"REINA DE MARFIL"
”Nadie sabía que martirizabas
un colibrí de amor entre los dientes”
(“Gacela del amor imprevisto”- Federico García Lorca)
El día de mi boda Isa vino a verme a la salida de la iglesia.
Desconozco como supo que me casaba, habíamos perdido el contacto tres años atrás, cuando nuestra relación se había convertido en uno de esos cuentagotas de los que ya no cae nada por mucho que los exprimas.
Noté que me ruborizaba al recordar mi repetido alegato contra el matrimonio, todas las veces que habíamos discutido sobre el sagrado vinculo, ella enalteciéndolo, idolatrando una imagen de princesas Disney con velos y palomas y niños uniformados portando la cola del vestido, y yo todo lo contrario, con mi discurso del amor libre sin ataduras ni protocolos.
Miré en su dirección queriendo dedicarle un gesto de complicidad, pero ya no estaba.
Se había esfumado detrás de la marabunta de besos, arroz y confetti.
A la vuelta de mi viaje de novios quise llamarla, agradecerle el detalle, invitarla a un café y enseñarle las fotos, creer que las amistades pasan por temporadas … pero no hallé el momento ni la forma de conducirme con naturalidad.
Después jugar a las casitas te quita mucho tiempo, construir un hogar no es fácil, conoces al otro como si lo vieras por primera vez, y puede haber tanta miseria, tanta paz o tanta rutina en un cepillo de dientes que todo se hace minúsculo o muy grande, sin intermedios.
Enseguida llegó Nora, y con ella mi año sabático, la profesionalización como madre que con una sola mirada comprende si su criatura tiene fiebre, si necesita una crema especial o un abrazo único. Llegué a sentir que respiraba por la dos, que sólo con mis pulmones bastaba.
El primer día que fue a la guardería es de los que más recuerdo haber llorado, pegada a un árbol, como si me hubiesen desposeído brutalmente de algo esencial.
“Los hijos no son propiedad privada mamá” me ha repetido alguna vez con los años, pero nunca he logrado entenderla.
Una noche vomitó tanto que a punto estuvo de deshidratarse, la llevamos a urgencias y en la sala de espera, sentada en un rincón, casi escondida, con un bebé de meses entre los brazos me encontré a Isa.
Rápidamente me senté a su lado mientras Adolfo entraba con la niña al baño.
No me recibió con ternura.
Enseguida percibí que le molestaba, su mirada huía y su aspecto, bien por la hora o por su reciente maternidad, resultaba descuidado.
Antes de que la megafonía pronunciase el nombre de su bebé, un chico creo recordar, pude decirle que la había visto en mi boda y que cuando quise darme cuenta había desaparecido. Se levantó como impulsada por un resorte y me miró de una forma desahuciada y triste: “Te equivocas, no era yo”.
Pero tengo claro que lo era.
Su melena pelirroja cubriéndole los hombros, las manos en los bolsillos de uno de esos vaqueros en los que siempre se pisaba los bajos, la carita pecosa, la expresión atrevida.
Sentí su presencia al otro lado de la calle estrecha, al fondo de los trajes de gala y del carruaje de época –a quien se le ocurre ir tirada por caballos con lo poco que me gustan los animales-, por encima del bullicio propio de la celebración, la ví con claridad meridiana.
Aún sin querer reconocerlo ya supe entonces que le debía algo.
Tiempo. Los años que nos habíamos tenido la una a la otra como la luz de un faro en medio de la tempestad. Ese tiempo en el que resulta fundamental contar con alguien que no necesita explicaciones. Que va a estar ahí. Siempre. Aunque a veces siempre tenga fecha de caducidad.
Vinimos a estudiar peluquería y estética, éramos de pueblos cercanos, prácticamente dos desconocidas, pero nuestros padres tenían más trato y nos plantearon la posibilidad de vivir juntas, compartiendo alquiler con Marcela, otra paisana que ya llevaba dos cursos en la ciudad. Queríamos salir de allí como fuera, así que dijimos a todo que sí, nos miramos la una a la otra calculando la tabla de salvación que podíamos construir entre las dos. Y emprendimos la marcha. El viaje se nos hizo muy corto, nos atropellábamos al hablar, estábamos nerviosas, desorientadas. El taxista que nos llevó desde la estación al piso de Marcela nos dijo que no era un barrio recomendable para dos chiquillas. No se lo tuvimos en cuenta, ocupadas como estábamos en grabar en nuestra retina las calles, la gente, el ruido de la vida. La máxima en casa de Marcela fue: “Aquí ver, oir, y sobre todo callar”. Habíamos estado antes con nuestros padres, que habían hecho el esfuerzo de amueblar la que iba a ser nuestra habitación con dos camitas, un armario y una mesa de estudio con una pequeña lámpara, pero cuando llegamos, sólo quedaban los colchones en el puro suelo.
“Silencio, si no decís nada esta mes no os cobro el alquiler”
Y decidimos callar, subirrnos en aquella montaña rusa que ya había comenzado su viaje.
La Marcela que en el pueblo acompañaba a su madre a misa, cuidaba de sus hermanos pequeños y casi siempre llevaba el pelo recogido, en la ciudad estaba poseída por el espíritu de una muchacha que dormía de día y vivía de noche, que no pisaba las clases y que se sacaba sus buenas perras cantando en clubs nocturnos ligera de ropa.
Traía al piso unas compañías que nos hacían dormir con el cerrojo de nuestra habitación bien echado, y el frio y el miedo metidos en el cuerpo.
A los seis meses de instalarnos, asistiendo a clase por la tarde y tratando de trabajar en lo que salía por la mañana, decidimos arriesgarnos y alquilar una buhardilla por nuestra cuenta, resultaba mucho más barata de lo que estábamos pagando, y nuestras familias no nos hicieron demasiadas preguntas, probablemente, como decía Marcela, preferían no saber.
Así nos fuimos conociendo, cobijadas junto a las velas que empleábamos para no gastar demasiada luz, preparándonos bocadillos de mortadela y de sardinas en aceite, pateando las calles para encontrar trabajo, material de estudio, una falda barata.
Cuando una sabe qué resortes emplear la vida se simplifica.
Fue así como me enteré que el padre de Isa no era su padre biológico, que a este nunca lo había conocido ni su madre quiso contarle jamás que fue de él, lo único que le repetía era lo agradecidas que debían estar a la nueva figura paterna, porque se hizo cargo de una madre soltera, y de una niña de un par de años a la que miró siempre de un modo extraño, sorprendido espiándola cuando fue creciendo y se duchaba o cambiaba de ropa. Nunca quiso contárselo a su madre “¿Para qué?, no me hubiese creído”, estaba ciega con él, con darle los hijos que se quedaron en un par de abortos y después nada, esta maldita cría que me esquiva y no quiere nada conmigo, después de lo que yo he hecho por ella, mascullaba en la cena, calentado por los chatos de vino.
“Afortunadamente fue un cobarde que no se atrevió a nada más -me dijo Isa una vez, la mirada al frente, un frío de Enero en los perfiles, la calle ancha y desnuda- porque si no tendría que haberle matado con mis propias manos”
Y supe que decía la verdad.
A mí me engancharon la peluquería y la estética, supe sacarles partido, me proporcionaron trabajo estable. A Isa le hubiera dado igual estudiar solfeo o veterinaria, por eso lo dejó dos años después, cuando encontró trabajo en la fábrica de juguetes y decidió romper definitivamente el contacto con su familia.
Yo admiraba su capacidad de adaptación, su metamorfosis.
Echaba de menos a los míos, esos hermanos en los que apenas reparaba cuando estaba en casa, pero de los que recordaba hasta la costumbre más nimia, los guisos de mi madre, el sonido de los pasos de mi padre subiendo las escaleras cuando volvía del campo... tampoco éramos una piña, pero habíamos tejido un lugar común al que me apetecía volver de vez en cuando.
Cambiamos la buhardilla, húmeda y triste, por un pequeño piso más céntrico y con lujos como ascensor o calefacción, decidimos alquilar una habitación y así fue como conocimos a Vera.
Jugaba en otra liga, iba a la Universidad, no necesitaba trabajar, pintaba al óleo y comenzaba a ser conocida en el mundillo artístico. Tenía piel de jade y la ropa que nosotras no nos podíamos permitir, pero que nos dejaba utilizar a nuestro antojo, porque era generosa, divertida, extravagante y organizaba unas fiestas estupendas a las que siempre estábamos invitadas.
En una de esas fiestas Isa tuvo la mala suerte de conocer a Fabio.
Hay hombres que deberían sonar como una alarma de incendios cuando pisan el umbral de tu vida.
Era, sencillamente, un tipo encantador, guapo, con sonrisa ensayada y actitud de quien se siente desencantado, herido, a vuelta de todo. El mundo entero le cabía en los bolsillos.
Fascinó a Isa como solía fascinar a cualquiera, al menos al principio.
“Es un cielo-dijo Vera al presentárnoslo- pero cuidadito con él, que guarda veneno”
Se encaprichó al instante de Isa, de sus reticencias y su mirada huidiza, de su forma inconsciente de colocarse al margen. Fue a buscarla un par de veces a la salida del trabajo con su moto de gran cilindrada, la llevó a conocer el mar desde un acantilado, le habló de poetas, cantantes y películas que Isa no conocía, pero de los que quiso saber ansiosamente.
Pensó que podía ser posible. Por qué no. Por qué no ella.
Una noche en la que Fabio no pudo quedar a causa de uno de sus muchos compromisos sociales, estuvimos largo rato hablando de su relación en el velador de un parque, nunca antes había descubierto una Isa tan ilusionada y vulnerable, tan entregada.
Volvimos a casa sin prisa, la luz de la habitación de Vera estaba encendida, nos dio risa ver su ropa y la de su última conquista desperdigadas por el salón, marcando el camino hacia la cama como las migas de pan del cuento.
Cruzábamos el pasillo cuando Isa se detuvo y junto a la puerta de Vera cogió una camisa del suelo y la olió. Los ojos se le salían de las órbitas, tuvo que apoyarse en la pared. Yo comenzaba a comprender lo que estaba ocurriendo cuando Isa abrió la puerta como un vendaval y sorprendió en la cama, enmarañados y perplejos, rodeados de velas de colores y de incienso, a nuestra compañera de piso y a Fabio, que lejos de sentirse avergonzado le gritó que se marchase inmediatamente, quién te crees que eres, ridícula, más que ridícula...
Ocurrió todo tan deprisa, de un modo tan frenético, que no pude evitar que Isa saliese de casa, traté de buscarla sin éxito, y regresé a un piso en el que no quedaba nadie, sólo el presente oliendo a cera derretida.
Me quedé dormida en el sofá, tenía frío, cuando me despertó la voz de Isa ya estaba amaneciendo: “Venga, vete a la cama, mañana hablamos”
Parecía mucho más tranquila.
Esa noche ardió el local en el que Vera guardaba sus cuadros.
Me enteré por ella, que vino a recoger sus cosas, sin dejar de llorar: “Como haya sido tu amiga te juro que la hundo...”
Pero nunca pudo demostrarlo, ni ella ni nadie.
Isa no quiso volver a tratar el tema, tiró a la basura los restos de otras presencias que no fueran las nuestras, y continuó con su vida como si no hubiese ocurrido nada, a pesar de la dureza en sus ojos, que a veces se quedaban perdidos, siguiendo la estela de algún recuerdo.
Bebía a escondidas y solía encontrármela acurrucada junto al sofá o detrás de alguna puerta, lamentándose por no ser capaz de encontrar la vida sencilla que buscaba, una vida bonita, de esas que casi parecen sonar, con alguien que la quisiera mucho mucho, y poder ir con él de la mano, a ver el hielo en los lagos del invierno, la primavera en las grullas, el implacable sol del verano en su cintura…
A duras penas podía llevarla hasta la cama, donde se quedaba dormida enseguida, con el rostro surcado de lágrimas y el cuerpo encogido, delgado y exhausto, despojo de la batalla.
A pesar de todo seguía yendo a trabajar con estricta formalidad, borraba como podía la huella de sus miserias y salía a la calle dispuesta a enfrentarse a la tarea como nadie más.
Engranó varias relaciones nefastas, tipos que no supieron quererla, o que lo intentaron, pero ella no se lo permitió.
Recuerdo especialmente a uno, Tim, que me enseñó a jugar al ajedrez y al póker durante interminables noches de espera, aguardándola como un cachorro que anhela una caricia, un hombre propicio para los planes idílicos de Isa, para su teoría, no para el conflicto que parecía alimentarla.
Tuve que ser yo quien le dijera que no tenía nada que hacer, que no alargase la agonía y se marchara. Me miró con tristeza y dulzura infinitas, dejó una reina blanca sobre la mesa de la cocina y nunca más lo he vuelto a ver.
Los vecinos comenzaron a quejarse de las trifulcas que Isa y sus parejas liaban cualquier noche, yo procuraba no estar, no tenía especialmente un grupo de referencia, pero nunca me faltó donde meterme, era la época en la que Adolfo y yo comenzábamos a tontear, así que durante un tiempo me desentendí de los problemas de Isa.
Hasta que una madrugada de sábado subí las escaleras con los zapatos en la mano, como solía hacer cuando regresaba con los pies deshechos, y al dar la luz del rellano me asustó una sombra cabizbaja sentada junto al portal.
Era Isa con la cara golpeada.
No quiso denunciar, ni decirme cómo, quién, porqué.
Nos gritamos por primera vez, le dije que pensaba llamar igual a la policía, que esto no podía seguir así, que necesitaba ayuda.
Pareció venirse abajo, me cogió las manos y me suplicó que la ayudase, que sólo me tenía a mí… pero no me permitió tomar cartas en el asunto.
Desapareció durante varios días en los que yo aproveché para contactar con su madre, que me miró como se mira a los seres incomprensibles, sin dejar de pelar las patatas que estaba pelando y asegurando al final, en frases breves, concisas y roncas, que ya nada podía hacer por su hija.
La propuesta de Adolfo para que nos fuéramos a vivir juntos coincidió con la quiebra definitiva de nuestra amistad, Isa me miraba con el rencor de quien desea y no tiene, sin haberlo considerado nunca una prioridad yo tenía pareja estable, planes de futuro, una vida sin demasiadas complicaciones, mientras ella se consumía cada vez más y no escuchaba a nadie.
De hecho me fui sin despedirme de ella.
Aunque hacía tiempo que ya no bebía se presentó en el piso cuando recogíamos las últimas cajas dispuesta a montar bronca, olía a ginebra y se burló de mí llamándome mosquita muerta, gordita, maruja de mierda… Adolfo estuvo a punto de enfrentarse con ella, pero no se lo permití.
Desde la cocina empezó a lanzarme objetos para que me fuera y lo hice sin mirar atrás.
Meses más tarde vino a buscarme al trabajo, charlamos, parecía serena, había comenzado una relación con un hombre varios años mayor que la trataba bastante bien, casi como a una hija, ironizó, ya no bebo, te lo juro, no pruebo una gota, y me he mudado a su casa.
No la sentí feliz, pero sí tranquila, pensé que era suficiente.
Hablamos un par de veces más por teléfono, me dio su nueva dirección donde traté de encontrarla las siguientes Navidades y me respondieron de mala manera por el portero automático que ya no vivía allí.
Después nada hasta el día de mi boda.
Y luego en urgencias, donde debería haberme plantado, quitarle al niño de los brazos si hubiese sido necesario, cualquier cosa antes de este periódico que habla de ella como la última víctima mortal de la violencia de género. Las iniciales coinciden, todo mi cuerpo un escalofrío, una pena incomparable, ese cadáver tapado que se ve en la fotografía que acompaña a la noticia, y que saca un brazo fuera de la cubierta, como en un último gesto de rebeldía, un brazo inerte, apagado, que culmina en una mano desgastada y huesuda donde puedo ver la pulserita de plata que le regalé una vez por su cumpleaños, cuando todo parecía lógico y prometedor, y le sonreíamos a la vida con la esperanza intacta y los sueños aún por domesticar.
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