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MARTES DE CENIZA

"AUSTRALIA"

"AUSTRALIA"

“Nadie puede predecir el pasado
cuando ya quizás no somos los mismos,
cuando ya quizás hemos olvidado
el nombre de la calle
donde
alguna vez
pudimos
encontrarnos”.

(Abandonados-Gioconda Belli)

 

 

MATILDE SOBERAS PUERTO (Mati)

 

Aurelio tiene los pies pequeños y prisa.

Después de dos años con él es lo primero que me viene a la cabeza si tengo que definirlo.

Me llaman la atención esos pies menudos en los que destacan las grandes lazadas de los cordones de sus zapatillas deportivas, que unidas a ese movimiento ágil, un tanto precipitado, le otorgan cierto toque cómico que contrasta con una formalidad casi teatral, impropia de este siglo.

Cede el paso a las mujeres en la entrada del ascensor o de cualquier otro sitio, me separa la silla en los restaurantes para que pueda sentarme cómodamente, tiende sus camisas de tal manera que no es necesario plancharlas, carraspea antes de hablar por teléfono y utiliza los cubiertos como un duque.

Pero sus labios suelen estar fríos y cuando paseamos por la calle se empeña en rodearme los hombros en lugar de cogerme de la mano, que ya le he dicho hasta cansarme que prefiero que me lleven de la mano, pero no hay manera.

Mis hijas se ríen. Dicen que en cualquier momento se arrodilla y me pide matrimonio. Eso me estremece un poco, podemos acompañarnos mientras nos entendamos y estemos a gusto, pero de ahí a tener un libro de familia… va un trecho, para eso hay que elegir bien, no es un compromiso pequeño, y yo intuyo, porque no lo sé a ciencia cierta, pero lo intuyo, que Aurelio no está hecho para ser mi compañero vital, ni yo lo seleccionaría sin dudarlo de entre la lista de candidatos que no tengo.

Mis hijas se toman mi vida como un juego simple, una de esas barajas de familias dónde hasta los colores son armónicos.  Es lo que ocurre cuando vives lejos, simplemente con desear que el otro esté bien y dedicarle al día un par de pensamientos fugaces, a la hora de enrollarte una bufanda al cuello, al sazonar la comida o ver una noticia en los informativos, crees que es suficiente, que todo está en su lugar, que no depende de ti.

Jara acaba de ser mamá en esa ciudad que nunca he sabido pronunciar, una con pocas horas de luz solar. Tengo una nieta, Katerina, un bebé rollizo y muy blanco, como su padre, el hombre sonriente en exceso al que le gusta la morcilla de burgos y el vino tinto, las pocas veces que han venido, no ha hecho otra cosa Steve que comer, dormir y dar respingos cuando elevamos la voz, que es casi siempre. A mi nieta no la conozco en persona, sólo a través de la pantalla del ordenador, qué cosas, quién me iba a decir a mí que las nuevas tecnologías llegarían a justificar las ausencias, que todo sería más accesible, más cuadrado y con la luz exacta. Así he visto como a la niña le salían los primeros dientes, balbuceaba o se me quedaba mirando como a una imagen incomprensible, un aburrimiento de dibujo animado.

Sí que me hubiese gustado abrazarla, darle pequeños mordiscos en los pliegues de sus piernas, no he sido especialmente afectuosa con mis hijas, pero en la cadena genética los nietos son la última oportunidad de la que disponemos para ser mejores.  El caso es que yo no me animé a viajar ni me invitaron. Y el tiempo no espera a nadie. Se consume como una hoguera, más rápido aún, que ni rescoldos deja.

Silvia está más cerca, en la otra punta del país, al menos hablamos el mismo idioma, viene más a menudo, más veces pero menos tiempo, cómo si tuviese que cumplir, sellar un impreso, pagar un peaje y regresar.  A Silvia le gustan las chicas, qué le vamos a hacer, peores cosas pasan en la vida, su padre no hubiera podido soportarlo, al fin y al cabo su padre era una persona de pueblo que se puso a trabajar muy joven sin otro norte que luchar a brazo partido por mantenerse a flote, sumar dos y dos, poco más, le enfurecían las cosas que no entendía. La ignorancia es muy mala.

Silvia mueve las manos, se ríe nerviosa, dice “qué cosas tienes, mamá”, me llena la nevera de comidas extrañas, sin sal, sin calorías y sin nada, propone ir a ver juntas una película, visitar a las tías, cenar en un sitio que me gusta mucho, está rodeado por un lago y en otoño da gozo verlo, cuando eran pequeñas solía llevarlas en ocasiones especiales, pegaban sus naricillas en los cristales y se tiraban largo rato observando el paisaje, los patos, los peces, la forma de las nubes… Al final Silvia tiene la agenda repleta y nunca hacemos nada de eso, sus buenas intenciones pierden aire, como un globo que se desinfla.

Yo amo a mis hijas con esa cadencia de quien sabe que la sucederán, que recorren un camino repleto de futuro y lo seguirán haciendo aunque yo no esté. Me tranquiliza no resultar imprescindible, me siento más liviana.

Yo amo a mis hijas, pero a Germán lo adoraba. Era un afecto tan intenso que dolía.

Quería tener un primogénito varón. Si mi primer hijo hubiese sido hombre no habría parido más, en mi ideario de madre, un barco de papel mojado y maltrecho, soñaba con dar a luz a un niño delgado, con el pelo cobrizo y los ojos enormes, al que poder dedicarme por completo, respirarlo, calcular el pálpito de su sueño, cobijarlo en el hueco exacto de mi costado… pero llegó en tercer lugar, muy moreno, con el pelo alborotado, llorón y mal comedor, al fin mi niño.

Resultó tan difícil sacarlo adelante que mi madre y mi hermana Lola se llevaron durante una temporada a las mayores, para que pudiésemos descansar un poco y tratar de centrar a la criatura. En cuanto amanecía me iba con él a la calle, que era dónde se calmaba un poco, dejando de revolverse dentro del capazo como una culebra. Andrés volvía de trabajar en la fundición, se quitaba los zapatos por el pasillo, gruñía “quiero dormir”, y yo me daba prisa, nos pertrechábamos de ropa y a recorrer las aceras aún aletargadas.

Nos fuimos acostumbrando el uno al otro, terminamos por intuirnos y entendernos.

Mi Germán era un sol, muy movido, rebelde, tiraba del pelo a sus hermanas y les rompía las muñecas, pero cuando rodaban abrazados por el suelo, carcajada pura, daba gloria verlos.

Su padre se empeñó en educarlo de manera distinta a las niñas.  A ellas no les obligaba a ir al terreno los domingos, para ayudarle con las malas hierbas o con la faena que se le ocurriera, no les gritaba por cualquier cosa a la primera de cambio, como a él, que me lo tenía mártir de exigirle que se comportase como un hombre. Era una mezcla extraña, parecía admirarlo y aborrecerlo a partes iguales.

Por eso, cuando ocurrió el accidente, cuando me llamó desde el hospital para decirme que Germán se había caído del tejado de la caseta de herramientas dónde estaban colocando unas tejas, una mala caída, de esas una entre un millón, una caída tonta en la que la cabeza chocó contra el pico que había apoyado abajo… le dije masticando las palabras, con un asco, una rabia y un veneno inolvidables, que ojalá le hubiese pasado a él y que si mi Germán moría, como así sucedió, catorce años dos meses y veinticuatro días,  jamás podría perdonárselo, que su muerte en vida sería peor que la de mi pobre hijo.

No pudo soportar la pena, la culpa, no pudo soportarme a mí, silencio sepulcral ante cada una de sus disculpas, de sus frases torpes y entrecortadas, de sus lágrimas, qué pocas veces le vi llorar… Un año y medio después de fallecer Germán murió su padre de un infarto, mientras dormía, hizo un ruido raro, como el de una cañería atascada, debió abrir mucho los ojos y llevarse la mano al pecho, intuyo, porque no me giré, no abandoné mi postura fetal en el otro lado de la cama, pero supe inmediatamente que se moría y cerré los ojos fuerte, muy fuerte, hasta que la calma siempre densa y sospechosa de la noche volvió a apoderarse de todo, restándonos otra vida, transformándonos un poco más, para siempre.

A Andrés lo incineré y esparcí sus cenizas por el dichoso terreno, ese que compramos a cambio de no ir al pueblo, yo detestaba aquel lugar remoto y gris dónde mi madre y la suya crecieron juntas, dónde pasábamos temporadas en verano mientras vivieron mis abuelos. A mí me costaba relacionarme con el resto de chicos y chicas de mi edad, no entendía sus historias, me sentía extranjera. Prefería quedarme sentada al sol con las mujeres mayores, leyendo o haciendo punto, Andrés solía pasar por delante nuestra subido en una bicicleta herrumbrosa, un armatoste que frenaba con los pies para gritarle a mi madre: “¡Señora Águeda su Mati para mí, guárdemela que me gusta mucho!”. Partía raudo y todas rompían a reír mientras yo me ponía colorada. Qué me iba a suponer de profecías, de casualidades de la vida, de querer salir pronto de casa, pronto, asustada por las enfermedades seniles que iban contrayendo mis padres y que lo cubrían todo de una niebla decadente y perpetua. Él estaba esperándome en el momento adecuado y yo necesitaba escapar. La vida me pareció una suma sencilla, justa.

Nada que parece fácil lo es.

Esparcí las cenizas de Andrés por el maldito terreno que abandoné y malvendí y a mi niño lo tengo en una tumba, en la tierra, sembrando la esperanza necesaria para seguir viviendo, dándome fuerza, tiene la lápida más brillante de todo el entorno, y una foto que le gustaba mucho, el retrato de una mañana de Reyes abrazado a un balón de reglamento aún sin estrenar.

A mi hijo lo quería con la pasión irrefrenable de las cosas efímeras, hay que ver cómo lo quería, que me dolían los ojos de mirarlo, de verlo reírse con la boca abierta y asomar calle abajo corriendo a la vuelta de la escuela.

Con las niñas era otro cantar, no puedo explicarlo mejor, sé que es un agravio comparativo difícil de entender, pero es que eso de que una madre quiere a todos sus hijos por igual es una mentira muy grande que nos han contado y que repetimos como una oración, intentando convencer no sé a quién ni de qué.

Jara dice que tiene mala memoria, cosa que no es verdad, y que no recuerda momentos especiales con su padre, que sólo puede decir que trabajaba mucho y que se murió de pena.

Silvia sin embargo afirma que Andrés tenía la mirada tierna de los hombres rudos. No sé qué tipo de definición es esa, qué se sabrá ella de miradas ni de hombres. Pero sí que evoca a su padre con un amago de nostalgia.

A Aurelio ni siquiera le he hablado de mi Germán.

Dos años de relación no me parece tiempo suficiente para levantar toda la tierra ni para desvelar por completo mi intimidad.

Si lo hago me quedo a la intemperie.

Las piezas fundamentales del puzle de una vida, esas que hacen que todo encaje, hay que guardarlas en un lugar seguro y aislado de las inclemencias del tiempo.

A Aurelio lo conocí bailando.

Siempre quise recibir clases de baile, en una de esas academias que salen en las películas americanas, y calzarme unos zapatos de charol abrochados a un lado, ya ves, con los pies tan delicados que tengo, si debo calzarme en la sección de anchos especiales, la antítesis de un zapato de salón como el que lucía Ginger Rogers.

Pero es que hacer las cosas a destiempo supone que la materia prima del sueño se desvirtúe, hay que conformarse con los restos de serie, rebuscar entre la calderilla de la dignidad y tirar hacia delante.

Y ahí estaba yo, en el escenario frío y oscuro de un centro cívico, con tarima de madera, eso sí, memorizando los pasos que de cría tantas veces había reproducido frente al espejo, cerraba los párpados, susurraba… al principio había que hacerlo sola, controlar el cuerpo de una antes de agarrarse al de otro, después las parejas se formaron por descarte, de entre los pares sueltos.  Así conocí a Aurelio, que le costó semanas tutearme y no mirarse los pies, lo mal que lo pasaba el pobrecito siendo algo más bajo que yo, sólo un poco.

Una tarde, en medio de un cha-cha-cha, me soltó sin más:

“Tienes la piel de una muñeca de porcelana”

Y a mí me dio la risa floja, porque no supe si aquello era bueno o malo, si lo decía porque me brillaba la cara o porque tenía las mejillas sonrosadas… él se quedó tan serio que entendí que había hecho un esfuerzo por halagarme, así que no le respondí lo que estaba pensando, que las muñecas de porcelana no tienen piel, seguimos bailando y al terminar la sesión accedí a su invitación de tomarnos un café, por mucho que pongan esas estufas modernas en las terrazas de las cafeterías se te hielan los pies.

Yo sólo pensaba en llegar a casa y encender la calefacción, no puedo reproducir fielmente nuestra primera conversación, pero ya me adelantó que había esperado durante muchos años a la mujer de su vida y que veía en mí las características fundamentales que buscaba en una pareja.

-“Pero si apenas nos conocemos, Aurelio…”

-“Mucho más de lo que tú te crees nos conocemos, Mati, mucho más…”

Fue cuando ya marchábamos, me lo dijo tan convencido, mirándome de una forma tan absoluta, que sentí un escalofrío extraño, como si esos ojos hubiesen permanecido omnipresentes durante toda mi vida.

 

AURELIO VELLÁN MONTERO

Hijo de madre soltera, conservo sus apellidos.

Mi padre aparecía de vez en cuando, nos mantuvo siempre pero jamás dejó a su familia, compuesta por esposa y cinco hijos.

A mi madre la echaron del pueblo cuando su embarazo y los rumores crecieron de manera incesante.

Él nos compró una casita en otro lugar alejado, con chimenea, pajar y corral, pero llevábamos escrito en la frente que éramos prófugos, bandidos, sinvergüenzas, no había dónde camuflarse, por mucho que lo intentásemos.

En ese otro pueblo recóndito, sin río, sin apenas término, en medio de la nada o de cualquier parte, nací con la ayuda de una matrona de pago. El resto de vecinas no acudieron solidariamente, cómo era habitual, ni siquiera corrieron los visillos de sus ventanas o nos trajeron mantas, sopa, un gorrito para el recién nacido.

Allí conocí a Mati.

Me sentía tan extranjero como ella y la contemplaba desde lejos, sin que nadie se diera cuenta, porque crecí absolutamente invisible para todos. Nunca nos provocaron, nunca me partieron la ceja de una pedrada, no me robaron la merienda ni escribieron palabras feas en la fachada de casa porque nunca se detuvieron a mirarnos.

A mi madre la soledad casi la volvió loca y mi padre nos sacó precipitadamente de allí y nos puso un piso estrecho, un último inaccesible en la ciudad, por fin la ciudad, una supervivencia digna, lejos del miedo.

Pero antes del éxodo mi promesa de verano se llamaba Mati, porque llegaba ella con su demostración de la diferencia, otra manera de caminar, una voz distinta, esa forma de estar…

Y todo el sufrimiento merecía la pena porque significaba que las cosas podían cambiar, que existían más mundos por habitar.

Cuando quise darme cuenta el descerebrado de Andrés me había adelantado completamente, curiosamente Andrés no quería a nadie, era un bruto, un déspota, una rama seca que se creía olivo, pero a él lo quería todo el mundo, por charlatán, por ayudar a su padre en las faenas del campo o por caradura, pero se hacía notar e iba en boca de todos, como un ruiseñor.

Se empeñó y se empeñó como quien derriba un portón de madera a cabezazos y se quedó con Mati.

A Mati no le voy a contar nunca que la conozco desde que éramos críos y ella ni siquiera sabía de mi existencia.

No quiero que piense que soy una especie de loco obsesivo, un acosador.

Cómo le explicas a alguien con quien quieres estar que llevas casi tres años trazando un itinerario minucioso destinado a un cruce de caminos.  Desde que salió de aquel supermercado cargada con bolsas de la compra y el teléfono entre la oreja y el hombro, incómoda pero alegre, manteniendo una conversación banal con una de sus hijas, yo pasaba por la calle y me giré atraído por esa voz inconfundible, macerada por los años, pero inconfundible, tuvo que evitarme porque me quedé petrificado en medio de la calle, el trajín propio de la tarde en las ciudades que quieren ser grandes. La vi parar un taxi y yo paré el siguiente, como en las películas pedí al conductor que la siguiera, esperamos a una distancia prudencial, la vi sacar las llaves y anoté la dirección.

En mi mapa del tesoro fui descubriendo su viudedad, sus gustos, sus horarios… hasta que me decidí a inscribirme en el mismo curso de bailes de salón que ella, yo, que no tengo garbo, ni ritmo, ni oído musical ni nada, pero me prometí poner mucho empeño, incluso tomé con anterioridad algunas clases particulares, para no parecer el más torpe entre los torpes.

No hay por qué enseñar todas las cartas.

Si no voy a hacerle ningún daño.

Si no soy un tarado.

Es sólo que se me hace tarde, se me está haciendo tarde para no acabar sorbiendo la sopa frente al televisor mientras pienso que necesito lentes progresivas, mis armarios ya huelen a naftalina, me molestan las operaciones salida de vacaciones, los coches cargados de maletas, los planes de los demás, me molesta toda la vida que no he vivido y las huellas de mi madre por toda la casa aunque sea incapaz de borrarlas.

Siempre pensé que había hecho callo, una tolerancia extraordinaria a la soledad, pero qué va, se me está haciendo tarde y no quiero morir sin que cuenten conmigo, sin contar.

Los años te aprietan la garganta con guante blanco, hacerte mayor significa agonizar entre los miedos que creías controlados.

Si tengo la oportunidad de recuperar un símbolo, de emocionarme con las cosas que por fin llegan, por fin llegan aún sin esperarlas, de volver a amar a quién ya amé, cómo desaprovecharla.

Todavía siento la partida de Sandra, tengo clavada su mirada de lástima, su último adiós.

Qué diferente hubiera sido todo en caso de atreverme a seguirla, pero de eso hace demasiado tiempo, cuando creía que las ocasiones nacían entre las piedras de los caminos, como la mala hierba.

Sandra y yo mantuvimos un noviazgo de años. Mi padre aún vivía y mi madre no se había vuelto loca de remate.

Sobre todas las cosas de este mundo Sandra era alegre, vitalista, tenaz, envidiable… tenía mano izquierda para tratar a mi madre, por mucho que ella se empeñase en su doble cara, en que “es una lagarta, Aurelio, una lagarta, tú no te fíes”, repetía huraña mientras se comía las natillas que nos preparaba Sandra los fines de semana.

Mi padre dejó de pronunciarse durante una temporada excesiva, ni una carta, ni responder a los varios números de teléfono dónde podíamos localizarlo, ni una de sus visitas caóticas e inesperadas en las que daba un par de vueltas sobre sí mismo, decía muy bajito: “¿Necesitáis algo?” y se marchaba sin más, sin un guiño, sin una señal de aprecio, sin asomo de valentía.

Uno de sus hermanos contactó con nosotros para notificarnos su fallecimiento meses después de que ocurriera, una vez leído el testamento en el que absolutamente nada nos dejaba. Tuvimos quince días para abandonar los cuartuchos angostos de aquel piso precario y maltrecho

Mi trabajo en el banco y la conciencia ahorrativa impregnada a fuego por mi madre nos permitieron vivir desahogadamente, en otro piso más céntrico y luminoso, elegido por nosotros al menos.

Sandra nos ayudó en todo, en sobrellevar el eterno sentimiento de abandono, en el luto de mi madre, que envejeció de repente y para siempre, como una auténtica viuda, en aprender a seguir.

Cuando todo parecía estabilizarse, cobrar ritmo de rutina, me cogió la cara con las dos manos y me dijo que era el momento de proyectar juntos, algo sobre compartir ilusiones y acompañarnos… no logré entenderla bien, de verdad que no, la miré anonadado…

“No voy a esperarte toda la vida”

Yo no respondí.

Ni entonces ni nunca.

Prometo que la quise como se quiere todo lo que te identifica, sin pensar jamás que la perdería.

Sandra me hizo mucho bien. No he vuelto a verla pero siempre le estaré agradecido.

“Si me hicieras caso… ay si me lo hicieras… ¿no ves que sólo nos tenemos el uno al otro?, nadie más va a entendernos, Aurelio, nadie más, tu trabajo, tu casa y tu madre, olvídate del resto, y las mujeres lejos, que eres un ingenuo y sólo quieren sacarte las tripas”.

Que pena me dio.

Ella ya lo había perdido todo y se empeñaba en parasitarme.

No se daba cuenta de lo alimaña que era, mi pobre madre.

Llegó el tiempo de la ruleta rusa, las enfermedades venéreas, cerrar los ojos y dar vueltas y más vueltas, caer, no poder levantarme, mantener una doble cara sin saber cual merecía más la pena, volver a caer, resucitar los lunes, como un aparecido, ver la novela con mi madre, partirle a pedacitos muy pequeños la tortilla francesa y desear en lo más profundo de mi infierno que se muriera, que se muriera de una vez para volver a alumbrarme, para conocer una vida sin ella, a pesar de ella.  Pero ten cuidado con lo que deseas que se puede cumplir, en mi tercer carajillo de aquella mañana me llamó Lupe, la mujer que la atendía en mi ausencia, para narrarme apaciblemente que la señora sentía revuelto el estómago después de desayunar, “Ayúdame a sentarme en el sillón y abre bien las ventanas”, le había pedido con ese tono que siempre resultaba una imposición, y que unos minutos más tarde, sólo unos minutos más tarde, la encontró con la cabeza ladeada, inerte, fallecida como un pajarito, señor Aurelio.

Sin velatorio, sin funeral, misa ni visitas, por no haber ni flores hubo, ella decía que sólo servían para atraer a los insectos.

No se detiene nada con la muerte, es un episodio insignificante y marchito, que sucede por obligación y enseguida se cubre de olvido.

La pena y el duelo me transformaron en un ser anodino, excesivamente calmado.

Decidí prejubilarme y sacar a Mirta de la calle.

Una mujer con mala suerte, acuciada por las deudas de un negocio fracasado y un divorcio que la dejó sin nada, dando tumbos, viviendo de una caridad que no existe porque caduca, hasta verse durmiendo en un banco frente a la puerta de mi casa.

Hubo un tiempo de observación en el que comprobé que no bebía, que comía mucha fruta y se cuidaba la abundante cabellera. Bajo los dos abrigos de paño que utilizaba de almohada escondía un cuchillo de cocina que ni el aire podía cortar.

Le propuse un trato. Era ventajoso. Compañía mutua. Labores domésticas y parecerse a estar juntos sin exigencia ni abusos. Cómo puede ser eso si al final todo se confunde.

Con las duchas y el sueño necesarios, con ropa nueva y una cama de sábanas planchadas, el resquemor arrojado entre la piel de las patatas que cortaba haciendo un ruido seco y acompasado, Mirta se convirtió en un ser repleto de posibilidades.

Creció hasta hacerme sombra.

Cuando me quise dar cuenta empapelaba una habitación para que una de sus hijas pudiese pasar una temporada con nosotros, había en su rostro una expresión acelerada y exultante.

“¡No puedes hacerme esto!”, gritaba  desesperada mientras yo arrojaba sus cosas por el hueco de la escalera.

“No debí explicarme bien. Yo decido el principio y el final”

Estuvo media hora gritando en el rellano.

Los vecinos amenazaron con llamar a la policía.

A los pocos días abrí esperando un paquete y un chaval cargado de espaldas, el mismo óvalo de cara que Mirta, incluso esa mirada atónita y bobalicona, me soltó un derechazo rompiéndome el tabique nasal.

No denuncié. Hay epílogos necesarios.

Se han sucedido equivocaciones, desaciertos, el agujero en el estómago, reflejos en el agua de las cosas que podrían ser y nunca acaban siendo.

Hasta dar con mi Mati y tener la absoluta seguridad de estar haciéndolo bien, esta vez sí, el camino correcto hacia un auténtico hogar.

Por fin.

 

MATI

Son sensaciones pequeñas que te invaden desde el paladar hasta las palmas de las manos.

Es el desasosiego.

No sé qué me pasa con él, con su mirada invasiva cuando cree que no me doy cuenta, con esa insistencia en que vivamos juntos más de un fin de semana y si no accedo se enfada, como un niño chico, arruga el entrecejo y aprieta los labios, y no le sacas una palabra hasta rato después, tensando la mandíbula que parece que se le va a desencajar.

Ya no me hacen gracia sus pasos apresurados, su torpeza al bailar, la forma casi agónica de agarrarme por la cintura, esa verborrea cargada de futuro.

Son bobadas, ya ves, en el fondo es atento, cuidadoso, paciente… pero que no sé si necesito algo de eso. Nada de eso.

Menudo susto me arreó el otro día cuando apareció en el mercado, en mi mercado de siempre, yo hablando con Jonás, el charcutero, tan campantes, sobre el concurso de televisión, y de repente doy un respingo porque alguien me rodea los hombros y es Aurelio y dice: “Buenas tardes, soy su novio”. Jonás una mueca cómica, yo sin saber dónde meterme. Que a qué venía eso, le pregunté. “No he mentido”, me soltó sin más y después me compró un ramo de margaritas en el puesto de al lado.

Se lo dije a las chicas.

-“Buff, qué pereza, mándalo a freír espárragos cuanto antes”- respondió Silvia mientras conducía, desde el manos libres, al tiempo que soltaba improperios al resto de conductores y estaba pendiente del tráfico.

-“Tendrás que valorar si es mejor estar sola que mal acompañada”- aseveró Jara, lo mismito que no decir nada, siempre con sus misterios velados.

Son hermanas diametralmente opuestas, para empezar una nació en pleno invierno, en la calle dos palmos de nieve, y la otra el día que empezaba el verano, con el griterío, la ilusión y el colorido propio de la promesa que se avecinaba.

Siempre les han gustado colores, comidas, películas diferentes, se han llevado la contraria de manera febril, pero en lo emocional, ante cualquier asomo de tristeza, ante cualquier intuición, por muy alejadas que vivan una de la otra, saben encontrarse, marcar a tiempo el número de teléfono, identificar las señales.

Pasan juntas una semana de vacaciones al año. Solas. Les sobramos todos.

Me hacen videollamadas en las que se ven sombreros de paja, pedazos de mar, cócteles brillantes… no escucho bien, se entrecorta, se ríen, pegan muy juntas sus caras, es cuando las reconozco, durante apenas unos segundos vuelven a ser mis niñas.

Creo que no se han querido dar cuenta de que he envejecido.

Ya no soy la misma.

He perdido autonomía, decisión, ganas.

La vejez es ir apagando interruptores.

No quiero dolerles, pero me siento una de esas velas de embarcación que se rasgan en medio de una tormenta. Rasgada, sí, un poco rota.

Yo no querría para mis hijas ningún Aurelio.

Un Fede sí… Fede…sigo pensando qué habrá sido de su vida, si fue a Australia como pretendía, “Allí podemos hacer dinero, niña, montar un negocio, vivir unos años y regresar como Reyes”. Me hacía gracia como me hablaba, incluyéndome en sus proyectos y llamándome “niña”, siendo él más joven que yo.

Lo conocí en el desamparo de mi maternidad con Germán, cuando deambulaba durante horas por las calles, el frio y la inseguridad metidos en el cuerpo, una tristeza infinita.

Un día de lluvia el aparcó su camión de reparto y se resguardó en la misma cafetería que nosotros… Germán no paraba de llorar “¿Me dejas?” preguntó aquella mirada azul con el tono de quien te conoce de toda la vida y acto seguido cogió al bebé y lo arrulló unos segundos, el tiempo preciso para que el llanto cesara, que yo estaba atónita, nunca había conocido a un hombre que se manejase bien con los críos, ahora es distinto, Steve, mi yerno, puede llevar a mi nieta encaramada a una de sus caderas mientras cocina, la baña, la viste combinando bien las prendas, muestra una paciencia infinita enseñándole a caminar, ejerce de padre mucho más allá del sustento económico, cosa en la que por cierto se las basta sola mi Jara, y a nadie le parece extraño, pero es que yo provengo de un mundo que estaba organizado de otra manera, más injusta, desde luego.

“Soy el mayor de cinco hermanos, mi padre falleció pronto y a mí me ha tocado hacer de todo… Me llamo Fede” y al estrechar la mano que le quedaba libre comprendí que sólo es necesario un gesto para que la vida te cambie por completo. Un gesto, un segundo, que te dé el sol en la cara y te quedes ciega un instante. Ciega de tanta luz. Así me quedé yo con Fede, que estuvimos casi un año encontrándonos furtivamente en el piso que compartía con otros compañeros, los demás no estaban, eran horas tempranas, en esa habitación suya, muy amplia, sin cortinas, con una cama demasiado pequeña para un cuerpo tan grande, clavábamos la vista en el techo y nos contábamos nuestras cosas, soñábamos, mientras Germán se llenaba la cara de yogur o señalaba con el índice los dibujos animados.

Él siempre supo toda la verdad y nada más que la verdad.

Aún así me dijo que podía con todo, que se adelantaría primero él y en poco tiempo podríamos ir mis hijos y yo.

A Germán se lo comía a besos.

Pero yo no quiero ser tu condena.

Yo no podía ser semejante carga.

Nadie sabe lo que lloré a escondidas, las cábalas que me hice o los supuestos que imaginé.

Supongo que si no me puse el mundo por montera fue porque nunca me creí capaz.

Dónde iba a ir yo, una vez equivocada mi vida, arrastrando a tres criaturas.

Durante cuatro días pasó a recogerme por el lugar acostumbrado sin que yo acudiese, lo vi de lejos cabecear y pasarse la mano por el pelo, subir al camión y arrancar con rabia.

Dejé de comer y pensaron que me había consumido la crianza.

Mi hermana Lola, la que se ocupó de mis niñas como una segunda madre o posiblemente mejor, a la que dejamos plantada, Petra, mi otra hermana, y yo,  cuando nuestros padres requerían de mayor dedicación y la casa olía a arroz hervido y medicinas, la que nos miró siempre con todo el rencor del mundo pero jamás dijo ni una palabra al respecto porque fue paciente y supo esperar, esa que ahora ha recogido a Petra después de dos matrimonios fallidos y varias relaciones que la han estafado económica y emocionalmente, la tía que adoran mis hijas porque ha sabido mimarlas sin ayuda de lo material, darles su espacio, empujarlas para que volaran sin ponerles anillos en las patas de palomas quebradizas, esa Lola, harta de verme languidecer, me metió un día en la bañera, descorchó una botella de vino blanco, se puso una copa y me tendió otra a mí, “Empieza a hablar, no me cuentes lo que no quieras, pero abre la boca, te queda poco silencio que soportar…” y lloré, bebí, grité, pero sobre todo le conté hasta que el agua se quedó casi helada y nos abrazamos, empapadas las dos, “Joder qué suerte la tuya, hermana, qué suerte… casi me lo podías haber presentado…”, nos reímos, preparamos la cena, actualizamos la agenda de la semana en su casa y en la mía que a veces eran la misma,  y nunca más, pero nunca más, volvimos a hablar de Fede.

Quiero pensar que viajó a Australia, tan empecinado como estaba, seguro que logró hacer fortuna allí y que no ha vuelto, porque de ser así me hubiese buscado, los seres humanos necesitamos cerrar capítulos, conocer incluso el final de las cosas que no emprendimos, lo que pudo haber sido y no fue.

Dónde quiera que esté los dos sabremos siempre, a pesar de cada uno de los factores que han modificado nuestras vidas, que vivimos algo auténtico e irrepetible.

Las comparaciones son inevitables.

Aurelio no es Fede ni la Mati de entonces es la misma de ahora.

Es el tiempo lo que más pesa.

El tiempo que nos queda.

 

AURELIO

Las evasivas huelen a pescado podrido.

Son una forma de decirte que eres idiota, que no te enteras.

Propias de cobardes.

Yo no soy un cobarde. Ni lo he apostado todo para que se me responda de esta manera, que ni si, ni no, ni todo lo contrario.

Noto que se está cansando y debo reaccionar.

¿Cansarse de alguien que atiende todos los detalles, que sabe esperar, descifrar, suponer, calcular? ¿Cómo se explica eso?

¿Quién se cansa de que te cuiden?.

Sencillamente, no me lo puedo permitir.

No me queda nada en los bolsillos, ni plazos.

Si pierdo también la esperanza… ¿en qué me convierto?.

Si dejan de pronunciar mi nombre o hasta lo borran de un teléfono, si no me escriben, si en la lista de la compra ya no cabe lo que me gusta, si me acuesto solo, si está helada el agua de la ducha porque sí, porque hoy el termo ha decidido no funcionar, si entro en una cafetería y digo “buenos días” pero nadie levanta la cabeza… ¿Qué soy?

Conmigo no se juega, ni se baila.

Que no me gusta bailar, que nunca me ha gustado, que ella baila mucho mejor que yo incluso sola, como una autómata, que le sobra risa fácil y sueño profundo a esta edad en la que a todos se nos atraganta algún atisbo de remordimiento…Pero no, ella tiene suficiente con sus hijas y esa nieta extranjera a la que dentro de unos años será incapaz de reconocer aunque se tropiecen una contra otra en plena calle, que a veces Mati es boba de tan simple, que todo le parece bien, que no piensa más allá… Menos mal que estoy yo, que no me voy a mover, que estoy aquí para acompañarla, porque cualquiera puede engañarla fácilmente, ella que cree que todo el mundo es bueno “Cada uno lleva su historia a cuestas, Aurelio, a saber por lo que ha pasado mucha gente para reaccionar como lo hacen”. Y a mí qué. Que cada cual arrastre sus cadenas, como lo he hecho yo durante toda la vida sin llorarle a nadie.  Sin ser un cobarde.  Si ni mi madre ni yo le dimos pena a nadie, si la pena es esa agua estancada que ni los perros la quieren beber, por qué debo yo compadecerme de seres que ni me van ni me vienen.

Lo he leído en Internet.

Un ramo de rosas rojas.

Música de violines.

Un beso que sea una apuesta segura, como si sólo la hubiesen besado una vez en la vida.

Estrangular a una persona con resultado de muerte puede demorarse entre tres y cinco minutos.

Lo he leído en Internet.

Depende de lo que se resista.

Pero cómo evitar mirarla.

La seducción de esas pupilas desbocadas y al mismo tiempo contemplar en ellas toda tu historia, recordar a tu madre y apretar más fuerte, pensar en Sandra, en Mirta, en mi padre, en la propia Mati que ni siquiera supo de mi existencia, escuchar los ecos de todas las palabras pronunciadas en falso y seguir apretando…

Entre tres y cinco minutos.

Me miro las manos.

No parece demasiado tiempo para una idea preconcebida.

Podría atacarla por detrás aprovechando su ignorancia, antes de decir que lo nuestro no tiene futuro, que es mejor dejarlo, que podemos ser amigos… Puedo soportarlo todo menos la ruptura.

Hasta la cárcel.

 

SILVIA MOLÍN SOBERAS

Oí ruido dentro y pensé que de nuevo estaba cambiando los muebles de sitio.

Volqué el contenido del bolso en el rellano, no encontraba las malditas llaves, quería sorprenderla y no llamar al timbre.

Me había dejado preocupada la última vez que hablamos, aunque ella no quiso reconocerlo entendí que Aurelio comenzaba a asediarla y mi madre no sabía cómo pararlo, hay que ver, con lo contundente que ha sido ella a lo largo de su vida…

Estaba en cuclillas, rebuscando entre ese montón de cosas innecesarias cuando escuché el disparo. Un disparo. Inconfundible. Una corriente de angustia me atravesó entera y antes de que pudiera aporrear la puerta él salió sujetándose la herida abierta del brazo derecho, dejando tras de sí un reguero de sangre turbia y espesa. No me vio. Buscaba desesperadamente una salida y yo entré en casa gritando “¡Mamá!” con un tono de voz que ni siquiera sabía que tenía.

Parecía un maniquí abandonado en un estercolero.

La ropa desgarrada, el pelo alborotado, el cuello magullado, casi violáceo, la boca abierta, los ojos piedras de sal y entre las manos la escopeta de caza de mi padre. Ni siquiera sabía que la conservaba, ni mucho menos podía imaginar que fuese capaz de utilizarla.

Después, en el hospital, empezando a recuperarse del shock, me dijo que el miedo y la soledad son casi lo mismo, casi lo mismo, Silvia, que no sabes dónde empieza uno y dónde termina la otra, que una se vuelve maniática y que había decidido guardar la escopeta cargada en un lugar seguro por si alguna vez tenía que defenderse…

Tuve que quitársela de entre las manos con sumo cuidado, no sé ni cómo.  Después la abracé muy fuerte, pero ella no respondió al contacto físico, agarrotada y fría, inamovible. Le cogí la cara obligándola a mirarme: “¿Por qué lloras, cariño?”, fue capaz de balbucear, muy despacio. Y cuando ya el barullo de vecinos, ambulancias, policía, comenzaba a crecer miró alrededor preguntando: “¿Lo he matado?”.

Yo traté de decirle demasiadas cosas a la vez. No estuve certera. No fui precisa. Quería decirle que no estaba muerto, que había huido por su propio pie, que no se preocupara, que había sido en defensa propia, pero el maldito ruido, el maldito ruido que provoca la gente extraña en las situaciones excepcionales me dejó fuera de juego, vi cómo le ponían una manta sobre los hombros y cómo se la llevaban sin oponer resistencia.

Y fue en ese preciso instante, cuando alguien me preguntó quién era, qué hacía en esa casa, cuando comprendí que desconocía a mi madre, que para mí era algo así como un decorado, una fachada correcta que escondía un edificio ruinoso al que no quería asomarme.

Supe que estaba viva.

Era una mujer viva.

Y yo no lo sabía.

La burocracia, los trámites, la denuncia, la desaparición de Aurelio, al que todavía no han encontrado aunque sabemos que su herida resultó superficial, que sacó todo su dinero y se marchó, los temas legales, son para los abogados y en sus manos están.

Mi madre sonríe de una manera distinta en las videollamadas que nos hacemos, está pasando una temporada con mi hermana. Jara me cuenta que es mucho mejor abuela que madre, “no te lo puedes imaginar, Silvia, la templanza que tiene con la niña, lo divertida que es…”

Divertida. Un adjetivo que nunca hubiese asociado con mi madre.

Ella nos lanzó señales que no supimos interpretar, la vida nos coloca en zonas que parecen seguras pero son un campo de minas. Tulipanes de plástico en un jarrón de mármol.

Está claro que tratando de sobrevivir nos hemos perdido la vida.

Y con ella la capacidad de entender mejor a quién tenemos cerca.

Y que es mucho más que una culpa, mucho más que un cuerpo, mucho más que una historia.

Las cosas hubiesen sido diferentes sin mediar tanta distancia, pero es fácil hablar cuando ya no hay retorno ni bola de cristal, cuando las suposiciones no te dejan dormir.

Hoy he pasado por casa de mi madre y en esa chimenea que tiene de adorno en el salón le he dejado revistas, fotos que he recuperado y que le hará ilusión tener y una carta casi indescifrable, de remitente australiano.

Somos una caja de sorpresas, desde luego.

Y un jardín privado.

 

 

 

 

 

 

 

1 comentario

Ramón De Aguilar Martínez -

Otro relato magnífico, que podría ser una excelente novela. Felicidades, Puri, una vez más.