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MARTES DE CENIZA

"PACTO DE SILENCIO"

"PACTO DE SILENCIO"

-A la memoria de mi padre, a quien le gustaban mis historias, aunque nunca me lo dijera

-A todos los que habéis sido capaces de esperarme, asomados a este blog. Gracias.

 

“La vida hay que inventarla cada día, ya sabes…”

 Esa es su frase preferida, la que más repite, se la he escuchado a lo largo de los años en múltiples ocasiones, me mira guiñándome un ojo como si yo fuese cómplice de lo que encierran esas palabras.

Y la verdad es que ni siquiera las comprendo.

No sé a qué se refiere, pero nunca le he llevado la contraria.

Noelia tiene unas coordenadas que la sujetan al mundo, son como los hilos invisibles de una marioneta, sus puntos de sujeción.  Aunque a veces parezcan inverosímiles o vacíos simbolizan la cuerda de funambulista sobre la que se equilibra a diario.

Noelia en casa, cuando la rutina y la angustia eran la misma cosa y trepaban por la pared, se colocaba unos auriculares diminutos muy dentro de las orejas, tanto que me preocupaba el hecho de que no pudiera sacárselos nunca más, y se limaba las uñas o hacía bombas gigantes mascando chicle delante del espejo.

Yo en cambio me agazapaba tras las puertas, queriendo ser invisible en su penumbra, en su imposible escondite de ángulo desequilibrado.

Hubiera deseado nacer sorda para no recibir con absoluta claridad los gritos que nuestros padres proferían, cada vez más alto, más fuerte, hasta que uno de los dos rompía algo o se marchaba de casa dando un portazo.

No podía moverme.

Utilizar otras estrategias, como Noelia, o salir al balcón, como Teo, que cuando barruntaba tormenta se refugiaba en el balcón y llamaba desde allí a su amigo César, que vivía justo en frente, y se ponían a hablar de los cromos que les faltaban para completar la colección de turno o de los recreativos nuevos que habían abierto en el barrio y a los que pensaban ir en cuanto fuesen un poco mayores.

Me hubiese gustado ser de paja.

No absorber, como un papel secante, todo lo que se decían, para guardarlo debajo de la almohada, dentro de los bolsillos o al fondo de las pupilas.

 

“Cuidado con la niña que es una esponja”

 

Eso decía por decir mi madre, sin matices, repitiendo una cantinela, porque decirlo y no cumplirlo era todo una. 

Guardaba la botella de vino junto a la última copa que le quedaba de su ajuar –según ella éramos unos bestias que lo rompíamos todo- envuelta en mantas viejas en el altillo de un armario.  En una ocasión no debió encajar bien el corcho, de manera que se salió el contenido y el cuarto estuvo apestando a tinto durante un tiempo interminable.

Papá no se lo reprochó, de la afición a la bebida de mi madre no se habló nunca en casa, quizás porque jamás la vimos borracha, o porque lo consideramos el menor de los problemas.

Siempre tuvo un carácter irascible y difícil, que se agudizó con la llegada de Teo.

Cuando mi padre lo trajo a casa apenas tenía dos años, más que caminar corría en todas las direcciones, no se sentaba ni para comer y lucía una cabellera abundante de rizos enmarañados.

Lo primero que hizo mi madre fue colocarse unos guantes de goma, llenar la bañera e introducir al pequeño, que lloró hasta quedar afónico.  Cuando salieron del baño mamá parecía atravesada por un ciclón y Teo iba vestido con un pijama de una pieza, de esos que llevan pies incorporados, y succionaba su chupete con desesperación, agarrado a un oso de peluche al que le faltaba un ojo.

A pesar de todo la mirada de mi hermano tuvo siempre más luz que la de cualquiera de nosotros.

 

“Explícales a tus hijas de dónde sale este crío”

 

Exigió mamá mientras Noelia y yo no podíamos quitar la vista del niño, que se había quedado dormido apoyando su carita redonda sobre la mesa de la cocina.

Que mi padre tuviera relación con otras mujeres no era ninguna novedad, pero sí lo era que hubiese dejado embarazada a una de ellas, y que esta le entregase al niño cuando ya no podía hacerse cargo de él.

 

“A partir de ahora tenéis un hermano, es uno más en casa, a nadie le importa lo que ocurre aquí, así que silencio… si alguna se va de la lengua se la corto”

 

Papá le fabricó una cama y sólo a él venía a darle un beso en la frente cuando nos creía dormidos.

Aunque creció y vivió con nosotras siendo nuestro juguete, guardando celosamente los secretos de nuestra primera adolescencia, Teo siempre estuvo solo, su naturaleza era otra, la de un hombre capaz de ser libre.

Mamá jamás lo trató de modo diferente ni aludió a su origen o a su pasado, los curiosos pactos que mantenía con su marido se cumplían a rajatabla.

Pero a veces la tierra se abre y murmura, se levanta un viento que atraviesa los muros y prevalece la verdad sobre el agua de los charcos, como si siempre hubiese estado ahí, perpetua.

Era una mañana de frío rabioso y sol espléndido, Enero comenzaba a prometer el final del invierno.  En casa sólo estábamos Teo y yo.  No recuerdo por qué.

Sé que sonó el timbre y que me estiré en el sofá esperando que mi hermano fuese a abrir.  Lo oí protestar y después nada. Un paréntesis que comenzó a pesar.  Me acerqué descalza hasta la entrada y descubrí en él ese gesto incómodo y azorado, las manos en los bolsillos, la cabeza agachada.  Frente a él una mujer con aspecto enfermizo y voz cavernosa a duras penas lograba hilvanar su discurso ni pronunciarlo con claridad.  Tampoco hacía falta, el hoyuelo de su barbilla era el mismo que tenía Teo, y ese endiablado cabello…

“¿Qué pasa aquí?” pregunté, aunque ninguno de los dos me hizo caso.

Siguieron estáticos, inanimados, devastados.

Me puse en medio y cerré la puerta con un golpe seco.

Estaba segura que al reabrirla aquella mujer habría desaparecido.

“Cuéntamelo todo” me pidió Teo. 

Y no había ni un solo resquicio dónde esconderse.

Le conté lo poco que sabía mientras paseaba su mirada azul por la casa, como si la viera por primera vez.

Entonces Noelia y mamá regresaron, y él me puso el índice sobre los labios, y nunca más, nunca más el fantasma de aquella mujer volvió a llamar al timbre, aunque Teo no quisiese buscarla, ni indagar más, ni parecerse a ella.

El tiempo fue transcurriendo sin ambages dentro de aquel suburbio sentimental en el que habíamos logrado sobrevivir, a veces (recuerdo la luz de aquellas veces, la manera de sucederse de repente) llegamos a parecer casi una familia.

A Teo le gustaba hacer fotos raras en las que no salían personas, sino fragmentos desenfocados de vida urbana: pies que se cruzan sobre un paso de cebra, cielos y antenas, ríos helados, calles muertas... fotos que eran como un grito ahogado, que gustaban entre los entendidos, de ahí que comenzasen a surgir encargos, incluso alguno de sus trabajos se publicó en prensa. 

Llegaron a entrevistarle en la radio.

Noelia y yo lo escuchamos en la cocina, mientras nuestra madre preparaba la comida.  Le dedicaban palabras hermosas: promesa, becas, futuro... ella sonreía y movía la cabeza de un lado para otro.

Tenía veinte años, sólo veinte años, cuando se pegó un tiro en un garaje abandonado.

Nunca supimos qué hacía allí, de dónde sacó el arma, por qué... hoy sigo creyendo en la luz incomparable de los ojos de mi hermano.

Nuestros padres se quedaron petrificados durante un instante, en la expresión de su rostro algo se congeló para siempre, un rictus imposible, la amargura de la derrota.  Después nada, mientras Noelia y yo gritábamos conmocionadas en el balcón de Teo ellos recogieron la mesa y continuaron el ritual de cada noche, sólo que en aquella ocasión prepararon más café y se lo bebieron despacio, viendo la tele en silencio.

Un reducido grupo de personas asistió al funeral, y en medio de tanta sombra, de tanta palabra vacía y de tanta pena, pude ver a la mujer caducada y rota que años atrás había llamado a nuestra puerta.  Quise acercarme a ella pero se evaporó, no sé si alguien más se percató de su presencia, yo tengo claro que estuvo y que jamás volví a verla.

No pudimos vivir sin él.

Eso se sabe más tarde.

Cuando al año Noelia se marchó con su novio, emocionada y un tanto caótica, dándonos besos y llenando la casa de notas como si viajase al extranjero y no dos manzanas más abajo, al piso compartido de un pintor de brocha gorda, el primer hombre que le ofreció amparo.

Y a los meses nuestra madre acudió al funeral del abuelo al que sólo habíamos conocido en fotografías amarillas, un viaje a un recóndito pueblo donde ni siquiera llegaban turistas, y cumplido el considerable plazo de duelo no regresó, en lugar de su manera implacable de ser y estar una carta escueta y descuidada, un quiero vivir mi vida, un no me busquéis, un hasta siempre. Nada más.

Las ventanas de la casa estaban abiertas de par en par, se escuchaba cantar a los pájaros, el ruido de la calle, voces en la escalera... a punto estuve de romper el papel en pedazos y no enseñárselo a mi padre, pero terminé poniéndoselo junto al plato, mi ofrenda a tantos años de angustia. 

Le oí llorar, pero ni siquiera pude mirarle.

Creí que saldría corriendo a buscarla, con lo puesto, creí que volverían una vez más, a permanecer sobre cristales rotos, apostando a ruletas que no giran, en casinos cerrados.

Pero se fue apagando de a poco, dejándose llevar por la única que quedaba a su lado sin haberlo elegido, una hija que le ponía el plato en la mesa, la ropa mal planchada sobre la cama, cuatro palabras mohosas y frías cuando abría la puerta… migajas compasivas.

Alguna de sus amantes trató de rescatar en él un fragmento de dignidad, la sombra con olor a loción para después del afeitado del hombre que había sido, pero decidió pasar a la reserva y morir esperando.

Me asusté cuando descubrí que se quedaba sin tiempo, que renunciaba… escribí a mi madre: “Tu marido se muere”, le pedí a Noelia que fuese a buscarla, que la trajese de los pelos si hacía falta… pero ella me miraba con ojos húmedos y media sonrisa rota, como se mira a los niños que prometen no crecer.

Mi madre ni respondió ni vino, y a mi padre se le rompió el corazón una noche que no terminó de oscurecer de tantas estrellas como brillaban en el cielo. 

Como los informes médicos no pueden certificar que se muere de pena pusieron que la causa del fallecimiento había sido un infarto. 

Yo llevaba varias noches amplificando el oído, sin pegar ojo, incapaz de entrar en el cuarto y cogerle de la mano y contarle mentiras a cerca de lo felices que fuimos todos alguna vez, como hacía Noelia, pero a pesar de la distancia insondable que siempre nos separó yo podía escuchar su respiración, convertirme en su sombra, espiar su muerte.  Por eso salté de la cama al escuchar el ruido, un sonido gutural, breve y ronco, después nada, un silencio excesivo inundando la casa como si fuese lava.

Me quedé petrificada en mitad del pasillo, los pies helados, raíces horadando el suelo, el corazón golpeando la boca seca,  y aquel silencio omnipotente y denso, mucho más duro que todos los gritos y toda la historia de la casa rebotando entre sus paredes.

Llamé a mi hermana y aunque no pude articular palabra se presentó rápidamente, hizo las gestiones oportunas y hasta la oí cantar mientras lo amortajaba.

“Hay que inventarse lo que sea para espantar a la muerte, lo que sea…”

Siempre parece que sabe lo que debe hacer.

Nuestra madre se presentó por sorpresa dos días después, mientras metíamos la ropa en bolsas con idea de donarla a la parroquia.  

Sospechosamente traía más equipaje del que se había llevado, e intenciones de quedarse, se notaba en la inquietud de sus manos y en esa manera absurda de llamarnos “mis niñas” con una voz impropia.

Dijo haberse equivocado, se calificó de estúpida mientras revisaba la despensa y apuntaba lo que era necesario comprar, como si en lugar de dos años hubiese faltado medio día, manifestó su enamoramiento por un ser despreciable que la había dejado en la estacada:

 “Todo me lo merezco, estaba ciega…” y sin hacer alusión a la carta que le envié ni a la enfermedad de su marido se puso a hacer la cama, con las sábanas bien estiradas, como le gustaba a ella.

Busqué a Noelia y le descubrí ese gesto conciliador, su fe inquebrantable, y un escalofrío me recorrió la espalda.

“¿Piensas quedarte?” le pregunté cortándole el paso, sintiendo que mi voz salía disparada.

Ella parpadeó casi sorprendida, estaba más delgada, se le marcaban los pómulos, no interrumpió su ejecución doméstica:

“Pues claro, esta es mi casa”

Aquella misma tarde me fui de su casa, una compañera de trabajo me prestó cobijo durante un tiempo, mi hermana poco a poco fue trayendo mis cosas, tratando de convencerme para que volviera:

 “Nada será igual, ya verás, ella está mayor, las personas cambian”

No creía en sus palabras ni quise escucharla.

Conseguí alquilar un minúsculo apartamento para mí sola, encontré otro trabajo durante los fines de semana, me maravillaba ser capaz de hacer algo sin ellos, a pesar de ellos, al margen, era como descubrirse por primera vez las manos.

Si no molestas, si eres capaz de encajar en la penumbra, la vida te deja estar, transcurre y no te mira.

Pero nunca depende sólo de ti.

Subía las escaleras de casa con los pies deshechos, deseando tumbarme vestida sobre la cama y que el sol me despertase entrada la tarde cuando encontré a Noelia agazapada junto a mi puerta, un bulto extraño que gemía.

La luz del rellano suavizó el golpe que le cubría media cara.

No le pedí explicaciones, conseguí que tomase una pastilla para dormir y la acosté, su cuerpo era un mapa de cicatrices y hematomas.

Cuando a la mañana siguiente el pintor de brocha gorda se puso a aporrear la puerta y a pedirle que saliera no sé de dónde saqué la fuerza ni como brotó la rabia, pero el cuchillo más grande de mi cocina estuvo a punto de seccionarle la yugular a aquel imbécil.

Pese a que le pedí en serio que se viniese a vivir conmigo Noelia prefirió volver con nuestra madre.  Funcionó. Parecían compañeras de piso.

Mi empresa abrió una sucursal bastante lejos, rodeada de naranjos, cerca del mar, y no me lo pensé, era la excusa perfecta.

Allí he sido capaz de construir, nació Diana de una relación que no cuajó, pero que me hizo sentirme importante, y libre.  

Diana no se parece a ninguna de nosotras, no sabe lo que es temblar de miedo al escuchar las llaves en la cerradura de casa, le he leído todos los cuentos que no me leyeron, la he llevado a todas partes y ahora es ella quien empieza a llevarme a mí, pese a lo poco que me gusta su pasión conductora.

De vez en cuando Noelia viene a visitarnos, con los años se parece físicamente a nuestra madre, aunque su dulzura y su confianza en el mundo sean intrínsecas, talladas con insistencia.

Paseamos cogidas del brazo y le pregunto algo que siempre quise preguntarle: Por qué nos pusieron nombres de canciones hermosas cuando nos hicieron la vida tan difícil.

Ella se detiene y me mira sorprendida:

-“Qué cosas se te ocurren, seguramente lo hicieron lo mejor que pudieron”

-“¿De verdad lo crees?”

Su sonrisa tiene asomo de pícara tramposa:

-“La vida hay que inventarla cada día, ya sabes…”

 

 

5 comentarios

Yolanda Ucero -

En el fondo de todas las historias límite de tus relatos siempre queda un poso de confianza, un vínculo alejado de la pobreza;es un generoso detalle por tu parte.

Beatriz -

Puri, que ganas tenía de que volvieras...
La historia me ha encantado.

Luz Lanciego -

Gran historia de vida, detallada y emocional...buen regreso

Rubén L. -

Bienvenida de nuevo... y por la puerta grande después de lo que he leído. Los pelos como escarpias y la noche por delante para seguir leyéndote.

cadenadeochos -

Si alguna vez tuviera que convertrme en personaje (mas aun de lo que ya me siento a veces...), no dudaria de quien tendría la suficiente capacidad para plasmarlo.
Un poquito de ese pensamiento se ha hecho realidad.

Todo un lujo y una ilusión, de verdad, mil gracias.

PD: Se acabó el tiempo de darle al Enter todos los dias esperando ver una nueva de tus historias. Aún me alegra mas.