"EL LADRÓN DE ESPACIOS"
"Desgraciado este mundo
sin el riesgo de ser eternamente
esa historia imposible de un amor sin futuro"
(Luis Gª Montero)
La noche anterior a conocer a Vega yo me había acostado con su madre sin saber que tenía una hija de cuatro años a la que iba a descubrir, recién amanecido y semidesnudo, pintando con acuarelas en el suelo de baldosas blancas de su cocina.
Llevaba puesto un pijama muy grande, tenía el pelo largo y embarullado, de color miel.
Mientras yo procuraba descifrar mi alucinación ella, sin levantar la cabeza, me preguntó porqué me gustaba su madre. “No lo sé”, sentía sed, la voz sonaba cavernosa, las palabras pesaban ... “Pues cuando lo sepas me lo dices”.
“¡Vega, cariño, ven con mamá!” La voz de Mónica desde la cama nos ahorró el resto de las presentaciones. La niña salió de la cocina a toda velocidad y yo me quedé siguiendo su estela unos segundos, aturdido e incrédulo, maldiciendo los efectos de la resaca, peores e insoportables con el paso de los años, provocándome visiones de mujeres enanas que me preguntaban por su madre un domingo cualquiera a las seis de la mañana.
Pero logré despejarme lo suficiente –el agua fria hace milagros- para discernir la realidad de la ficción, y cuando volví a la habitación en busca de mi ropa las encontré abrazadas y dormidas, una maraña de melenas sueltas y piel lechosa sobre dos cuerpos menudos, uno más que otro, que respiraban al unísono.
Me sentí un intruso, un ladrón de espacios, y me fui de puntillas sin poder silenciar del todo mis pasos sobre el viejo parquet. Quería borrarme, desaparecer, convencido como estaba de no volver a pisar jamás esa casa ni reencontrarme con Mónica.
Una vez abajo, en el patio, busqué en los buzones para terminar de cerciorarme o por curiosidad: “3ºD: Mónica y Vega”. Sin más. La calle olía a calle regada y tenía luz perezosa de invierno. Me costó saber dónde me encontraba, hacia dónde continuar.
Normalmente los lunes comienza el resto de mi vida, sin jirones ni cabos sueltos, sin trampas de la memoria. Pero el carmín rojo de Mónica, que destacaba en un rostro desmaquillado y pecoso, su manera de bailar, sus manos de pianista y su intensidad no eran comunes ni se parecían a otras. Habíamos coincidido un par de noches en el mismo bar, ella siempre sola aunque conversando con mucha gente, yo siempre con amigos que no conversaban. Hasta que decidí aventurarme solo en su búsqueda. Y tuve suerte.
Ella, y el pijama de aquella niña de voz serena que era ella pero reducida, comenzaron a asediarme. Me sorprendían agazapados detrás del azucarero, en la boca del metro, al correr las cortinas de la ducha, y si hubiera sabido leer los posos del café allí las habría encontrado.
El deseo de volver a verlas se hizo inapelable. Intenté trazar un plan lógico y cuidado, pero el deseo es impulsivo y no entiende de estrategias, cuenta con un tiempo limitado y se salta todos los prólogos para pasar a la acción. Así que me ví deambulando de nuevo por calles estrechas que no conocen el viento, con un oso panda envuelto en celofán bajo el brazo y cara de susto por haber descubierto en mí a un hombre precipitado y absurdo al que de repente parecían gustarle los niños.
No conseguí dar con la casa, ya no era el mismo tipo que el de aquel domingo por la mañana, así que las referencias y coordenadas eran distintas, buscábamos con otros ojos.
El oso y yo regresamos a casa con el deseo hecho migajas y la sensación de plantón adolescente. Como ya no podíamos dar marcha atrás y no teníamos más remedio que encontrarlas pasé un par de veces por el bar dónde había conocido a Mónica, pero ni rastro, agudicé el oído para averiguar si hablaban de ella, pero nada de miguitas en el camino, ni una pista. Qué desastre de investigador privado.
La desilusión cansa, desinfla, más cuando se está acostumbrado a la inmediatez en los resultados, a la facilidad de las cosas planas, sin aristas ni flecos colgando.
Decidí tomármelo como un aviso, moverme sobre mi propio eje valorando lo que tenía alrededor y como conservarlo. Guardé mis obsesiones bien plegaditas en una diminuta caja de cerillas y retomé, una vez más pero con energías renovadas, mi relación con Alma. Una relación totalmente Guadiana, totalmente desencantados y desconocidos a veces, pero buscándonos al final, cuando espesa la noche y hay que pasarla en el bosque. Queríamos encontrar respuesta exacta y continuada a la pregunta de si estábamos juntos, así que aquel me pareció el mejor momento para no seguir escondiéndome.
Sacamos de los bolsillos viejos trucos, cartas marcadas, palabras manoseadas y empezamos sin un chavo a tratar de apostar por la hegemonía del nosotros.
Era un triple mortal con pirueta bien acolchado abajo, con bastantes posibilidades de éxito.
El tres de Marzo asistimos a la presentación de un libro escrito por una amiga de Alma. Me resistí a ir, se me congelaban las facciones solo de pensar en tanta sonrisa comprometida, en los grupitos de exalumnas y en la radiografía de presente con vistas al mar a la que iban a someterme. Finalmente me dejé convencer negociando el tiempo justo y necesario de mi permanencia en el evento.
Tras soportar tres cuartos de hora sobre el arte floral y sus posibilidades en la gran urbe me disponía a despedirme amablemente cuando la anfitriona se empeñó en que tomase con ellas un vinito dulce. Pasamos a la sala dónde estaba preparado el picoteo, varios camareros vestidos de negro con delantales blancos ultimaban detalles, y al fondo se había improvisado una pequeña barra para servir las bebidas. Cuando llegó mi turno y quise pedir una copa de vino me encontré frente a ella, la bartman más guapa que he visto en mi vida. Mónica se manejaba como pez en el agua, con hielo, sin hielo, qué desea el señor, de eso no tenemos, puede servirse usted mismo el cóctel de champán... Ante mi pasividad otras personas me habían rebasado colocándose delante, como si fuese un hombre de paja que estorba en medio del gentío. Era ella, era su pliegue en la barbilla yendo y viniendo, su sonrisa generosa y optimista, sus caderas breves. Imposible olvidar ese cuerpo cuando se ha tenido tan cerca.
Y entonces quise estar en su casa, paralizar la secuencia y echar a todo el mundo a la calle, renegar de mis promesas, ganar el tiempo, recuperar todo el tiempo para pasarlo con ella y que sólo a mí me sirviera una copa de la que bebiésemos los dos. Descubrirla poco a poco y amarla.
Pero me dí perfecta cuenta de que ni siquiera me había reconocido. Reparar en mí sí que lo había hecho, ningún otro gilipollas estaba clavado frente a la barra, respirándola sin quitarle ojo, calculando la distancia exacta entre su abdomen y el mío.
-“¿Desea alguna cosa, caballero?”
Deseo, había dicho deseo , lo había despertado, al dragón de siete cabezas que todo lo arrasa. Oí el gong en algún rincón de mi cabeza, de verdad que oí la señal de advertencia. Hubiera sido tan sencillo coger mi bebida y darme media vuelta ... me esperaban junto a la cama las confortables zapatillas de lo previsible, los días que comienzan seguros de sí mismos ...
-“¿Cómo está Vega?”- Ya era demasiado tarde para huir.
Ella entonces horadó mis pupilas frunciendo levemente el ceño:
-“¿Nos conocemos?”
-“Pues muy poco, la verdad, apenas nada...”
Alguien me tocó en el hombro y yo me deshice de ese gesto como si ardiera, no me volví, no quería perderla de vista ni un instante. Escuché a mi lado la voz de Alma, distorsionada, afilada, externa a mi burbuja: -“¿Qué haces aquí Daniel? Vente con nosotras”.
-“Déjame tranquilo, no voy a ninguna parte”.
No debía entender nada porque ni la miraba. Necesitaba urgentemente que se fuera, que desapareciera, otra ladrona de espacios.
-“¿Cómo dices?”
Trató de meter su cuerpo elevado sobre finísimos tacones entre Mónica y yo, no pude permitirlo.
-“¡Que te vayas hostia!, Ahora no puedo hablar contigo!”
Le grité a dos centímetros de su cara, pero sin perder de vista a Mónica, que recogía copas vacías, intrigada, también sin dejar de mirarme.
Alma se fue emitiendo un sonido gutural extraño, similar a un gruñido.
Entonces ella vino hacia mí y me abordó sin rodeos:
_”Dime quién eres y de qué me conoces”
La gente iba saliendo y nos empujaba levemente:
-“ Soy Daniel, hace un par de meses, en “El Arenal”, no querías estar sola porque te deprime el invierno ...” No fui capaz de sostenerle la mirada, tan avergonzado como estaba de que no me reconociese después de haberla añorado tanto ...
“¡Claro!- su mano derecha apretó un instante mi brazo- el chico de los ojos vagabundos, perdona cielo, es que soy muy despistada ... Si quieres esperarme en el bar de en frente y nos tomamos un café ... Termino enseguida”
Esperé a que se hubiera marchado todo el mundo y salí a la calle. El bar era un derroche total de tapicería roja cabaret de los años 20, sin ventanas al exterior, sólo un amplio escaparate haciendo esquina. Me senté ante una mesa redonda muy pequeña, metida en el hueco de la escalera. Mónica apareció a los cinco minutos, conservando el moño tirante de bailarina clásica, su vestuario de trabajo había sido sustituido por un amplio pantalón de pana y un jersey corto de cuello vuelto. Lucía un pequeño brillante en el ombligo. Pidió un whisky con hielo e hizo girar el vaso despacio, para que chocaran los cubitos.
Esperé a que hablara ella porque me había quedado extenuado y no sabía muy bien qué decirle.
-“Jolín chico que día tan tremendo, ha sido una sorpresa encontrarte ahí dentro, no sabía que te movías en círculos tan selectos ...”
Sonreía y todo dejaba de ser complicado, uno encontraba en el dibujo de esos labios impulso y oxígeno.
-“Yo no iba a venir ¿sabes Mónica? No iba a hacerlo, pero cambié de opinión y gracias a eso hemos vuelto a coincidir, te tengo delante y me cuesta creerlo ...”
Dejó un instante el vaso y me miró detenidamente, como si me viese por primera vez:
-“No te pongas tan serio que me das miedo ... te veo dispuesto a decirme que me has echado de menos.”
Los dos nos reímos por desdramatizar, y porque sobraban las palabras. Fue anocheciendo sin que nos importara demasiado, ella pidió dos whiskys más, yo dos cafés, esta vez necesitaba estar bien despierto. Resultó acogedora la intimidad de aquélla mesa en penumbra, en ese local que nos separaba de la realidad, los semáforos rojos y las cerraduras que siempre esperan nuestra llave. Hablamos de todo un poco sin profundizar demasiado, ya había intuido que Mónica detestaba lo trascendental. El trabajo que desempeñaba era eventual, estaba sustituyendo a una amiga: “Yo sólo trabajo cuando no me queda más remedio, no puedo con la disciplina, qué quieres que te diga, necesito ser dueña de mi tiempo, vivirlo ... Pero Vega se muere por unos patines, aunque no me los pida, he visto como mira en el parque a los niños que los llevan, así que si tengo que estar unos días limpiando huellas y babas de pijos, tratándolos como si les debiera mi existencia, pues estoy, que bien lo vale un deseo cumplido ¿o no?”
No me preguntaba. No me lo estaba contando a mí, el wisky había bajado el tono de su voz y tenía la mirada perdida en algún punto al final del establecimiento. De repente parecía cansada y su rostro había perdido la frescura infantil, la sonrisa arco-iris.
“¿Vivís solas las dos?” al pronunciarla me dí cuenta de la inutilidad de mi pregunta.
-“¡Qué va! Somos una comuna, en cada habitación tengo un amante y mi marido es el chulo que regenta el negocio. La niña es alquilada”
Se rió a carcajadas ocultando la cabeza entre los brazos, que al apoyarlos de golpe sobre la mesa movieron bruscamente la vajilla. Cuando levantó la cara había vuelto a ser ella misma:
-“Perdona Daniel, pero no querrás que te cuente mi vida la segunda vez que te veo ¿no?, esa información tendrás que ganártela ... anda guapo, paga tú y vámonos a casa que te invito a cenar.”
Tiró la silla al levantarse y no se detuvo a recogerla, se colocó en bandolera su petate negro y salió sin esperarme.
Pagué, claro. Y la seguí, qué otra cosa podía hacer. El chico de los ojos vagabundos se había quedado sin destino.
Me pareció imposible que estuviéramos tan cerca de su casa. Varias callejuelas estrechas desembocaron en su portal; ella había ído cantando todo el trayecto y siguió haciéndolo mientras subíamos las escaleras, al llegar al rellano anterior al de su piso silbó como un pastor: “Es una contraseña –dijo divertida guiñándome un ojo- significa que vengo acompañada”. La puerta se abrió como por arte de magia, sola.
“Sal de ahí detrás Vega, y espero que no vayas descalza”. Mónica se iba quitando la ropa pasillo adelante sin preocuparse donde caía. Yo esperé a que Vega saliera del pequeño hueco tras la puerta y me sorprendió verla con el mismo pijama del primer dia, descalza, escrutándome con su rostro de mujer decidida. “¿Ya lo sabes?” –de fondo se oía la ducha- “¿Qué tengo que saber?” La hubiera cogido en brazos, pero sé que le habría molestado. “Por qué te gusta mi madre”.
“Porque es diferente y porque cuando no estoy con ella la echo de menos”.
Lo dije sin pensar, de carrerilla, como si las palabras, de manera autónoma, se ordenasen para la ocasión.
“A mí también me pasa”. Cerró la puerta y se fue corriendo. Volvió al cabo de un instante, calzada con zapatillas de cuadros, como las de los abuelos. Sobre el pijama una chaqueta rosa de chandall.
-“Mañana cumplo cinco años ¿me regalarás algo?”
No me dio tiempo a contestar porque Mónica irrumpió en el salón envuelta en una toalla azul, metía sus largos dedos de pianista entre el pelo, ahuecándolo:
-“No le hagas ni caso, los cumple el día que empieza el verano. No sé que manía tiene con mentir sobre su cumpleaños, Vega, te lo he dicho mil veces ...”
La niña hizo un mohín de tristeza hundiendo la barbilla en el pecho, se convirtió en un ovillo sentado en una esquina del sofá.
-“Será que quiere celebrarlo todos los días”- dije yo tratando de mediar.
-“Los cumpleaños son lo mejor del mundo”- contestó la niña ensimismada, después, como volviendo de un estado de hipnosis se acercó a su madre y le acarició el brazo: “¿Me vas a dejar dormir contigo? Me lo prometiste esta mañana y tú dices que las promesas son sagradas ...”
Mónica dejó de zarandear su melena. Tenía los hombros sembrados de gotitas de agua, la piel tan blanca, los trazos de su cuerpo tan finos ... Me pareció absoluta y simplemente bella. Se arrodilló para ponerse a la altura de su hija, mirándose en el espejo de esa niña que ya nunca sería ella. Le separó varios mechones de pelo que le caían sobre los ojos, y cuando habló, la voz le temblaba un poco: “Voy a dormir contigo siempre, Vega, siempre, aunque no esté contigo ...”
-“¿Pero hoy?”
-“Hoy también, hoy más que nunca. Métete ya a la cama que enseguida voy “.
-“¿Y él?”
Yo me sentía ajeno, como si estuviese contemplando la secuencia a través del televisor. Vega preguntaba por mí sin mirarme, Mónica sólo la miraba y hablaba para ella. De nuevo el ladrón de espacios. Hubiera querido borrarme, hacer un viaje astral, desaparecer. Pero al mismo tiempo me resultaba irresistible permanecer, presenciarlas, estar junto a esos dos seres anacrónicos, especiales, mágicos. Porque para mí lo eran, lo fueron siempre, no conocí a nadie con quien poder compararlas, a nadie de su especie en extinción.
-“Él se va a quedar con nosotras un tiempo ¿verdad?”
No recuerdo si llegué a contestar. El caso es que me quedé a vivir dos años, desde esa misma noche, sin una sola explicación a nadie, tampoco la tenía articulada, ¿qué tipo de explicación iba a dar?. Recogí mis cosas de casa de mis padres, envié a Alma una carta difusa, inconexa, breve e insuficiente y me convertí en cautivo de la isla. Se trataba de quererlas, porque sentía que ya no podía hacer otra cosa. No sé que tipo de seducción provocaron en mí, cual fue el hechizo. Pero lo hubo. Porque el amor se hacía a veces tan intenso, tan evidente y descarnado, que dolía. Sobre todo cuando Mónica me lo ponía difícil, y desaparecía de casa un par de días, y sólo llamaba a la niña, y la niña se convertía en sordomuda y ciega, y además de no soltar prenda no nombraba a su madre para nada. Luego Mónica volvía, destrozada y borracha, y después de estar durmiendo otro par de días amanecíamos en primavera y comíamos en el parque, de picnic, y la niña faltaba sin discusión al colegio después de todo lo que me había costado que la matriculase.
Era como vivir a lomos de una montaña rusa que nunca se detiene. Yo me hice adicto a esa intensidad. Veía crecer a una niña que al mismo tiempo de parecer saberlo todo, la niña vieja, se emocionaba con todo. Estaba acostumbrada a vivir sola, y aún con eso era disciplinada, metódica, y sólo ella conocía el orden exacto de las cosas dentro de la casa. Desconozco como había sobrevivido hasta entonces, cuando todavía era más chiquita, quizás su padre estaba con ellas, quizás Mónica estaba mejor y comprendía que quererla no era solamente que ella lo supiera creciendo como la hiedra, agarrada a la pared. La casa no tenía huellas de pasado, y ante mis preguntas sólo encontré silencio y miradas de advertencia. En el presente que a mí me tocó, cuando me dejaban ser nosotros, nos reíamos mucho, veíamos películas de Chaplin y de Ava Gardner, que le encantaba a Mónica y decía que quería reencarnarse en ella, los veranos nos bañábamos en el río y pescábamos con una caña artesanal, o lo pretendíamos, porque nunca picó ni un solo pez. Los domingos de lluvia tostábamos en la sartén estrellitas de sopa para hacernos collares, Mónica nos enseñó a tejer bufandas, conocía perfectamente la técnica, aunque nunca tuviera paciencia para terminar ninguna, Vega nos enseñó mil trucos para mezclar los colores de las acuarelas sin que quedasen aguados, y yo me dediqué a contemplarlas, y les hice fotos: dormidas, despiertas, bostezando, comiendo krispies, atándose el zapato, eligiendo ropa, patinando, abrazadas, lejanas, cercanas y juntas, que colgué por todos los rincones de la casa. Cuando las nubes negras del cielo de Mónica se iban de vacaciones la vida prometía, pero se olvidaba enseguida de que las promesas son sagradas. Si ella estaba tranquila, la niña olvidaba su casi permanente y apenas perceptible estado de alerta, se dormía pronto, sin dejar encendida la luz del pasillo ni colocar una silla tras la puerta de entrada, para que, en caso de abrirla su madre a horas intempestivas, la despertase el ruido.
Nos llevábamos bien Vega y yo, teníamos disposición de aprendizaje mutuo y cuando se quiere por ambas partes nada resulta complicado. Nos acostumbramos el uno al otro, a que me confundieran con su padre cuando la llevaba al pediatra o iba a buscarla al colegio, a tener una ayudante en mi cuarto de revelado, a cenar pizza requemada dado mi poco arte culinario, a amaestrar un gato vagabundo sin que lo supiera su madre, a reirnos juntos de las mismas cosas ... Se enfadaba pocas veces, y cuando lo hacía echaba fuera un torrente incontenible de palabras custodiadas, de lágrimas detenidas, con una fuerza impresionante para una niña de su edad. Después quedaba tan extenuada que siempre podíamos volver a empezar, reencontrarnos.
Lo mejor fue que ya nunca más quería estar sola, tener sola el miedo de la noche que avanza y se oyen pasos en la escalera, el miedo de las cosas que no se comprenden y surcan el aire como avispas zumbonas, provocando más miedo.
La llevaba de la mano cuando nos topamos con Alma a la salida de un supermercado. Es que Alma vivía tan cerca de allí ... Ya no lo recordaba. Me miró con una ternura que le agradeceré siempre. Hablamos de todo un poco, sin rencores, le presenté a Vega, y ella siempre tan habladora, tan queriendo parecer madura, sólo le dedicó una sonrisa húmeda como su mirada. Por primera vez me pareció frágil.
“Oye Daniel –me dijo por el camino, sin venir a cuento- yo ya no quiero estar sola”.
Se había percatado al instante, mucho antes que yo, de lo que iba a suponer aquel encuentro, porque empecé a sentir nostalgia, que es el epílogo de cualquier relación que sólo tiene presente. Se me quedó el deseo arruinado entre los dedos, entre los pliegues de ninguna esperanza porque las cosas con Mónica cambiaran, y fuesen estables, y sencillas. De no haber sido por Vega me hubiera ído de allí tal y como llegué, sin más, el trópico satura, cansa, aunque se recuerde siempre, inevitablemente.
Quedaban ya muy pocos días despejados, y traté de aprovechar uno de ellos para despedirme de Mónica. Madrugaba mucho y hacía ejercicio en el salón, viendo al mismo tiempo los dibujos que le gustaban a Vega, con ellos recuperaba una risa inmarchitable que yo no llegué a conocer. Se había preparado un vaso de leche tibia con coñac y yo quise ponerme solemne, había memorizado un pequeño discurso ... “No te apures Daniel, se acabó nuestro tiempo, márchate cuando quieras...”
Yo me había imaginado la secuencia de otra manera, sin estiramientos ni el Coyote corriendo con un cartucho de dinamita en la mano tras el Correcaminos, sin parecer que no pasaba nada, que todo seguía, sin pisarme mi pequeño papel de abandonador.
Por eso me salió por la boca una especie de rabia y de derecho: “Me gustaría seguir viendo a Vega”. Apagó la tele y terminó de un trago su desayuno: “Claro, por eso no hay problema, ella tampoco querrá prescindir de ti”. La miré detenidamente por última vez mientras en algún lugar de la casa un reloj daba tímidamente las ocho de la mañana, hubiera querido besarla y retroceder, besarla y arrepentirme, besarla y recuperar el duende.
Pero hay pocos, y están pluriempleados.
Una voz adormecida llamó a su madre para ir al Colegio cuando yo cerraba la puerta.
Cumplió Mónica mucho más allá de lo convenido. Un fin de semana sí y otro también, gran parte de las vacaciones, las pasaba Vega con Alma y conmigo, o la niña me llamaba cuando el cielo se encapotaba como si fuera a estallar. Me había comprometido con su soledad, y al fin y al cabo se trataba de necesitarla, de necesitarnos mutuamente. No hizo falta explicárselo a Alma.
Sin avisar ni encomendarse a nadie Mónica decidió cambiar de residencia, emprender viaje sin rumbo fijo un día antes del noveno cumpleaños de Vega.
El piso, del que yo todavía conservaba llaves, se quedó pelado, como si nunca antes hubiera tenido quien lo poblase. Sólo dejaron colgadas, en el mismo lugar, las fotos que les hice.
Traté de buscarlas, pero la desesperación es el desagüe atascado de una fregadera.
De vez en cuando me llegaban cartas de líneas curvas, con la letra de Vega que enmudecía ante lo trascendente y sólo hablaba de arena suelta, peces y mar. Sin remite, con esos matasellos emborronados, y la tristeza colándose en mi buzón.
Hasta ayer. Porque hoy Vega cumple once años y ayer recibí una invitación para su fiesta “si tú no vienes no hay fiesta” escribió a lo ancho del sobre. Y conozco el sitio, viví dos años –en realidad la cronología del tiempo es lo de menos- en ese lugar.
¿Qué se le regala a una niña de once años? Con Vega no es difícil, le gustan tantas cosas ... He pensado en una gran caja de acuarelas, con sus correspondientes cuadernillos, para que no vuelva a tentarle el suelo de baldosas blancas de su cocina.
4 comentarios
Cruz Velasco -
Leyre Abasolo -
Carmen Frías -
Ramón -