LA MEMORIA ES UN REFUGIO SEGURO
“El tiempo nos ha vaciado de fulgor.
Pero la oscuridad
sigue poblada de luciérnagas.” (“Luciérnagas”-Gioconda Belli)
Se reencuentran siempre en la plaza dónde jugaban de niñas, ese lugar que entonces les parecía enorme y podía convertirse en una isla, en una cueva o en otro planeta, en lo que ellas quisieran, y que ahora, con el paso del tiempo, resulta gris, polvoriento y desapercibido.
Necesitan recuerdos comunes para evitar la angustia que provoca desconocer al contrario.
Natalia suele llegar antes de la hora convenida, se sienta en el banco acostumbrado, fuma un cigarro, se mira los pies, le gustan los zapatos caros.
Silvia corre, Silvia vive corriendo, mira el reloj de pulsera, tiene las mejillas encendidas, compara sus zapatos planos y castigados con los tacones altos de su amiga y siente una ligera punzada de vergüenza.
Después un abrazo sincero, el olor de ambas que no puede dejar de ser el olor de siempre, y que las transporta y las acerca, las define.
Natalia aparece dos veces al año por la ciudad que la vio nacer, cada vez menos tiempo, llama a dos o tres personas a las que quiere ver y se esfuma, experta en hacer maletas, la ropa bien combinada, los gestos medidos de quien quiso ser actriz y se quedó en maquilladora, una de las mejores, eso sí, su nombre sale al final de todos los rótulos de algunas películas.
Silvia regentó durante años su propio restaurante vegetariano, pequeño, acogedor, por temporadas no había manera de comer sin reserva, pero todo languidece, las modas pasan, los hijos nacen, dos demasiado seguidos, y Javier, que ni se queda ni se marcha definitivamente, la eterna historia. Ahora se gana la vida como pinche de cocina, escribe recetas en internet y quizás algún día, con toda la información que tiene recopilada, su propio libro.
Pero en realidad Silvia no quiere ganarse la vida, sólo desea vivirla.
Natalia apoya la cabeza en el hombro de su amiga mientras habla despacio, dosificando toda la información que quiere contar.
De pequeña tenía el pelo rizado y oscuro, algo enmarañado, ahora lo lleva muy corto, brillante, dejando al descubierto un cuello estrecho y tenso, a la intemperie.
Ambas planean su cuarenta cumpleaños, el año próximo, hablan de la crisis de la mitad de la vida, es un buen momento para achacarlo todo a cualquier crisis, hablan de cuando en el instituto pensaban que tener cuarenta años era casi como tener ochenta, todo el pescado vendido, toda la vida organizada, cada una en su sitio, el trofeo de los deseos cumplidos brillando en el recibidor, y cenas, y risas, un vestidor en el dormitorio, conocer Europa, no acarrear amores que lastimen... se ríen, qué remedio, es una risa breve, algo entumecida, que suena a cristales rotos.
Recuerdan a Mar, el tercer mosquetero, las tres amigas en múltiples fotografías, luciendo el hueco de los dientes caídos, los bañadores del verano, brillantes, húmedos, sin los pudores de la adolescencia que llegó después uniéndolas más si cabe, estudiando en casa de una o de otra, las tres con la letra parecida, con sus secretos de medianoche, complementarias, paralelas, afines.
Hasta que amanece un día que no es cómo los demás, un día con una grieta en la pared, y a través de la grieta una luz, y a través de la luz un ruido, el de las cosas que se desmoronan.
Se separaron los padres de Silvia, lo contaron amigablemente, como quien va a comprar el pan y se equivoca de tienda y de artículo, como si no pasara nada, como si el pan estuviese sobrevalorado y no tuviera importancia en la mesa.
Los padres de Silvia parecían llevarse mejor que los padres de nadie, eran la pareja de referencia en el mundo bien delimitado de las tres amigas.
Tenían entonces catorce años.
Silvia dice que tardó años en comprender qué había ocurrido, quizás cuando finalmente se divorciaron y su padre se volvió a casar, marchándose a vivir a la otra parte del país o del mundo, porque apenas han vuelto a encontrarse, aunque se escriban, para internet no hay distancias, y él le mande fotos de contornos difusos que le cuesta reconocer.
Se ríen y ahora la risa fluye un poco más, un poco más líquida y más libre.
Mar fue la primera en romper la promesa, olvidó la máxima de experimentar y vivir, y probar, y sentir, antes de emparejarse formalmente.
Mar siempre fue una chica formal.
Conoció a Hugo y se acabó el tiempo conjunto, prácticamente tenían que secuestrarla para compartir un café, un esmalte de uñas o una película.
Nunca les gustó Hugo, no lo suficiente, para una amiga íntima se desea lo mejor, si es que existe.
Era correcto, educado, cortés, les parecía ridículo que le abriese a Mar las puertas y las sillas, que le sugiriese como vestir y maquillarse.
Poco a poco la fue apartando de su entorno natural, le quitó el mapa, las coordenadas, el tiempo.
Estaba ciega.
Cuando Mar les comunicó que iban a casarse y ellas se quedaron congeladas como mimos tristes se enfadó muchísimo y a punto estuvo de elegir otras damas de honor, cuanto lloraron en aquella boda y no precisamente de alegría... Tenían veinte años.
Nunca se atrevió a hablarles de las palizas hasta la noche en la que le ayudaron a fugarse, con su barriga de cinco meses y tanta emoción contenida que todo resultaba torrencial y desbordante, herméticas, ciñeron bien sus coartadas, aguantaron la presión de los primeros meses y después tregua, silencio, nada es tan grave como parece.
Mar en su destino latinoamericano dio señales de vida durante un tiempo, parió un niño largo y dormilón, después nada, no han vuelto a verla.
Tenía los ojos grises, ribeteados en azul, absolutamente memorables.
Sopla un ligero viento en la plaza olvidada, un viento que revuelve la tierra y hace sonar las ramas viejas, atardece, pero no parece importarles.
Una vez que consiguen el paréntesis, detener ese vendaval llamado presente, lo que queda al otro lado se vacía sin fuerza.
Apareció Javier como un invitado inesperado, de esos que saben que han encontrado un lugar y no van a soltarlo fácilmente.
Javier bohemio, Javier de nadie, etéreo, simple y a la vez tan complicado, cerca y lejos, necesitando... y aunque Silvia conocía el diagnóstico, la palabra precisa, entró en la espiral, lanzó el sombrero al aire, metió la cabeza en el agua... cuando se apuesta no hay que contar las monedas ni ser previsible, todo al mismo hueco, al mismo número, todo o nada.
No puede decir que haya ganado ni perdido.
No puede culparlo.
Ella adora el sonido de sus llaves cuando abre la puerta y los niños corren por el pasillo y se le encaraman como si fuese un árbol. Adora su mirada fugitiva y la manera que tiene de cogerla por la cintura. Adora su ausencia de proyectos, de mañana, de minuto siguiente. No depende de él y no lo echa en falta aunque no sepa vivir sin necesitarlo.
Se ha acostumbrado a la incertidumbre, a la soledad y a los finales, uno tras otro, superpuestos como fases de luna.
Natalia se sintió arrinconada, contra las cuerdas de sus hermanos pequeños, de su beca, de la abuela con demencia que le quitaba la ropa y le contaba cosas de cuando la guerra, el refugio seguro de las amigas había volado por los aires, todo era demasiado real y constante, una letanía monocorde, tétrica.
Pegó un volantazo, decidió como quien posa un dedo a ciegas sobre cualquier lugar del globo terráqueo.
La acusaron de abandonar a la familia cuando más la necesitaba.
Se acordó de aquella frase de “Gilda”: “Si yo fuera un rancho me llamarían tierra de nadie”.
No se atrevió a despedirse de Silvia, le mandó una carta que aún conserva, no tenía ni idea de qué hacer con su vida, pero su instinto de supervivencia y la buena suerte hicieron el resto, viaja, cambia de casa, de amante, de color de labios, pero nadie la espera en ninguna estación, siquiera para llevarle los bultos, y a eso es imposible acostumbrarse.
Cuando viene explota su aureola de reina maga, reparte regalos, pasa por la que fue su casa, dice que todo está bien, deja dinero como por descuido, no hay preguntas, suenan campanas, no es de aquí, ni de ellos, el exilio no se lleva bien con las raíces...
Pero le gustan las habitaciones de hotel porque no se parecen a nadie, la gente sin pasado, los teléfonos que no suenan, los domingos blancos.
A veces se emplea toda una vida en desaparecer.
De repente el silencio.
En la plaza las dos amigas son estatuas de arena.
Silencio, el viento crece, más allá el pálpito de la urgencia no tardará en desbordarse.
Toman aliento y adoptan postura de mujeres nuevas, se peinan con los dedos, estiran sus vestidos, planean el cuarenta aniversario, visitar a Mar aunque ni siquiera la reconocerían en caso de cruzarse por la calle.
Saben que todas las palabras que están cayendo sobres sus pies como meteoritos son pompas de jabón que no dejarán huella, siquiera el cerco del agua. Contenido de sal para no resbalar en la nieve, pero las estaciones se suceden y nadie recuerda el invierno cuando deslumbra el sol.
Es posible que vuelvan a encontrarse en la plaza, pasados unos meses, la vida dándose la vuelta como gato panza arriba.
Es posible.
O no.
La gente se cansa, evita mirar hacia atrás cuando no le compensa, resultar demasiado evidente ante los ojos de quien fue su testigo.
Nadie sabe.
Y ni siquiera la intuición garantiza el futuro.
Echan a andar en dirección contraria, transcurridos unos metros se detienen a la vez buscándose en medio de la oscuridad que comienza a cerrarse, levantan la mano, ríen por la coincidencia, vuelven a caminar y en un gesto instintivo se palpan el bolsillo.
Ahí está, como siempre, el papel doblado con todo lo que necesitan decirse, ese que introducen en silencio en el cuerpo y la vida de la otra, cuando se despiden y el abrazo sincero transmite valentía.
Nada puede competir con lo cotidiano, pero todas las guerras tuvieron sus pasadizos secretos, una luz en una ventana, alguien esperando al otro lado del mar.
La memoria es un refugio seguro.
3 comentarios
Gloria Martín -
Carmen Frías -
Rubén L. -