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MARTES DE CENIZA

SIETE PIELES

SIETE PIELES

No calentaba el sol ese día.

Parecía de papel.

Brochazos amarillos sobre la lentitud de un invierno regocijado en sí mismo.

Nada prometedor.

Para colmo era lunes, así que el cúmulo de factores en contra vaticinaba una cita fracasada, empapada de realidad.  

Los fines de semana se buscaban desesperadamente, como náufragos.  Se llamaban de madrugada replegados en un rincón de sus cuartos de baño, prometiéndose un destino diferente, abandonando sus maletas furtivas junto al libro de familia y las facturas por pagar, alentados por esa calentura de héroes trasnochados que brota de repente entre las siete pieles de los tramposos.  Creían en lo que decían y hasta contaban las horas que restaban para la trashumancia, pero llegaba el domingo por la tarde, y entre el olor a café y la demora de los deberes tardíos se acomodaban en sus costumbres sin fuerzas para mirarse al espejo ni mantener su palabra de honor.

Por eso, el encuentro del primer día de la semana suponía un esfuerzo avergonzado y pueril, un venirse abajo después de tanto porvenir escrito en las estrellas.

Se turnaban sin ponerse de acuerdo.  A veces fallaba Laura.  Otros lunes Hugo.  Después nunca se lo reprochaban, conocían al detalle sus respectivos mapas y las fronteras para las que no tenían pasaporte.  Sobraban las palabras.

Hugo y Laura se reencontraron en el colegio de los niños, años después de la Universidad, cuando sólo quedaba en el acta de sus memorias un esbozo de lo que fueron, ella una estudiante a la que no le gustaba la carrera elegida, pero como chica obediente que era debía continuar la tradición familiar, él alguien deseando ser más que alguien, a fuerza de becas y de muchas horas hincando codos... salieron juntos unos meses, hasta que ella se fue al extranjero a perfeccionar el inglés y él no fue capaz de esperarla imaginándosela lejos, en una ciudad cosmopolita, entre hombres de mundo que no contarían mentalmente la calderilla que guardaban en sus bolsillos.

El mundo giró sacudiéndolos y no volvieron a encontrarse hasta el primer día de curso, hace un par de años, cuando a Hugo le llamó la atención aquella compañera de su hijo que tanto le recordaba a alguien ... Y entonces, al escuchar la voz de Laura llamando a su hija ató cabos, y se sonrojó, y tuvo miedo de que ella no lo reconociese, pero eso no ocurrió, sino que Laura le abrazó afectuosamente, oliendo a su perfume cítrico de siempre, sin maquillaje pero aparentemente maquillada, con la sonrisa de los atardeceres en los que el tiempo se detiene y todo se hace liviano, y pierde peso, y no importa.

“Así que tu hijo y la mía son compañeros de clase, mira qué casualidad”, dijo ella risueña, y él se prometió en aquel mismo instante no dejar nada en manos de la casualidad.

Cuatro meses después le confesó que tenía un piso alquilado para sus aventuras ocasionales, y ella quiso conocerlo, pero Hugo se negó, la primera noche la pasaron en una suite de lujo, celebrando el reencuentro, y posteriormente continuaron viéndose ya en el piso, dónde Laura colocó macetas en las ventanas, un felpudo de bienvenida, un armarito en el baño... “si no te importa... así parece menos una nave de carga y descarga”  A él no le importaba nada, podría haber pintado de rosa las paredes o graffiteado el pasillo, se sentía pletórico, ilusionado, absolutamente convencido de la vida y sus recompensas.

Con el tiempo, el destino los había situado fuera de los límites previsibles.  Un verano después de haber roto con Laura, en una fiesta a la que había ido a acompañar a un amigo, Hugo conoció a la hija de un empresario influyente, una niña harta de las restricciones paternas dispuesta a saltarse las normas y a llamar la atención.  Antes de dejarla embarazada Hugo se trabajó el restablecimiento del vínculo familiar de su pareja, pasando a ser el chico formal y honrado que la había hecho entrar en razón...

Rondaban los veinticinco años cuando se casaron, seis meses después nació Iván, y antes de que el pequeño caminase solo Hugo ya se había convertido en la mano derecha de su suegro, pasando a ser el gerente de algunas de sus empresas, para inquina de sus dos cuñados, que no habían querido continuar profesionalmente dentro del entramado familiar.

Con Carlota las cosas nunca fueron ni bien ni mal, después de nacer el niño adoptaron un ritmo monocorde, plano, institucionalizado.  Acudían juntos a fiestas y  presentaciones, a eventos familiares, repartían sus tiempos con Iván y cada uno respetaba la privacidad del otro dejándole hacer, callando.

Una vez estuvo a punto de abandonarla, aquel año en que se encaprichó de una becaria italiana con la que hizo planes de cambiar no sólo de país, sino de continente.  Hubiera sido capaz, de no ser porque Carlota volvió a quedarse embarazada y lo convenció con aquel argumento de las segundas oportunidades y los niños que vienen con un pan bajo el brazo.  Nació David, que no traía ninguna hogaza en sus bracitos menudos de niño prematuro, pero que lo condujo como por arte de magia hasta Laura, en su primer día de escuela, mientras tiraba moqueando de la gabardina de su padre, que ya había pisado mediante aterrizaje forzoso y dejando atrás la nave nodriza, el planeta Laura.

Hasta ese momento ella había logrado romper con el legado histórico de su familia, no se licenció en Derecho ni volvió cuando debía tras el año de estudios en el extranjero, es más, se quedó a vivir allí, absolutamente colgada de un artista bohemio, una eterna promesa que tan pronto pintaba cuadros extraordinarios por los que se peleaban los galeristas, como realizaba obras que sólo podían venderse en mercadillos callejeros.

Se sentía amada, despreciada y necesitada a partes iguales.

Un día comían caviar auténtico y al siguiente sardinas en lata, un día pintaban las paredes de la buhardilla, colocaban estanterías, cortinas, libros nuevos... y dos meses después vivían de prestado en la habitación de cualquier amigo.

Ella hubiera podido seguir así durante el resto de una vida por la que había apostado y de la que no pensaba apearse, pero se quedó embarazada de Andrea y supo desde el minuto cero que no podía encadenar a su hija a la montaña rusa de sus pasiones.

No se despidió de él, sus cosas apenas llenaban un bolso de mano, se tragó el orgullo y volvió a casa de sus padres como la hija pródiga que trae un regalo sorpresa.

La aceptaron sin reproches, que el tiempo acabase dándoles la razón sumándole además el nacimiento de su primera nieta, abriga las piernas de cualquier abuelo.

Le han ayudado mucho con Andrea, aunque a ella sigan tratándola como a una adolescente conflictiva que intenta  terminar sus estudios trabajando en ocupaciones eventuales.

No, no parecía este el camino previsto, las nubes limpias y estudiadas de su época universitaria.

Pero qué importa todo eso si al final, piensa Hugo, se han burlado del destino, volcados en un amor que los encoge y los ramifica, haciéndoles temer, reir y apasionarse con el detalle más pequeño, una nota bajo la almohada, un postre en la nevera, unas flores en el recibidor, seres despojados de otros seres, de fantasmas, de costumbres, seres primarios, seres vivos.

No, este no va a ser un lunes como los otros.

Se acabaron los lunes culpables y la cronología de lo cotidiano.

Acaba de recibir una llamada de Carlota anunciándole que quiere separarse, ha conocido a alguien por quien merece la pena empezar de cero, eso es lo que ha dicho, y él la ha comprendido, cómo no iba a comprenderla si a punto ha estado de darle las gracias.  Parecía una transacción comercial, si te parece, los niños pueden quedarse conmigo, tendrás un generoso régimen de visitas, como la casa en la que vivimos es de mis padres deberás buscar otro sitio... Hugo ha dado su conformidad, puedes ir en paz, le ha faltado decirle, cada frase de Carlota abría de par en par las ventanas a un viento salvaje, ella le da un plazo, él las gracias y cuelgan.

Y el mundo se ensancha, se hace luminoso y nuevo, por estrenar.

No coge el ascensor para llegar hasta el cuarto, sube las escaleras de dos en dos, de tres en tres, esperando que la llave no esté echada cuando introduce la suya en la cerradura.

Sería demasiada fortuna.

Es lunes, todo está cerrado herméticamente, como corresponde.  Llama a Laura mil veces seguidas en las que salta el buzón de voz, cuando descuelgue, cuando escuche su voz siempre alentadora, no quiere gritarle y al mismo tiempo desea chillar con todas sus fuerzas, piensa una y otra vez, mientras la llama sin éxito, en palabras escogidas, en las palabras justas, en esas que son imprescindibles para iniciar una vida, esta vida, la nuestra.

Cuando ha ventilado el piso y pasado por las tres pequeñas habitaciones que lo componen descubre un papel colocado sobre la cama, un folio doblado por la mitad que tiene su nombre escrito en rotulador verde.  Conoce bien esa letra, nunca tuvo que pasar los apuntes a limpio.  Saca del bolsillo de la camisa las gafas de lectura y se dispone a leer intrigado y divertido, imaginando algún juego de pistas, un regalo escondido o un poema, como en otras ocasiones.  Pero esta vez la letra parece rigurosa, se agolpa en líneas sucesivas que cubren prácticamente todo el folio, y él, que empieza a sentir prisa y angustia por saber, por querer leerlo todo, se enreda en la madeja de las palabras, algunas parecen saltar del papel volviéndose autónomas, sonoras, cubriendo los espacios vacíos de la habitación: Andrea, otra oportunidad, me marcho, lo siento... Cuando las palabras se emparejan su fidelidad es tan absoluta como la fuerza de su impacto.

Se siente mareado.  Un viento húmedo y tenue entra por la ventana.  Huele a precipicio.  Y a despedida.

Laura vuelve con el padre de su hija, no tiene raíces aquí, no tiene nada, no quiere seguir en la clandestinidad de este amor oscuro ni depender de sus padres, ni que su hija crezca de esta manera, ni hacerle daño a Hugo, ni esperar siempre a que las cosas cambien... desea muchas cosas Laura en su carta, y el deseo es libre aunque hiera o aunque termine siendo papel mojado, el deseo levanta la tierra y las raíces de los árboles, confunde los lugares y suplanta a las personas.

Este Hugo, por ejemplo, no es el mismo que era hace un cuarto de hora, cuando el futuro parecían unas eternas vacaciones de verano y se firmaban  compromisos con los ojos vendados.

En muchas ocasiones somos gente desconocida.

Cierra las ventanas despacio, cansado.

Esta no es su casa y a la que se dirige tampoco... una casa es necesaria para convertirla en fuerte, en velero o en patria.  En una casa hay que esconderse, hay que resguardarse de la lluvia, fumar en la ventana,  reconocerse en las fotos y títulos que cuelgan de las paredes y convertirse en algo o en alguien que se parezca a los muros de esa patria.

Hugo conoce todas las teorías.  Fue un estudiante aplicado.

Hoy, vencido y atrapado en la espiral de las pasiones, sin nadie que lo busque, trata de recuperar algo en lo que creer.

La esencia minúscula de las cosas que abandonamos.

1 comentario

REBEKI -

¿Crees que por fin en 2010 podrás publicar? Te lo mereces, tú y los que te leemos ávidamente y nunca salimos defraudados.