que si le apetecería volver a posar, tienes unos rasgos imponentes. Sacó un metro y la midió casi sin rozarla. “Si sólo le vais a retratar los pies...” se atrevió a insinuar Manuela cruzada de brazos... “No señora -la voz de Victoria tenía el timbre exacto, la cadencia oportuna y la fuerza de un látigo- esta vez va a ser diferente, el cliente quiere vender otro tipo de producto, pero no se preocupe que aquí lo tiene todo apuntado y se lo explicarán detalladamente el día de la reunión. Muchas gracias por atenderme”

Le tendió un papel impreso y dándose media vuelta se marchó guiñándole un ojo a Olivia.

El olor de su perfume quedó impregnado en el aire.

A Manuela le costó entender el ritmo enfebrecido de aquella mañana, pero ya no estaba dispuesta a dejar que las cosas ocurrieran sin ella.

Compró tela para hacer dos vestidos iguales, el de la niña con can-can y desempolvó la vieja máquina de coser, aunque casi desiste en el empeño de ponerla a punto después de tantos años. En la sedería se encontró con Vela, la dueña del bar en el que sus hijos saciaron el hambre muchas noches, nunca habían intercambiado algo más que un escueto saludo pero ese día, sin saber muy bien porqué, sintió Manuela el deseo de contarle que la suerte estaba llamando a su puerta y que su niña chica iba a salir en otro anuncio. Vela mostró una sonrisa generosa, cogiéndola suavemente por el brazo la condujo a un rincón de la tienda: “Me alegro mucho Manuela, pero cuida a quién se lo cuentas, ya sabes que la gente se siente más cómoda si a todos nos va igual de mal, envidia le llaman...” Manuela asintió nerviosa, tampoco pensaba pregonarlo, simplemente había sido espontánea.  Parecía que Vela quería aprovechar la ocasión para contarle algo más: “Te puede acompañar Juan, si quieres... yo sé dónde vive”. 

Sintió claramente una descarga eléctrica.

¿Esa mujer conocía el paradero de su hijo mayor y ella no?

Debió expresarlo todo con los ojos, porque Vela comenzó a decir que se lo podía explicar, que si quería tomarse un café con ella.

“No quiero nada contigo” Respondió Manuela airada, sintiendo sobre su propia vergüenza la mirada de toda la clientela.

Se marchó dando un sonoro portazo, el cristal de la puerta tembló.

Estuvo dando vueltas un tiempo, los zapatos le rozaban y tuvo que usarlos aplastados bajo el talón. Notaba la angustia de querer saber y el coraje de sentirse ninguneada.  No entendía por qué esa mujer contaba con una información de la que ella carecía.

Subió las escaleras con los zapatos en la mano y el firme propósito de no contar con nadie más. No era ninguna idiota, podía arreglárselas.

Mientras a la niña la fotografiaban con los vestidos y bañadores que ella nunca podría comprarle Manuela contestaba a demasiadas preguntas en un despacho contiguo.  Sólo pensó en mirar a un punto fijo y no dejarse intimidar, en juntar las rodillas para que no se percibiera el temblor de sus piernas y en salir de allí lo antes posible.

Estaba segura de haberse maquillado en exceso.

En ocasiones tartamudeaba, le costaba responder.

A pesar de encontrarse al otro lado de una gran mesa ovalada le parecía habitar otro planeta, el de las imperfecciones y los errores.

En medio de aquella maraña de palabras, sincronizada desde varias bocas, pensó en presentarse ante Juan con todos aquellos papeles firmados y demostrarle que ella también era capaz de abrir de par en par las ventanas a un mundo nuevo, diáfano.

Inventó una firma distinta para cada uno de los contratos que le pusieron delante.

Prometieron llevar a la niña a casa dos horas más tarde y la despidieron en cuestión de segundos, manos frías estrechando la suya, arrugada y torpe.

La calle guardaba sabor de atardecer.

Intentó ver a otra mujer reflejada en los escaparates y sintió una desazón que le sacudió todo el cuerpo. Cogió un taxi. De repente la urgencia. Pidió al taxista que aguardase en la puerta del bar de Vela. Entró y apenas tuvo que hablar, ella le garabateó la dirección de Juan en una servilleta.

En la otra parte de la ciudad no olía a quemado. Un barrio joven, con instinto de porvenir, que cuidaba los detalles.  El edificio de cinco alturas tenía plantas naturales en el patio y toldos en las ventanas. Subió hasta el segundo piso sin detenerse a pensar, la carpeta con el futuro de Olivia abrazada al pecho.  La puerta lucía una placa con dos nombres, el de una mujer y el de su hijo.  Llamó con los nudillos. Escuchó voces, imaginó un pasillo largo.  Una chica de ojos tremendamente oscuros, con hoyuelos en las mejillas, se la quedó mirando sin comprender.

“Busco a Juan”

“Pase, yo ya me iba”, la chica se echó una mochila al hombro y bajó precipitadamente las escaleras.

Todo en aquel piso era minúsculo, pero acogedor y luminoso.

Apareció Juan, tenía buena cara, el pelo corto, los rasgos suaves, no pareció sorprendido y en ese instante supo que Vela le habría avisado.

“Adelante, madre”, la besó en la mejilla cómo si la hubiese visto ayer y la invitó a sentarse en un sofá de dos plazas tapizado con grandes flores blancas.

Se calibraron unos instantes, aguardando no se sabe qué.

Aunque él se había ido de casa fue Manuela quién bajó la mirada, consciente de que aquel hombre era otra persona diferente, un ser dentro de otro ser.

Sobre el suelo impecable se derramaron algunas palabras que la madre no supo ordenar: “Tu padre ya no está con nosotros, han pasado cosas, estuvo mi hermana, he decidido continuar pero a mi manera, lo hago lo mejor que puedo ...”

Juan le cortó.

Juan sabía.

Estaba al tanto.

“Se puede saber si se tienen ganas...”

A ella le pareció un reproche.

Aun así no quiso incidir, había llegado hasta allí para avanzar.

“Mira, han vuelto a buscar a Olivia, tenías razón cuándo la sacamos del hospital y dijiste que nos iba a cambiar la vida”.

Hubiera preferido evitar el temblor cuándo le tendió la carpeta.

Juan leyó despacio.

Los papeles sobre sus piernas.

Respiraba fuerte.

Volvía hacia atrás y continuaba.

Cerró la carpeta tan despacio cómo la había abierto, cómo si pudiera romperse en mil pedazos.

“Deberías haber consultado a un abogado antes de firmar... aquí hay cosas difíciles de comprender”

¿Abogado?

¿Desde cuándo en esa familia se utilizaban términos tan alejados de su realidad cómo ineficaces?

Abogado.

Barrio sin ruido.

Sofá de flores.

Paredes limpias.

Aire.

A Manuela empezó a faltarle el aire.

Le quitó a su hijo la carpeta en un arrebato nervioso.

Él reanudó el lenguaje de las personas que no viven en conflicto.

“Ahí pone que Olivia va a tener que dejar el colegio durante un tiempo, que le pondrán una profesora particular y que la agencia va a viajar con ella por todo el país... has firmado todos los consentimientos, no sé si me explico...”

Se levantó, no recordaba por dónde había entrado, cómo se salía de aquella trampa.

A pesar de todo, el tono de Juan era tan tranquilo que conseguía desquiciarla todavía más.

Buscó precipitadamente la hoja en la que se pormenorizaba el dinero que cobraría cómo tutora legal.

Casi se lo estampa en la cara: “¡Lee bien!, aquí lo pone, tú mismo dijiste que nos iba a cambiar la vida, ¿no lo ves?”

Las páginas volaron liberadas hasta desparramarse por el suelo.

Juan las recogió y se las devolvió a su madre, con un rastro de humedad en la mirada y la sonrisa amarga de siempre:

“Pero no me refería a esto”

Entonces a qué, a qué maldito listo, fugitivo, traidor, que piensas, todavía piensas, que las cosas pueden cambiar con sólo proponérselo...  Ninguna distancia te libra del pasado.

Juan trató de ponerle una mano en el hombro, continuaba hablando pero ella ya no lo escuchaba, salió corriendo para no volver.

La niña estaba tan contenta...

La niña decía que ni siquiera necesitaban hacer la maleta, que le comprarían todo lo necesario, que escribiría una postal desde cada ciudad para que su madre pudiera hacer un cuadro con todas ellas. Guido no quiso dirigirle la palabra ni despedirse.

“Pero tonto- Manuela le revolvió el pelo- si ahora vamos a estar los dos solos, toda la casa y todo el tiempo para ti ¿no era eso lo que tú querías?”

“Ya no”

Y le asustó la franqueza absoluta del muchacho acompañada de sus ojos, castigados y esquivos.

La niña se marchó y ella levantó la mano desde el portal.

Recibió mensualmente la generosa cantidad prometida.

Cómo Isidro, que se había juntado con una chiquilla mucho más joven que él y se pavoneaba cogido de su brazo por el barrio.

Pensó. Por primera vez en su vida casi no supo qué hacer con todo aquel tiempo que se extendía como tierra yerma bajo sus pies.

Fue a ver a Lino.

Su hijo se mostró incómodo.

Ella frente a un desconocido.

“¿Tú estás bien aquí?”

Él asintió sin sostenerle la mirada.

Le pareció una pregunta tan fuera de lugar después de tantos años...

Los padres de Carmen ni siquiera les dejaron solos.

Le explicó que cerraba la casa y se marchaba lejos con Guido, que le mantendría al corriente, que podría visitarlos cuándo quisiera, que él también, cómo todos los demás, era su hijo...

La madre de Carmen carraspeó, Lino dijo te acompaño a la puerta.

No hubo besos.

Ni asomo remoto de complicidad.

Con las maletas ya hechas le explicó a Guido que lo iba a llevar a ver el mar, tú eres el más parecido a mí y nos merecemos este viaje, otro lugar, que no nos conozca nadie, yo creo que aún estamos a tiempo Guido...

El adolescente se acercó tanto a su madre que ella pudo percatarse por primera vez de que sus ojos no eran verdes, sino grises, gris perla. Pudo ver que no quedaba ni rastro del niño indeciso, asustado y triste que sólo quería huir de casa de la mano de cualquiera.

“No me voy a ir contigo a ninguna parte. Durante toda mi vida he deseado que te fijases en mí, madre, que me calmaras, que me eligieses por encima de todos los demás... pero nunca fui tu urgencia y ahora ya no te necesito. Vete dónde quieras y déjame tranquilo.”

Aunque le temblaba la barbilla fue capaz de controlar las lágrimas.

Manuela estalló, rompió un par de vasos, lo comparó con su padre, los insultó a todos...

“Ya no puedes hacer nada” y dándose media vuelta la dejó sola, la puerta del piso abierta de par en par, el silencio instalándose a placer, cómo una plaga.

Todas sus pertenencias cabían en una maleta.

Dejó pistas para que en cualquier momento pudieran encontrarla.

Y se subió a un tren.

Durante mucho tiempo se sintió hueca, sin peso, un fantasma en el que nadie repara… no se reconocía en los espejos, no sentía nostalgia, no echaba en falta pero tampoco sabía colocar los pies al bajar de la cama.

Olivia la llamaba de cuando en cuando, su voz sonaba extraña, de otra época, las conversaciones eran escuetas, con intermediaros, ruido de aeropuertos y de estaciones, como ambas cambiaban de dirección las cartas se perdían por el camino…

Mauricio Ferrán le mostró la salida del laberinto.

Con él comprendió la anchura del mundo, lo pequeños que somos y el poco tiempo que nos queda. Le tendió la mano y ella se agarró pese a las previsiones y a ese instinto suyo, detector de fracasos.  Al cabo de un año la había dejado prácticamente en la ruina y no había forma de sacarlo de su casa blanca con vistas al mar, un parásito de labios esculturales al que encontró en su cama con otra mujer y ambos se rieron de ella: vieja, provinciana, ridícula, miserable… agarró la lámpara de mesilla y le asestó a Mauricio un solo golpe, suficiente para abrirle la cabeza y salpicar de sangre a la mujer que salió de allí gritando despavorida.

Sin saber si lo había matado volvió a llenar su maleta y se marchó más ligera que a su llegada.

Mauricio Ferrán no murió ni denunció, pero una cicatriz severa le cruza desde entonces la cara de galán.

A veces sentía la urgencia de llamar por teléfono, de volver a los nombres y a los cuerpos que los identifican cómo quien regresa a una canción.

Al otro lado de la línea Juan ya hacía tiempo que no quería ponerse. Era Alba, su pareja, quien la informaba, no es que fueran confidentes, podía notar la pena vibrando en la voz joven y apresurada, pero conectaban en algún punto lejos de los vínculos familiares y las historias sagradas.

Así supo que Guido había intentado vivir con ellos, y después incluso con su padre, pero que el chaval se mantenía en permanente estado de alerta, parecía un animal enjaulado… finalmente se había unido a un grupo de jóvenes que ocupaban viejos edificios con idea de restaurar su interior y transformarlo en un espacio social y colectivo… de este modo parecía más tranquilo, cómo si hubiese encontrado un lugar sin márgenes.

Una vez terminada su formación artística, Rafa se había marchado a Burdeos, dónde su hermana lo había visitado varias veces. Mandan fotos en las que parecen gemelos, sonríen de la misma manera…

De Lino no sabemos, mantiene las distancias con todos y claro, no se le puede obligar…

El pitido que anunciaba el fin del crédito y de la conversación iba acompañado de una pregunta que Manuela casi gritaba: “¿Y mi Juan?”

Pero ya no quedaban respuestas.

Permanecer sobria viviendo en la calle resultó incompatible.

Aunque el alcohol no le sentara bien, porque volvían Isidro y todos los pequeños a agarrarse de sus piernas con una fuerza descomunal, soñaba que perdía los dientes, el pelo, las uñas, mientras se reían señalándola. Las resacas no eran mejores, percibía en el paladar el absoluto sabor de la decadencia.

Casi no se despierta de una noche demasiado larga con un invierno lacerante colgado a la espalda. Cuando abrió los ojos no reconocía nada y pensó que, definitivamente, lo había perdido todo, hasta el recuerdo.

Sintió alivio.

El bálsamo de las palabras de India le ayudó a situarse. India y su marido eran voluntarios en el albergue que frecuentaba. La habían encontrado en muy mal estado y se la llevaron a casa sin dudarlo “No solemos hacerlo, ya sabes, pero había que actuar rápido y tú eres un caso especial, Manuela”. Le puso India un té sobre las manos, ella se dejó llevar.

Durmió días enteros, días blancos, sin dolor y sin memoria.

Días de nadie.

Dejó de beber sin demasiado esfuerzo, no tenía prisa, ni miedo, ni ansiedad desmedida en aquella casa pequeña que olía a incienso y a lavanda. Tenían una hija adolescente, Yuma, y un perro labrador, Mito, que seguía a Manuela a todas partes y dormía a la puerta de su habitación. Con él comenzó a dar largos paseos y a sentirse más acompañada que nunca.

Una noche preparaba la cena para todos, los dueños de la casa aún no habían llegado de trabajar y Yuma ponía la mesa.

Escuchó un sonido estridente que procedía de un anuncio de televisión, se asomó desde la puerta de la cocina y pudo ver a Olivia, altísima, delgadísima, la larga melena azotada por el viento, anunciando un coche de alta gama.

Se quedó colgada de la pantalla, hipnotizada, consciente de los mil mundos que las separaban.

“Es guapísima ¿verdad?”, preguntó Yuma exhibiendo su amplia sonrisa .

Manuela asintió despacio, el corazón en la boca.

Tuvo la necesidad de decir: “Es mi hija”

Yuma parpadeó sin comprender del todo, después supo leer en el rostro castigado de la mujer, dejó de golpe los cubiertos sobre la mesa, se acercó a ella y preguntó cuidadosa:
“¿Olivia Calle es hija tuya?”

Las manos de Manuela temblaron agarradas a un trapo de cocina.

Asintió de nuevo.

Su voz emergía con gran esfuerzo. Dolía.

“¿La conoces?”

La espontaneidad de la niña que dejaba de serlo inundó la habitación.

“¿Y quién no? ¡Es una modelo superfamosa!”

Manuela le pidió que le guardase el secreto.

Yuma pensó que no le había prometido nada, así que le confesó a su madre toda la historia, excitada y risueña, sin comprender sus precauciones, su cara de circunstancias.  “No podemos meternos en su vida”, dijo India desenredándole el pelo a su hija. “Y mucho cuidado con pregonar nada por ahí... estamos para ayudarla, no para ponérselo más difícil, Yuma, si no tienen contacto, por algo será...”

Le habían enseñado a no rendirse.

Removió, buscó, indagó, imaginaba un final feliz y una amistad para toda la vida con la chica espectacular que ella nunca sería.  Pero tras semanas de investigaciones todo lo que consiguió fue una foto dedicada y ninguna alusión a Manuela, a pesar de la extensa carta detallada que le había enviado, tanto a la productora cómo a todas las direcciones fiables que pudo encontrar.

Decidió dar carpetazo al asunto pensando que había podido tratarse de un espejismo, la fabulación de una mujer convaleciente, algo imposible.

Manuela consiguió plaza en un piso tutelado para personas sin hogar, cumplió con los requisitos, limpieza, horarios, compras, una manera de llenar el tiempo, de vivir otra etapa, con otra piel. Obtuvo un certificado de estudios y también un carnet de manipuladora de alimentos.  Dormía con fármacos, conservaba una paz extraña a la que había tenido que domesticar.

Seguía manteniendo contacto con India y su familia, los domingos por la mañana sacaba a pasear a Mito hasta el borde mismo de la ciudad. Fue capaz de confesarle cosas que creía lapidadas en su interior, una arqueología de procedencia incalculable.

Los viejos contornos se fueron borrando. El amor y el olvido ponen el mismo empeño.

Caminar y no dejar de caminar hasta el final de la tierra.

Mudando de piel.

Desaprendiendo.

El domingo que no regresaron a comer llovía muy débilmente sobre los primeros atisbos de primavera.

Escucharon desde lejos los aullidos de Mito, sentado junto al cuerpo desmadejado y yermo de Manuela.

Los corazones que se paran desconocen la piedad.

Sólo conservaba un número de teléfono junto al que había escrito “Mi Juan”, pero el abonado había cambiado de número.

Cinco personas y un perro labrador que no quería comer la despidieron sin saber muy bien quién era, “alguien que buscaba la paz, cómo todos”, susurró India agarrada del brazo de su hija.

Y la vida siguió, cómo siguen las cosas que no tienen mucho sentido.

 

 

 

 

 

 

2 comentarios

Sara Lizondo -

¿Has pensado en editar una compilación de relatos? Son buenos, de una inteligencia emocional intensa, llenos de una prosa rica en matices... este último es muy bueno, de verdad.

Carmen Frías -

Te superas! Me ha gustado mucho, intenso, honesto, vivo. Gracias, es un regalo.