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MARTES DE CENIZA

"PRONOMBRES POSESIVOS"

"PRONOMBRES POSESIVOS"

-A Marimar Moreno, gran amiga,

fiel a lo que escribo.

 

Los niños vendrán a la hora de cenar.

Llaman al timbre dos veces, con una breve interrupción entre ambas.

Alberto entra por la puerta como un huracán, tira la mochila sobre la cama y me pide un juego concreto de ordenador, ese en el que hay que sortear trampas y encontrar llaves para terminar abriendo un cofre del tesoro.

Parece siempre el mismo niño.

Con la alegría intacta.

Judith es diferente, no sólo por ser la mayor y comprender más cosas, sino porque siempre fue diferente. Una niña todo ojos y silencio, que contempla y calla, que cuando habla utiliza las palabras precisas, el tono adecuado. A veces se distrae y cuenta las migas de pan derramadas sobre el mantel, o mira a través de la ventana abierta en busca de otras cocinas habitadas por gente que eleva la voz, friega los platos o escucha música.

Sus besos son frágiles.

Eva no cruza la puerta. Se sitúa con las puntas de los pies pegadas al umbral, como si traspasarlo supusiera recibir una descarga eléctrica. Mira hacia dentro del piso con desgana y sin curiosidad. Intercambia conmigo unas normas ridículas:

“Que no beban coca-cola por la noche, aunque sea sin cafeína, les sienta mal”

“Judith necesita ayuda en un trabajo del colegio, que no se despiste dejándolo para última hora”

“Vigila que Alberto se cepille bien los dientes”.

No vigilo.

No soy un vigilante.

No soy otro padre, otro señor, otro hombre radicalmente opuesto al que era antes de separarnos. Conozco los hábitos de mis hijos, sus manías y hasta sus pequeñas mentiras.

No necesito instrucciones.

No me he profesionalizado en el cumplimiento de mi deber como padre.

Quizás si le soltase todo esto podría sorprenderla, pillarla fuera de juego, decirle entra, siéntate, vamos a hablar, no hace mucho teníamos planes, nos gustaba cenar fuera los sábados, queríamos comprar una casa en el campo, donde los niños pudiesen subir a los árboles y construir cabañas, yo te besaba en el cuello y tú te estremecías ¿lo recuerdas?

Pero la mujer que tengo en frente y que mira constantemente el reloj, la que apenas me sostiene la mirada y llama a los niños con una voz extraña, impostada, para que salgan al rellano a darle un beso, es una mujer sin memoria.

He comprado masa para hacer pizzas, los dos se divierten trasteando en la cocina, y helado de chocolate, y sobres de Cola-Cao para desayunar, porque es algo que ya no uso, absorbido de nuevo por mi adicción cafetera.

Cuando tengo a los niños Paula desaparece sin dejar rastro, ni un frasco de colonia en el cuarto de baño, ni un pijama en el armario. Se borra. Ella sabe. Aunque no hemos acordado nada ella sabe. Tiene su casa como yo tengo la mía. No llevamos demasiado tiempo, es preferible no invadir, ni adjudicarse papeles incómodos.

También está separada, no tiene hijos, pero mantiene con su ex una relación cordial y de vez en cuando hasta quedan a cenar; se ríe de la cara que pongo cuando me cuenta que

se llevan mejor ahora que durante su relación, y que en realidad, nunca deberían haberse casado, pues en el día a día resultan incompatibles.

“Pagar las facturas, decidir quién hace la compra, llevar la ropa al tinte y el coche a la revisión, colgar unas cortinas, asistir a las reuniones de la comunidad de vecinos, comprar los regalos de Navidad… todo eso desgasta la convivencia, la convierte en un protocolo incómodo, hazme caso…” dice mientras se cepilla el pelo, la boca de labios finos, lineales, sonriendo frente al espejo.

Y yo me quedo pensando que es precisamente eso lo que echo de menos, lo que me provocaba sensación de pertenencia: contribuir a los gastos de una casa, burocracia con mi nombre, con mi domicilio, con un DNI, con un estado civil… las fronteras de una pequeña patria en la que cabían hijos, trabajo, vacaciones, maneras de ser y estar.

Cuando todo eso desaparece uno se convierte en otra persona, tiene el mismo nombre, pero se llama de otra manera, está ubicado en un lugar que nada tiene que ver con el anterior, es un paria, un desahuciado.

Por eso a Paula la intuyo efímera.

Por eso no me duele quererla.

Eva sin embargo metió a su nueva pareja en casa un mes más tarde de mi partida. Debía tener prisa. Miedo. O las dos cosas.

Mario es joven, ocho años menor que Eva, conduce una moto de gran cilindrada, trabaja por cuenta propia, practica varios deportes… el tipo de hombre en el que ella no solía fijarse, pero de repente aparece, después de un simple curso de cocina quedan en grupo un par de veces, y lo que parece imposible que tome consistencia la toma, y trece años

de vida en pareja se cuelan por el desagüe sin dilación, y una noche cansado de esperarla, dormido en el sofá, me sacude como si estuviésemos rodeados de llamas, y lo estábamos, claro, devastados ya, y me empieza a recordar que este piso nos lo regalaron sus padres, y te tendrás que ir porque no pienso perder esta oportunidad, y por unos momentos no sé si me habla de una ganga, de un mueble de liquidación, o de otro hombre, es otro hombre sí, y quiere que sepa que no se siente culpable, por qué había de hacerlo, no puede evitar sentir lo que siente, que es a él a quien ama y con quien quiere estar, y sólo por esa vez, sólo viendo el brillo en los ojos de Eva y el ligero temblor de sus labios, envidio la posición de Mario en este momento de las vidas de todos nosotros.

Tuve el arranque de decirle con una tranquilidad inaudita que si me iba era para no volver, que no regresaría nunca más.

Ella me miró perpleja encogiéndose de hombros.

Fue cuando supe que había dejado de quererme.

Para siempre.

Para curar una herida o solucionar un conflicto.

Para bajarle un paraguas porque llueve.

Para sacar las bolsas del maletero y limpiar los hámsters.

Para nada ya.

Para nada.

Y se instaló Mario, puso sus camisas donde hacía muy poco habían estado las mías, y en lo que había sido mi cuarto de estudio y proyecto de biblioteca montó un pseudogimnasio en el que él y Alberto hacen flexiones y dan volteretas.

Eva se cambió el corte y color del pelo, usa vaqueros ceñidos, lee libros de autoayuda, el niño dice que cuando mamá está con Mario se ríe con la boca muy abierta, Judith le lanza una mirada que él no sabe interpretar, y seguimos comiendo, se enfría el consomé, no pasa nada por hablar, es peor callar, hay que lanzar los pájaros sobre el mantel, que revoloteen, que salpiquen, que, finalmente y sin apenas fuerza, salgan aleteando por la ventana. Se denomina exorcismo.

En una ocasión le pregunté a Judith que le parecía el novio de su madre. Estábamos haciendo la cama y se detuvo, puso frente a mí esa mirada suya que parece romperse y que me inquieta. “No me parece nada ¿y a ti?”.

Cambié de tema, no esperaba que la pregunta rebotase. Me dí cuenta que podíamos tener nuestras opiniones pero que de poco iban a servir, pues por primera vez en su vida Eva estaba dispuesta a saltárselo todo.

Así se lo hice saber a sus padres y a su hermano cuando me llamaron, tratando de averiguar más porque ella sólo les había dado los titulares. Supongo que hubieran preferido colocarme el adulterio a mí, colgarme todos los muertos, publicar mi currículum oculto. Pero no pudieron. Su hija no se escondió y yo tampoco.

Y dejé de tener familia política, mi sitio en la mesa, el servilletero con mi inicial, de la noche a la mañana, es asombroso lo sustituibles que somos, lo perecederos.

Yo apenas tengo gente a mi alrededor a la que dar explicaciones.

Hijo de viuda, una mujer que asiente a todo y no fija la mirada en ninguna parte, que asumió mi separación como quien camina sin detenerse viendo barrer las hojas de los árboles. Alguien entre la aflicción y lo hermético, que parece soportar el peso de la vida sin morder ningún pedazo, sin muecas, sin ojeras, sin despeinarse.

Hijo único de padre ferroviario que apenas paraba por casa, y cuando lo hacía dormía mucho, y cuando no dormía pescaba, o jugaba a las cartas con los amigos, mientras yo vivía cerca de él, mirando la marca incrustada de la gorra alrededor de su cabeza, y al mismo tiempo muy lejos, en el planeta de las canicas, las hogueras y el lenguaje de la calle que lo veía pasar con los zapatos siempre brillantes.

No pude dar crédito a su repentina muerte… había dejado pendientes tantas cosas para contarle… nos debíamos un tiempo que se tornó irreversible.

El caso es que cuando me separé no necesité la pena de nadie, pero sí un refugio. Quería un zulo, un hueco al margen de cualquier espiral, una puerta abierta en alguna parte.

Y por supuesto busqué a Sandra, que fiel a nuestra historia y con esa habilidad que la caracteriza supo estar a la altura, no defraudarme.

Sandra es la mejor parte de mí mismo.

La mujer que más veces me ha rechazado y más tiempo ha estado conmigo, esa compañera de vida de la que cometes el error de enamorarte y entonces te pones tonto y no quieres comprender nada, te obcecas, y a punto estás de tirarlo todo por la borda de no ser porque en toda paranoia hay un segundo pegado a la realidad, y en ese instante comprendes que no puedes perder esa relación en los mejores términos que pueda producirse, porque si no te pierdes tú.

Sandra es la referencia, la trayectoria, el pasado lógico, la caja dentro de otra y dentro de otra más, lo que concuerda, la persona incondicional que nos mantiene a este lado de la cuerda floja.

Me quedé en su casa un par de semanas, las justas para respirar demasiado aire de campo, repasamos las fotos de cuando éramos críos, las nocheviejas en el piso de aquel novio suyo que tenía una terraza a la que se accedía por una pequeña escalera de caracol y desde la que se divisaba toda la ciudad, cuando nos sentábamos en el tejado ahuyentando a los gatos y a las palomas y la vida nos parecía tremendamente simple.

Hasta que me echó con cajas destempladas, como suele suceder me puso en órbita, se acabaron las lágrimas y el hastío, la autocompasión, tus hijos te están esperando, cómete la frustración, pero no les falles… algo así vino a decirme la mañana que nos despedimos, yo muerto de miedo, poco complaciente, sin ganas de habitar una vida impuesta, el viento soplaba de un modo enfurecido, quebrando las ramas de los tilos, removiéndolo todo.

Y comenzó el resto de mi insospechada existencia, en un pequeño piso alquilado, con atrayente mezcla de luces, en el casco histórico de la ciudad. Desde la urbanización los niños vienen aquí como de excursión, y les hace gracia asomarse al balcón y ver a los gatos rebuscando en la basura, y a las vecinas llamándose de ventana a ventana.

Todos hemos aprendido a reinventarnos, tratando de perder lo mínimo, o aprovechando para hacerlo.

Antes de la hora convenida suena el timbre de una forma extraña, a veces los sonidos son premonitorios. Me asomo por la mirilla y veo el rostro delgado y pálido de mi hija mayor, que debería estar en el colegio y no aquí, y mucho menos sola… Abro la puerta queriendo saber y me encuentro con una niña de aspecto fatigado y zapatos de uniforme cubiertos de polvo, sonríe sin ganas y en sus ojos persiste un rastro inequívoco de llanto.

“Pero qué lejos vives..” me dice al pasar, y se queda en el centro del salón sin quitarse la mochila, como si fuese una desconocida.

Antes de poder preguntarle nada suena mi teléfono móvil, el nombre de Eva brilla en la pantalla “Si es mamá dile que estoy bien, que no se preocupe, y convéncela para que no venga, por favor”

Eva no lograba articular una frase entera sin romper a llorar, he tenido que repetirle varias veces que la niña se encontraba bien y que estaba conmigo, nunca ha sido especialmente creyente, pero nombraba a Dios dándole gracias, aún no he podido hablar con ella, tranquilízate, te llamo dentro de un rato.

Al colgar compruebo que Judith ha abierto de par en par las ventanas, como si necesitase oxígeno, un aire limpio y fresco de otoño entra en la casa, sacude tímidamente papeles y cortinas.

“¿Vas a contarme qué ha ocurrido?”

Se quita por fin la mochila, se descalza, dejándose caer en un sillón.

“Pasa que hoy me he rendido papá, no podía cumplir la misión, asistir a clase como si nada, tratar de pasar por las cosas sin que me afecten y comportarme como una buena chica … he echado a andar hasta llegar aquí, he cruzado la ciudad, no sabes la cantidad de cosas que suceden en esas horas en las que parece que nunca pasa nada… verás, no es que este destino sea mejor que ninguno, no te ofendas, es que no tenía otro, y huir sin más es de locos, no conduce a ninguna parte…”

Observo a mi hija mientras un temblor frío me recorre la espalda, en mi cabeza se abre paso la inquietud… en qué momento me perdí su germen, cuando he llegado a desconocerla tanto…

Cojo una silla y me siento a su lado. Presiento que no puedo hacer otra cosa más que escucharla, descubrirla, no perder esta oportunidad que parece definitiva.

“Mamá está embarazada, va a tener un hijo con Mario, nos lo ha dicho durante la comida, como si fuese lo más normal del mundo, mientras le cortaba el filete a Alberto, me he puesto mala, no he podido evitarlo, me he dado cuenta de que no hay retorno, que hasta ahora lo de Mario podía ser pasajero, no sabes cómo lo mira, como cuenta los minutos que faltan para que él regrese, que incluso podíais volver dentro de un tiempo, al fin y al cabo no ha habido grandes peleas, los dos muy civilizados, demasiado tal vez…”

Está cansada, hace una pausa para cobrar fuerzas y recomponer una voz que se quiebra por momentos.

“Pero ya con un niño en medio… eso son palabras mayores. Voy a tener un hermano de otro padre, le voy a llevar trece años, si casi va a parecer hijo mío…”

Trata de sonreir, pero su cara se convierte en una mueca difícil.

De repente estoy tan agotado, tan confuso, que sólo puedo acariciarle el pelo.

“Creo que tu madre está apostando fuerte por su vida y nosotros debemos hacerlo por la nuestra, Judith”

Levanta rápidamente la cabeza del reposabrazos del sillón, se borra de un manotazo una lágrima rabiosa y me pregunta airada: “¿Cuál es nuestro sitio en su vida? ¿Cuál? ¡Yo quiero el que tenía!…”

La tarde se empieza a teñir de ocres.

Hemos hablado mucho, desordenadamente, tratando de poner nombre a las emociones y a los miedos, mostrando las heridas.

Hasta que se ha quedado dormida, la he tapado con una manta, su cara todavía de niña chica exhausta, y entonces he llamado a Eva, que cuando ha dejado de gritar al otro lado

del teléfono, agraviada por la fuga de la niña, por el susto que le ha dado y principalmente porque haya venido en mi busca, ha aceptado quedar conmigo para hablar de los chicos en terreno neutral, a medio camino entre su mundo y el mío.

No le he adelantado la propuesta de Judith de venirse a vivir aquí, es posible que todo se calme y cambie de idea, los días están repletos de sorpresas.

Cuando ya habíamos concertado la cita y la conversación declinaba rápida hacia la despedida le he dado la enhorabuena, espero que no te salga tan llorón como los anteriores, ¿recuerdas el sueño que pasábamos?, la primera salida que hicimos después de tener a Judith fue al cine, donde nos dormimos prácticamente en la primera escena y tuvo que despertarnos el acomodador cuando ya no quedaba nadie en la sala… se ríe francamente, recupero algo de la Eva con la que viví en esa risa, en el recuerdo compartido de un proyecto que trató de ser común y duradero. Y duró cuanto pudo.

Mañana por la mañana me traerá a Alberto, tendremos el paréntesis del fin de semana por delante para tratar de retomar las cosas desde otra perspectiva.

Cuelgo.

Apenas se oye nada, algún coche lejano, el reloj de la cocina.

Mi hija duerme.

Yo no creo que logre hacerlo en toda la noche, posiblemente llame a Sandra, le cuente que voy a ver crecer al hijo que mi mujer tendrá con otro hombre, tu exmujer, matizará ella, mi mujer, la única con la que quise formar una familia, tener un futuro, hacerme viejo.
Sé que hay que aferrarse a la vida como única solución de amparo.

Aunque ella decida por nosotros.

Y a veces, nos deje al margen.

5 comentarios

Patricia -

Como siempre, me ha encantado. Y el título me parece ideal.
Sigue.

Rubén L. -

Impresionante cuando se da cuenta de que ya no lo quiere:

Fue cuando supe que había dejado de quererme.

Para siempre.

Para curar una herida o solucionar un conflicto.

Para bajarle un paraguas porque llueve.

Para sacar las bolsas del maletero y limpiar los hámsters.

Para nada ya.

Para nada.

Yo daría algo por poder escribir líneas como estas y no sabes lo que agradezco poder leértelas

Carmen Frías -

Mi querida Puri, me da que estás dando un giro, siempre impecable y no radical, en tu estilo, menos prosa poética y más realidad palpable ¿o me equivoco? menos vericuetos y más sencillez, pero siempre desde tú único modo narrativo, el de los sentimientos.

Lucía Calderón -

Yo sí tengo gente a mi alrededor que ha pasado por historias como esta, no es difícil ponerse en su lugar, pero sí que lo es contarlo así de bien y por escrito.

cadenadeochos.blogspot.com -

Me vuelvo a preguntar como puedes describir de una forma tan precisa y cercana algo que no has vivido y hacerlo sentir asi a alguien que tampoco lo ha vivido.
Bravo!