LA ALDEA DESHABITADA
-A Patricia Lorén y Fran Saló
Eva se descubrió el abandono en el espejo. Ahí estaba, en el fondo de sus ojeras, en las uñas quebradizas y la piel mate. Un abandono de gusano lento que todo lo devora. Inevitablemente. Eran las tres de la madrugada y se había levantado porque Aitor lloraba descompuesto, el sueño interrumpido por alguna pesadilla, lo tranquilizó y le llevó un poquito de agua, después lo arropó dejando encendida la luz del pasillo y aún se entretuvo en deambular un poco, por si acaso el niño no terminaba de dormirse. Pero lo hizo, esta vez muy rápidamente, había ocasiones en las que se despertaba hasta cinco veces cada noche y la llamaba a gritos, y ella volaba literalmente de la cama procurando evitar que César se enterase. Aunque era consciente del sueño casi inquebrantable de su marido no quería tentar a la suerte. César trabajaba, y necesitaba dormir. En el baño, a esas horas, con semejante derroche de luz artificial y esa camisola enorme que usaba para dormir se le ocurrió mirarse en el espejo. Y sintió una sacudida brutal, quiso rescatar algunas lágrimas dignas que pudieran conmover a la mujer de enfrente, pero no las encontró. Y extendió un brazo para ver si era posible atravesar el espejo, como la Alicia de Carroll, pasar al otro lado, vivir en otra dimensión, pero las puntas de los dedos chocaron contra el cristal produciendo un ruido seco que sesgó imperceptiblemente la noche. Fue la primera en felicitarse, faltaban unas horas para que amaneciera, pero ya era el día de su cumpleaños. “Felicidades” dijo en voz alta, y antes de apagar la luz tuvo la sensación de que la mujer del espejo se reía. En la cocina sacó del fondo de un armario una caja de zapatos que contenía los tesoros de su infancia; en el diario del candado roto pudo leer que cuando sobrepasase los treinta sería una escritora de éxito viviendo sola en una casita a pie de playa, habría viajado por medio mundo, le harían compañía unos perros enormes y pacíficos y jamás tendría hijos porque, como decía su madre, se sufre mucho. Además de los diarios en la caja había algunas fotos, pulseras de hilo, sus primeras cartas de amor, un par de piedras pintadas... Se hizo el firme propósito de tirar definitivamente todos aquellos flecos de una mujer tan lejana, siempre rondando por la casa como perros sin dueño ladrándole al aire. Puso una cafetera. El sabor amargo del café la sujetaba a la tierra. En los dos últimos años César había olvidado su cumpleaños. Ella remoloneaba a su alrededor preguntándole mientras él se vestía: “¿no tienes nada que decirme?” “¿qué día es hoy?” y cuando ya lo sentía desasosegado y lejano, a cien años luz de ella, desembuchaba anudándole la corbata: “Es mi cumpleaños”, y entonces a él le salía una disculpa entrecortada en medio de un abrazo forzado, y a lo largo de la mañana le mandaba unas flores sin tarjeta, nunca las preferidas de Eva, o cuando regresaba a casa le llevaba bombones, aún a sabiendas de que ella siempre estaba a dieta. Aitor había cambiado las fechas del calendario. Tenía treinta meses, pero desde que nació impuso una vida siguiente a la que hasta entonces habían conocido. Era una rutina exhausta de niño con problemas de sueño y mal comedor que la llevó a abandonar su trabajo por incompatibilidad entre la vida familiar y laboral. Lo intentó al principio, pero se dormía en el mostrador de la recepción y no pudo asumir los turnos. A César le pareció bien, no se hacía con el niño que reclamaba constantemente a su madre, y él podía trabajar más horas y cubrir todos los gastos. No le dieron más vueltas, la tierra rotó hasta colocarlos donde debía. Jamás creyó Eva que echaría de menos trabajar, pero comenzó a hacerlo cuando muchos días ni siquiera lograba sacar un hueco para ducharse hasta que su marido regresaba, o transcurría el tiempo sin mantener una conversación adulta, fuera de las cuatro palabras con los tenderos del barrio y los vecinos con los que se cruzaba en el portal. Recordó entonces que su labor como recepcionista de hotel le proporcionaba un constante intercambio con otras personas, además de tomarse el café con los compañeros hablando de sus cosas, por no hablar de aquel par de cenas anuales que organizaban manteniendo la tradición del amigo invisible. Tuvo que convertirse en una profesional del maternaje para comprender que un puesto de trabajo es mucho más que una nómina a fin de mes. Pero había tomado una decisión y ahora sus energías se centraban en sacar adelante, como jefe de máquinas, el entramado familiar. En unos pocos meses Aitor comenzaría la escuela y quizás ella podría replantearse volver a trabajar... cuando le sugería el tema a César este solía responderle: “No sabes como se están poniendo las cosas... aquí estás muy bien”. Entonces Eva tenía la sensación de estar viviendo en una aldea deshabitada que recibe esporádicamente la visita de turistas extranjeros. El reloj del microondas marcó las cuatro de la mañana. Se había tomado un par de cafés y supo que ya no volvería a dormirse, pero se tumbó en el sofá del salón dejándose invadir por las líneas de luz blanca que emitían las farolas de la calle. La noche hermética a través de los cristales parecía la boca de un animal dispuesto a engullirla. Como solía hacer para conciliar el sueño trató de imaginarse muy lejos de allí: una playa de arena blanca, un viento cálido revolviéndole el pelo, una casa con chimenea, el suelo de madera, el mar en la ventana... pero millones de intrusos se colaban entre las imágenes sin permitir la abstracción. Así es el insomnio, agita los fantasmas. Su hermana Julia no va a felicitarla, hace un tiempo que no se hablan, y en cualquier caso tampoco Eva la llamó el día que su hermana mayor cumplió cuarenta y cinco años. Todo por líos de herencias, nunca hubiera imaginado llegar hasta ese punto con su hermana del alma, eso es para las personas que lloran de remordimiento en los platós de televisión y a las que no les han enseñado a lavar los trapos sucios en casa, pero ellas están por encima de esa miseria, porque se quieren, y no pueden caer tan bajo... o al menos eso creía. El caso es que cuando su madre murió, consumida por la osteoporosis y el Alzheimer, en casa de Julia precisamente, porque era de donde no había querido salir en los cuatro últimos años, las tres hermanas se reunieron para abordar el tema de la herencia y reparto de bienes. Julia y Virginia acudieron solas a la casa que había sido de sus padres, pero Eva llegó con César y Julia le pidió que esperase abajo, que se trataba de un asunto familiar. “Déjale quedarse, a ti qué más te da...” le dijo Eva molesta por su reacción y porque comprendió al instante que no debía haber permitido la presencia de su marido en ese encuentro. Pero ya era demasiado tarde, no concebía ir a ningún sitio sin él y ni siquiera se había planteado lo inapropiado de la situación. Virginia trató de resultar conciliadora, como de costumbre: “Será sólo un momento y seguro que a César no le importa, es mejor que esto lo tratemos entre nosotras...” César sonrió con ese frío en los labios que anticipaba ataque inminente: “Claro, me voy y así podéis manipularla tranquilamente y dejarla sin nada si se descuida ¿no?”. Eva conocía el carácter fuerte de su hermana y la templanza maquiavélica de su marido, el miedo le recorrió la espina dorsal. Sintió la mirada de Julia escrutándola, esperando una reacción en defensa propia, pero fue incapaz de levantar la cabeza. “Eres un imbécil César, lo has sido siempre, te creces porque tienes una mujer a tu lado que te lo permite, pero todas no somos iguales, haz el favor de saber cual es tu sitio...” Las palabras de Julia temblaban en el aire rancio, con olor a naftalina y a papel pintado viejo, de la casa materna. “Por favor, por favor...” musitaba Virginia inquieta, colocándose entre los dos como si fueran a saltar el uno sobre el otro. “Vámonos”, acertó a decir Eva tirando de la mano de César, que no borraba la sonrisa condescendiente de su rostro, con las manos en los bolsillos del pantalón, el rostro de niño perfectamente afeitado, los zapatos brillantes... “Mucha envidia es lo que tú tienes –dijo como el que da los buenos días al portero de su casa- porque tu hermana cuenta con un marido y una familia y tú ni siquiera has sabido crear la tuya...” Dieron media vuelta y se marcharon huyendo. Al menos Eva huía, porque sabía que las palabras de su marido eran dardos envenenados dando en el punto exacto de la diana de Julia, que acababa de separarse siendo una de las principales causas de la ruptura su imposibilidad para ser madre. Pensó que se le pasaría en un par de días y volverían a reirse juntas de los programas de la tele y de las anécdotas de la infancia, pero aunque la llamó en varias ocasiones Julia no quiso ponerse al teléfono. Trató de llegar a ella a través de Virginia, pero esta siempre fue una experta en mantenerse al margen de las situaciones conflictivas, aún así le dijo: “Lo tienes difícil Eva, tu marido se ha pasado mucho...”. ¿Y qué culpa tengo yo? Le entraron ganas de preguntarle, la boca de César no es la suya, ella no es impulsiva, necesita tiempo para reflexionar las cosas, para decidir... Tampoco Rodrigo va a llamarla. Rodrigo era su pareja cuando César irrumpió en su vida con la fuerza brutal de un meteorito. Fueron novios durante los tres primeros años de Universidad, se acercaron con la inercia de las almas complementarias, como si no pudiera ser de otra manera. Aunque Rodrigo trabajaba con sus padres en la panadería familiar se las arreglaba para asistir a clase y dibujar magistralmente unos cómics extraordinarios muy cotizados en el mundillo universitario. Solían ir a la filmoteca a ver películas subtituladas que a él le encantaban y a ella le costaba seguir. Algunos fines de semana el padre de Rodrigo les prestaba el coche y se iban a descubrir pueblos abandonados y a bañarse desnudos en ríos de aguas ateridas. Pero surgió César con su moto de gran cilindrada y sus reservas en restaurantes con velas. La deslumbró su simpatía arrolladora, y esa seguridad capaz de resolver todas las dudas, todas las vidas. Rodrigo y ella se dieron un tiempo que César aprovechó para terminar de conquistarla, cada vez que tenían una cita le mandaba a casa el vestido que quería que se pusiera, los zapatos, o una pulsera. Quiso quedar con Rodrigo para dar por terminada su relación, pero este le dijo que no hacía falta pasar ese trago, “te llamaré de vez en cuando, si te parece... cuídate pecosa”. Mantuvo su palabra pese a solicitar una beca de estudios en el extranjero. Siempre la llamaba por su cumpleaños y en Navidades. Hasta que hace unos años, antes de nacer Aitor, mientras soplaba las velas de la tarta y sus sobrinos aplaudían, y Virginia le manchaba de nata la nariz, César atendió el teléfono y aunque ella no pudo oir lo que decía ni a quien, supo que se trataba de un discurso determinante. Cuando por la noche le preguntó con quien había hablado y César evitó responder alegando no recordarlo supo rápidamente que se trataba de Rodrigo y no quiso rendirse. “¿No sería Rodrigo?”, “Pues sí, era él, no volverá a molestarte...”, “Nunca me ha molestado...”, “Claro que sí, sólo que no te atrevías a decírselo... además es una falta de respeto que un exnovio tuyo te siga llamando a estas alturas...” Y dándose media vuelta apagó la luz dispuesto a dormirse. El tiempo ha volado sobre los patrones establecidos como en un jet privado. Contempla la madrugada diluyéndose en los tejados, en las fachadas y en los muebles de su salón colonial. El escenario de cada día duerme el sueño de los justos. Para volver a repetirse. Para volver a ser lo que debería. Lo que estaba escrito. La agita un desasosiego de animal enjaulado. Sale al balcón. El aire está quieto. La mañana detenida. Apenas se escucha algún ruido lejano. Acodada en la barandilla descubre a una pareja besándose en el portal, es Marta, la hija de los del quinto, y su altísimo novio negro. Siente cierto pudor y cambia de postura desviando la mirada, pero no puede evitar ser testigo mudo de los dos cuerpos enredados, jóvenes, valientes y encendidos. Y entonces nota esa punzada detrás del pulso, en algún lugar sin ubicación entre las costillas, bajo las tripas, esa punzada similar a la nostalgia y parecida a la envidia que la lleva durante unos segundos a querer ser Marta, la boca de Marta, el deseo de Marta, el tiempo de Marta ... El sonido irrespetuoso de un claxon interrumpe a la pareja, el chico se despide apresuradamente con un abrazo y después se mete dentro de un coche que arranca acelerando, la figura detenida de Marta sobre la acera diciendo adiós con la mano llega a emocionarla haciéndole temblar ligeramente. Entra en casa turbada porque parece que alguien ha cambiado las cosas de sitio aunque se encuentren en el mismo lugar, durante su ausencia se ha producido un movimiento de traslación en su salón y la extraña es ella, que desconoce de repente las alfombras caras, el orden exquisito, la cronología de su vida asomada a las fotografías... Son casi las seis. Entra en el baño donde la espera esa otra mujer que la sigue pero no le hace sombra y antes de mirarla de frente se ducha, coge ropa limpia, la ropa que suele comprar y guardar para una ocasión que nunca llega, se maquilla ligeramente y se recoge el pelo. La mujer del espejo la mira con aprobación, quizás por fin sus imágenes puedan complementarse. Vierte cosas que considera imprescindibles sobre una mochila de grandes dimensiones. Se siente un poco ladrona, pero ese aire de tramposa le da alas. Finalmente y antes de envolver a Aitor en una manta para llevarlo hasta el ascensor, marca en el rellano el teléfono de Julia que contesta con voz pastosa y adormecida: “¿Si?”, “Hola Julia, soy Eva, me voy de casa y necesito que vengas a buscarme... ¿puedes hacerlo?” Hay un silencio apresurado y loco que detecta las cosas y las hace girar, cuando contesta Julia su voz ya no tiene telarañas: “En diez minutos estoy allí”. Diez minutos es tiempo suficiente para rescatar del fondo del armario la caja de tesoros infantiles, asomarse al dormitorio y ver el sueño plácido del hombre que duerme sobre su costado izquierdo y por el que no logra sentir nada: algo de pena, algo de miedo, algo de historia… nada. La luz de la mañana comienza a desenrollar caminos de presente por el suelo de la casa. Cierra la puerta despacio conteniendo la respiración. Cuando entran en el ascensor Aitor despega la cabeza de su hombro y la mira aletargado y extraño, Eva le sonríe y él vuelve a dormirse plácidamente succionando su chupete. En la calle algunos bares levantan sus persianas, la gente cruza de acera poniendo en marcha el reloj cíclico de las prisas diarias. Julia la espera con las puertas del coche abiertas, guardan la mochila en el maletero y acomodan a Aitor en los asientos de atrás, cuando van a sentarse por fin se miran, algo nerviosas y excitadas, como si acabaran de atracar un banco: “No va a ser fácil”, dice Julia poniéndose el cinturón de seguridad. “Hasta ahora tampoco lo ha sido”, contesta Eva mirando hacia delante. El amanecer tiene una pistola de fogueo para anunciar la salida. Cuando han circulado unos metros Julia sonríe y felicita a su hermana: “Esto sí que es celebrarlo a lo grande…” “El primer regalo que me hago a mí misma”, su voz insomne tiembla un poco. Y la libertad las mira desde los semáforos en rojo.
6 comentarios
Patrica -
Gracias por todas tus palabras, habladas y escritas
Shey -
Un beso de carreteras secundarias.
Esther De La Ripa -
La Lluvia Amarilla -
Ruth Narvión -
Ricardo -
Un beso.