"FLOR DE ROMERO"
-A María Carrato, mi abuela, que murió sin ver el mar-
Cuando Clara Marcén saltó la tapia que rodeaba su casa y echó a correr de la mano de aquel pastor trashumante al que apenas conocía, no volvió la cabeza ni quiso mirar atrás. Supo que comenzaba una huída permanente, lejos de los bordados y de las novenas, nada que ver con el enclaustramiento en el que se había criado como hija única del terrateniente.
La pareja se detuvo cuando ya habían dejado el pueblo atrás, temblaban, las esbeltas piernas de Clara surcadas de arañazos, las manos de él ásperas y torpes, apretándola demasiado, olía como un animal herido, una mezcla de sudor y miedo que ella desconocía, cómo tantas cosas…
Pero la urgencia de verse atrapada en un matrimonio de conveniencia la había precipitado al abismo de aquel muchacho desgarbado, de piel curtida y mirada ansiosa, que pasaba de vez en cuando por el pueblo y silbaba bajo su balcón.
Un alma libre que bebía agua del río y se peinaba en un fragmento de espejo, alguien de ninguna parte, sin cemento en los pies, que la sedujo por su rabiosa libertad.
Esa fue la primera, pero no la única noche que pasaron a la intemperie, según el camino y la tarea encomendada, conducir un pequeño número de cabezas de ganado de un lugar a otro, no había techumbre bajo la que cobijarse y resultaba prioritario, además, evitar el acecho de los lobos.
Lo primero y más notable que cambió en Clara fue su olor. Sustituyó lavanda por madera quemada, polvos de talco por el rocío de la mañana.
A veces se quedaba mirando largo rato a Tomás mientras este faenaba, se le veía cómodo en el monte, tenía buena mano para los animales, podía improvisar un cobijo o una cena con apenas cuatro cosas, era parco en palabras y gestos afectivos, pero el primer asiento, la mejor tajada, o un hueco dónde evitar la lluvia iban siempre destinados para ella.
Transcurrido un tiempo consiguieron habitar una casa prácticamente en ruinas, la última en el entorno de una aldea olvidada, de difícil acceso, situada en un terreno inhóspito y escarpado. Adecentarla no costó demasiado, sólo tenía una habitación, una ventana, una puerta que no encajaba y un corral invadido por malas hierbas.
Inevitablemente imaginó un hogar, pero nadie le abrió la puerta en ninguna de las otras tres casas cercanas, apenas se cruzaba de vez en cuando con sombras fugaces, al ir a por agua o a caminando cuando la soledad la ahogaba. Porque el ritmo de vida cambió, se acabó el monte, al menos para ella. Tomás salía de amanecida y volvía siendo noche cerrada, con alimentos, una manta, un par de conejos, rara vez algo de dinero…
A la luz de las velas trataba de organizar una rutina para ambos, pero él no levantaba la cabeza del plato, contestaba con monosílabos o gestos hoscos.
-“Te quiero ayudar, Tomás, dime en qué puedo trabajar…” le decía muy quedo, rozándole la mano larga y nervuda.
-“En qué vas a trabajar tú, mujer, si no sabes… mejor no estorbes, cuida de la casa y atiende a tu marido que es tu obligación…” A él le salía no sé de dónde esa voz entumecida que la estremecía.
Le sorprendió que diese por hecho que eran marido y mujer si ni siquiera se habían casado, si eran dos fugitivos que habían salido huyendo sin luz y sin destino. Sola entre las sábanas ateridas pensó en regresar, apenas habían transcurrido unos meses desde su partida, quizás el carácter iracundo del padre, aquella rabia que le hacía tirar de un manotazo su servicio en la mesa si la comida estaba fría, se había apaciguado, tal vez su madre, sumisa, delgada, inadvertida, desolada ante la pérdida de su única hija, soñaba con recuperarla.
Conocía las trampas de la desesperación, así que se quedó quieta, tratando a diario de que la vivienda resultase acogedora, decorándola con flores silvestres que apenas perduraban expuestas a un clima extremo, confeccionando visillos con retales insospechados, imitando en la cocina las recetas de Goya, la cocinera que tenían en casa y de la que nunca se separaba cuando era cría, agarrada a su delantal le ayudaba a meter las galletas o el pan en el horno… si cerraba los ojos podía percibir aquel olor…
Aprendió incluso a estar sin Tomás, cuando debía pasar la noche fuera ella se pertrechaba de recuerdos, ardía la leña en el hogar y el fuego le proporcionaba una envolvente seguridad. Dormirse frente a él con una taza de leche bien caliente entre las manos comenzó a adquirir consistencia de hábito.
Una madrugada escuchó pasos dirigiéndose a la entrada de la casa, adormecida pensó que Tomás regresaba antes de lo previsto, pero nadie llamó, los pasos deshicieron el camino y se perdieron en un silencio veteado con las primeras brumas de la mañana. Llegó a creer que lo había soñado, cómo no pudo dormirse de nuevo se levantó poniéndose sobre los hombros el grueso chaquetón del abuelo que había hurtado apresuradamente antes de escapar, se retiró el pelo de la cara amarrándolo sobre sí mismo y abrió una minúscula rendija desde su puerta maltrecha. Comprobó que no había nadie y la curiosidad le empujó a abrir sin restricciones. A sus pies dormía un pequeño paquete envuelto en papeles sucios, lo rozó levemente con el pie, extrañada, hasta que sin pensárselo demasiado decidió comprobar su contenido, no estaban los tiempos para rechazar sorpresas.
Una pequeña radio asomó a sus ojos como una sola estrella brilla absoluta en la noche cerrada. Una radio. Con sus botones rodados para sintonizar, las líneas delgadísimas señalando frecuencias y el revestimiento de madera impecable.
Miró en todas las direcciones, árboles, senderos difusos, la mañana levantándose un día más en medio de la nada… ni rastro de presencia humana portadora de aquel regalo.
Lo apretó contra su pecho como se retiene el alma emocionada. Sólo podía escuchar vagamente una emisora que ponía casi todo el tiempo música clásica, de vez en cuando noticias de capitales que quedaban al otro lado del mundo… qué importaba si ya no estaba sola, si alguien perfectamente desconocido le hablaba desde dentro de aquella caja como si sólo se dirigiese a ella.
Decidió guardar el secreto, intuyó que a Tomás no le agradaría la distracción y egoistamente tampoco quiso compartirla con él, quería tener algo propio, parecido a una libertad pequeña.
Tomás sospechó de ese punto de luz en las pupilas de Clara, un color que antes no estaba ahí, la vio trajinar afable, con mayor ímpetu, y llegó a pensar que había podido recibir visitas, pero lo descartó inmediatamente, él había trazado su plan de aislamiento hasta el último detalle. Clara sin él no sabía ni ubicarse en un mapa, le pertenecía, como las piedras irisadas de cantos rodados que se encontraba a la orilla del rio y que envolvía cuidadosamente en su pañuelo, hasta que se secaban.
Cuando pudo comprender lo que le ocurría su cuerpo ya se había transformado. Clara se quedó embarazada al finalizar la primavera, por entonces había ferias de ganado en los alrededores y a Tomás no le faltaba trabajo, era un pastor formal y responsable en el que sus patrones podían confiar. Clara no sabía si debía estar contenta, porque no lo estaba, al contrario, sentía una congoja que le partía desde el mismo vientre y se ramificaba por todo su ser, con la fuerza de un viento huracanado capaz de tumbar los muros. No podía imaginarse como madre, no se veía capaz de criar a un bebé en aquel entorno, lejos de todo lo humanamente posible, los niños necesitaban medicinas, una escuela, una plaza, otros niños… no una madre fugitiva sobre un precario equilibrio.
Empezó a urdir un plan, para ello debía conocer los límites geográficos de la aldea en la que vivía, saber dónde se encontraba, qué había más allá, tras las montañas en las que parecía terminar la tierra. Todos los caminos que había podido transitar finalizaban bruscamente rodeados de bosque y zarzas, enroscados sobre sí mismos, pero el resto de civilización no debía quedar lejos, de hecho en su momento el entorno tuvo más habitantes, puesto que las casas abandonadas salpicaban el horizonte más cercano.
Se llegó una mañana hasta la vieja ermita olvidada. Exhausta tras subir la pronunciada pendiente se sentó en el portón y cerró un momento los ojos, agradeció el aire en la cara y el olor a romero, toda esa naturaleza que al mismo tiempo la custodiaba y la liberaba. Cuando los abrió comprobó instantáneamente que no estaba sola y se incorporó a la velocidad del rayo, frente a ella, mirándola como se mira una especie rara, con distancia y admiración, había un muchacho apenas un par de años menor que Clara, estrujaba una gorra entre las manos y tenía las mejillas coloradas.
Ella cogió una piedra para defenderse y él abrió inmensamente unos ojos tan azules como el mar que Clara imaginaba.
-“Tranquila, no voy a hacerte daño”, su voz resultaba suave y un tanto infantil.
En un instante ella llegó a calcular el tiempo que llevaba sin relacionarse normalmente con otras personas.
-“¿Qué haces aquí?- intentó controlar el temblor de su voz, soltó la piedra de golpe- ¿De dónde sales?”
-“Del mismo sitio que tú, la casona grande que fue posada y que está junto al lavadero, vivo allí con mi madre, la pobre lleva años postrada en una cama, vengo a recoger hierbas medicinales… ¿sabes? por aquí las hay de todas clases, a ella le gusta tomar infusiones…”
Le mostró un pequeño saco de arpillera repleto de matojos.
-“¿Por qué no te he visto antes?” Clara seguía sin fiarse del todo, a pesar de que el muchacho transmitía una serenidad innata, nada artificial.
-“Porque no has mirado bien- trató de sonreír, algo azorado- yo sí te conozco”.
De repente Clara sintió la urgencia, el desasosiego, la cuenta atrás de golpe, se acercó al chico y lo cogió fuertemente por el brazo:
-“Tienes que ayudarme”
Olía como las hierbas que había recogido, era un poquito más bajo que ella, se ruborizó todavía más.
-“Si está en mi mano…¿qué necesitas?”
Se llamaba Esteban. Conocía a Tomás desde niños, ambos habían nacido en la aldea. Tomás en la misma casa que ahora habitaban, era el tercero de seis hermanos, su padre un borrachín que se fundía en vino las ganancias de su trabajo como herrero y les zurraba cuando le venía en gana. Una vez hubo un incendio, murieron los dos pequeños, les dieron sepultura y la familia se marchó del pueblo, nunca más se supo hasta que Tomás se personó en las pocas casas que quedaban habitadas ordenando que no quería ver a nadie por la suya o le descerrajaría un tiro entre ceja y ceja, siempre fue huraño e impulsivo, un eterno solitario al que la gente temía.
Clara desconocía toda esa información, seguir a alguien a ciegas y no atreverse a preguntar supone ignorar el pasado.
Esteban le explicó dónde se encontraban, un valle casi escondido, boscoso, abandonado por la falta de recursos, lejos de cualquier parte y al mismo tiempo tan cerca… Porque apenas había un par de horas a pie hasta el pueblo que la había visto nacer, por senderos intransitables y peligrosos, eso sí, en los que resultaba imprescindible ir acompañado.
De repente Clara fue consciente del tiempo transcurrido, Tomás llegaba a la hora de comer y debía encontrar todo a su gusto. Le dio las gracias apresuradamente y salió rauda. Esteban se quedó allí arriba, agarrado a su saco de hierbas medicinales, viéndola perderse en la angustia y los recodos del camino. Y a punto estuvo de preguntarle por la radio.
Tardó varios días en recuperarse de la impresión que le produjo el encuentro con Esteban. Toda la información recibida la convertía en una persona diferente, con expectativas. No controló el ensimismamiento ocasional frente a Tomás, que se mantenía siempre en guardia y empezó a husmear, a convertirse en su sombra. Si canturreaba que por qué estaba tan contenta… si se le agarraba un poco el puchero que por qué andaba distraída… si la encontraba pegada a la ventana, con la mirada perdida, que si parecía un alma en pena “con lo que yo me mato a trabajar para que a ti no te falte de nada”… Hasta que encontró la radio. Vino antes de lo previsto de recoger leña, aunque Clara fue muy rápida escondiéndola no pudo bajar el volumen lo suficiente. Tomás deshizo la cama de un solo gesto y encontró el aparato a los pies, lo miró con repulsión, como si no supiera de qué se trataba. Lo colocó cuidadosamente en el suelo y lo deshizo de un hachazo, los fragmentos se esparcieron por toda la vivienda. Clara se puso a recogerlos llorando amargamente, pero Tomás la obligó a incorporarse tirándole del pelo.
“No quiero saber cómo ha llegado hasta aquí, pero si te veo llorar te encierro y no ves el sol nunca más, así que deja de gimotear”
Estuvo varios días sin salir a trabajar, convertido en un perro guardián, pero tampoco sabía permanecer entre cuatro paredes o limitarse al entorno de la aldea, así que pasado un tiempo y tras prometer en vano que no volvería a tratarla mal porque Clara era lo mejor que le había ocurrido nunca, desapareció una tarde bien pertrechado para dormir al raso. La besó con el cuidado frio de las primeras veces, le retiró los mechones indómitos de la cara y se despidió.
Clara estuvo llorando hasta que anocheció, agarrada a su barriga que ya no podría disimular por más tiempo, añorando la música que la protegía y acompañaba, las voces de la radio que se habían convertido en su familia.
Sintió unos golpecitos en el cristal de la ventana y no se atrevió a moverse. Los golpecitos arreciaron “Ábreme, soy Esteban”. Ella no le dejó entrar, tenía miedo de que quedasen impregnadas en el suelo sus huellas, su aliento en el aire, el olor a naturaleza pura en cualquier rincón.
Se vieron en la parte trasera de la casa, la luna abierta e inmensa sobre ellos. “¿Te ha hecho daño ese animal?” Ella simplemente negó con la cabeza. Fue cuando supo que Esteban rondaba siempre cerca, trataba de protegerla sin saber quién era y sin importarle al parecer las represalias de Tomás.
Debían ser precavidos pues alguien podía irle con el cuento. Aunque pareciese una aldea fantasma las chimeneas humeaban, y tras los muros se escondían ojos, bocas, soledades sin alma.
Iniciaron una amistad que era como un árbol centenario bajo el que cobijarse, esa relación les ayudó a sobrevivir. Esteban le contaba de cuando la aldea estaba superpoblada, con las calles llenas de chiquillos dándole patadas a un balón roto y las vecinas tendiendo al sol sus sábanas blancas. Él era el pequeño de tres hermanos, el mayor marchó al servicio militar y le perdieron la pista, la segunda había casado hacía unos años con un viudo padre de gemelos que regentaba una tasca en un pueblo cercano, y quedó él junto a sus padres trabajando la tierra y atendiendo a los escasos visitantes que recalaban en la posada, muy de cuando en cuando, hasta que en un lento peregrinar la aldea se fue vaciando sin remedio, y una gélida noche de un mes cualquiera, porque ya todos parecían iguales, su padre dijo temprano: “Me acuesto, estoy cansado”, y ya no volvió a levantarse. Madre se puso luto para siempre, cerró la posada y se echó a morir, que ya ni ilusión le hacían las visitas de la hija, por mucho que esta se molestase en lavarle el pelo con cuidado y traerle dulces, con lo que a ella le gustaban...
Arañando la tierra con un palo decía sin levantar la vista que no tardaría mucho en marcharse de allí, que quería ver mundo, aprender, y poder elegir las cosas que quería hacer... “Puedes venir conmigo si quieres”
Clara, que con mucho esfuerzo y una faja sobre otra había conseguido ocultar su embarazo hasta el final, no contestaba. Esteban no sería capaz de comprender que se había cansado de huir, de perseguir una quimera forjada por otros, harta de ser un fardo, una excusa, un animal de compañía.
Afortunadamente se puso de parto estando sola, a primera hora de una tarde de sábado, durante el mes más corto del año. Lo tenía todo preparado, fundamentalmente el instinto, se dejó guiar y le salió bien, mordió unos trapos para no gritar y el niño apenas lloró, decidió llamarle Pablo, como su abuelo, lo envolvió bien contra su pecho, cogió el mapa que impecablemente le había dibujado Esteban, ese que señalaba el camino por el que regresar al punto de partida, y echó a andar con la determinación como aliada. Tenía que darse prisa si no quería toparse contra la noche. El cuerpecito del bebé además de calor le proporcionaba una fuerza descomunal. Procuró no mirarlo, no pensar demasiado. Hubo puntos del trayecto en los que temió desistir, pero finalmente, magullada y sin aliento, llegó hasta el cerro desde dónde se divisaba la casa del terrateniente. Luces amarillas atravesaban las ventanas, los perros la reconocieron, así que no se pusieron a ladrar y a ella le dio tiempo de dejar al niño en el escalón de entrada, primorosamente envuelto en una manta que ella misma había confeccionado, con una nota que rezaba: “Se llama Pablo y es vuestro nieto”. Tocó el timbre y se alejó lo suficiente como para comprobar, entre sombras, que Goya recogía al pequeño Pablo mientras llamaba a gritos a la señora.
Recuerda poco más, un enorme peso a la espalda, el frío, la noche y el camino que parecía otro, desfallecida sintió que comenzaba a sangrar y perdió el conocimiento apoyada en un tronco.
Cuando despertó estaba en su cama, en la aldea, había dormido varios días, Tomás le daba la comida con una cuchara sopera. Fue precisamente él quien la encontró regresando a casa tras la faena. No preguntó, se creyó la historia de que sintió miedo y había salido a buscarlo. Estuvo tan cerca de perderla que decidió pasar página, creer que podía tratarse de otro comienzo.
En dos semanas no vio a Esteban ni tuvo fuerzas para salir a su encuentro, Tomás trabajaba durante el día pero regresaba a dormir, silencioso y taciturno como siempre había descartado la ansiedad en su mirada, parecía más tranquilo, lejos del extremado celo de los últimos tiempos.
La noche en la que la encontró repuesta y cocinando, con su delantal de flores diminutas y el pelo tenso en un recogido artesanal le soltó la noticia que llevaba tiempo rumiando: “Nos mudamos Clara, tenemos casa nueva”
Ella se giró sin entender del todo, tratando de descifrar respuestas en la extraña ilusión de él, fuera de lugar en su rostro.
-“¿Cómo?”
-“He comprado la posada”.
Tomás respondió mientras se cambiaba de ropa. No pudo comprobar el desconcierto de ella, su palidez, un absoluto asombro que trató de disimular volcándose en lo que estaba haciendo.
-“¿Y para qué queremos nosotros una casa tan grande?” preguntó queriendo resultar despreocupada.
-“Pues para llenarla de críos, para qué va a ser”
La cogió por la cintura en un gesto repentino y brusco, ella había adelgazado tanto que se perdía contra su cuerpo, la besó mordiéndole los labios hasta hacerlos sangrar.
Después, mientras Tomás cenaba con un hambre voraz, Clara supo que la madre de Esteban falleció y que sus hijos vendieron apresuradamente la casa:
“A Méjico que se ha ido el pequeño, ni más ni menos, siempre tuvo ínfulas de grandeza el muy idiota...”
Ni siquiera pudo reprocharle que no se despidiera, aún sin poder imaginar cuanto iba a echarlo de menos, le deseó buen viaje, una vida bien bonita allá dónde estuviese, porque los sueños hay que perseguirlos mientras quedan fuerzas y él había aprovechado su oportunidad.
La mudanza se resumió en cuatro bultos, dejaron la casa quemada, la casa con goteras y humedades por la que tanto Clara se había desvivido para trasladarse a la construcción de tres plantas que en un tiempo fue posada. Había quedado amueblada, con muchas de las habitaciones cerradas con llave, disecadas, decidieron no tocarlas pues tampoco las iban a necesitar, y modificaron la distribución para ocupar solamente la planta calle. Aún así les sobraba espacio, los techos eran altos, los muros recios, las puertas tenían todas dos hojas que se abrían hacia dentro, había camas altísimas con los cabeceros de forja y los colchones de lana, una mecedora, una chimenea que ocupaba casi pared entera... En sus tiempos de gloria debió ser la mejor casa del pueblo.
Trató de buscar una señal en el orden impecable de las cosas, una carta de despedida asomando por un agujero estrecho... nada, el silencio, las sombras que resultaban tan grandes como las ausencias, el frío colándose por cualquier rendija, el ulular de los buhos, los pasos resonando... soñaba con Esteban, que venía a buscarla en un coche rojo, un coche capaz de atravesar ese valle y todos los ríos del mundo, Esteban demostrándole que era verdad eso de que pegando el oído a una caracola se escuchaba el mar, “Cierra los ojos, Clara, ciérralos...” ella se dejaba guiar hasta que una espuma tibia le cubría los pies descalzos, y ya no quería despertar del sueño, entonces menos que nunca, cuando por fin había conseguido pisar la playa.
También soñaba con su niño. Jamás se arrepintió de lo que hizo, pero no podía saber que se le quedaría su olor grabado en la piel, la fecha de nacimiento, el remolino de pelo en el mismo lugar que el suyo... Imaginó alguna vez que sus padres venían a buscarla, el niño ya un mocito que le rodeaba el cuello con los brazos...
Domesticó al deseo, qué otra cosa podía hacer, a Tomás le había dado por adecentar la zona central de la aldea cuando no tenía trabajo fuera, quitaba malas hierbas, cementaba, despedregaba solares con la ayuda de los otros dos vecinos que quedaban, dos hombres solos que no levantaban cabeza y apenas hablaban.
Ella salía en cuanto podía, monte arriba, a la ermita, al nacimiento de dos riachuelos por lo que apenas manaba agua, hasta donde la condujese cualquier camino enrevesado... No volvió a encontrar el que la había conducido hasta casa de su familia, pero conservó el dibujo del mapa por tratarse de algo íntimo, propio, cómo lo fue la radio, cómo Pablo...
Nacieron Irene y Julia en la misma cama en la que debió nacer Esteban... lo pensó mientras agarrada a los barrotes empujaba con fuerza. Tomás trajo no sé de dónde a una mujer que sabía de partos y que le ponía el codo sobre la barriga como si se la fuese a atravesar. En cuanto el padre de las criaturas se enteraba de su sexo se marchaba despotricando y dando portazos, para regresar un par de días después, resacoso y torpe, oliendo a perfume barato y mascullando:
“No te apures mujer... el próximo será niño”
No hubo más hijos, se debió quedar seca o perder entrañas. Se vació.
Tomás la miraba entre compasivo y amoscado, sin entender qué había podido ocurrir para no tener un vástago que le siguiese allá dónde fuera cómo un perrillo faldero.
Las niñas, que apenas se llevaban un año, trajeron una cálida melancolía que se instaló en ella para siempre. Por una parte ya no estaba sola, requerían de un trabajo continuo y presente que no le permitía evadirse, pero por otra deseaba para ellas algo mejor que aquel desierto, aquella nada continua, quería algarabía de voces y cuerpos, calles largas, casas sin memoria, juegos, adornos en el pelo, pinturas de madera... una vida ancha, llena de matices.
Tomás pasaba cada vez más tiempo fuera de casa, aunque no la necesitaba, cualquier excusa era buena para refugiarse en la vieja cabaña del bosque, rodeado de perros y animales salvajes, tallando madera o huyendo de los ojos enormes de sus pequeñas, que lo miraban esperando una caricia, un gesto, un vínculo que nunca llegaba.
En una ocasión estuvo a punto de abofetear a Irene por una travesura sin importancia, no supo Clara de dónde le salió el coraje, pero se vio quitándole a la niña de entre los brazos, mandándola a jugar con su hermana y diciéndole muy quedo, carbón ardiendo en la mirada:
“Cuida lo que haces Tomás, porque si vuelves a tocar a una de mis hijas juro por Dios que te mato”.
La empujó y salió maldiciendo.
Desde entonces acudía a deshora, cogía comida y ropa como un ratero, las miraba desde la distancia, amargado, torpe, herido, y desaparecía.
Cuando las máquinas llegaron a la aldea las niñas cumplían edad de ir a la escuela. Se plantaron allí de repente, formando parte del paisaje, enormes, pesadas, poderosas, trayendo un futuro incierto, una amenaza constante.
A duras penas e insistiendo mucho Clara se enteró por el viejo Zacarías que el gobierno quería apropiarse de ese entorno para construir un parador y una carretera:
“Ya vinieron hace años con la misma historia, entonces éramos más, desistieron, veremos ahora qué pasa...”
Pensó en buscar a Tomás para informarle, pero desechó la idea porque él se enteraba de todo lo que ocurría por allí, así que probablemente ya lo sabría...
Una mañana se presentaron los señores esos del ministerio. Llamaron a la puerta cuando todavía estaban en la cama, ella les abrió despeinada y confusa, con la gruesa chaqueta del abuelo sobre los hombros. Utilizaron palabras extrañas, leyeron, tan apenas la miraron a la cara. Expropiación, un mes para dejarlo todo, posibilidad de alquilar una vivienda a módico precio, treinta kilómetros más abajo, luz eléctrica, ayuntamiento, escuela, panadería, “Señora, ¿me está escuchando?, ¿dónde está su marido?”.
Muerto, le entraron ganas de decirle. Está muerto.
Porque Tomás no soportaría otro lugar, con vecinos que dicen buenos días levantando la barbilla y no toleran emigrados que se calientan con el tinto y hacen lo que les viene en gana, un sitio con normas, vecindad, usos y costumbres.
Entonces sí fue a buscarlo, pero no lo encontró, el tiempo apremiaba, les explicó a las niñas que tenían que dejarlo todo y marcharse, habló de una casa imaginaria, con un pozo de los deseos y un tejado rojo, y una escuela en la que aprender a leer y escribir... en ningún momento preguntaron por su padre, no dudaron, fueron las primeras en embalar sus cuatro cosas, empeñadas en llevarse un espantapájaros que habían fabricado.
El día señalado, tras cargar su equipaje en el camión del ministerio que las trasladaría, Clara salió por la puerta de la posada con una niña de cada mano y sin mirar atrás, esta vez con menos prisa que cuando saltó el muro creyendo que iba a comerse la vida en dos bocados.
Sentado dentro del vehículo aguardaba Tomás, peinado, afeitado, sin haber podido arrancarse del todo aquel olor a madera húmeda, cabizbajo y con las manos entre las rodillas. Con lo puesto. Ella no dijo nada, las niñas se sentaron junto a él y le fueron contando durante el trayecto todas sus expectativas. Por un instante y en un gesto que resultó pesado y debió costarle un mundo, les acarició el pelo y trató de sonreír.
Murió dos años después del traslado, en la cama de la que apenas salía desde que llegaron, con los pulmones carcomidos y el alma rota.
Clara lo cuidó hasta el final como una enfermera especializada en enfermos terminales, desoyó los perdones que a él le costó exhalar, y la noche de su último suspiro lo vio cabecear desde la puerta de la habitación, le fallaron las fuerzas y no fue capaz de acercarse a cogerle la mano, confirmó su muerte mientras en alguna parte de la casa sonaba un reloj de pared y la gata “Canela” se frotaba contra sus piernas.
No permitió que las niñas llevasen luto y ella lo vistió durante un par de meses.
Después nada, todo pasa, se va pasando, una viuda joven con algo del espíritu salvaje heredado de las montañas. Sacó adelante a sus hijas cosiendo, siempre tuvo maña, ajuares enteros hizo. Pudo mandarlas a un colegio de monjas de ciudad, a una se la quedaron, a Irene, a la otra casi, cuando estaba a punto de entrar en el noviciado sintió un quebranto, un arrebato fugitivo propio de la historia que acarreaba, y regresó con la madre que nada le reprochó porque agradecía no encontrarse sola de nuevo.
Le pidió explicaciones Julia, eso sí, con tanto tiempo de meditación una se enmaraña en pensamientos a los que les faltan puertas, chimeneas, accesos. Necesitaba saber, encajar piezas, perdonar.
Pensó Clara que la infancia de sus hijas había volado demasiado pronto a algún recóndito lugar.
Y habló, porque quizás ya no habría otro momento propicio para hacerlo, hay instantes que se bordan con minuciosidad, que se disponen con cuidado.
Desde sus ansias de querer escapar de la torre de marfil del terrateniente, cuando apenas era una cría que no había pisado más calle que de misa a casa y poco más, hasta esa secuencia de ambas mujeres en la cocina, acodadas sobre la mesa, con su vaso de café amargo y unas galletas caseras. Cuando Clara terminó de relatar su historia era noche cerrada, miró al suelo tratando de buscar dónde habían ido a parar tantas palabras derramadas, se sintió vacía, con un dolor profundo y seco oprimiéndole la boca del estómago. Su hija le tomaba las manos llorando en silencio.
-“Podemos buscarlo si quieres”, le dijo refiriéndose a Pablo.
Clara se levantó sin energía, se alisó la ropa, se puso a recoger, negó con la cabeza:
-“¿Y qué podría decirle?, ¿qué derecho tengo?”
Los años pasaron con la monotonía de las cosas que logran encontrar su sitio.
Julia se casó con un muchacho que también vino de fuera, a trabajar en la vendimia, y se quedó con ellas. Para Clara y para la época era un hombre extraño, de los que cocinaba y se hacía la cama. Hablaba por los codos y no había nada que le gustase más que una velada tormentosa para poder contar, con todo lujo de detalles, sus fascinantes historias de miedo a las que se sumaban como oyentes varios vecinos.
Se llamaba Luis. Fue el primero en darse cuenta que Clara perdía la memoria, esa mirada exhausta y vana, agarrada a algo invisible, los despistes primero muy pequeños, luego cada vez más llamativos, tocarles la cara como si estuviera ciega, preguntar por Tomás, por su niño, llamar a su padre... No supieron qué nombre ponerle a lo que le ocurría, pero tuvieron la certeza de que era irreversible.
Aún así Julia y Luis se empeñaron en llevarla al mar, el viaje un periplo, primero hasta una estación de tren, luego otra, finalmente dentro de un taxi:
“Mire madre, mire a su derecha... es el mar... ¿Lo está viendo?”...
A Clara se le llenaron de azul los ojos, puso la mano cruzada de nervios intensos, raíces de olivo, sobre la ventanilla.
Cuando pisó la orilla y una espuma tibia le cubrió los pies se giró hacia Luis, las lágrimas asomando sin freno:
“Gracias, Esteban” pudo susurrar.
Y la vida injusta cerró uno de sus círculos concéntricos.
5 comentarios
Patricia -
Cora Puyuelo -
Shey -
Ramón -
Pero (también como siempre), sabe a poco. Nos cuentas una novela en unos cuantos folios. Tus personajes y tus lectores merecemos más.
Rubén L. -