"CAZADORES FURTIVOS"
"Porque mi voz sin tu boca
no sabe hacer bonita la tristeza"
(ABSENTÍA-Paula Álvarez Carnero)
Lo conoció en la helada mañana del primer día del año. Aún poblaban las calles últimas posibilidades ya dispersas, sonaban huecos bajo los zapatos esos instantes que creen en la magia de una noche, el tiempo volvía a ser despiadado y se echaban en falta las sábanas calientes de una cama resguardada de tópicos.
La fortuna de encontrar un taxi que los devolviera al conformismo, y a sus realidades pequeñas y cotidianas engalanadas de fiesta, se estaba convirtiendo en una quimera evanescente difícil de alcanzar.
Aunque nadie la estuviese esperando Onia sentía la prisa lacerándole los talones, como si llegara tarde a trabajar. Sentía la premura de desaparecer arrebujada en el asiento de atrás del coche, quitándose los zapatos y viendo pasar las calles vacías inmersa dentro de una vieja película. Caminando a pasos desbocados por la acera reparó en él, y en esa indolencia triste del que espera sin el menor sufrimiento, conforme con el vacío y las circunstancias. Abrazado a las rodillas miraba al suelo con media sonrisa, como quien sentado a la orilla del mar es consciente de que tarde o temprano las olas llegarán a cubrirle los pies. Tenía el cabello abundante y oscuro, desorganizado en ondas sobre las que la gomina había perdido todo su poder. Onia descubrió con sorpresa su repentino deseo de acariciar la nuca de aquel desconocido sentado en el bordillo de la acera. No era una mujer impulsiva, pero debió contenerse para no tomar asiento junto a él y hundir los dedos entre su pelo.
“¿Vas muy lejos?” le preguntó queriendo provocarle para que reparase en ella.
Él levantó la cabeza y la miró como si la conociese. Tenía una boca grande, de labios finos que formaban al hablar pequeños dibujos de vida propia.
“De momento no voy a ninguna parte ¿y tú?”
Esa voz algo aniñada, pero tremendamente cálida, le recorrió mediante un escalofrío la espina dorsal, por lo que se levantó aún más las solapas del abrigo protegiéndose en ellas.
“Si quieres compartimos el primer taxi que venga...”
Él se puso de pie sacudiéndose los restos de batalla nocturna sobre el traje elegante, con el nudo de la corbata deshecho y un clavel marchito en la solapa.
“Mejor compartimos un café, si no te importa, luego nos vamos a casa, me llamo Alfredo...”
Se dieron dos besos en medio del tráfico escaso y el último bostezo de la mañana, en un cruce de avenidas principales que los miraban expectantes e incrédulas.
Aún no sabe porqué lo siguió, porqué se dejó coger del brazo y desayunar el primer día del año junto a un hombre insospechado. Sí es consciente de que no pudo hacer las cosas de otra manera. Tomaron café con leche y churros en una cafetería sucia en cuyo suelo se pegaban las suelas de los zapatos. El camarero parecía recién llegado de una travesía por el desierto, silencioso y con cara de pocos amigos veía saltos de esquí en una televisión sin sonido. Comenzaron a hablar al amparo de una comodidad que parecía surgir de los terrones de azúcar. Viéndolos, nadie hubiera supuesto que acababan de encontrarse por primera vez. Onia le contó que había pasado la noche junto a unas antiguas compañeras de instituto, casi todas emparejadas y algunas ya madres, que se habían tirado las horas mirando el móvil o discutiendo con sus maridos sobre lo mucho o lo poco que bebían, la comida familiar del día siguiente o los nuevos propósitos para ese año que comenzaba en el borde de sus copas.
“¿Me estás diciendo que todo el que se casa se convierte en un idiota de catálogo?” Le preguntó entre divertido y curioso, investigándola con la mirada.
“Algunas personas sí, la verdad ...” y sin saber porqué sintió un asomo de vergüenza al responder y algo de calor en las mejillas...
“Pues tomo nota de lo que dices porque yo me caso pasado mañana, esta Nochevieja he celebrado mi despedida de soltero.”
Ella se echó a reir agradeciendo la ocurrencia, pero lo miró y se dio cuenta de que hablaba en serio. Fue cuando a través de los labios de Alfredo conoció a Raquel, la compañera de estudios, la vecina de barrio, la amiga incondicional. Y casi estuvo a punto de decirle en medio de aquel monólogo que duró mucho rato, que el tipo de mujer que estaba describiendo no era el apropiado para contraer matrimonio, sino para ocupar su lugar, al margen de las miserias sentimentales, en el equipo básico de los imprescindibles. Pero se abstuvo de opinar porque su argumentación partía de los desengaños y se salpicaba a veces de dolor y de rabia perdiendo consistencia, así que lo escuchó porque eso era lo que él quería, y aunque la mañana fuera consumiéndose en un tiempo inanimado de festivo sin retorno, ya no le dolían los pies, ni tenía sueño.
Desabrochándose los botones superiores de la camisa, como en un esfuerzo por coger aire, le contó que él no tenía prisa por casarse y al parecer ella tampoco, pero se habían visto inmersos en la vorágine comprometida de un noviazgo largo, las familias que se conocían mucho entre ellas insistiendo, parejas de amigos pasando por el altar... total, un paso más, aunque en el fondo supieran que ya nada sería como antes, quedar para ir a buscarla, los bares de siempre, los refugios acostumbrados, las charlas en el coche, las habitaciones separadas...
Onia sintió una punzada de espanto en la boca del estómago, como si Alfredo la estuviese raptando hacia sus miedos o ella hubiese caído en la trampa de la indefensión y el azar. Pero en ese mismo instante el terminó su monólogo y se percató del desconcierto de su compañera.
“Discúlpame, te estoy dando la lata, seguramente alguien te estará esperando...”
Onia pensó que no había llamado a su hermana para decirle que llegaría tarde a la reunión de cada año nuevo, todos los hermanos con sus parejas, los sobrinos, la abuela, sus padres estaban en un viaje del Inserso y ella debía llegar a la hora exacta con el postre y sin Jorge, su pareja durante los últimos cuatro años, lo habían dejado definitivamente un mes antes y ella todavía no les había dicho nada. No soportaba el revuelo a su alrededor, la expectación tratando de diagnosticar cualquier síntoma de melancolía, las miradas compasivas y los reproches fluyendo como pajarillos descuidados entre polvorón y polvorón. Y entonces decidió no ir, entregarse a la marea del destino sin mirar atrás, como quien salta sobre una catarata.
Cerró el bar a mediodía después de varios cafés con leche y sustanciosos resúmenes de sus vidas. Probablemente pensaban que no volverían a verse, se sintieron enfermos terminales de presente, y comieron juntos en el piso pequeño de Onia, canelones congelados, fruta, descorcharon champán mientras se miraban a hurtadillas tratando de descifrar el hilo conductor que había provocado el encuentro.
Él la besó cuando ya había anochecido, la puerta estaba abierta y él en el rellano dispuesto a marcharse. Pero si no hubiese sido Alfredo habría sido Onia deteniendo el ascensor o bajando descalza a la calle, porque después de todo ya no podía quedarse sin la entrega irreal, fuera del mundo, de un beso. Los labios se fusionaron en un último intento de olvidar la realidad, y Alfredo se marchaba a la mañana siguiente preguntándole dónde había estado metida todo este tiempo y prometiéndole que la llamaría.
Ella sabía de las promesas que huelen a papel quemado, de los silencios del teléfono rebotando en las paredes, contra los cristales, de lo que ocurre cuando vuelves a pisar el felpudo de tu casa y te sientas en tu sofá y alguien desde el pasillo te llama por tu nombre de pila... Nunca esperaba demasiado y menos en aquélla ocasión. Procuró no volver a pasar por el lugar donde se había producido el encuentro para no revivirlo, para no volver a sentir el hormigueo irrefrenable de los dedos empeñados en acariciarle el pelo.
El mismo día y a la misma hora en que se estaba celebrando el enlace Onia compraba en el mercado, y tuvo la sensación de que los pescados y la fruta expuesta cobraban vida para reírse de ella.
Siempre llegaba tarde a las puestas de sol y a los destinos prometidos.
No resultaba cómodo empujar los días atascados, los días nostálgicos que se han dado cuenta de que la vida es una partida de cartas marcadas, un reparto claramente injusto de bienes gananciales, y se molestaba añorando los labios horizonte de mar, cuerda de funambulista, y aquellas manos de bolero.
Pasaron semanas en las que el frío y el silencio construían en su casa palcos de honor. Aguardaba sin saber porqué, bajo el agua de la ducha, sentada frente al televisor, preparándose la cena ... de repente detenía sus quehaceres cotidianos y aguardaba, tratando de descifrar un ruido imperceptible, una señal de que todo puede cambiar y el futuro comienza dentro de un bolsillo roto.
Volvía de la oficina con ganas de envolverse en una manta y escuchar las noticias que siempre parecen ocurrir en los mundos de otros cuando sonó el teléfono, la llave no quería salir de la cerradura, así que tuvo que maldecir dejándola allí dentro mientras atendía la llamada.
“Invítame a cenar”
Como si nunca se hubiese marchado.
Como si nunca hubiese sido Nochevieja, día primero, día viejo ya ...
Como si fuese otro hombre para siempre en su vida.
La cena duró dos días. Ella no le preguntó nada. Había asumido que estaba dispuesta a recibirlo así, a ráfagas, durante un presente concreto, tiempo indefinido de momentos, sólo de momentos.
Compartieron algún fin de semana fuera, la mitad de las vacaciones, los días no complejos de cada Navidad, y transcurrieron cinco años en episodios de una relación que parecía, pero no era.
Alfredo de vez en cuando nombraba a Raquel y Onia entendía el lugar que ocupan las personas y como el tiempo teje redes, caminos inequívocos. Ella había entrado por la puerta de atrás, lejos de cualquier hora razonable, nada podía pedir.
Un lunes cualquiera de trabajo, durante el descanso, una compañera contaba como había sido la boda de una íntima amiga suya, y fue pasando las fotos para que todos pudieran verlas. Onia se asomó a ellas sin ganas, pero procurando no ser descortés. Entonces lo vió. Vió al novio, que se llamaba Alfredo aunque la compañera se empeñase en llamarlo Guillermo, hubiera reconocido esa sonrisa entre millones de caras cortadas, hizo un esfuerzo por contener el dolor de estómago y las lágrimas, y quiso indagar sin darse a entender demasiado. Descubrió otra identidad a la vez que se descubría la mentira invadiéndole la piel como un sarpullido, latiéndole en la sangre, rompiendo la esperanza en cristales diminutos sobre los que tendría que pisar durante el resto de su vida. Lo llamó al único número que podía llamarle, uno raro y frío, con muchos ceros, como un número de atención al cliente, fue directa y él también: “Las cosas no tienen por qué cambiar” dijo el desconocido de los mil nombres.
Pero lo hicieron, porque la dignidad es una moneda extraña y a Onia todavía le quedaba cambio en el bolsillo.
Aunque procura evitarlo sigue echándole de menos.
Los tramposos utilizan técnicas profesionales.
5 comentarios
Iker Ochoa -
Un abrazo.
yoporsinolosabías -
Gema Falcón -
LLuvia Amarilla -
nK -