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MARTES DE CENIZA

LITERATURA

"EL DRAGÓN AMERICANO"

"EL DRAGÓN AMERICANO"

También eres una promesa de Septiembre, ya sabes, donde todo perdura haciéndose infinito.

Es posible que nunca lleguemos a entendernos, que te gusten la sopa fria, los números, una urbanización a las afueras, con campo de golf, un concepto demasiado clásico de la vida, esto es lo que hay y las cosas son como son.  ¿Te imaginas?.

Yo quiero un dinamitero.

Jamás podremos ignorarnos, este lazo nuestro, la gran goma extensible, está por encima de la propia vida y creo que tiene algo que ver con las herencias que no se tasan y con la sangre que no es roja, con lo que no elegimos.

Pero es que yo siempre te elegiría, en medio de la multitud, aquel, el del punto y aparte, el de los ojos como océanos de sorpresa, el que no me busca, el que me llama, el que sólo es él y yo lo sé aunque estuviera ciega, aunque me muriera despacio y completamente satisfecha, con la venganza de tu libertad en mi mano.

Yo quiero un poeta.

Aunque no escribas.

Contemplar la vida como un regalo y una oportunidad, como una cuesta en bicicleta en cuya cima siempre haya alguien esperándote.  A ti, que me acompañas y me registras, que me brindas tu alegría espléndida para ponérmela en el pelo y echar a volar.

Uno de los dos podría helarse en un invierno demasiado largo y quizás el otro, persiguiendo esa calma primordial, la paz escurridiza, no se daría cuenta.  Los relojes no funcionan igual para todo el mundo.  Las cosas son importantes según agendas personales.  No quiero imaginarme el frio, la necesidad de esos abrazos que ahora derrochas porque me amas absolutamente.

Yo quiero un hombre bello.

Más aún de lo que ya lo eres, el único hombre que me emociona y con el que aprendo a desaprenderme, buscando tiburones azules con la linterna azul bajo la cama, millonarios de un tiempo frágil, breve, pompa de jabón.

Desde que te conocí nunca he sido del todo infeliz.

Fundamentalmente quiero un hombre bueno.

Con rayos láser en los ojos y una infinita capacidad de amar, a ser posible.

Y si no, dame tu dirección, cítame en el campo de golf. 

 

 

 

 

 

 

 

 

Y enséñame a jugar contigo, una vez más.


¿Qué decir de Lorca que no se haya dicho, murmurado, imaginado o inventado?

En mi opinión es uno de los mejores poetas y dramaturgos de todos los tiempos.  Leía sus poemas cuando era muy cría y no entendía absolutamente nada de lo que decían, pero me parecía bellísimo como sonaban...

Los que me conocéis ya sabéis de mi pasión por Lorca y por Granada.

Aunque se ha escrito y se sigue escribiendo mucho sobre él, merece sobre todo la pena el libro "Recuerdos Míos" de Isabel García Lorca, hermana pequeña del poeta fallecida en 2002.

Una de las mejores cosas que me han pasado en la vida es poder leer "Gacela del Amor imprevisto" en el dormitorio de Lorca, sobre su escritorio, una mañana de Septiembre de 1998, centenario del poeta, en la Huerta de San Vicente.

Ahora tengo entre manos "La verdad sobre el asesinato de García Lorca, Historia de una Familia", de Miguel Caballero y Pilar Góngora, con prólogo de Ian Gibson.  Incluye un documental extraordinario: "Lorca.  El mar deja de moverse", de Emilio Ruiz Barrachina (2006).  Es un trabajo de investigación que trata de aclarar aspectos sobre la muerte del poeta, enrraizándolos con la sociedad Granadina de la época y haciendo un exhaustivo estudio sobre los antecedentes familiares de Lorca y las estructuras que crearon.

¿Os podéis creer que en Granada todavía permanezca la estatua de Primo de Rivera y ni siquiera sepamos con exactitud el lugar en el que fue enterrado el poeta?.

El 18 de Agosto se cumplen 72 años de su asesinato.

Imaginad todo lo que hubiera podido crear de haberlo dejado vivir en paz ...

No quiero terminar sin olvidarme de Pilar y Sara y de sus gemelos: Acher y Lorca.  A los cuatro, especialmente a Lorca, por llamarse como se llama, les deseo un camino lleno de luz y de poesía, porque todo el amor ya lo tienen.  Seguro que descubrirán a Federico García Lorca y a Granada como sólo sus madres pueden enseñarles.  Un beso.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Alguién tendrá la valentía, el tiempo y la fe para descubrirse y descubrirme entre tanta palabra?

No tengo mucho más para mostrar ...  como un puñado de arena blanca escondido en el bolsillo... no tiene demasiada importancia, pero nos identifica.

 

 

"ESPADAS DE CARTÓN"

Las cosas que vuelven del pasado no están vivas.”

                     Luis García Montero.  

                

 

Cuando la miro no veo mi pasado.

Tengo un agujero negro en la memoria romántica de las cosas.

La escucho hablar del cambio climático, los anticiclones, la fuerte marejada ... y me parece un dibujo animado rodeado de símbolos que sólo los niños pueden interpretar; es alguien que se parece a otra, que me recuerda a aquella pero que no es, que me resulta conocida y a quien desconozco por completo.

Es una trampa, el juego sucio de la memoria haciendo sonar canciones de coro que creíamos olvidadas.

Tan sencillo como apretar un botón, a la hora de todos los días, el mismo botón de todos los días, con los surcos de las huellas digitales marcadas y la despreocupada espera recostada en el sofá.  Salchichas alemanas para cenar, me apetece brócoli en la ensalada y no tengo, ni café, cómo podré sobrevivir a la mañana de mañana sin un café bien cargado ...  Resultados deportivos, anuncios de coches deportivos, todo muy rápido, no sé si estoy en una máquina del tiempo con unas gafas de tres dimensiones o en un túnel de lavado, la sensación de ser arrastrado, vente con nosotros, saca tu VISA oro, desmelénate, salta sobre el colchón, cumple siempre veinticinco años, compra el cupón de la ONCE, ese no, el que toca, no bosteces en el autobús y mira a tu izquierda, es la mujer de tu vida, y tú pensando en las ampollas bebibles que te permitirán disimular los efectos de la resaca en el partido de veteranos ...   Y Plum!, de repente Chas! y ahí estás, tú con una varita en la mano, ahora te dedicas a las artes adivinatorias, para mí que

 

mañana los niños irán al cole con botas katiuscas y luego les olerán los pies a plástico recalentado, soplará tal cierzo en el Valle del Ebro que a Peter Pan no se le ocurrirá jugar al Póker con Papa Noel en ningún tejado, y los pescadores de Levante no podrán salir a faenar, aunque se acuerden de tu madre y toda tu parentela, porque es muy bonito hablar cuando haces la compra por Internet y un coche de la Cadena te devuelve a casa todas las noches, donde tienes calefacción a gas y pezqueñines en el congelador.

Lo dejas todo patas arriba y te vas, como si nada, mientras me maldigo a mí mismo por no tener un mando a distancia que te quite de mi vista, yo también puedo hacerte desaparecer, la apago y ya no estás, ya no eras.  Lo que yo decía, un dibujo animado que se borra fácil, como en una Velleda o en una pizarra mágica.

Suena el teléfono después del apetito que ya no encuentro y el brócoli que no me apetece.  Sé que alguien me va a dar la noche aliándose contigo: “Sí, la he visto”... “Al principio dudaba si era ella” (mentira podrida, pero el teléfono no es una radiografía)  “No, no sé ni me planteo como ha podido saltar de un triste Canal autonómico a la nacional ...”  “Le debe ir muy bien, sí, perdona pero tengo gente en casa y voy a sacar el postre, un beso”.

Para seguir cavando el agujero negro, exactamente ahí, un agujero que se extienda y moldee como yo quiera, me pongo el abrigo sobre la ropa de estar por casa y me lanzo a la calle a comprar tabaco.  Había dejado de fumar.  Eso es tiempo pasado, en este mismísimo presente necesito un cigarro.

 

 

 

 

 

 

 

Elsa tiene la voz educada de una alumna de conservatorio, medida y bien timbrada, con la cadencia justa.

No le gustan las armas, nunca, o al menos hasta el nunca de antes, hubiera tenido un trabuco reluciente en una vitrina del recibidor, ni una catana afilada sobre el cabecero de la cama.  Demasiado ostentoso e innecesario.  Porque ella, para defenderse tiene su voz con el dispensador de agujas, su lengua-daga-puñal-navaja de barbero que no se mancha nunca ni se pierde en los barrios bajos, porque le sobra elegancia en el vuelo, en la sombra apenas perceptible, en la exactitud de sus palabras.

“¿Vienes a buscar la Bici?, pues qué pena, ya me había acostumbrado a tener una escultura en la galería; pensé que era tu legado, tu aportación a la historia de nuestra buhardilla.”

Fuimos cuatro compañeros de piso en aquella buhardilla : Edurne, Luz, Elsa y yo.  Cuando se sucedieron las fases lunares, las rotaciones de la tierra y las de las tripas de cada cual, el espacio pasó a ser únicamente de Elsa, que decidió adquirirla con idea de reformarla sin prisas.

Habían pasado cuatro años desde la última vez que la ví hasta encontrarla asaltándome como chica del tiempo.  Aquel día me esperaba asomada por el hueco de la escalera, llevaba un jersey de lana rojo con cuello cisne y el pelo casi recogido en una aguja de  ganchillo.  Aunque, como siempre, llegué hasta arriba con mucho esfuerzo y carente de una respiración normalizada, pude percibir su olor a colonia infantil y chicle sin azúcar.  Me dio dos besos entrañables, como los que se le dan al primo del pueblo con quien se han vivido mil aventuras de verano, mientras cantaban las cigarras y un sol de justicia prometía horas interminables.

Traté de mirarla poco y hablar lo justo.  Fui directo a por la bicicleta, recibiendo en el cogote las burlas de mis posters, que aún seguían colgados donde los dejé.  Me dominaba la vergüenza de no haber ido antes, cuando el tiempo aún podía situar las cosas en su justa medida y nada parecía tan forzado, tan proveniente de circunstancias límite.  Porque yo la quería tanto que tuve que cuidarme, hay que cuidarse cuando ya no se puede disimular más, cuando todo el mundo conoce las trampas del juego pero jura con los dedos cruzados en la espalda no cometerlas, y la población mundial te mira con una mezcla de compasión, cariño y abandono, como a un Mastín del Pirineo dejado a sus suerte en una gran avenida.

Mi vieja bicicleta que yo debía rescatar para ir al trabajo, ya no podía demorarlo más, lucía impecable y bien cuidada.

“No tenías porqué ...” Fue mi escueta manera de agradecérselo.

Ella hizo un gesto vago con la mano, restándole importancia, y mientras conducía por el pasillo la bici hacia la salida, bien engrasada, impoluta, sentí cierta envidia por no ser un objeto que alguien pasara a recoger fuera de toda fecha razonable.

Asomada de nuevo al hueco de la escalera le descubrí una mirada definitiva que me despedía para siempre, o quizás ella la descubrió en mí y me devolvió la suya, porque estaba claro que yo quería encontrar una vida sin su referencia, con personas, calles,

vasos, números de teléfono, películas, espejos de baño, plazas, bocas de metro, días sin luz, silencios despoblados, no compartidos, no comunitarios, no colectivos.

De ahí que me moleste tanto que haya alienado mi televisión.  Porque mi tele está en mi salón, con los libros que me gusta leer y las fotos de mi-esta vida.  El salón pertenece a mi casa, a mi hipoteca, a las bolisas de los calcetines que motean el suelo, a lo mal que tiendo porque además mi lavadora no escurre bien la ropa, al portero automático que descuelgo cuando quiero.  Porque yo pensaba que por la puerta de mi cueva, de mi casa, de mi salón, entra quien yo quiero.  Y entonces resulta que no, que esto es una película futurista y los viejos fantasmas navegan por la corriente eléctrica, aparecen en la pantalla del televisor convertidos en meteoróloga y te arruinan la vida.  Santas Pascuas.  Date por jodido.

 

 

 

 

No es necesario especificar todas y cada una de las bromas y chistes predecibles que me acompañaron en mi aventura de compartir piso con tres mujeres.  Sobre todo al principio, claro.  Uno, que había soñado, cómo no y porqué no, con tener un harén, adaptaba el sueño a la Europa terrenal y se conformaba con compartir colada, tendedor, frigorífico, “ya que bajas cómprame unos Tampax”, asesoría sentimental y de imagen, contabilidad y “Por favor, si llama tal o cual les dices que no estoy y que no sabes cuando voy a volver”.  Debo reconocer que fue divertido y me sentí como pez en el agua.  Al menos mientras parecía fácil.  Las cenas eran el momento en que nos juntábamos los cuatro, las veladas se alargaban y madrugar al día siguiente para ir a la

facultad se hacía muy cuesta arriba.  Yo, que en materia de estudios he ido siempre muy justo y nunca he sabido funcionar con los apuntes de los demás, me levantaba el                               

primero porque no podía permitirme el lujo de perder ninguna clase.  Tenía sus  ventajas, contaba con suficiente agua caliente para ducharme, desayunaba con tiempo, disfrutaba de un silencio tibio que reinaba en la casa y al que no estábamos acostumbrados, y sobre todo, podía contemplarlas.  Así, dormidas y ausentes, con el pelo enmarañado, la boca entreabierta, la postura fetal o cruzadas en la cama, me parecían espléndidas, mágicas y vulnerables.  Yo no traspasaba el umbral de la puerta  y aguantaba la respiración, me hubiera gustado congelar el tiempo y protegerlas para siempre.  De otra forma no lo habrían permitido.  Los roles estaban claramente definidos, y aunque con identidades muy dispares, ellas eran mucho más decididas y resolutivas que yo, que me encantaba dejarme llevar, ser el chico de los recados.

Edurne y Luz eran pareja.  Cuando me entrevistaron para ser candidato a la convivencia fue lo primero que me dijeron, seguido de un “¿tienes algún problema?”, que aunque sonaba dulce y sin matices iba acompañado de una mirada que hablaba por sí sola:”Si te supone problemas es que eres gilipollas perdido y no nos interesas”. Creo que me limité a negar con la cabeza, sin llegar a verbalizar que no me importaba en absoluto, aunque no llegaba a hacerme a la idea de cómo sería la convivencia con una pareja del mismo sexo.  Al fin y al cabo uno venía del pueblo, dónde el lesbianismo era cosa de películas de yankies y novelas francesas, y nadie contaba en su currículum vitae con una tía, madre, hermana, vecina o amiga de esas características.

El día a día hizo el resto, no les ví levantar pesas ni llevar tatuajes legionarios en el antebrazo, ninguna tenía voz de camionero curtido ni esperaba a la otra bordando o haciendo una tarta de tiramisú.  No sé de qué tebeo o fanzine  me quedaron grabados   semejantes prototipos, pero afortunadamente no se cumplieron.

El dato dejó de tener importancia, según las fui conociendo comprendí que estuvieran juntas, que se hubiesen elegido, no podía ser de otra manera.  Se respetaban de una forma absolutamente admirable y envidiable para cualquier pareja al uso.  Aquella mirada especial, mezcla de admiración y complicidad, no he vuelto a descubrirla en nadie más.                                                                                                             

Y eso que se veían poco, tenían terrenos personales muy parcelados, estudiaban diferentes carreras de letras, defendían su independencia, pero se sabían, se elegían y se encontraban.  La filosofía de la piel. Los tres primeros meses viví sólo con ellas.  Era pleno verano en una ciudad asfixiante, asfáltica, poco atractiva.  Me sentía muy perdido, descolocado, echaba de menos los caminos entre campos de cultivo, la tierra tan roja, los sonidos de las voces que me habían acompañado siempre.  Debía llevar la nostalgia escrita en la frente, porque Edurne y Luz procuraban entretenerme y me llevaban de excursión para conocer la cara amable de una urbe que se me había tragado sin piedad, como la ballena a Pinocho.

“Cuando llegue Elsa congeniarás con ella, a todo el mundo le gusta Elsa”.  La nombraban de cuando en cuando, para que no perdiera la referencia de una tercera compañera que estaba por regresar de su trabajo como au-pair en Londres.  Yo las escuchaba entre las brumas de mi obsesión por adaptarme lo antes posible a mi nueva vida.  Entonces era un nombre difuso, un nombre sin rostro, una presencia imaginaria que no pesaba, que no contaba, un turno menos para entrar al baño.  La puerta cerrada del final del pasillo.

Lo que nunca debió dejar de ser.

 

 

No fue verla y que me temblara la campanilla. Ni me bloqueé ni la miré como si fuera un bizcocho recién horneado.  Lo contrario quedaría muy poético, pero no sería cierto.  Sí que es cierto que me asombró que fuese tan guapa, tan naturalmente guapa, no sé cómo decirlo, sin excesos, sin maquillaje ni aderezos extraordinarios, sin posturitas.  Con una luz propia que la embellecía.

No me la esperaba así, la verdad es que ni siquiera la esperaba cuando sonó el timbre y yo me hice el sordo, enfrascado como estaba en organizar una pequeña biblioteca en mi cuarto.  Edurne y Luz habían salido.  El desagradable pitido insistió tanto que fui a abrir la puerta con bastante mala leche.

Llevaba una camiseta de tirantes masculina, gris, sobre la que cruzaba un gran bolso de cuero marrón; cada mano sujetaba una maleta de ruedas y el tremendo esfuerzo de haber subido cinco pisos con todo aquel cargamento le hacía parecer una Heidi adolescente en su primera visita a la gran ciudad.

“¡Hola!, seguro que eres Max, no te importa echarme un cable ¿verdad?”

En décimas de segundo me encontré arrastrando sus maletas tras ella, hacia esa habitación del final del pasillo que nunca me había preocupado.  Tenía los hombros perfectos, morenos, la coleta desmadejada, a punto de deshacerse por completo.

Ella no cesaba de hablar y yo de mirarla y contestar monosilábicamente, tampoco me dejaba mucho margen.  Saltaba de un tema a otro y se movía por la casa como si nunca se hubiese ido.  “¿Mis chicas?,  claro es que no quería que os preocupárais ni estropearos los planes, así que me he presentado sin avisar, ¿te gustan las sorpresas Max?  A mí sí, las agradables, claro, las otras no son sorpresas, sino bromas de mal gusto.  Por cierto ¿qué hacías?, ¿has quedado y te estoy entreteniendo?”.

No sé porqué, mientras se preparaba una tostada con mantequilla y mermelada, le contesté como si fuera mi psicóloga:

“Soy recién llegado, no conozco a mucha gente y me cuesta relacionarme”.

Quizás lo hice para que me mirase, para que empezara a reconocerme.  Y lo conseguí, muy brevemente me miró a los ojos, los suyos brillaban, tenían el color del ámbar:

“Pues eso va a cambiar”.

 

                                                                                                                   

                                                                                   

Me adoptó.  Cuando lo pienso, despojado y sincero, con la limpieza del tiempo transcurrido que ya no mancha ni sirve como moneda de cambio, sé que lo hizo desinteresadamente, contaba con el rasgo de la generosidad y lo ponía en práctica sin esfuerzo, así que decidió tirar de mi brazo, acompañarme, protegerme, presentarme gente, lugares, locales, artistas, callejones abandonados, silencios ignorados, luces que te transforman y se transforman aunque en apariencia sigan siendo las mismas.

Y cómo no iba a sentirme importante, y cómo no iba a querer que aquello durase para siempre. Aunque supiera que era imposible y mentira.

Porque el mundo no puede circunscribirse a una sola persona ni la vida es un solo tú y yo.

Pero resultaba tan confortable...

Cómo me ví definitivamente en sus manos y completamente dependiente no lo sé.

Llegué a perder todo lo que me dignificaba porque agoté y estiré todos los tiempos, hasta los que no lo eran.

Nunca hablamos de amor, de mi amor enfermo y amarillo, obsesivo y entregado por encima de los amores de Elsa, curiosamente siempre con hombres  más mayores que ella, que quizás la tutelaban, como a mí, o era a la inversa, porque no perdió nunca aquel asombroso poder de seducción que la situaba en el centro, sin manierismos, tan natural y tan mágico.  Su don.

Me abandonó, debo confesarlo, cuando me puse insoportable y la esperaba a oscuras sentado en la escalera.  Se distanció completamente porque la miraba como si me debiera algo y en las conversaciones con Edurne y Luz le lanzaba ironías cargadas de desprecio que no sólo le molestaban a ella, sino a las tres.

El tiempo fue pasando más lento, más chirriante, forzado.                          

Cuando Edurne y Luz decidieron marcharse a ejercer de granjeras pirenáicas porque tenían un proyecto común, y se querían y podían intentarlo, yo me obcequé todavía más, las envidié y aborrecí su propuesta de marcharme con ellas a comenzar en otro lugar, a probar suerte al menos “porque aquí no tienes nada, no te retiene nada”.  La cruel claridad de Luz trató de ser un aldabonazo definitivo que omití ganando puntos en mi vocación de escapista.

Después he ido a visitarlas, y aunque no me arrepiento de haber permanecido en una urbe que finalmente me ha conquistado y hasta ha borrado de mi memoria viejos olores familiares, sigo envidiándolas por lo que tienen y han sido capaces de mantener.

Yo me quedé.  Seguí viviendo con ella y sintiéndola tan lejos, tan de puntillas, sufriendo sus ausencias de varios días, la falta del brillo ámbar cuando me miraba, la manera de ignorar que nadie mejor que yo, nadie como yo, nadie la querría como yo y esperando que se diera cuenta, justicia para los oprimidos, porque algún día tendría que darse cuenta...

Pareció que había llegado el día cuando milagrosamente se levantó antes que yo y preparó chocolate, bajó a comprar churros y croissants recién hechos, y trajo la prensa.

Sin lugar a dudas era un acto de conciliación.

“Verás Max, me gustaría saber qué planes tienes porque he decidido comprar la buhardilla ...”

Hasta ahí puedo leer.  Dijo más, pero no lo recuerdo, sólo hasta ahí, mientras yo trataba de encontrar una solución desesperada en los posos del chocolate, algo que me hiciera parecer práctico y hasta inteligente, como si alguna vez hubiese pensado en la posibilidad de un futuro sin ella.

Me hice el ofendido, claro, qué otra cosa, le pedí un mes para encontrar otro lugar y aunque me dijo que no había prisa en quince días me había metido en una pensión cochambrosa digna de la peor víctima autocompasiva.

 Tuvo que venir del pueblo mi hermana a sacudirme por los hombros y sacarme de allí, porque no era capaz de comprender que Elsa no me necesitaba, que nunca lo había hecho, que vivía sin mí, como siempre.

Trató de llamarme, de saber de mí, pero no quise las migajas, verme reflejado en sus migajas, alimentarme de ellas.  Me busqué un par de trabajos y un piso para mí solo y sin escaleras, un entresuelo donde me hice experto en averiguar los estados de ánimo por el sonido de los pasos, la amenaza de lluvia por el color del asfalto.

Elsa se quedó en la memoria, petrificada y anacrónica, tremendamente bella.

Cuando fui a recoger la bicicleta creí en mis cartas marcadas, en la valentía del ignorante.  Sólo con escuchar su voz en el portero automático comprendí que es de ilusos luchar con espadas de cartón, simplemente luchar, porque también se vence con la rendición ante lo absoluto, ante lo que no depende de nadie ni es de nadie y surge de un fondo desconocido y trepa como una enredadera para abrazarnos eternamente.

 

 

 

 

 

 

Mañana los cielos estarán nubosos y habrá viento de poniente.  Las temperaturas bajarán apenas unos grados, pero la sensación térmica será de frio polar.  Hija mía, eres única para dar noticias.  Sigues magnetizando, uno se sienta frente a ti y lo mismo le daría oirte hablar de pingüinos o cerezas confitadas con tal de mirarte.  Edurne y Luz

 no hicieron bien su entrevista, aunque tenían cierta intuición: acabé siendo un completo gilipollas

Como me gustaría tomarme un mate contigo, sentados en aquella galería que amenazaba ruina, cuando tú todavía no eras la chica del tiempo y yo creía conocerte.  Con el mando a distancia no podemos rebobinar la vida ¿no?, además ni tengo mando ...

Ahora puedo mirarte sin que lo sepas, sin saber quien eres, y pensar que algo se ha roto porque ya no suena igual, ni importa tanto.

Te sientan bien las isobaras y el tiempo limitado, enseguida vuelvo a mi realidad, al gato del vecino que se caga en mis macetas, a la música comprada en Círculo de Lectores, a las clases que debo preparar, con mucho de improvisación y película de aventuras para que los chavales no se aburran ni tonteen con el móvil.

Es mi presente Elsa, tengo un presente.

Tú te asomas de vez en cuando, y lo salpicas de algo parecido a la nostalgia, y me recuerdas una parte de mí mismo que he dejado de castigar por auténtica y oronda.

Ya no más agujeros negros.

Al otro lado de la pantalla la vida dura lo que un anuncio, cuesta como las botas de Beckahm, sabe a colonia de Navidad. 

O así me la imagino, porque está más lejos de lo que yo creía y duele menos.

 

 

 

                                                                                                                

 

 

No puedo ofreceros mucho, acaso unas cuantas palabras que tratan de crear imágnes y emociones, si queréis ya me contaréis qué os parecen...

 

 

"LAS HIJAS  DE IRENE"

1er Premio Certamen de Relatos Emilio Murcia 2007, en Villatoya (Albacete)

-A Merche,

Por las palabras y el recuerdo

que de ella siempre guardarán sus hijos. 

 

 

 

 

La vida es una colección de muñecas rusas.  Microvidas pequeñas escondidas una dentro de otra, insospechadas, acechantes, desconocidas.  Nos vemos en ellas como trajeados para una boda, el disfraz a veces nos viene grande pero lo lucimos porque es Carnaval y ahora desempeñamos el papel de animadores de calle cuando antes, no mucho antes, fuimos oficinistas a jornada partida, corredores de bolsa o peluqueras con dedos caoba invadidos de tinte.

El destino aguarda esperpéntico parapetado tras las esquinas, una muerte segura , caducidad en los plazos, a la que seguirá un brote de vida minúsculo que crecerá en poco tiempo como las habichuelas del cuento.

Cuando Irene murió yo tenía cuarenta y dos años y a mis hijas, Aloma y Sol, de diez y séis años respectivamente.  Me las quedé mirando como si las viera por primera vez, como si un vecino me hubiese encargado cuidarlas y se demorase en venir a recogerlas.  Esa sensación tuve la primera mañana del resto de mañanas, una vez incinerada Irene, una vez fuera de velatorios, familiares solícitos, amigos que hace tiempo dejaron de serlo, llamadas encadenadas, luces de ficción y sueños imposibles porque estaba despierto, cuando las ví en la cocina ante su tazón de cereales, en la cocina de Irene, decorada por Irene, las hijas de Irene.

Sol no llegaba al temporizador del microondas y cuando quise ayudarla me dí cuenta de que no sabía exactamente cómo calentar la leche, no había puesto nunca una lavadora ni me había preocupado por las cuentas domésticas, el recibo de la luz, la calefacción, los gastos de escalera ...  y si puede ser aún la quise mucho más, a mi compañera de instituto Irene, solícita y decidida como ella sola, valiente, tranquila, delgada, proyectando una vida en común que siempre salió más o menos rodada.

Nadie contaba con una deserción de ese calibre, ni ella misma, que se negó en todo momento a asumir los costes de una enfermedad que nos la quitó en tres meses.

Sol quedó como esperando el final de una historia que no terminaba de comprender, esperando un broche de princesas y beso de buenas noches, en la cara una sonrisa algo insulsa y aterida, narcotizada por la brutalidad de la sorpresa.

Aloma, de por sí seria e introvertida, palideció para siempre, su tez perdió la luz.  En ocasiones la sorprendía mirándome con tal dureza que su expresión me sacudía violentamente.  Por las noches, entre la cabecera de su cama y la mía sólo distaba una pared, la escuchaba llorar ahogadamente y aunque entonces pensé que era mejor dejarla y no quebrantar su intimidad hoy sé que en realidad desconocía qué decirle, cómo calmarla.

Dejé que pasara el tiempo y esa pared permaneciera ahí como el Ecuador entre dos países sin políticas de encuentro.

A veces he pensado si tendrá algo que ver aquel empeño mío de  tener un primer hijo  varón, para continuar la saga familiar y que llevase el nombre de mi padre y el mío.  Cuando Irene se quedó embarazada – un embarazo difícil que la obligó a estar encamada la mayor parte del tiempo y con el que engordó casi 20 kilos- yo me dirigía al bebé en masculino y le llamaba Javier.  Pero después nos dieron la noticia de que esperábamos niña y bajé al trastero las pequeñas camisetas de futbol que le había comprado y una gorra con su nombre.  Nunca fui padre, con una u otra, de arremangarme a cambiar pañales, de paño de cocina al hombro ni delantal floreado, pero he jugado mucho con ellas y me las he comido a besos, porque nadie ha olido nunca como mis hijas, a gel de fresa, gominolas, leche tibia y azúcar.  A dulce promesa de mañana.

Después de conocer a Aloma se me pasó la fiebre del chico y ni siquiera lo esperé ansiosamente durante el segundo embarazo.  Con Sol todo fue más fácil desde el principio, Irene se encontraba bien e hizo partícipe en todo momento a Aloma de la importancia de aguardar y preparar el nacimiento de su hermana.

A mí no dejaba de sorprenderme gratamente aquella mujer, con un extraordinario olfato para la educación de las crías, capaz de organizar la estructura familiar de tal manera que todo encajaba, cada pieza en su lugar correspondiente.

Así que cuando murió fuimos tres fantasmas huérfanos pululando por la casa, tratando de averiguar que coordenadas debíamos seguir, cuales eran los puntos cardinales.

Sol, con esa capacidad innata que tienen los niños pequeños para adaptarse al infortunio, volvió a sus clases de ballet y a los cumpleaños de los compañeros, al hábito de chuparse el pulgar dormida y a contarnos las anécdotas del colegio los sábados por la mañana mientras aspirábamos la casa y cambiábamos las sábanas.

Faltaba alguien, pero ella había vuelto a su curso del río con la ausencia invisible pegada en el pelo, comprendiendo sin saber cómo, que las pérdidas irrecuperables pueden convertirnos en estatuas de hielo si tardas más de un tiempo prudencial en moverte.

No sé si entró hielo en las venas de Aloma, pero se encerró en la torre más alta de un castillo, siete vueltas de llave de silencio con una contraseña secreta que nunca pudimos adivinar.  No volvió a traer amigas que durmiesen en casa el fin de semana, se mostraba discreta y educada como una estudiante de intercambio, sonreía cuando había que sonreir, decidía cuando había que decidir, pero no se saltaba los stops ni hacía puenting, dejó de parecer una niña de diez años.  Y aunque aquello me preocupó no saqué nada en claro tras hablar con sus profesores y  la psicóloga del Colegio.  Era una chica responsable y trabajadora, tendente a la tristeza dadas las circunstancias.  Ya se le pasaría.

En las vacaciones de verano vino Marga a pasar un mes con nosotros.  Era la mejor amiga de Irene y madrina de Aloma.  Se ocupó de las crias mientras estuve trabajando, las distrajo mucho y mi hija mayor pareció bajar la guardia durante un tiempo.  Marga siempre fue un miembro más de la familia, desapareciendo y reapareciendo tras sus largos viajes de cooperante, inquieta y vivaz, menuda y ágil como Irene, con la que creció como si fuesen hermanas gemelas.

El mes de estancia acabó convirtiéndose en un verano entero que trató de parecerse y por momentos casi lo logra a un verano de verdad.  Después volvió en Navidad, me ayudó a deshacerme de ropa y enseres de Irene que dificultaban mi resistencia.  Hicimos las compras de Navidad y adornó la casa con las chicas.  Le regaló a Aloma su primer Discman.  No me enamoré de ella, pero terminé necesitándola, creyendo oir su voz cuando no estaba, anticipándome a la historia y concediéndole el puesto de sustituta.  Tras jugar durante un tiempo a los parecidos y dejarnos llevar por la nostalgia, la amistad y cierta necesidad sexual brotando como el moho en las paredes de un acuario, Marga se fue para no volver –sólo años, muchos años después, casada con un joven dominicano con quien terminaría adoptando una niña rusa- y nos dejó varados y perplejos, con ese rumor angustioso que deben tener en las tripas los perros abandonados, porque pensábamos que todo era tan fácil como querer, todo tan simple como tratar de ajustar piezas que se parecieran a las auténticas.

“Al menos podría haberme invitado a irme con ella, o llevarme de vez en cuando ...” Dijo Aloma, el secreto de Aloma, la sed de Aloma y la madrina que dejó físicamente de ejercer, aunque le enviara cartas larguísimas y regalos estupendos a los que su ahijada jamás respondió.

Transcurrieron años con luz de lluvia mortecina.  A temporadas yo pasaba en el banco más tiempo del normal, dejándome engullir por papeles y cifras que me aislaban de las piernas largas de mis hijas, de sus adolescencias llamando a la puerta como el cobrador del frac.  Sentía sus necesidades y sus finos dedos de mujeres creciendo revoloteando por toda la casa como mariposas desorientadas.  Temporadas en que las temía y las huía, sin verme capaz de acompañarlas, de charlar con ellas esperándolas de madrugada ante una taza de cola-cao caliente, como sin lugar a dudas hubiese hecho su madre.

Fue en el banco, alumbrado por un derroche de luz artificial, parapetado tras la mesa cubierta de trabajo inventado donde conocí a Úrsula.  En los lavabos y en los ascensores, frente a la máquina de café me había llegado el murmullo sobre la nueva limpiadora y el promontorio de sus caderas, ¿se habría operado la boca? Esos labios tenían que ser operados ...  Escuché todos esos flecos chismosos como noticias de un extrarradio lejano cuya realidad no me preocupaba en absoluto.  De hecho no reparé en ella hasta  que aquella frase afilada aterrizó en mi mesa: “Perdona, pero me niego a salir de aquí más tarde de lo que me corresponde sólo porque tú no sepas dónde ir”.  La miré soliviantado y cansado, dispuesto a desempolvar alguna frase clasista sobre categorías laborales para ponerla en su sitio, pero me encontré con una sonrisa diáfana y unos ojos espléndidos que no compaginaban con lo que acababa de decir.

Era divertida y generosa, por momentos desorbitada, impulsiva, caótica, como si la vida fuese una batalla diaria en la que hubiera que luchar en primera línea de fuego sin pensárselo dos veces, para ganar la libertad de un gesto, la posibilidad de un minuto en compañía, dormir abrazados para soportar un lunes y volver a la carga con el secreto de la rotación del mundo engarzado en las pestañas.

Me enseñó que todos llevamos dentro un manantial sumergido de alegría con el que a veces es difícil topar, pero una vez que lo hallamos nos convertimos en sus incondicionales por los siglos de los siglos, porque sólo la alegría, como un niño que esconde un animalito en el bolsillo del pantalón, nos salva de la inmundicia.

Úrsula atesoraba ya una cantidad incalculable de muñecas rusas, esas microvidas superpuestas, incrédulas unas con otras, que configuraban un presente al que había llegado tras ser cantante de orquesta, dependienta de supermercado, promotora de vinos, esteticista, cuidadora de ancianos, dos veces casada y separada, mujer que tras recorrer la isla en la que nació y las de los alrededores había decidido mudarse al interior para descubrir la tierra que no conoce al agua salada ni parece necesitarla.

Olvidé mis cincuenta años atragantados y cerré los ojos, era imposible no dejarse llevar por aquella brisa nunca impuesta al que uno podía acceder sin compromiso pero sin servidumbre, con todos los sentidos dispuestos para disfrutarla.

Mis hijas sabían que mantenía una relación, se lo conté cuando resultó evidente sin pretender negociación alguna ni presentación familiar.  Úrsula podía desempeñar cientos de papeles pero no el familiar, nunca se metió en casa ni trató de ganarse a las niñas, procuraba no preguntarme por ellas ni a la inversa, todas entendieron rápidamente la reconstrucción parcelaria que se estaba produciendo y los compartimentos que habitaban.

Aloma había comenzado Bellas Artes, cosa que me sorprendió puesto que nunca la había visto expresarse artísticamente.  Se lo comenté de pasada a Sol, con quien se podía hablar sin retórica ni vuelta al ruedo y que abonaba con sencillez y esmero el terreno de la conversación: “Lo suyo es la escultura, no sabes que manos tiene.”  No, no lo sabía, pensé en las personas del entorno de Aloma que conocerían desde hace tiempo su aptitud para la escultura y me dolió la exclusión como duele la espera.  Traté de preguntarle y demostrarle mi interés, pero resultó forzado y artificial: “Ya te avisaré cuando haga mi primera exposición.”  Y la ironía hizo una pequeña pirueta en sus finos labios de artista.

Pasé tres años con Úrsula sin mirar el reloj ni adelantar acontecimientos, saboreando la vida como un buen plato de comida a la hora del almuerzo.  Una mañana de domingo, tras desayunar juntos en su cafetería preferida, pegados a un amplio escaparate donde el sol nos calentaba la espalda me propuso que tuviéramos un hijo.  No se había decidido a quedarse embarazada con sus anteriores parejas  porque no los consideraba preparados para la paternidad, me habló de la culminación de su reloj biológico, de sus necesidades y me dio un tiempo para pensármelo.  Yo sabía que la propuesta era firme, que no me estaba vendiendo ningún coche destartalado como si fuera un deportivo impecable y que posiblemente nunca había sido tan sincera.

Pensé en todo lo que me había proporcionado esa mujer y rebrotaron no sé de donde, los deseos paternales de traer al mundo un hijo varón, asignatura pendiente que el destino me ofertaba como última oportunidad.

Por qué no, esta muñeca rusa sí que era bien grande, la madre de las muñecas rusas con mayúsculas, que albergaría el resto de mi vida insospechada con un Javier pequeñito cogiéndome de la mano en los pasos de peatones, ante un tiempo nuevo y lento, prometedor y noble.

La relación seguiría sin ser tradicional aunque yo le diese mis apellidos y cumpliese con mis obligaciones de progenitor.  Consentí, hubiera firmado lo que fuese ante notario.

A mis hijas no les diría nada hasta bien adelantado el embarazo, así contaba con un tiempo extra para preparar algo que sonase coherente.

El caso es que tras varios meses de intentos Úrsula no lograba quedarse embarazada, su carácter diáfano y su teoría de la alegría se ensombrecieron un poco, estaba como asustada y se mostraba impaciente, nerviosa.  Decidimos hacernos las pruebas correspondientes para saber a qué atenernos, y un veintiséis de Febrero, a mis cincuenta y tres años, tuve que leer varias veces el informe médico que certificaba mi esterilidad.  Úrsula me miraba como si le hubiera robado el bolso o me conociese por primera vez tras haberle prometido por Internet ser más alto, más fuerte y con los espermatozoides adecuados.

Cogiéndome del brazo, yo tenía la sensación de no apoyar los pies en el suelo, me condujo hasta uno de esos bancos dobles en los que la gente se sienta espalda contra espalda.  En el otro asiento una abuela y su nieto daban de comer a las palomas.

Úrsula se despidió de mí diciendo que me había convertido en un hombre sobrevenido que debía reorganizar mi vida, cuando todo estuviese en su sitio y yo admitiese mi incapacidad cada mañana como quien admite la calvicie ante el espejo podía buscarla y valoraríamos como retomar nuestra historia.  Fue más o menos lo que me dijo, la plaza quedó desértica porque se acercaba la hora de comer, y la abuela y el nieto se marcharon vaciando su bolsa de migas antes de que pudiera cambiarles mi vida por la suya, antes de tener que volver a casa y llamar al trabajo alegando una enfermedad que me eximió del trabajo durante cinco días.

No logré pegar ojo en todo ese tiempo, estaba bloqueado, abotargado, incapaz de aplicar el término estéril a las fotos de comunión de mis hijas, a la de mi boda, al primer beso de Irene en el gimnasio del instituto, a nuestras relaciones sexuales, lentas, confiadas y placenteras.  Y decidí contárselo a Aloma sencillamente por vomitar encima de alguien mi dolor y mi vergüenza.  Supongo que también quería reprocharle toda su inaccesibilidad y su distancia como si no ser su padre biológico me exculpase de aguantarlas.

Sol tenía diecisiete años y se había ido de acampada.  Terminaba COU y quería comenzar Magisterio Infantil, me preparó caldos y su credulidad asumió una gripe fingida como causa de mi postración; a punto estuve de soltarle la verdad alguna de las veces que me tomó la temperatura o se empeñaba en arroparme en exceso, sólo por ver volar de sus ojos el pájaro de la confianza, sólo para que temblase y fuera consciente en el tiempo que dura una palmada, de que la realidad es un beso envenenado.

Oí como Aloma aparcaba el coche sobre las tres de la madrugada, me levanté de la cama y la esperé como un espectro frente a la puerta.  Realmente se asustó porque no me esperaba y yo nunca la había esperado. “¿Qué ocurre? Tienes muy mala cara...”  Como las piernas no me sostenían y no creí poder hacerlo si la miraba de frente, entré en el salón y me dejé caer en el sofá mientras comenzaba un monólogo absurdo e inconexo que trataba de castigarnos a todos.  No sé cuanto tiempo estuve hablando, sé que en algunos fragmentos se me quebró la voz en llanto y en otros me reí abiertamente, cuando terminé, Aloma estaba sentada a mis pies, y sus manos apretaban las mías, que sujetaban mi cabeza.

Hablamos durante toda la noche y el amanecer nos sorprendió tumbados en la alfombra, rodeados de cojines.  Aloma lo sabía todo, o al menos sabía una parte importante, que su madre se veía a escondidas con otro hombre hasta el mismo momento de su enfermedad.  Se encontraban en un hostal a las afueras, Irene llegaba la última y la dejaba jugando en el recibidor, con otra niña de su edad, hija de la propietaria del establecimiento, la tele estaba encendida pero sin sonido, había moqueta en el suelo y olía a alcanfor.  Le prometió a Irene con los dedos cruzados sobre el corazón que guardaría siempre el secreto, aunque nunca viese al hombre en cuestión, aunque supiese, después de muerta Irene y a través de una carta de letra enfermiza y trémula que le metió en el bolsillo del abrigo el último día que la vió consciente, que aquel señor de los encuentros furtivos era el padre de las dos.

Aloma ni rió ni lloró, habló con un torrente de voz átona y madura que no supe de qué profundidad salía pero que respondía a la contención y a los silencios de toda su vida, no pude más que admirarla y tratar de comprender por lo que había pasado.  “¿Qué vamos a hacer ahora?”  Le pregunté.  “Yo no pienso hacer nada, tengo claro quien soy y quién es mi padre, si a ti esto te supone un trauma irreparable tú verás lo que haces ¿de momento quieres café?”.

Sí, sí quería café, un café bien cargado en el que pudiera beberme su seguridad y su certeza, la templanza de las cosas que no elegimos pero nos eligen, el cielo abierto de los años venideros.

Aquella carta en el bolsillo de su abrigo de paño pereció tras ser leída con los ojos rabiosos y desorbitados de los diez años de Aloma, que ignoraron la dirección, el teléfono y el nombre propio que indicaba la posdata del papel.  Después solo trató de continuar.

Y eso hago yo cada día, ahora que Sol me va a hacer abuelo por tercera vez, quince años después de la madrugada de las confesiones.  Cuando todo parece perder peso y sólo importan los vínculos, el afecto sin ADN, la mañana en la que abrieron sus ojos de mujeres recién nacidas para abarcar su vida de muñecas rusas, su vida extraña entre personajes equivocados que no comprenden pero aman.

Están ahí.

Aloma en Nueva York, cotizada escultora, viene mucho a visitarnos y seguimos hablando de madrugada, en ese tiempo que nos unió, el tiempo que nos faltaba.

Sol, profesora de infantil, con sus gemelos de tres años y su nueva barriga en aumento, en sus ojos sigue intacto el pájaro de la confianza.

Están ahí.  Son ellas, las reconozco.

Las hijas de Irene.

Mis hijas.