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MARTES DE CENIZA

LA CASA EN EL ARBOL

LA CASA EN EL ARBOL

No me recorrió la espalda un sudor frío, ni presentí la muerte en el espejo mientras me pintaba los labios.

Nada de eso, no soy carne de premonición. 

Esperé hasta que me dolieron los pies deambulando sobre aquellos zapatos nuevos que me otorgaban un poco más de altura, para no parecer tan dispares, él alto, ancho de espaldas, ligeramente encorvado, y yo menuda y delgada, perfectamente barrida por un viento inesperado.

Su tremenda impuntualidad no delató anomalías, aparecería un par de horas después, lanzando piedrecitas a mi ventana y pidiendo verme, baja con cualquier excusa o no me muevo de aquí en toda la noche.

Y no se movió, ya no se movió nunca más, cayó boca abajo a la entrada del puente, golpeándose la cabeza contra el bordillo después de haber conducido a toda velocidad y sin casco la moto recién estrenada de un amigo.  Pude ver el rastro de serrín sobre la mancha espesa de su sangre.  El rastro a plena luz del día, horas después de que todo hubiese terminado y sin pedirnos opinión comenzase de nuevo con otro mapa y otro equipo saltando al terreno de juego.

Como iba yo a imaginarme que no volvería a verlo si teníamos veinte años y todo parecía un ensayo, algo que estaba por venir y vendría, una broma macabra.

De una manera u otra mis padres se lo agradecieron al destino, queriendo intuir el regreso de la chica que se había vuelto algo díscola, enamoriscándose de un granujilla rebelde, rindiendo menos en la universidad y trasnochando hasta el amanecer cada fin de semana.

Cuando decidieron cazarlo venía a buscarme.  Él era de sorpresas, y de atrévete mujer que nunca pasa nada. Es cierto, ni siquiera algo tan despiadado y categórico como una muerte perversa detiene el entramado cíclico de las cosas.

Somos seres minúsculos tejiendo pequeñas redes sentimentales que no mueven montañas, repitiendo los esquemas primarios de nuestros antecesores, cayendo en las trampas de los que confían y apostando hasta la última moneda por una mentira piadosa.

Carne de cañón.             

Acacia al viento.

Alma que tiembla.

Siempre recordaré aquel temblor asociado a tu pérdida como se recuerdan las últimas fotos de un verano.  Convulsiones de abandono, tiritar de tristeza.

Lo peor es constatar lo irrepetible, ser conscientes de la parte extinguida de nosotros mismos.

Se desvinculó de mí, muriéndose, la mujer que podría haber sido y que comenzaba a asomarse.  Agonizaron las posibilidades como partículas de polvo barrido de un alféizar.

Y tuve que emprender la huída hacia delante entendiendo que en alguna parte, alguien que no tiene ni idea de navegación le da vueltas al timón de una embarcación que me corresponde por derecho.

No pude soportar la presión familiar espiando el derrumbe, la apatía, el duelo.  Y me fui a vivir con la abuela.  Tampoco habíamos mantenido una relación estrecha de cuento ideal, pero la abuela no preguntaba, vivía y dejaba vivir, y sus silencios, popularmente denostados, me parecieron balsámicos.  Fue así como pude entenderla, su forma de mirar las cosas, largamente en un descuidado segundo, presagiándolas, su interés por ser escuchada sin tener que contar demasiado y esa manera de alimentar deseos no verbales, como preparar un tazón de caldo en una noche gélida o saber qué película elegir en una madrugada de insomnio.

Fueron ocho años y en ocasiones dudo si supe agradecérselo convenientemente.

Cuando falleció, mi boda con Isidro era inminente.  “Este hombre es de catálogo”, decía la abuela, porque se trataba de un tipo educado, cortés y honesto que no defraudaba a nadie.  Lo conocí en mi primer trabajo como profesora, y desde un primer momento me condujo por agradables sendas sin maleza en las que siempre se ponía el sol.  Pero comenzaron a provocarme angustia sus cuellos almidonados, los relojes puntuales y esa paz anacrónica, y tuve que suspender el enlace un mes antes de que resultase irreversible.

Después sucedió que un hombre enamorado o despechado adquiere plenos poderes para enterrar su sentido común, y se convierte en una especie de aprendiz de psicópata que te fotografía desde los miradores cuando lees sentada en un banco, o te espera a la salida de una cafetería, o te llena el buzón de anónimos que sólo sirven para degradar su recuerdo.

Se cansó, porque los hombres que se creen en posesión de la verdad también se cansan, y pronto encontró a otra mujer, más astuta, más serena y menos torpe que yo, con la que acondicionar el abrigado camino protocolario.

Rozaba la treintena y mi madre continuaba pretendiendo que volviese con ellos, al redil, a mi asiento en el sofá, a esa parte recuperable que todos tenemos y a la que algunos se agarran como sanguijuelas.

Tenía claro que no regresaría a la casa familiar, pero tampoco quería vivir sola.

Con la parte en metálico del piso matrimonial que no habité me metí en un alquiler compartido.  Lilian, Vera y yo.  Dos profesoras y una azafata. 

La convivencia con ellas me devolvió la conciencia de un tiempo fugaz, comprometido y libertario en el que militar sin condiciones. 

No sabía que me gustaban las mujeres hasta que me enamoré de Vera, y aún así creo que una cosa no tiene nada que ver con la otra. 

Porque Vera puso en mi regazo la posibilidad de ser amada por ser única, por ser de esta manera, por ser.

Y me dejé llevar por un dulce sentimiento de confianza compartida.

Todo lo que yo creía devaluado en mí rebrotó pletórico de energía. 

Independientemente de que me hubiese enamorado de una mujer, me enamoraba también la imagen de mí misma que ella me ofrecía. 

El saldo a favor no dejaba margen para la duda.

Como no creímos que hubiera que ocultarse, mi familia se enteró antes de que yo quisiera contarles nada.  Me dijeron que por ahí sí que ya no pasaban, y menos a estas alturas ... precisamente por eso, a estas alturas una podía permitirse contrariar, salir a la calle diciéndole buenos días al portero que contestaba con un gruñido indescriptible y hasta no heredar.  Vosotros veréis lo que hacéis... 

No sé si pensaron que con el silencio y la desolación me removería inquieta ante la llamada de la sangre, pero hacía demasiado tiempo ya que no les echaba de menos, como no se añora a quien nunca te ha acompañado.

Y eso que les ahorré el disgusto y el consecuente escándalo de la maternidad de Vera, pues tenía una niña de cinco años que vivía con sus abuelos en una ciudad del norte.  Cuando tras un año de relación nos asentamos definitivamente en un hogar propio sembrado de proyectos el prioritario fue traernos a Ariadna.

Tuvimos miedo de que no quisiera venir, de no saber hacerlo, de que todo aquello nos estallase en la cara o se diluyera calle abajo como un río de lluvia marchita, pero nos pudo una convicción atrevida y el deseo de querer construir juntas la cabaña en el árbol.

La ausencia de un padre conocido que ejerciera como tal nos ahorró obstáculos, pero hubo que negociar un generoso régimen de visitas y vacaciones con los abuelos en lugar de acudir directamente al juzgado.

En un mes de verano de hace trece años Vera se marchó a por Ariadna. 

Iba a pasar todo el mes con ella tratando de preparar a la niña para el cambio que se avecinaba.  Habíamos reconvertido la habitación de plancha en un dormitorio infantil con una camita, un armario y una alfombra de princesas, en espera de pintar con ella las paredes y decorar la habitación a su gusto.  Les abrí la puerta una tarde de excesivo calor, la ciudad parecía dormida, una depredadora pasiva a la espera de acontecimientos.

Vera mostraba cansancio y cierta tensión en su rostro de rasgos firmes.

Traía de la mano a una niña de carita redonda y abundante pelo castaño doblegado por una diadema,  que en contra de lo previsto no parecía asustada ni a la defensiva, aunque lógicamente tampoco diera saltos de alegría.  Curiosidad era lo que dejaban transparentar sus ojos verdes.  “Soy Ariadna”, se presentó rasgando el silencio atónito que se había establecido.  “Yo Cristina”, correspondí dándole dos besos que no eludió.

Después y ante un helado supimos de lo mucho que le gustaba el dulce, pero ya sabía que no debía abusar porque unos gigantescos gusanos azules devoran las tapas de los dientes para quedarse a vivir en ellos y no los echas con cepillo de dientes ni con nada.  Nos agradeció la alfombra de princesas pero prefería  los piratas y el color mandarina para las paredes de su cuarto.  Cuando sentía nostalgia se hacía nudos en el pelo.  Aprendimos despacio a diagnosticarla, ella nos permitió el tiempo, dejó abiertas las puertas y la casa en el árbol fue tomando forma y consistencia.

Era una niña que necesitaba hablar mucho, las palabras suponían su catalejo, su fuente y su lecho.  Llamaradas, tormentas, el vuelo del cometa.  Todo estaba en las palabras.

Con ellas empapelamos la vida.

Hace dos años que le diagnosticaron a Vera su enfermedad irreversible.  Entonces Ariadna sí que tuvo el miedo exacerbado que nunca le conocimos, y huyó durante un tiempo para volver a los meses.  Su madre fue languideciendo de a poco, mostrando una resistencia envidiable.  Cuando los dolores no la dejaban dormir nos reuníamos las tres en la misma habitación, contando cosas de cuando éramos pequeñas, y hasta cantando si el dolor arreciaba.

Para ahuyentar al destino o chulearlo, no sé.

Cinco meses antes de fallecer Vera me pidió que me hiciese cargo de su hija, y sé que no hablaba de acompañarla durante el escaso tiempo, menos de un año, que le quedaba para cumplir la mayoría de edad.  Hablaba de algo más.  Hablaba de ser los ojos de su ausencia.  “No sé si podré...” le dije.  Y ella sonrió tratando de apretarme la mano.

Tras incinerarla hubo un tiempo de cronología indescifrable en el que Ariadna y yo nos mirábamos a hurtadillas como tratando de averiguar que nos había llevado hasta dónde estábamos.  Pero el caso es que estábamos allí y no en otra parte.  Cumplió los dieciocho y decidió quedarse, estudia decoración y tiene un medio novio con rastas en el pelo.  Cuando discutimos me dice riendo, los ojos brillantes: “Te recuerdo que no eres mi madre”.  “Pues más a mi favor ...” respondo yo.

Y podemos verla.

Es la casa de Vera.

Su cabaña en el árbol.

 

3 comentarios

Esther Aparicio -

Siempre da gusto encontrarte y leerte

Fran -

y los hombes siempre en segundoplano ainsss, por fin se hace justicia

Luna rota -

Tus mujeres, siempre tus mujeres, y sus historias, me resultan tan emocionantes que sólo puedo agradecer que me las presentes.