MI PRIMERA HABITACIÓN DE HOTEL
“Hoy es epílogo” (“Curso de Submarinismo”, Elena Medel) Las habitaciones de hotel no tienen alma. Se venden al mejor postor, huelen a madera, a ambientador caro y a moqueta, y siempre parecen dispuestas a olvidar. Permiten mantenernos al margen, abrir un paréntesis en medio de la realidad, saltar a través del espejo. Hubo un tiempo de mi vida en el que soñaba con vivir en hoteles que tuviesen vistas sobre grandes avenidas, bañeras redondas y desayunos de buffet libre. Dispondría a diario de toallas limpias, la cama recién hecha y frasquitos de jabón de olores deliciosos… Pero a las expectativas les brotan espinas, muros de hormigón contra los que uno choca sin posibilidad de volver atrás, porque cuando llegué con las maletas en las que había logrado resumir mi vida a la primera habitación de hotel hacía frío, estaba sola y era Navidad. Ahora es diferente, no sólo porque hayan transcurrido dieciocho años, sino porque cuando saltas de un tren en marcha cambia el paisaje, el ritmo de las cosas varía y ya no te pertenece ningún mundo, el mundo pequeño de los horarios escolares y las meriendas en pan de molde, el mundo de esperar, aguardar esperando no se sabe qué, el mundo de las tenderas de barrio y el precio en las etiquetas de la ropa, el de las vecinas con ojeras y las hijas de las vecinas con huellas de besos furtivos, y los maridos de las vecinas con sus monos de trabajo y sus restos de cigarrillo aplastados en la escalera, el mundo de los niños que juegan con pelotas en el pasillo de casa y lloran por la noche, y tienen mocos, y heredan la ropa de sus hermanos, el mundo menos mundo de bajar el doble a las faldas y llegar a fin de mes, y soñar frente a los escaparates para nada, siempre para nada… Dieciocho años después de apearme de aquel tren en marcha el mundo suena a campanas de boda. Porque es mi hija mayor quien ha reservado y pagado esta habitación aislada del ruido de las grandes avenidas que la rodean, y es mi hija mayor quien se casa mañana, con un muchacho delgado y extraño que no me sostiene la mirada y a quien debo parecerle una orca maldita arrastrada hasta la orilla. Nunca dejé de escribir a mis dos hijas, aunque sólo Amelia contestaba a mis cartas, la pequeña jamás me respondió, su hermana dice que durante mucho tiempo estuvo convencida de mi regreso, y al constatar que este no iba a producirse optó por anularme completamente. No la juzgo, tenía siete años cuando me marché, Amelia once, las dejé con su padre, que por fin parecía haber encontrado trabajo estable en una fundición y aquel día le tocaba ir de noche; salí de casa poco antes de que él regresara, en la nevera platos cocinados para varios días, toda la ropa planchada, las citas médicas señaladas en rojo sobre el calendario… Todo quedó dispuesto a seguir, preparado para continuar, pese a mi deserción. Reconozco que había planeado minuciosamente mi huída, durante mucho tiempo estuve concretando detalles, apartando dinero, trazando itinerarios sobre mapas de carretera, hasta que llegó Martín, me miró a la cara y comprendió lo fácil que sería sacarme de allí porque hacía tiempo que yo ya no estaba. Necesitaba un brazo al que agarrarme, una excusa, un nombre cualquiera, Martín o Pedro o Fidel, unos piratas empujándome por el trampolín, un llanero solitario que se compadeciera de mí o conmigo. No reparé en las fechas, no me dí cuenta de que estábamos en Navidad hasta que entré en el primer hotel y ví las luces intermitentes del abeto; faltaban dos días para Nochebuena. Pero tenía que ocurrir entonces, entonces o nunca. Y debía ser, porque yo era una mujer habitando lugares inhóspitos, que no encajaba, impropia, completamente devastada, y quise tener una vida, por qué no, una vida mía, asistiendo a cócteles, cines, presentaciones de libros… o paseando sin prisas por llegar a las zapatillas de ninguna casa. El caso es que conocí a Martín en un hospital. Mi madre y la suya ingresadas en la misma habitación a causa de sus dificultades respiratorias, y él el hijo pródigo que vivía solo y tan lejos, y que había venido a cuidar a su madre después de mucho tiempo sin dar señales de vida… me invitó a un par de cafés, observé su comportamiento, esa manera de parecer más joven, su osadía espontánea y aquella risa pegadiza y generosa fueron las claves para adivinar la palabra de once letras: OPORTUNIDAD. Cerré los ojos, o los abrí, no lo sé, iniciamos una relación secreta cuando nuestras enfermas ya estaban en casa, se me habían olvidado las promesas, aquella dulce sensación de esperanza brotando como un pájaro recién nacido en los gestos cotidianos, en todo lo que podía ser diferente y nuevo, absolutamente posible. Yaiza, la pequeña, me dijo en un par de ocasiones: “Te brillan los ojos mamá”… de haber sido más mayores hubiera podido explicárselo y estoy convencida de que me habrían comprendido, pese al dolor, porque la piel de la espalda coge la forma de los vínculos establecidos y se deja mecer. Martín me anunció que se marchaba, y aunque yo ya tenía meditada mi petición de acompañarle no fue necesario ponerla en práctica, me dijo “vente conmigo” no sé si siendo consciente de que le respondería afirmativamente, pero así fue, quedamos en el hotel y a la mañana siguiente, a la hora en la que los furtivos caminan por la ciudad sin hacer ruido, cogimos un avión rumbo al resto de mi vida. Cuando Amelia me pidió que asistiese a su boda no creí estar en condiciones de negarme. Frente a mí una mujer que físicamente no se parece ni a su padre ni a mí, que nunca me ha reprochado nada, pero que me ha mirado, me ha mirado con la inmensidad diáfana de sus ojos azules que cambian de color, y ha sido sencilla y clara, sin trampas, “quiero que vengas”, “¿tu padre y tu hermana qué dicen?”, “no les he preguntado, es mi boda y quisiera contar contigo ese día…” y es cierto que una se avergüenza, tarde quizá, a destiempo, pero se avergüenza y piensa en todos los días de todos los años que mis hijas pudieron necesitarme y yo no estaba. La vida tiene una trayectoria única, un tiempo determinado, elegir es lo más difícil y todas las elecciones están equivocadas, todas provocan daños colaterales. Mañana voy a ser una más entre el público asistente a una boda en las afueras, en una ermita rural en la que apenas cabremos todos, Amelia que de niña era la más princesa de todas las princesas y que soñaba con bodas en catedrales y con coches de caballos, termina por casarse con un vestido atípico, un novio atípico y una madre atípica, en un lugar invisible en cuyos jardines se ofrecerá la comida posterior. No sé si he acertado con el vestuario elegido… en cualquier caso seré el centro de atención aunque no quiera, los extraños llevamos un cartel pegado en la frente, caminamos extraño, cogemos de manera extraña la copa del cóctel, el cubierto en la mesa, nos miran y cuchichean, resultamos exóticos, reprobables, llamativos. En mi caso, una madre que vuelve a ser madre por un día, que vuelve dieciocho años después, que vuelve, al fin y al cabo, es reunir todos los requisitos. A través de Amelia me encontró Julián, mi ex-marido, hace unos diez años. Estaba tal y como había imaginado que envejecería. Mal. Con el pelo prematuramente blanco y la piel demasiado curtida, los ojos huidizos, las manos buscando esquinas imposibles en la mesa redonda de la cafetería donde quedamos. Venía a pedirme el divorcio para volverse a casar con quien había rehecho su vida. Firmé desganada y apresuradamente, dejando sin contestar su pregunta, que quedó suspendida en el aire de la tibia mañana: “¿Cómo te va?” Entonces ya no estaba con Martín, aquello apenas duró un par de años, demasiado tal vez, después de Martín conocí a Francisco, por el que viví una temporada en mi segundo hotel, Francisco estaba casado, era un señor respetable, empresario de reputación en una ciudad pequeña y austera que consentía que las amantes fuésemos mantenidas con decoro. Tuve un abrigo de piel y un perro pequeño, una pulsera de la que colgaban monedas y un chofer, toda una amante de catálogo. Hasta que dos matones me rajaron la cara dejándome la cicatriz que cruza mi pómulo izquierdo, y tuve que coger lo justo y largarme, siempre donde no hubiese mar, porque el rumor del mar me recuerda el pasado, y llego a ver los rostros de quienes me rodearon sobre la superficie del agua, y siento frío, y el alma encogida. Aguanté una temporada vendiendo hasta el abrigo y la pulsera, cuando las cosas ya se ponían difíciles apareció Adrián, que por poco no podía ser hijo mío, y que, aunque me hizo regresar a las cavernas de la cocina, la costura, esperarlo de madrugada, hacer y deshacer su maleta y sentir los celos que jamás he vuelto a sentir por nadie, me hubiera convertido en su alfombra roja una y mil veces más, pero no me lo permitió y se casó con otra. En medio del duelo recibí la llamada de mi exmarido, en un principio no supe que venía por lo del divorcio, así que fantaseé con la posibilidad de que viniera a buscarme, convertido en todo un caballero perdonavidas, dispuesto a empezar de nuevo porque no había logrado olvidarme… Una vez más dejé preparadas mis maletas, por lo que pudiera ocurrir, pero cuando salí de la cafetería, divorciada y sola, comprendí que todos habíamos cambiado hasta el punto de ser otros, absolutamente indescifrables. La determinación de uno pone boca abajo el mundo del resto, hasta que no queda nada en los bolsillos. He seguido dando tumbos de acá para allá, procurando encontrar la antítesis de lo que fui, pero sin lograr tampoco reconocerme en ella, sin tener un sitio, sin ser de ninguna parte ni de nadie, aunque esto último no de forma voluntaria. Los hombres no me han priorizado, nunca han visto en mí un presente capaz, y mucho menos un futuro inmediato. Amelia se casa y veré a Yaiza, con sus eternas ojeras y sus pies de japonesa, de pequeña aborrecía llevar faldas, no sé cómo se vestirá mañana, en realidad no sé nada de ella, lo poco que me ha ido contando Amelia, que sigue siendo una mujer introvertida a la que le gustan los animales, nadar y leer en la parte más soleada de las bibliotecas. Desde que nació me miró con desconfianza, como segura de que me marcharía algún día, aunque su hermana trató de cuidarla, de rellenar huecos imposibles, ella nunca se dejó. También volveré a reencontrarme con mis hermanos, Aída y Lucas. La primera sé que resultó de gran ayuda para mis hijas los primeros años, pese a tener también cuatro hijos, traté de llamarla en varias ocasiones pero siempre me colgó el teléfono. Sebastián me ha mandado dinero cuando he recurrido a él en las situaciones más apuradas, comportándose como un agente financiero neutro, sin emociones. Esos son los brazos que me estarán esperando. Ausencia de brazos. El día ha amanecido radiante y despejado, el día que se merece Amelia. A la hora convenida llega el taxi a la puerta del hotel y entro vacilante porque llevo unos zapatos prestados que me están pequeños. La carretera cruza un polígono industrial y se adentra por un camino estrecho que no parece conducir a ninguna parte. De pronto se abre un claro inimaginable, y en medio del claro una ermita pequeña, muy blanca, junto a la que ya hay aparcados algunos coches. Le pido al taxista que espere porque en ese momento puedo ver la llegada de los novios, atípicos, ya lo decía, porque salen del mismo coche y se cogen del brazo con alegría, en la puerta de la ermita está esperándolos un cura muy joven y mi hija Yaiza, agarrada a la cintura de un chico que le saca bastante altura y que gesticula mucho. Todos se ven rodeados de multitud de personas que parecen brotar de la tierra. “Por favor, volvamos al hotel” El taxista se encoge de hombros y retrocede levantando algo de polvo. En el viaje de regreso me quito los zapatos y bajo las ventanillas, el viento de cara me devuelve cierta sensación perdida de haber cumplido con mi deber. Este gran día de Amelia no puede verse empañado por fenómenos paranormales. Yo no sé quien soy. Pero hace tiempo que dejé de ser su madre.
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