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MARTES DE CENIZA

LA MUJER QUE YO QUIERO

“La mujer que yo quiero me ató a su ruta,

pero por favor no se lo digas nunca.”(Joan Manuel Serrat)

 

 

Supe que me había equivocado cuando la ví entrar en el funeral, pálida, con el pelo recogido, agarrada al bolso –siempre le gustaron los bolsos grandes- como quien se aferra al marco de una puerta durante un temblor de tierra.

Se abrió paso entre la gente saludando afectuosamente a unos y a otros, rodeándolos con sus delgados brazos de bailarina mientras tenía para todos un gesto cariñoso o la palabra precisa. 

Cuando llego hasta mí ya había reconocido su olor a lilas.

“Todavía más solos, –me dijo tratando de sonreir- ahora se nos ha ído Chema”

Una oleada de tristeza trepó repentinamente por mi garganta, sentí unos irremediables deseos de abrazarla, pero me contuve y sólo la cogí de las manos queriendo decirle tantas cosas …  Sonia tiró de mí en el mismo instante en el que a ella la requería otro grupo de gente.  Una vez más había perdido la oportunidad de arrodillarme ante ella para pedirle perdón.  Seguían secuestradas las palabras dónde nunca verían la luz que las hace válidas.

Chema ha significado el enlace a través del cual otearnos en la distancia , durante veinte años, hasta llegar a esta mañana imposible en la que despedimos al único amigo que ha podido soportarme a lo largo de tanto tiempo, desde que éramos muy críos y sin encomendarme a nadie decidí robarle a la chica que le gustaba y que se llamaba Ángela.

Desde donde me encuentro, la cabeza embotada por la alucinación de esta farsa y el insomnio, sólo puedo ver su nuca, pero si me prestaran ahora mismo un bloc de dibujo y un lápiz podría dibujar de memoria esta nuca de Ángela, sus talones pequeños, el lóbulo de su oreja izquierda varias veces perforado, los lunares de su espalda y hasta esa manera inconsciente de morderse los labios …

Es la memoria el único sitio donde vivir honestamente.

Hay demasiada gente en esta sala fria e luminada en exceso en las que nos hemos reunido para lamentar la gran putada.  Se puede quitar de en medio a alguien de un plumazo, sin pestañear, este me sobra, aunque no hubiera cumplido los cuarenta y por fin tuviese un amor correspondido y grande, de su tamaño, que le daba cobijo y le hacía sonreir como nunca.  No hay reválida, porqué, joder, si Chema siempre aprobaba tarde, en las siguientes oportunidades, cuando por fin encontraba hueco para meter la cabeza.

Lisa y Ángela se han abrazado como si la fuerza de ese gesto pudiera devolverles, durante unos segundos, al ser perdido.  Es un abrazo que une el tiempo compartido, cuando Chema le presentó a Lisa como presentaba a todas sus novias, el hallazgo del milenio, la mujer ideal, y Ángela le alentaba, porqué no, claro que esta o la otra pueden serlo, deja que pase el tiempo … y Lisa había llegado con ganas de quererlo y que la quisieran, aunque fuese a través de un primer encuentro tan arriesgado, después de muchas horas frente al ordenador sin verse las caras, contando una extensión de bondades y unos defectos de andar por casa que me obligaban a tomarle el pelo, restándole a sus contactos por Internet toda la importancia que él les otorgaba.

Hasta que me ví siendo testigo de su boda y comprendí que Chema era un iluso, un enamorado de la vida sin condiciones, y la persona con más fe en las cosas y en las personas que he conocido nunca.

Siento angustia entre tanto hombro amontonado aquí dentro, me oprimen los fragmentos de conversaciones, los cuerpos que no saben donde colocarse, las lágrimas y los suspiros, tanta luz blanca y lo irremediable de la muerte.  Categórica, indiscutible y humillante.  De vez en cuando Sonia pasa a mi lado y me acaricia la espalda o me da un beso.  No puedo decirle que se vaya.  Vete, hoy no te necesito, no perteneces al mundo que se extingue, sólo los conoces de oídas, la “famosa Ángela”, como sueles decir con ironía, o “el bueno de Chema”, de oídas y de algún encuentro casual y rápido, poco más, ya sabéis que no mezclo épocas, que necesito una vida parcial y concreta, con separadores.  Se ha empeñado en acompañarme, pero lo cierto es que me incomoda, está embarazada de seis meses y no debo contrariarla, tener que dar explicaciones sin saber además como hacerlo hubiera sido peor, así que la dejo pulular entre el gentío, es una buena relaciones públicas y sabe como adaptarse.

Sonia se instaló en mi vida hace dos años, una de esas veces en las que me canso de dar vueltas y pienso que me hago viejo y me acojono, y entonces quiero la rutina familiar de mis hermanos, presumir del brazo de una mujer escultural en las cenas de empresa, saber que alguien me estará esperando.  Llegó en el epicentro del miedo y lo tuvo fácil, cuando quise darme cuenta canturreaba en la cocina mientras pelaba las patatas para la tortilla.  No me importó y tampoco lo pensé demasiado.  Cuando me planteó que fuéramos padres hasta me hizo gracia y me imaginé comprando un caballo de madera y una piscina hinchable .  Porqué no.  Con un niño no te aburres, todos los días son diferentes.

Casi me enfado con Chema, porque cundo le anuncié mi paternidad me miró como se mira a un corredor de fondo que no es capaz de controlar su respiración ni dosificar sus zancadas.  “¿No vas a darme la enhorabuena?” le pregunté molesto por su silencio.  “Claro hombre, enhorabuena, es que me has pillado por sorpresa …”.  “Pues no se de qué te sorprendes, cuando se van cumpliendo años lo normal es traer hijos al mundo ¿no?”.  “Huy, yo es que ya no tengo nada claro lo que es normal y lo que no …”

Pedimos unas copas y cambiamos de tema.

He imaginado cientos de veces la conversación en la que Chema le contaba a Ángela que yo iba a ser padre.

Nos la encontramos en la calle cuando a Sonia apenas se le notaba y nos felicitó sin matices en la voz, tan correcta y educada como una ascensorista.  Fue cuando tuve que presentarlas: Ángela-Sonia, Sonia-Ángela.  Sonia sació su curiosidad de conocer al mito y Ángela tenía prisa.  Resultó amable diciéndole que le sentaba muy bien el embarazo, pero se pasó con el cumplido porque no sabía como le sentaba a Sonia no estar embarazada.

Los imaginé analizando mi labor paternal, desacreditándome, envidiándome porque el menos cabal de los tres fuese el primero en traer un hijo al mundo.  No sé porqué, pero necesitaba creer que me habían dedicado ese tiempo desde el manos-libres del coche, o en casa al volver del trabajo.  Porque habían construído una especie de burbuja excluyente, una estructura impermeable e ignífuga, con los cimientos de todos esos años en los que no tiraron la toalla del respeto y hasta continuaron queriéndose.

Ángela se abre paso hasta donde estoy trayendo de la mano al padre de Chema, del que he procurado huir a lo largo de toda la mañana.  Pero así es ella, eficaz y consecuente, razones por las que la he aborrecido en más de una ocasión.

Jesús se abalanza sobre mí sin poder contener el llanto.

Se quedó viudo cuando Chema era un crío y ahora acaba de perder a su hijo.

Respondo a su abrazo con toda la fuerza de la que dispongo, y aún así, el volumen y la pena de este hombre consiguen tambalearnos.

“Ay Pablo, qué solos nos hemos quedado, con lo que os queríais …”

Mientras trato de consolarlo percibo las lágrimas silenciosas y cabizbajas circulando por el rostro de Ángela.  Me ha dado siempre tanto pudor verla llorar que tengo ganas de salir corriendo, pero Sonia ha escuchado los ultrasonidos de emergencia y acude en mi ayuda, le presento a Jesús y ambos se sientan en un par de sillas agarrados del brazo.

Busco con la mirada a Ángela, pero ya no la encuentro.

Es posible, ahora que se han hundido los puentes, que no vuelva a encontrarla nunca más, le perderé la pista, no escucharé el eco, quedará tan lejos … Trato de buscarla porque quizás no existan más oportunidades de mostrarle mi exposición de palabras disecadas.

La encuentro sentada en la escalera de incendios, abrazada a sus rodillas, tan pequeña que no cuesta evocar el momento en  que la conocí, a los dieciséis años, en aquel pueblo donde vivían sus abuelos y los de Chema, eran las fiestas y a mi amigo le da algo si no voy  a conocer a la chica especial de la que me había estado hablando a lo largo de todo el curso.  Llevaba un pantalón corto de color rojo, sus rodillas brillaban y no me dio dos besos.  “Los besos hay que ganárselos” me dijo al ver mi sorpresa, puesto que a Chema lo había recibido efusivamente y a mí me tendió la mano.

Situado ahora a su espalda no me atrevo a acercarme, temo que se diluya si pongo una mano sobre su hombro.

-“Siéntate Pablo, no te quedes ahí …”

Acorta distancias con la facilidad de quien lanza un pájaro al aire.

Chema tenía razón.

Era especial, circulaba en bicicleta por todo el pueblo y se paraba, aunque fuéramos en pandilla, a intercambiar unas palabras con cualquiera, anciano o niño, perro, alguacil o cura.  Estaba muy delgada, y al hablar nos miraba como intuyendo lo efímero de aquellos días.  Le gustaba leer, trepar a los árboles, mojarse en el río anudándose la camiseta o subiéndose los pantalones.

Quise ganarme sus besos, tomarle la delantera a Chema, demostrarle que al fin y  al cabo no era tan diferente al resto de chicas que conocíamos, un par de palabras al oído en un determinado momento, un paseo romántico, hablarles de la luna y de los solos que estábamos y … victoria segura.

Gané.  No me importaron los monólogos nocturnos de Chema contándome como había proyectado enamorarla, ni esa baba que se le caía nada más verla.

Ni siquiera resultó difícil.

La noche en que se lo dije me partió un diente de un puñetazo.  Nunca habíamos llegado a las manos.  Esa vez tampoco.  Sólo llego él.  Jamás volvimos a tocar el tema, ellos continuaron siendo los amigos que nadie podía evitar que fueran, con toda esa complicidad y generosidad que tanto costaba encontrarme dentro y que repudiaba en los demás.  Durante varios años mi historia con Ángela estuvo sembrada de intermedios, desencuentros y todas las chapuzas de las que soy capaz.  Siempre sabía donde encontrarla, cómo recuperarla, alfombra roja para los pies de un orgullo imbécil.

Hasta el mismo día que cumplió veinte años.  Llegué tarde a la fiesta, y sin regalo.  Ella no me reprochó nada, pero de haber podido estrangularme con la mirada Chema lo habría hecho al primer vistazo.  Ángela se acercó ofreciéndome un pedazo de tarta de chocolate sobre un plato de cartón, llevaba un vestido azul anudado al cuello, unos grandes aros de plata por pendientes y el pelo recogido sobre la nuca.  Pensé que nunca antes la había visto tan guapa, y sentí el estudiado pretexto que debía poner por haber quedado con una exuberante cajera de supermercado.  Iba a decirle que había olvidado el regalo en casa cuando se me adelantó:  “Felicítame, hoy dejo de torturarme”.  No entendía el juego y no quise parecer idiota.  “¿Y eso?”.  “Que se acabó esta especie de relación que no tenemos, me hace daño y no quiero seguir …”  Aunque levantase los hombros como si no me importara me sentí abandonado.  Empecé a echar de menos todas las cosas que sólo encontraba en ella, pero nunca fui capaz de decírselo.

Y ahora, en estas escaleras, con el amigo muerto que ya no podrá estirar los brazos para que adivinemos en ellos nuestras huellas, mientras desmayadamente Ángela apoya su cabeza en mi hombro debo decirle que hasta hoy cuando la ví llegar al funeral no me había percatado de mi equivocación.  Las casas son gente, su oxígeno mezclado con el nuestro, sus ojos mirando lo que somos, sus manos reconociendo las heridas en nuestra piel … todo lo que habitamos está en el cuerpo de otra persona, y aunque podamos vivir en miles de sitios sólo reconocemos como nuestra una casa.  Una sola casa.

Y es en Ángela donde debería haber vivido siempre.

Le voy a proponer que salgamos corriendo, que aún estamos a tiempo, la gran jugada de Chema, sus mejores cartas, la oportunidad definitiva …

Tiemblo ligeramente.  Quizás ella lo ha percibido y por eso se incorpora.

“Entremos, deben andar buscándote…”

“Espera –me agarro a su mano para encontrar las fuerzas que no tengo- necesito decirte algunas cosas …”

En sus ojos templados y tristes brilla un asomo de curiosidad.

“Ángela como te diría … me he portado tan mal contigo … quisiera…”

Alguien abre las puertas de emergencia y ella suelta rápidamente su mano de la mía.  Es Sonia, su rostro algo fatigado, su inapelable barriga.  “Será mejor que entréis, van a empezar con las lecturas”.

Ángela se apresura a entrar mientras Sonia me espera para colgarse de mi brazo.

Lloro desconsoladamente por todo lo que deja de ser favorable.

Por el tiempo desperdiciado y las capas de cal sobre los argumentos baldíos.

Cómo puede uno hipotecarse por una casa que nunca sentirá como propia.

Ser tan cobarde.

Escondo la cabeza en el cuello de Sonia que no huele a lilas.

Estos poemas de Benedetti y Hernández que sólo Chema entendía…

Esta gente de cara vagabunda …

No quiero volver a ver a Ángela.  No tengo llaves.  Perdí las escrituras.

Algo me dice que ella comprende mejor que nadie lo que supone la muerte de Chema.

La sepultura definitiva de los días azules. 

 

 

 

 

 

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