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MARTES DE CENIZA

"DETRÁS DE LA ESPERA"

"DETRÁS DE LA ESPERA"

“Por mucho amor que guarde,

una carta encontrada boca abajo en la mesa

será siempre un cadáver.” (Luis García Montero)

 

Mientras esperamos a que llegue Amanda los niños juegan al Monopoly, hay un tremendo revuelo de gente entrando y saliendo de la cocina, sirviendo copas, llevando fuentes de croquetas y ensaladas, quitándose los abrigos y admirando la última fotografía de Lidia.

Así son las apariciones de Amanda, todos congregados en mi casa, fiesta nacional, gente a la que hace tiempo que no vemos pero que se anexionó a ella a través del instituto, del trabajo o de un curso de hípica.

Es fácil querer a Amanda, dejarse prender por una de sus ingeniosas frases o gestos cariñosos, especialmente sociable, elocuente, arrolladora sin rozar límites.

Su hermana Lidia resulta un boceto inacabado de Amanda.  Se quedó al borde pero no saltó, siendo una buena fotógrafa podría ser mejor si no la condicionase para su trabajo la fiebre de los niños, las discusiones conmigo o el desorden del trastero, cualquier fleco de normalidad le impide ser extraordinaria.  Es como si le faltase subir un peldaño para resultar brillante, dejar de pensar dos veces lo que va a decir, porque los huecos los llena otro y aunque finalmente opine siempre parece quedar a la sombra.

En cualquier caso la obviedad de las diferencias está más allá de las comparaciones.

Los gritos de los niños predominan en la casa.  Mi hijo Darío exhibe a pleno pulmón su potente voz de enardecido jugador de guiñote, mientras Emma lloriquea porque le están haciendo trampas y Gustavo ríe a carcajadas moviendo hacia atrás la cabeza como lo haría su madre.  Cuando entro en la habitación para poner orden me pregunta si ya viene.  “No Gustavo, pero está al llegar”.

Aunque sale todos los festivos y la mayoría de fines de semana lo tenemos en casa Gustavo estudia en un internado.  La cadena de tiendas que dirige su madre la obliga a  viajar la mayor parte del tiempo, y si no llega a buscarlo al menos el crío está con sus primos.

Tiene nueve años Gustavo, y me sorprende la admiración absoluta que le profesa a su madre.  Yo no sé si podría perdonarle la vida a la mía, permaneciendo en un internado desde los cuatro años, con estos uniforme prehistóricos y la tristeza brillando en los zapatos alineados junto a las literas.  Seguro que las sábanas están duras y frías, que hay un vigilante de pasillos y que nadie escupe granos de arroz ni hace gárgaras con el vaso de agua del grifo.  Cuenta muy pocas cosas del colegio, le divierten las clases en inglés porque las da una cacatúa con peluca y cejas implantadas que escupe imperceptiblemente al hablar y chupa caramelos de regaliz.  Pero seguro que en mitad de cualquier clase, cuando escuchan aparcar un coche a la entrada del colegio todos esperan su rescate.

Así está él ahora, jugando con sus primos al Monopoly, pero con un oído pegado al timbre de la puerta, dando pequeños botes sentado en la cama, como entrenándose para salir corriendo a abrazarla primero, porque si no se da prisa tendrá delante un enjambre de cuerpos que no le guardarán turno.

Yo deambulo de un lado para otro sin saber muy bien donde colocarme.  No soy un experto en relaciones públicas.  Me aburre el protocolo, ser amable con gente que tardaré meses, quizás años en volver a ver.  Ya me he entretenido un rato con lo manual, cortando tortillas de patata, repartiendo servilletas y colgando abrigos, tampoco he sabido nunca ser un apéndice de Lidia, asentir ante los elogios a su trabajo, pasarle la mano por los hombros, ejercer de cuñado leal y hospitalario.

Asomado al balcón con un tempranero gin-tonic en la mano veo descender de un taxi las inconfundibles piernas de Amanda sobre elevados tacones.  En el instituto ya tenía las piernas más largas de toda la clase, y desde luego, las más espectaculares del centro, que le valieron más de un generoso aprobado por parte de algún profesor de Educación física que no podía quitarles la vista de encima, realzadas como estaban por aquellos pantalones cortos...

Mira hacia arriba y saluda efusivamente moviendo la mano y lanzando un beso.  Se mete en el portal sin tiempo para darse cuenta de que se me arrasan los ojos, como cada vez que vuelvo a verla.

“Corre Gustavo, sal a la escalera” le susurro a mi sobrino al oído.  Y el niño sale corriendo, sofocado y descalzo, el primero en abrir la puerta del ascensor y recibir a su madre, que lo aúpa como si fuese un niño chico, y lo llena de besos que huelen a manzana como ella, y le roza en las mejillas sus pendientes, y lo llena de un carmín rojo y brillante.

Mis hijos se le han agarrado a las piernas impidiéndole pasar del umbral “¡Tía, tía ¿qué nos has traído?”.  Dada su sutileza tendré que plantearme también su ingreso en un internado.

Finalmente Amanda consigue entrar en casa prometiéndoles que al final de la tarde les entregará los regalos y ya el mundo adulto, el cortés, el que sabe estar, esperar, situarse, deja que las dos hermanas se abracen como para un posado de prensa y poco a poco se acercan a besarla y  felicitarla por la nueva tienda en París, evento por el que nos reunimos hoy, tras dos meses sin verla.

“La mejor prenda para el final” dice al acercarse a mí, que espero al fondo del grupo y en silencio.  Los tacones la hacen más alta que yo,  debo ponerme un poco como de puntillas para susurrarle un me alegro de verte que se le queda prendado en los rizos negros, junto a la oreja derecha.

La tarde pasa amena y distendida.  De vez en cuando Gustavo se escapa de los juegos infantiles y se asoma a ver a su madre, que le hace un gesto para que se acerque y le revuelve el pelo o lo besa en la frente.  Amanda no deja desatendido a nadie, para todos hay una pregunta familiar, un estudiado deseo, algo íntimo y particular, como un autógrafo en la piel.

Poco a poco, la gente que le debe algo y esa otra gente equivocada que sigue queriendo verla como si no hubiese transcurrido el tiempo, se va marchando dejando una huella inexacta, es fácil ignorarlos una vez que desaparece el rastro de los vasos, el cuello de los abrigos, la voz clonada.

Atardece y los niños proyectan fosforescencias en el techo de su cuarto. Nos hemos quedado los tres y Mariola, una íntima amiga nuestra del instituto, que ha bebido más de la cuenta, como desde que se separó viene siendo habitual en ella, y se empeña en poner discos inexistentes en un antiguo gramófono.  “Un güateque, por favor, improvisemos un güateque, ¿ya no os acordáis?”

Me lo va a decir a mí, que fui siempre el pinchadiscos, por mucho que me muriese de ganas de salir a bailar y de sacar a Amanda, que nunca quiso bailar conmigo ni con ninguno.  Amanda era simpática, cordial, una compañera estupenda, pero inaccesible como ligue.  Sin embargo su hermana dudaba, era tímida, menos impulsiva, sin prisas, y a mí me pareció una manera de llegar a Amanda.  Descubrí tarde que eran dos habitáculos distintos, incomunicados, sin paralelismos sobre los que oscilar.

Lidia ha conseguido convencer a Mariola para llamar a un taxi y la acompaña hasta la calle.

Las pocas veces en las que me quedo a solas con mi cuñada fantaseo sobre nuestra huída, cuanto más tiempo pase más daño les haremos, vámonos ya... y juro que no dudaría un instante en seguirla hasta donde fuese necesario.

Pero la miro a los ojos y no me veo reflejado en ellos, ahondan en otros mares, llegan a otros destinos infinitos en los que yo soy un punto imperceptible.  “Qué bien que nos hemos quedado solos, a ver si sube Lidia porque debo deciros algo...”  Por un instante he sentido el miedo lacerante y  gélido de desear algo con tanta fuerza que pueda cumplirse,  pero el humo de sus cigarrillos y su taconeo impaciente despejan cualquier duda relacionada con mis pobres fantasías.

Sube Lidia suspirando cansada, de paso por la cocina ha cogido un saco de basura sobre el que va vertiendo los vasos que encuentra.

“Siéntate hermana, quiero hablaros...”

Lidia me mira extrañada y sin soltar la bolsa de basura se sienta junto a Amanda.

Quizás piense que vamos a abandonarla, quizás ella también tenga interminables fantasías de juventud en las que aparecemos los tres.

Pero el monólogo de Amanda es otro, trata sobre un médico canadiense del que se ha enamorado, y es la primera vez que la oímos hablar de amor, y de oportunidades y de apostar fuerte, porque ni siquiera supimos nunca quien era el padre de Gustavo, ni con quien se relacionaba estable y sexualmente.  Va a dejarlo todo para irse un año con él, y Canadá está muy lejos, y tiene sus dudas sobre como va a funcionar todo, pero sabe que a él no le van los niños y arrastrar a Gustavo en esto sería una locura...  Así que nos pide que ejerzamos de padres algo más que unos cuantos fines de semana con servicio de lavandería, nos pide que nos hagamos cargo de él porque ella no podrá venir ni en Navidades, al niño, claro está, no le faltará de nada, y prometo que sabré recompensaros, de verdad, porque sin vosotros no podría hacerlo...  Y en medio de todo a mí me entran unas ganas de abofetearla fuerte, muy fuerte, porque si los sueños de fuga no se van a cumplir con uno, al menos que no se cumplan con nadie y menos tratándome de criada paleta y tragadora de chismes con propina...  Por el niño no preocuparos, me lo voy a llevar tres días s Eurodisney  y allí le convenzo, un año se le va a pasa sin darse cuenta, ya veréis...

Me levanto para que no se transparente mi violencia, con la excusa voy a ver como están los chicos, aunque ni siquiera me asomo.

Lidia sin embargo está como si le hubieran contado que falta lechuga en la nevera.

“¿Y después?”

Trato de descubrir un ápice de falsedad entre tanto aplomo, pero no lo hay, es real.

“Después ya se verá, no somos críos y el plazo máximo es un año, te lo juro Lidia”

“Déjanos hablarlo y mañana te contestamos”

“Me parece justo”

Coge a Gustavo en brazos, el niño está agotado y se adormece en su hombro.  Cuando los despido en la puerta tengo la sensación de que son seres que no se parecen en nada a los que llegaron aquí esta tarde.  Alienados por otros.

La noche fue larga.  Acostamos a los niños y comenzamos a hablar de una manera áspera en la que parecía que éramos nosotros los que íbamos a separarnos.  “Yo sé que para ti todo lo que haga o diga es permisible, siempre bebiste los vientos por ella, pero esto es otra cosa Alberto, esto son palabras mayores, nos deja a su hijo por irse tras un desconocido, no sé si te das cuenta...”  “Su hijo dentro de unos años decidirá por su cuenta y por muy madre abnegada que fuese se verá sola, su hijo es una persona y ella es otra, está luchando por un destino seguro, Lidia...”  “Ya, si en lugar de ser Amanda fuese cualquiera de nuestras amigas ¿opinaríamos lo mismo?”... “Posiblemente no...”

Amaneció, pero habíamos bebido tanto café que no nos venció el sueño.

Aceptamos que Gustavo se quedase con nosotros si abandonaba el internado y asistía al mismo colegio público que sus primos.

Amanda no estaba en condiciones de negociar.

En un mes tomó rumbo a Canadá y al niño le hicimos hueco en la habitación de Darío, que entró en ella como si le hubiéramos sacado del cine antes de terminar la película.

En ocasiones le encontrábamos perdida la mirada, como la de un extranjero que desconecta en el país donde no conoce el idioma.

Pero se adaptó rápidamente.  No partía de cero y entendió que en las cartas que mensualmente le mandaba su madre no venían opciones.

El Colegio público le abrió un mundo de posibilidades insospechadas, deportes, excursiones, salidas, mezcla de seres y pareceres entre los que resultaba difícil marcar la diferencia.

Se relajó aún cuando transcurrió el año y Amanda no volvió.  Supongo que todos dimos por hecho que eso podría ocurrir.

A los tres años y desde otro punto del planeta que no era Canadá, con otra pareja a la que sí parecían agradarle los niños e incluso los adolescentes reclamó a Gustavo, pero este hizo oídos sordos y no quiso acudir a su encuentro.

Siguió mandándole cartas que nosotros descubríamos sin abrir en la basura, giros postales, de vez en cuando paquetes enormes para los tres niños.

En algún momento pensé que era yo el único que seguía echándola de menos.

Gustavo encontró su primer trabajo a los dieciséis años, sin dejar de estudiar, y a los dieciocho nos pidió las llaves de su casa.  “Por favor, no penséis que no he estado a gusto aquí”,  nos dijo,  “es lo más parecido a una casa que he tenido, pero no es  la mía”.

Comprendimos y le dejamos marchar.  Lidia puso a su hermana al corriente.  “Ahora puede venir a buscarme cuando quiera, los dos sabemos donde encontrarnos”.

No sé si eso era tan real como sonaba, porque Amanda volvió, no hace mucho, la piel menos tersa, más insegura la mirada, con ganas de que alguien la cobijase, le riñese o le quitase el exceso de maquillaje a manotazos de lavabo, pero aunque me hubiera ofrecido voluntario no me atreví a moverme, queda ya poco margen para fantasías.

El caso es que se hospedó un par de semanas en un hotel y nada se detuvo, las cosas continuaron su ritmo, le llenaron de escarcha los zapatos caros.  Su hijo accedió a desayunar con ella un día y su hermana ceno otro.  Pero tanto tiempo sembrado en el vacío había germinado presencias, historias y quebrantos que ya no le correspondían.

Y se fue por donde vino, elegante y de nadie, sin un niño que se acurrucase dormido en su hombro.

Y sin sacarme a bailar.

 

3 comentarios

Luis Calanda -

¿Tienes publicadós en alguna parte estos u otros relatos tuyos? Especialmente "Libélulas de Otoño" o "La mujer que yo quiero", estaría muy interesado en encontrarlos. Gracias.

Tatiana Olmedo -

Perdí el contacto con mi hijo hace más de dos años... aunque las circunstancias no tienen nada que ver con las de tu relato he vuelto a revivir muchas cosas... escribes muy bonito, sigue así.

Belén Blázquez -

Enhorabuena por el clima que generas con este relato, por la ilustración de cabecera y la cita de García Montero tan apropiadas. Seguiré entrando a Martes de ceniza porque da gusto leerte.